Corrie se instaló en el asiento del copiloto del coche patrulla, al lado del jefe, que, por lo visto, prescindía del chófer porque prefería conducir él mismo. En lugar del habitual Crown Vic, el vehículo era un jeep Cherokee, pintado en los dos colores tradicionales de los coches de policía y con el símbolo de la ciudad de Roaring Fork, una hoja de álamo, a cada lado, circundada por la estrella de seis puntas del sheriff.
Cayó en la cuenta de la inmensa suerte que había tenido. El jefe parecía un hombre decente y bien intencionado y, aunque por lo visto carecía de fuerza de voluntad, era razonable e inteligente.
—¿Ha estado en Roaring Fork antes? —preguntó Morris mientras metía la llave de contacto y el coche arrancaba con un rugido.
—Nunca. Ni siquiera esquío.
—¡Santo cielo! Tiene que aprender. Aquí estamos en temporada alta, con las Navidades a la vuelta de la esquina y todo eso, así que va a conocer la ciudad en su mejor momento.
El jeep enfiló East Main Street y el jefe empezó a señalarle algunos de los monumentos históricos de la ciudad: el ayuntamiento, el histórico hotel Sebastian, varias mansiones victorianas famosas… Todo estaba decorado con luces navideñas y guirnaldas de abeto, y la nieve cubría los tejados, helaba las ventanas y colgaba de las ramas de los árboles. Parecía sacado de una litografía de Currier & Ives. Atravesaron la zona comercial, cuyas calles reunían más boutiques de lujo que la famosa milla de oro de la Quinta Avenida. Era asombroso: las vías rebosantes de compradores forrados de pieles y diamantes, o con elegantes trajes de esquí, cargados de bolsas de compras. El tráfico avanzaba a paso glacial, y de pronto se vieron bajando la calle atrapados entre Hummer, Mercedes Geländewagen, Range Rover, Porsche Cayenne… y motonieves.
—Siento el atasco —se disculpó el jefe.
—¿Bromea? Esto es impresionante —replicó Corrie, casi saliéndose por la ventanilla mientras admiraba el desfile de tiendas que iban dejando atrás: Ralph Lauren, Tiffany, Dior, Louis Vuitton, Prada, Gucci, Rolex, Fendi, Bulgari, Burberry, Brioni… con los escaparates repletos de artículos caros. Parecían interminables.
—La cantidad de dinero que hay en esta ciudad es algo fuera de lo común —dijo él—. Y, la verdad, para los cuerpos de seguridad puede ser un problema. Muchas de estas personas piensan que las normas no se les aplican. Sin embargo, en la Policía de Roaring Fork tratamos igual a todo el mundo. A todo el mundo.
—Buena política.
—La única válida en una ciudad así —respondió con cierta pomposidad—, donde todos son celebridades, multimillonarios o ambas cosas.
—Debe de ser un imán para los ladrones —señaló Corrie sin dejar de mirar las tiendas carísimas.
—Ah, no. La tasa de delincuencia aquí es casi nula. Estamos tan aislados… Únicamente hay una carretera, la 82, que a veces es una carrera de obstáculos en invierno y suele estar cortada por la nieve; y nuestro aeropuerto solo lo usan aviones privados. Luego está lo que cuesta alojarse aquí, completamente fuera del alcance de cualquier vulgar ladrón. ¡Somos demasiado caros para los rateros! —Rio a carcajadas.
«A mí me lo va a decir», pensó Corrie.
Pasaban ahora por delante de algunas manzanas de lo que parecía una recreación de una ciudad típica del viejo Oeste: cantinas con puertas batientes, despachos dedicados a la compra de oro, tiendas de ultramarinos, unos cuantos edificios con ventanas de colores chillones y apariencia de burdeles. Todo estaba impoluto, desde las resplandecientes escupideras sobre las aceras elevadas de madera hasta las altas fachadas falsas de los edificios.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Corrie señalando a una familia que se hacía una foto delante del Ideal Saloon.
—Es el casco antiguo —respondió Morris—. Lo que queda de la parte vieja de Roaring Fork. Esos edificios estuvieron muchos años ahí, deteriorándose. Cuando la estación de esquí empezó a repuntar, se propuso quitarlo todo de en medio, pero a alguien se le ocurrió la idea de restaurar la antigua ciudad fantasma y convertirla en una especie de museo sobre el pasado de Roaring Fork.
«Como Disneyland, pero en una estación de esquí», se dijo Corrie, maravillada por el anacronismo de aquella diseminación de viejas reliquias en medio de tamaño semillero de sobresaliente consumismo.
Mientras contemplaba las construcciones bien conservadas, cruzaron por allí con gran estruendo un par de motonieves, levantando a su paso una nube de polvo de nieve.
—¿Y todas esas motos de nieve? —inquirió ella.
—En Roaring Fork hay una gran tradición —le respondió el jefe Morris—. La ciudad no es solo famosa por sus pistas de esquí, sino también por las de motonieve. Hay kilómetros y kilómetros de ellas; la mayoría se sirve del entramado de viejas vías mineras que aún hay en las montañas que se alzan alrededor de la ciudad.
