Tumbada en la cama de su habitación del motel Cloud Nine en Basalt, Colorado, Corrie tomó una decisión. Si esas marcas de los huesos eran lo que ella pensaba que podían ser, sus problemas se habrían resuelto. No habría elección: los restos tendrían que examinarse. Ni siquiera Kermode podría impedirlo. Sería su mejor baza.
Pero solo si podía demostrarlo.
Y para eso necesitaba volver a acceder a los huesos una vez más. Cinco minutos, como mucho, lo justo para fotografiarlos con el potente objetivo macro de su cámara.
Pero ¿cómo?
Incluso antes de hacerse la pregunta, ya sabía la respuesta: tendría que entrar por la fuerza.
Los argumentos en contra de semejante actuación se alinearon ante ella: el allanamiento de morada era un delito; no era ético; si la pillaban, su futuro profesional en los cuerpos de seguridad se iría al garete. Por otro lado, tampoco sería tan difícil. Durante la visita de hacía dos días, no había visto al jefe Morris desactivar ninguna alarma ni sistema de seguridad; solo había abierto el candado de la puerta y habían entrado. El almacén estaba aislado del resto del complejo, rodeado por una valla alta de madera y protegido por árboles. Se encontraba parcialmente abierto a una de las pistas de esquí, pero no habría nadie esquiando por la noche. Estaba señalado en los mapas de senderismo de la zona, donde se indicaba una vía de servicio que conducía al almacén desde el parque de maquinaria de la pista de esquí, evitando por completo The Heights.
Mientras sopesaba los pros y los contras, se sorprendió preguntándose qué haría Pendergast. Él nunca dejaba que las sutilezas legales se interpusieran en el camino de la verdad y la justicia. Seguro que él entraría por la fuerza y conseguiría la información que necesitaba. Aunque ya era demasiado tarde para que se hiciera justicia a Emmett Bowdree, nunca era demasiado tarde para la verdad.
Había dejado de nevar a medianoche y, en el cielo clarísimo, podían verse tres cuartos de luna. Hacía muchísimo frío. Según la aplicación WeatherBug de su iPad, estaban a quince grados bajo cero. Fuera daba la sensación de que hacía mucho más frío. La vía de servicio resultó ser solo para motonieves y estaba cubierta de nieve dura, pero se podía caminar por ella.
Dejó el coche al comienzo mismo de la carretera, en un bosquecillo de árboles altos, lo más escondido posible, y empezó a ascender, llevando el pesado equipo en la mochila: la Canon con trípode y objetivo macro, foco portátil y batería de repuesto, lupas, una linterna de LED, un cortapernos, bolsas con cierre zip, guantes y el iPad cargado de libros de texto y monografías sobre el análisis osteológico de traumatismos. El aire puro de la montaña le hacía jadear y, a la luz de la luna, brillaba el vaho de su aliento mientras avanzaba y esparcía bajo sus pies la capa de nieve en polvo que cubría la superficie. A lo lejos, en la llanura del valle, se extendían como en una alfombra mágica las luces de la ciudad; por encima de su cabeza veía el almacén, iluminado por postes de luz que bañaban de un resplandor dorado los abetos. Eran las dos de la madrugada y todo estaba en silencio. La única actividad era la de unos faros en lo alto de la montaña, donde estaba en funcionamiento el equipo de limpieza.
Había ensayado mentalmente una y otra vez los pasos que debía dar, reorganizándolos y depurándolos para asegurarse de que pasaría el menor tiempo posible en el almacén. Cinco minutos, diez a lo sumo, y fuera.
Al aproximarse, hizo un reconocimiento exhaustivo para asegurarse de que estaba sola, después se acercó a la valla y se asomó por encima. A la izquierda, estaba la puerta lateral por la que habían entrado el jefe de policía y ella, iluminada por un haz de luz; se veía la nieve, muy pisoteada, delante. La puerta estaba cerrada con candado. Solía llevar encima un juego de ganzúas. En el instituto, se había aprendido casi de memoria el manual clandestino conocido como la Guía para saltar cerraduras del MIT, y estaba muy orgullosa de su habilidad. El candado era una pieza de ferretería de unos diez dólares —ningún problema por ese lado—, pero, para llegar a la puerta, tendría que cruzar la zona iluminada. Y luego quedarse al descubierto mientras manipulaba el candado. Aquel era uno de los dos factores de riesgo inevitables en su plan.
