La Policía de Roaring Fork se hallaba ubicada en un típico edificio victoriano de ladrillo rojo del viejo Oeste, tremendamente pintoresco, que se alzaba sobre una pradera, con espléndidos picos nevados de fondo. Delante había una estatua de tres metros y medio de la diosa de la Justicia cubierta de nieve y, curiosamente, sin la característica venda en los ojos.
Corrie Swanson se había cargado de libros sobre Roaring Fork y lo había leído todo de aquel palacio de justicia, célebre por el número de acusados que habían cruzado sus puertas, desde Hunter S. Thompson hasta el asesino en serie Ted Bundy. Roaring Fork era todo un centro turístico, lo sabía. El precio medio de la vivienda era el más elevado de todo el país. Eso le trajo inconvenientes, porque se vio obligada a instalarse en un pueblo llamado Basalt, a unos treinta kilómetros de serpenteante carretera por la carretera 82, en el penoso motel Cloud Nine, con paredes de pladur y una cama que picaba, por el desorbitado precio de ciento nueve dólares la noche. Era el primer día de diciembre y la temporada de esquí estaba en pleno apogeo. Con el dinero de sus trabajillos en el John Jay y lo que le había quedado del fajo de billetes que el agente Pendergast le había obligado a aceptar hacía un año, cuando la había mandado a casa de su padre en una mala época, había ahorrado casi cuatro mil dólares. Sin embargo, a ciento nueve dólares la noche, más las comidas y los grotescos treinta y nueve que pagaba al día por el alquiler de un coche de segunda mano, se iba a quedar sin nada enseguida.
En resumen, no tenía tiempo que perder.
El problema era que, en su afán por conseguir que le aprobaran la tesis, había contado una pequeña mentira. Bueno, a lo mejor no era tan pequeña. Les había dicho a Carbone y al tribunal que tenía permiso para examinar los restos, carta blanca. Lo cierto era que los correos que había enviado al jefe de policía de Roaring Fork, a quien juzgaba capacitado para permitirle el acceso, no habían recibido respuesta, y nadie le había devuelto las llamadas telefónicas. No es que hubieran sido groseros con ella, simplemente la habían ignorado con delicadeza.
Tras dirigirse en persona a la comisaría el día anterior, se las había arreglado para conseguir por fin una cita con el jefe Stanley Morris. En ese momento entró en el edificio y se aproximó al mostrador de recepción. Para su sorpresa, no lo llevaba un policía corpulento, sino una chica que parecía aún más joven que ella. Era bastante guapa, de tez nacarada, ojos oscuros y pelo rubio hasta los hombros.
Corrie se acercó a ella y la chica sonrió.
—¿Eres… policía? —preguntó Corrie.
La chica sonrió y negó con la cabeza.
—Aún no.
—Entonces ¿eres la recepcionista?
La joven volvió a negar.
—Hago prácticas en la comisaría durante las vacaciones. Hoy me ha tocado encargarme de recepción. —Hizo una pausa—. Me gustaría entrar en los cuerpos de seguridad algún día.
—Pues ya somos dos. Yo estudio en el John Jay.
La otra la miró con los ojos como platos.
—¿En serio?
Corrie le tendió la mano.
—Corrie Swanson.
—Jenny Baker —dijo la joven estrechándosela.
—Tengo una cita con el jefe Morris.
—Ah, sí. —Jenny consultó el libro de citas—. Te está esperando. Pasa directamente.
—Gracias.
Aquel era un buen comienzo. Corrie intentó controlar los nervios y no pensar en lo que pasaría si el jefe de policía le negaba el acceso a los restos. Como poco, su tesis dependía de ello. Además, había gastado una fortuna en llegar hasta allí, con billetes de avión no reembolsables y todo.
La puerta del despacho del jefe de policía estaba abierta y, cuando entró, el hombre se levantó de detrás de su escritorio, lo rodeó y le tendió la mano. La sobresaltó su aspecto: un tipo bajito y rechoncho de apariencia jovial y rostro sonriente, coronilla calva y uniforme arrugado. Su despacho presentaba un aire informal, con un conjunto de muebles de cuero viejos y cómodos y un agradable revoltijo de papeles, libros y fotos familiares en el escritorio.
El jefe la condujo a una pequeña zona de descanso en un rincón, y una anciana secretaria les llevó una bandeja con café en vasos de cartón, azúcar y crema de leche. Corrie, que había llegado hacía un par de días y aún sufría algo de desfase horario, se sirvió, procurando no echar en su vaso las cuatro cucharaditas de azúcar habituales y viendo al jefe ponerse nada menos que cinco.
—Bueno —dijo Morris recostándose—, parece que tiene entre manos un proyecto interesantísimo.
—Gracias —respondió Corrie—. Y gracias por recibirme habiendo avisado con tan poca antelación.
—Siempre me ha fascinado el pasado de Roaring Fork. Las matanzas del oso grizzly son parte de la tradición local, al menos para los que conocen nuestra historia, que cada vez son menos.