Al fin salieron de la zona comercial y, tras unos giros, pasaron por delante de un pequeño parque lleno de cantos rodados completamente nevados.
—Centennial State Park —le explicó el jefe—. Esas piedras forman parte del santuario a John Denver.
—¿A John Denver? —Corrie se estremeció.
—Todos los años, los fans se reúnen en el aniversario de su muerte. Una experiencia conmovedora. Qué genio fue, y qué gran pérdida.
—Sí, desde luego —corroboró ella enseguida—. Me encanta su trabajo. Rocky Mountain High es una de mis canciones favoritas de siempre.
—A mí aún me hace llorar.
—Exacto. Y a mí.
Dejaron atrás la densa red de calles del centro y atravesaron un precioso bosquecillo de abetos gigantes cargados de nieve.
—¿Por qué han excavado el cementerio? —inquirió Corrie. Conocía la respuesta, por supuesto, pero quería ver qué nueva información podía desvelarle Morris.
—Más adelante, en las montañas, hay un complejo urbanístico de lujo, The Heights. Viviendas de diez millones de dólares, grandes extensiones, acceso privado a las montañas, club exclusivo. Es la urbanización más exquisita de la ciudad y tiene mucho caché. Dinero viejo y todo eso. A finales de los años setenta, en la fase inicial de esa urbanización, The Heights adquirió Boot Hill, la colina en la que se encontraba el cementerio de la ciudad, y obtuvo la licencia para trasladarlo. Eso fue en la época en la que aún se podían negociar esas cosas. En cualquier caso, hace un par de años, pretendieron ejercer ese derecho para poder construir un balneario privado y un club nuevo en esa colina. Se formó un gran revuelo, como es lógico, y el ayuntamiento los llevó a juicio. Pero contaban con abogados muy profesionales, aparte de ese acuerdo de 1978, firmado bajo juramento, con disposiciones blindadas y a perpetuidad. Así que ganaron, finalmente han desenterrado las tumbas y así estamos. De momento, los restos se han guardado en un almacén en las montañas. No queda otra cosa que botones, botas y huesos.
—Entonces ¿adónde van a trasladarlos?
—La promotora tiene previsto volver a enterrarlos en un solar cercano en cuanto llegue la primavera.
—¿Aún hay polémica?
El jefe Morris hizo un gesto al aire con la mano, como descartando la idea.
—En cuanto empezaron las excavaciones, se acabó el revuelo. De todas formas, no era por los restos, era por la conservación del cementerio histórico. En cuanto eso desapareció, la gente perdió interés.
Los abetos dieron paso a un valle amplio y hermoso, que resplandecía bajo la luz del mediodía. En el extremo más próximo, había un sencillo rótulo tallado a mano, de dimensiones asombrosamente modestas, que rezaba:
THE HEIGHTS
SOLO MIEMBROS
POR FAVOR, PASE POR LA GARITA DEL VIGILANTE
Detrás había un inmenso muro de piedras de río rematado por puertas de hierro forjado junto a las que se encontraba una garita de cuento de hadas, con tejado a dos aguas de tablillas de cedro y paredes de tejuela. La base del valle estaba salpicada de mansiones gigantescas, ocultas entre los árboles, y las laderas de las montañas se elevaban alrededor; los tejados asomaban por encima de los abetos, muchos rematados por chimeneas de piedra que liberaban humo. Más allá se alzaba la zona de esquí, un trenzado de pistas que trepaban serpenteantes hasta los picos de varias montañas, y una cumbre elevada que ostentaba aún más mansiones, todas ellas enmarcadas en el cielo azul rociado de nubes de las Montañas Rocosas.
—¿Vamos a entrar? —preguntó Corrie.
—El almacén está en un lateral de la urbanización, al borde de las pistas de esquí.
Un guardia de seguridad le hizo una seña al jefe Morris para que pasara, y enfilaron un sinuoso sendero adoquinado, limpio y despejado con esmero. No, despejado no. Curiosamente, en la carretera no había hielo y estaba del todo seca, y en los márgenes no había restos de nieve retirada o apilada.
—¿Carretera calefactada? —inquirió Corrie mientras pasaban por delante de lo que parecía ser el club.
—No es inusual por aquí. Lo último en quitanieves: los copos se evaporan en cuanto tocan la superficie.
La carretera, que ahora se elevaba, enfilaba hacia un puente de piedra sobre un arroyo helado, al que el jefe llamó Silver Queen Creek, y luego desembocaba en una puerta de servicio. Más allá, protegidos por una valla alta, completamente pegados a una pista de esquí, había varios almacenes grandes y prefabricados, construidos en una zona de terreno elevado. De los lados colgaban estalactitas de tres metros de largo, que brillaban bajo la luz.
El jefe Morris entró en un área despejada delante del almacén más grande, aparcó y salió del vehículo. Corrie lo siguió. Hacía frío, pero no exagerado, entre tres y seis grados bajo cero, y no soplaba el viento. Al lado de la puerta principal del almacén había una más pequeña al lado, que Morris abrió con llave. Corrie lo siguió al interior de un espacio oscuro, y el olor la asaltó de inmediato. Sin embargo, no le resultó desagradable, no era un hedor a podrido, sino más bien un olor a tierra fértil.