Esperó y aguzó el oído, pero todo estaba en silencio. Las máquinas de limpieza se encontraban en la parte más alta de la montaña y no parecía que fueran a pasar por allí en breve.
Inspiró hondo, saltó la valla y cruzó a toda velocidad la zona iluminada. Llevaba ya preparado el juego de ganzúas. El candado estaba helado y los dedos no tardaron en entumecérsele del frío. Aun con todo, solo empleó veinte segundos en saltar la cerradura. Entreabrió la puerta, se coló dentro y la cerró con cuidado.
Hacía mucho frío en el interior del almacén. Hurgó en la mochila y sacó la pequeña linterna de LED, la encendió y pasó enseguida por delante de las motonieves y las antiguas oruga-quitanieves, hasta llegar al fondo de la nave. Los ataúdes, perfectamente dispuestos en filas, brillaron apenas a la luz de su linterna. Tardó solo un instante en localizar el de Emmett Bowdree. Retiró la tapa con cuidado, procurando no hacer ruido, luego se arrodilló y dirigió el haz de luz hacia los huesos. El corazón le daba botes en el pecho y le temblaban las manos. Una vez más, una vocecilla en su interior le recordó que aquella era una de las cosas más estúpidas que había hecho en su vida y, de nuevo, otra le respondió que era lo único que podía hacer.
—Tranquilízate —se dijo en un susurro—. Y céntrate.
Siguiendo su guión mental, dejó la mochila en el suelo y la abrió. Cogió una lupa de ojo y se la ajustó, se calzó los guantes, sacó del féretro el fémur roto en el que se había fijado antes y lo examinó a la luz. El hueso mostraba varios arañazos largos y paralelos en la superficie cortical. Los estudió detenidamente en busca de algún indicio de curación, remodelación ósea o levantamiento perióstico, pero no había ninguno. Las marcas longitudinales eran limpias, frescas y no revelaban síntoma alguno de reacción ósea. Eso significaba que el arañazo había tenido lugar perimortem, es decir, en el momento de la muerte.
Ningún oso podría haber causado una marca así. Era el resultado de una herramienta tosca, quizá la hoja de un cuchillo romo, y sin duda se había hecho para separar la carne de los huesos.
Pero ¿estaba segura? Su experiencia práctica era muy limitada. Se quitó los guantes, sacó el iPad y abrió uno de sus libros de texto: Análisis de traumatismos. Repasó las ilustraciones de lesiones antemortem, perimortem y postmortem, entre ellas algunas de arañazos similares a aquellos, y las comparó con los del hueso que tenía en la mano. Confirmaron su impresión inicial. Intentó calentarse los dedos helados con el calor de su propio aliento, pero no funcionó, así que volvió a ponerse los guantes y se frotó las manos con el máximo sigilo. Logró recuperar así algo de sensibilidad en los dedos.
A continuación, debía fotografiar el hueso dañado. De nuevo, le sobraban los guantes. Sacó de la mochila el foco portátil, la batería auxiliar y el pequeño trípode; después, la cámara digital con el enorme objetivo macro que le había costado una fortuna. Atornilló la cámara a la zapata y la situó. Tras colocar el hueso en el suelo, dispuso las cosas lo mejor posible en la oscuridad y encendió el foco.
Segundo factor de riesgo: la luz se vería desde fuera. Pero era absolutamente indispensable. Lo había preparado todo para que el foco estuviera encendido el menor tiempo posible y no tener que andar encendiendo y apagando —algo que llamaría más la atención—, y poder recoger enseguida y marcharse.
Qué potencia. Lo iluminaba todo. Situó rápidamente la cámara y enfocó. Hizo una docena de fotos lo más rápido que pudo, desplazando un poco el hueso cada vez y ajustando la luz para lograr un efecto de barrido. Al hacerlo, bajo el potente resplandor, detectó algo más en el hueso: unas dentelladas. Paró un instante para examinarlas con la lupa. Sin duda eran marcas de dientes, pero no de los de un oso grizzly; eran demasiado débiles, estaban demasiado juntas y la huella de la corona era demasiado uniforme. Las fotografió desde varios ángulos.