—Este proyecto de investigación presenta una oportunidad casi perfecta —señaló Corrie lanzándose a los puntos clave de su exposición cuidadosamente memorizados—. Constituye una auténtica ocasión de avanzar en la ciencia de la criminología forense.
Se entusiasmó mientras el jefe Morris la escuchaba con atención, la barbilla apoyada con aire pensativo en una de sus manos. Corrie abordó todos los puntos principales: por qué su proyecto obtendría sin duda la atención de la prensa nacional y daría una buena imagen de la Policía de Roaring Fork; cuánto apreciarían la cooperación del jefe de la policía local en el John Jay, el mejor centro universitario nacional para la formación de efectivos de los cuerpos de seguridad; de qué modo ella, por supuesto, trabajaría codo con codo con él y respetaría cualquier norma que se le impusiera. Luego hizo un breve repaso de su propia historia: lo mucho que había ansiado ser policía toda su vida; cómo había conseguido una beca para el John Jay; cuánto había trabajado, y concluyó diciendo con entusiasmo cuánto admiraba el puesto de trabajo que él ocupaba, lo ideal que era tener la oportunidad de trabajar en una comunidad tan hermosa e interesante. Le dio toda la coba de que fue capaz y pudo ver, satisfecha, que él respondía con un gesto de la cabeza, sonrisas y diversos murmullos de aprobación.
Cuando hubo terminado, soltó una carcajada lo más natural que pudo y dijo que había hablado demasiado y que le encantaría conocer su opinión.
Al oír esto, el jefe Morris dio otro sorbo a su café, se aclaró la garganta, la elogió por su trabajo y su iniciativa, le dijo lo mucho que apreciaba su visita y, una vez más, lo interesante que sonaba su proyecto. Sí, desde luego. Tendría que pensárselo, por supuesto, y consultarlo con el forense, y con la sociedad histórica, y con otros especialistas, averiguar su opinión, y probablemente también tendría que poner al corriente al fiscal del condado… Después apuró el café y apoyó las manos en los brazos de la silla, como si fuera a levantarse y poner fin a la reunión.
«Qué desastre». Corrie inspiró hondo.
—¿Puedo ser totalmente franca con usted?
—Naturalmente. —Se recostó de nuevo en la silla.
—Me ha llevado una eternidad reunir el dinero necesario para este proyecto. Me busqué dos empleos, además de mi trabajo académico. Roaring Fork es uno de los sitios más caros del país, y solo estar aquí me está costando una fortuna. Me arruinaré esperando el permiso.
Hizo una pausa y tomó aliento.
—La verdad, jefe Morris, si consulta a toda esa gente, esto tardará mucho. Semanas, quizá. Cada uno tendrá una opinión. Y, tome la decisión que tome, siempre habrá alguien a quien le parezca que se le ha ignorado. Podría resultar un asunto polémico.
—Polémico —repitió Morris, alarmado y disgustado.
—¿Me permite que le haga una propuesta?
El jefe de policía se mostró algo sorprendido, pero no del todo molesto.
—Por supuesto.
—A mi modo de ver, usted dispone de plena autoridad para concederme el permiso. Así que… —Hizo una pausa y después decidió soltárselo sin ambages—: Le agradecería enormemente que tuviera la amabilidad de darme la autorización ahora para que pueda empezar mi investigación cuanto antes. Solo necesito un par de días con los restos, más la posibilidad de llevarme unos pocos huesos para analizarlos detenidamente. Nada más. Cuanto antes lo haga, mejor para todos. Los huesos están ahí esperando. Podría hacer mi trabajo sin que nadie se percatase. No dé lugar a que alguien pueda oponerse. Por favor, jefe Morris… ¡Es importantísimo para mí!
Terminó con una nota más desesperada de lo que pretendía, pero vio que, una vez más, había logrado impresionarlo.
—Bueno, bueno —dijo el jefe carraspeando y balbuciendo aún más—. Entiendo sus razones. Mmm. No queremos polémicas.
Se asomó por el borde de la silla en dirección a la puerta.
—¿Shirley? ¡Más café!
La secretaria volvió a entrar con otros dos vasos de cartón. Morris se echó de nuevo una montaña de azúcar en su vaso, tonteó con la cucharilla, la crema, removió el café de forma interminable sin dejar de fruncir el ceño. Por fin, soltó la cucharilla de plástico y le dio un buen sorbo al café.
—Estoy muy a favor de su propuesta —señaló—. Mucho. Le diré algo: solo es mediodía; si quiere la acerco y le enseño los ataúdes. Como es lógico, no podrá manipular los restos, pero sí hacerse una idea de lo que hay allí. Y mañana por la mañana le daré una respuesta. ¿Qué le parece?
—¡Eso sería estupendo! ¡Gracias!
El jefe Morris sonrió satisfecho.
—Entre usted y yo, creo que puede estar casi segura de que la respuesta será afirmativa.
Cuando se levantaron, Corrie tuvo que contenerse para no abrazarlo.