Morris activó un cuadro de interruptores, y las lámparas de sodio del techo se encendieron e inundaron todo de un resplandor dorado. Hacía incluso más frío dentro del almacén que fuera, y Corrie se estrechó el abrigo alrededor del cuerpo, temblando. En la parte anterior del almacén, prácticamente a la sombra de la puerta principal, había una batería de seis motonieves, casi todas idénticas. Más allá, una fila de viejas oruga-quitanieves, que casi parecían reliquias, con enormes bandas rodantes y cabinas redondeadas, les impedía ver lo que había al fondo. Se abrieron paso entre las quitanieves hasta una zona despejada. Allí estaba el improvisado cementerio, sobre lonas oscuras: filas bien organizadas de féretros de plástico de color celeste, de esos que usan los forenses para retirar los restos humanos del escenario de un crimen.
Se acercaron a la fila más próxima, y ella echó un vistazo a la primera caja. Sujeta con celo a la tapa había una tarjeta grande con información impresa. Corrie se arrodilló para leerla. En la ficha se indicaba en qué parte del cementerio se habían encontrado los restos y se incluía una foto de la tumba; quedaba sitio para anotar si había lápida y, en caso de que la hubiera, para registrar los datos grabados en ella e incluir otra foto. Todo estaba numerado, catalogado y organizado. Se sintió aliviada: no tendría problemas de documentación.
—Las lápidas están allí —le dijo Morris.
Señaló una pared al fondo donde había apoyada una variopinta colección de lápidas, algunas, más lujosas, de pizarra o mármol; la mayoría, tan solo losas o piedras planas con algún texto grabado en ellas. También estas se habían catalogado y etiquetado con fichas.
—Tenemos unos ciento treinta restos humanos —añadió el jefe—. Y cerca de cien inscripciones. El resto… no sabemos quiénes son. Quizá tuvieran placas de madera, o tal vez algunas losas se hayan perdido o las hayan robado.
—¿En alguna se identifica a las víctimas del oso?
—En ninguna. Son inscripciones tradicionales: nombres, fechas, a veces una cita de la Biblia o un epitafio religioso estándar. La causa de la muerte no suele grabarse en las lápidas. Y que al difunto lo devorara un oso grizzly no es algo que uno quiera rememorar.
Corrie asintió con la cabeza. En realidad, le daba igual: ya había elaborado una lista de las víctimas investigando viejas crónicas de la prensa local.
—¿Sería posible levantar una de estas tapas? —preguntó.
—Por qué no. —Morris agarró el asa del ataúd más próximo.
—Espere, tengo una lista. —Hurgó en su maletín y sacó la carpeta—. Busquemos a una de las víctimas.
—Estupendo.
Pasaron unos minutos vagando entre los féretros, hasta que Corrie localizó uno que coincidía con uno de los nombres de su lista: Emmett Bowdree.
—Este, por favor —dijo.
Morris agarró la tapa por el asa y la retiró.
Dentro se encontraban los restos de un ataúd de pino podrido que contenía un esqueleto. La tapa se había desintegrado y los pedazos se hallaban dispersos por encima y a los lados del esqueleto. Corrie lo contempló impaciente. En un costado yacían los huesos de ambos brazos y una pierna; el cráneo estaba aplastado; la caja torácica, desgarrada; y los dos fémures, despedazados, destrozados por poderosas garras que buscaban sin duda la médula ósea. En los años que llevaba estudiando en el John Jay, Corrie había examinado muchos esqueletos con indicios de violencia perimortem, pero ninguno —¡ninguno!— como aquel.
—Cielos, el oso verdaderamente se ensañó con él —murmuró Morris.
—Y usted que lo diga.
Mientras examinaba los huesos, Corrie reparó en algo: unas marcas apenas visibles en el cráneo roto. Se arrodilló para verlas más de cerca, intentando averiguar qué eran. Dios, necesitaba una lupa. Miró rápidamente alrededor y, en uno de los fémures despedazados, detectó otra marca similar. Alargó el brazo para coger el hueso.
—¡Eh, sin tocar!
—Solo quiero examinar esto un poco más de cerca.
—No —dijo el jefe Morris—. En serio, ya es suficiente.
—Déjeme solo un instante —le suplicó Corrie.
—Lo siento —se disculpó él volviendo a tapar la caja—. Ya tendrá tiempo de sobra después.
Corrie se puso en pie, perpleja, desconcertada por lo que había visto. Quizá fueran imaginaciones suyas. En todo caso, las marcas serían antemortem, eso estaba claro. Roaring Fork era un lugar agreste en aquellos tiempos. Tal vez el tipo hubiera sobrevivido a una pelea a cuchillo. Movió la cabeza.
—Más vale que nos vayamos —señaló el jefe.
Salieron a la luz del día, al resplandor casi cegador de la manta de nieve. Pero, por más que lo intentó, Corrie no logró desprenderse de aquella inquietud.