Guardó aprisa el hueso en el ataúd y pasó a la siguiente marca anómala detectada en su primera visita: la de la calavera rota. El cráneo revelaba un traumatismo severo, todo él estaba destrozado. El golpe mayor, y al parecer el primero, se había producido a la derecha del parietal y había despedazado el cráneo en forma de estrella, separándolo por las suturas. Aquellas eran sin duda heridas perimortem, por la sencilla razón de que no había forma de sobrevivir a un golpe tan violento. Las fracturas en tallo verde indicaban que el hueso aún estaba sano cuando se habían producido.
La anomalía en ese caso era una marca en el punto del golpe. Examinó el punto de la fractura. Un oso podía sin duda destrozar un cráneo de un zarpazo o aplastarlo con las mandíbulas y los dientes, pero aquella marca no parecía de dientes ni de zarpas. Era irregular y presentaba múltiples hendiduras.
Bajo la lupa, sus sospechas se confirmaron. Se había hecho con un objeto rugoso y pesado, muy probablemente una piedra.
Aún más deprisa esta vez, tomó una serie de fotografías de los fragmentos del cráneo con el objetivo macro. Ya tenía pruebas más que suficientes. ¿O no? Titubeó un instante y luego, llevada por un impulso, sacó un par de bolsas de cierre zip y metió en ellas el trozo de fémur y uno de los fragmentos del cráneo roto. Con eso sí que tenía pruebas.
Hecho. Apagó el foco. Ahora disponía de muestras irrefutables de que a Emmett Bowdree no lo había asesinado y devorado un oso, sino un ser humano. De hecho, a juzgar por la naturaleza generalizada de las lesiones, podrían haber sido dos o tres, o quizá más, los que habían tomado parte en la matanza. Primero lo habían incapacitado con un golpe en la cabeza, le habían aplastado el cráneo, machacado los huesos y hecho pedazos literalmente con sus propias manos. Luego habían separado la carne de los huesos con un cuchillo sin afilar o un trozo de metal. Por último, se lo habían comido crudo, como revelaban las marcas de dientes y la ausencia de quemaduras en los huesos u otros indicios de cocción.
Horrible. Increíble. Había descubierto un homicidio con ciento cincuenta años de antigüedad. Lo que le planteaba la siguiente pregunta: ¿habrían sido asesinados los otros diez mineros del mismo modo, por humanos?
Miró rápidamente el reloj: once minutos. Sintió un escalofrío de miedo; era hora de salir pitando de allí. Empezó a recoger sus cosas y se dispuso a salir del almacén.
De pronto, le pareció oír un ruido. Apagó aprisa la linterna y aguzó el oído. Silencio. Volvió a oírlo: un levísimo crujido de nieve al otro lado de la puerta.
Cielos, venía alguien. Paralizada por el miedo, con el corazón desbocado, siguió atenta. Un chasquido clarísimo. Y luego, al otro lado del almacén, en una ventana a la altura del alero, vio un haz de luz iluminar un instante el cristal. Más silencio. A continuación, el sonido apagado de una conversación y el siseo de un emisor-receptor de radio.
Había gente fuera. Con radio.
¿Los guardias de seguridad? ¿La policía?
Cerró la cremallera de la mochila con infinito cuidado. Aún no había tapado el ataúd. ¿Y si deslizaba la tapa despacio? Se dispuso a hacerlo, pero paró al ver cómo chirriaba. No obstante, tenía que volver a taparlo, así que, con un movimiento rápido, la puso de nuevo en su sitio.
Detectó más actividad fuera: chasquidos, susurros… Había varias personas allí, e intentaban, sin mucho éxito, no hacer ruido.
Se echó la mochila al hombro y se alejó de los ataúdes. ¿Había puerta trasera? No podía averiguarlo, estaba demasiado oscuro, pero no recordaba haber visto ninguna. Lo que debía hacer era buscar un escondite y esperar a que pasara el peligro.
Caminando de puntillas, se dirigió a la parte posterior del almacén, donde estaban guardadas las piezas gigantes de un viejo telesilla: torres de alta tensión, asientos, poleas. Mientras cruzaba la estancia, oyó que se abría la puerta y corrió los últimos metros. Entonces oyó los murmullos en el interior de la nave. Y el ruido de las radios.
Al llegar a las pilas de material viejo, buscó un escondrijo y, poniéndose a cuatro patas, se ocultó lo más al fondo posible, retorcida entre las piezas gigantes de metal.
