La llamada que estaba esperando tuvo lugar a la mañana siguiente. Corrie estaba sentada en la biblioteca de Roaring Fork, empapándose de la historia de la ciudad. Era una biblioteca excelente, situada en un edificio moderno diseñado al estilo victoriano. El interior era precioso, con metros y metros de roble pulido, ventanas abovedadas, gruesa moqueta y un sistema de iluminación indirecta que lo bañaba todo de un cálido resplandor.
La sección histórica de la biblioteca era de lo más vanguardista, y el bibliotecario de esa área le había sido de gran utilidad. Era un tipo atractivo, de unos veintitantos años, atlético y bien formado, que acababa de licenciarse por la Universidad de Utah y se había tomado un par de años sabáticos para disfrutar de su afición al esquí. Ella le había hablado de su proyecto de investigación y de su encuentro con el jefe Morris. Ted la había escuchado con atención, le había hecho preguntas inteligentes y le había enseñado a manejar los archivos históricos. Para rematar, la había invitado a tomar una cerveza al día siguiente por la noche. Y ella había aceptado.
Los álbumes de antiguos periódicos, diarios de gran formato y anuncios públicos pertenecientes a la época del boom de las minas de plata se habían digitalizado cuidadosamente y convertido a formato PDF, lo que facilitaba las búsquedas. En cuestión de horas, había podido localizar decenas de artículos sobre la historia de Roaring Fork y las matanzas del oso grizzly, necrológicas y toda clase de material relacionado con los hechos, mucho más de lo que había conseguido en Nueva York.
La historia de la ciudad era fascinante. En el verano de 1873, un valiente grupo de aventureros de Leadville, desafiando la amenaza de los indios yuta, cruzó la divisoria continental y penetró en territorio inexplorado hacia el oeste. Allí, estos y otros que los siguieron dieron con una de las mayores minas de plata de la historia de Estados Unidos. De inmediato, se produjo la fiebre de la plata, y montones de mineros obtuvieron concesiones en todas las montañas que bordeaban el río Roaring Fork. Nació una ciudad, junto con molinos de extracción para pulverizar el mineral y una fundición construida precipitadamente para separar la plata y el oro de la mena. Pronto las colinas estuvieron repletas de buscadores, salpicadas de minas y asentamientos remotos, mientras la propia ciudad rebosaba de ingenieros de minas, quilatadores, carboneros, aserradores, herreros, taberneros, comerciantes, camioneros, fulanas, peones, pianistas, crupieres, estafadores y ladrones.
La primera muerte tuvo lugar en la primavera de 1876. En una concesión remota, en lo alto de Smuggler Mountain, un minero solitario fue asesinado y devorado. Pasaron semanas hasta que lo echaron de menos; en consecuencia, su cadáver no se descubrió inmediatamente, pero el aire de la montaña lo conservó lo suficiente como para deducir su funesto destino. Un oso, obviamente, le había desgarrado el cuerpo, lo había destripado y le había arrancado de cuajo las extremidades. Al parecer, había vuelto a por su presa varias veces en el transcurso de una semana, pues la mayoría de los huesos estaban desprovistos de carne, se había comido la lengua y el hígado, y las entrañas y las vísceras estaban dispersas por allí y más o menos consumidas.
El patrón se repetiría diez veces más a lo largo del verano.
Desde el comienzo, Roaring Fork, igual que buena parte del territorio de Colorado, se había visto infestado de osos grizzly, que habían empezado a habitar las zonas más altas de las montañas como consecuencia de la ocupación de los valles bajos. El oso grizzly, como recalcaban casi todos los artículos de la prensa, era uno de los pocos animales que se sabía que daba caza y mataba humanos para alimentarse.
En el transcurso de ese largo verano, aquel grizzly solitario había dado muerte y devorado a once mineros de diversas concesiones remotas. El animal rondaba un vasto territorio que, por desgracia, comprendía buena parte de la zona alta del distrito de la plata. Las muertes causaron el pánico generalizado, pero las leyes federales exigían a los buscadores que «explotaran la concesión» para poder conservar los derechos sobre ella, de modo que, pese al terror, la mayoría de los mineros se negó a abandonar sus minas.