Un súbito chasquido y se encendieron todos los fluorescentes, que bañaron el almacén de una luz intensa. Corrie se arrastró más deprisa, se ocultó detrás de una bobina inmensa de cable de acero y se hizo un ovillo, apretándose la mochila contra el pecho para ocupar el mínimo espacio posible. Esperó, sin atreverse siquiera a respirar. Quizá pensaran que alguien se había dejado el candado abierto por accidente. Quizá no hubieran visto el coche. Quizá no la encontraran…
Unos pasos recorrieron el suelo de cemento, y luego Corrie oyó un montón de susurros. Entonces pudo distinguir voces y captar fragmentos de la conversación. Completamente horrorizada, oyó su nombre pronunciado con el acento texano de Kermode, quejumbroso, incitante.
Se cubrió la cabeza con las manos, estremecida por la pesadilla. Notó que el corazón estaba a punto de estallarle de angustia y congoja. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Por qué?
Oyó una voz que hablaba, alto y claro; el áspero timbre nasal de Kermode.
—¿Corrie Swanson?
Resonó terrorífico en la cavernosa estancia.
—Corrie Swanson, sabemos que está aquí. Lo sabemos. Se ha metido en un buen lío. Lo mejor que puede hacer es salir de su escondite. Si obliga a estos policías a que la saquen, será peor para usted. ¿Lo entiende?
Corrie se ahogaba de miedo. Más sonidos: venía más gente. No podía moverse.
—Muy bien —oyó decir disgustado a Morris—. Joe, empiece por la parte de atrás. Fred, quédese junto a la puerta. Sterling, mire entre las quitanieves y las motos.
Corrie seguía sin poder moverse. El juego había terminado. Tendría que salir de su escondite, pero una extraña esperanza desesperada la mantenía oculta.
Se tapó aún más la cabeza, como una niña escondida bajo las sábanas, y esperó. Oyó pasos, los chirridos y chasquidos de las máquinas que movían. Pasaron unos minutos. Y luego, casi encima de ella, alguien dijo a gritos:
—¡Está aquí! —A continuación, le apuntó con el arma—. ¡Policía! Levántese despacio con las manos donde pueda verlas.
No podía moverse.
—Levántese con las manos donde pueda verlas. ¡Vamos!
Consiguió levantar la cabeza y vio a un policía de pie a unos metros de ella, con el revólver de reglamento desenfundado y apuntándole. Otros dos policías llegaban en ese momento.
Corrie se puso en pie agarrotada, las manos en alto. El policía se acercó, la cogió de la muñeca, la obligó a darse la vuelta, le llevó las manos a la espalda y le calzó unas esposas.
—Tiene derecho a permanecer en silencio —le oyó decir como desde muy lejos—. Cualquier cosa que diga podrá utilizarse en su contra en un tribunal…
No podía creer que aquello estuviera pasándole a ella.
—Tiene derecho a solicitar un abogado, y a que este se encuentre presente durante el interrogatorio. Si no puede permitírselo, se le asignará uno de oficio. ¿Lo ha comprendido?
No podía hablar.
—¿Lo ha comprendido? Por favor, conteste o asienta con la cabeza.
Corrie consiguió asentir.
—Queda constancia de que la detenida ha reconocido que comprende sus derechos —dijo el policía en voz alta.
Agarrándola por el brazo, la sacó de entre los montones de máquinas a un espacio abierto. La luz intensa le hizo parpadear. Otro policía le había abierto la mochila e inspeccionaba su contenido. No tardó en sacar las dos bolsas de cierre zip que contenían los huesos.
El jefe Morris lo observó, tremendamente descontento. De pie a su lado y flanqueada por varios guardias de The Heights, se hallaba la señora Kermode, con un ajustado conjunto de invierno a rayas, con remates de pelo de cebra, y una expresión de malicioso triunfo en el rostro.
—Vaya, vaya —dijo soltando vaho como un dragón—, resulta que la joven estudiante de criminalística es en realidad una delincuente. La calé en el mismo momento en que la vi, señorita Swanson. Sabía que intentaría algo así, y aquí está, previsible como un reloj. Allanamiento, vandalismo, robo, resistencia al arresto. —Alargando el brazo, cogió una de las bolsas que sostenía el policía y la agitó delante de la cara de Corrie—. ¡Y profanación de tumbas!
—Ya es suficiente —le dijo el jefe Morris a Kermode—. Por favor, devuelva esa prueba al oficial y salgamos de aquí. —Cogió a Corrie suavemente del brazo—. Y usted, jovencita, me temo que está arrestada.