En varias ocasiones, se crearon partidas de búsqueda para dar caza al oso, pero, no habiendo nieve, en los tramos más elevados de la escarpada montaña, más allá del límite forestal, resultaba difícil seguir el rastro del animal. Aun así, el verdadero problema, a juicio de Corrie, fue que las partidas de búsqueda no estaban demasiado dispuestas a encontrar al oso. Al parecer, pasaban más tiempo organizándose en las cantinas y pronunciando discursos que al aire libre en busca de la bestia.
Las muertes cesaron en el otoño de 1876, justo antes de las primeras nieves. Con el tiempo, la gente empezó a pensar que el oso se había mudado, había muerto o quizá estaba hibernando. La primavera siguiente hubo cierta aprensión, pero al ver que no se producían más muertes…
Corrie notó que le vibraba el móvil, lo sacó del bolso y vio que era de la comisaría. Miró alrededor y, como la biblioteca estaba vacía, salvo por el bibliotecario aficionado al esquí, que leía a Jack Kerouac sentado en su escritorio, supuso que podía contestar.
Pero no era el jefe Morris, sino su secretaria. Antes de que Corrie pudiera recurrir a las cortesías habituales, la mujer le soltó, casi sin respirar:
—El jefe lo lamenta muchísimo, muchísimo, pero no va a poder darle permiso para que examine los restos.
A Corrie se le secó la boca.
—¿Qué? —graznó—. Un momento…
—Está liado con reuniones todo el día, por eso me ha pedido que la llame. Verá…
—Pero me dijo que…
—No va a ser posible. Siente mucho no poder ayudarla.
—Pero ¿por qué? —logró decir.
—No me ha dado detalles, lo siento…
—¿No puedo hablar con él?
—Tiene reuniones todo el día… y toda la semana.
—¿Toda la semana? Pero si ayer me comentó…
—Lo lamento. Ya le he dicho que desconozco sus motivos.
—Mire —repuso Corrie procurando en vano controlar el tono de voz—, hace solo un día me aseguró que no habría problema, que él lo aprobaría, y ahora cambia de opinión, se niega a decirme por qué y… ¡encima le carga a usted el muerto de deshacerse de mí! ¡No es justo!
Corrie oyó un último y gélido «Ojalá pudiera ayudarla, pero la decisión es terminante» seguido de un rotundo clic. Le había colgado.
Se sentó y, dando una fuerte palmada en la mesa, gritó:
—¡Maldición, maldición, maldición!
Entonces alzó la vista. Ted la estaba mirando, con los ojos como platos.
—Ay, lo siento —dijo ella tapándose la boca—. Estoy molestando a toda la biblioteca.
Él levantó la mano sonriente.
—Como ves, ahora mismo no hay nadie aquí. —Titubeó, luego rodeó su escritorio y se acercó. Volvió a hablar, esta vez en un susurro—: Creo que sé lo que está pasando.
—¿Ah, sí? Pues te agradecería que me lo explicaras.
Pese a que seguía sin haber nadie alrededor, Ted bajó aún más la voz.
—La señora Kermode.
—¿Quién?
—Betty Brown Kermode ha hablado con el jefe de policía.
—¿Quién es Betty Brown Kermode?
Ted puso los ojos en blanco y miró furtivamente alrededor.
—¿Por dónde empiezo? Primero, es la dueña de Town & Mount Real Estate, la única agencia inmobiliaria de la ciudad. Es la presidenta de la Asociación de Vecinos de The Heights, y fue la responsable de que se trasladara el cementerio. En resumen, es una de esas personas mojigatas que lo controlan todo y a todos y no tolera disensiones. Lo cierto es que ella es la que manda de verdad en esta ciudad.
—¿Una mujer así puede influir en el jefe de policía?
Ted rio.
—Has conocido a Morris, ¿no? Un buen tipo. Todo el mundo le influye. Sobre todo ella. Impone, créeme, más aún que ese cuñado suyo, Montebello. Estoy seguro de que Morris tenía intención de concederte el permiso, hasta que ha llamado a Kermode.
—Pero ¿por qué iba a querer impedírmelo? ¿Qué daño le haría?
—Eso vas a tener que averiguarlo tú —replicó Ted.