En la Costa Azul, al sur de Francia, en una terraza de piedra anclada en un risco en la parte más alta de Cap Ferrat, rodeado de buganvilla, descansaba bajo el sol de la tarde un hombre con traje de chaqueta negro. Hacía calor para esa época del año, y la luz doraba los limoneros que abarrotaban la terraza y descendía por la empinada colina hacia el Mediterráneo, hasta iluminar una franja de arena blanca de una desértica playa. Más allá se veía un amarradero de yates, y la punta rocosa del cabo coronada por un antiguo castillo tras el cual se extendía el horizonte azul.
El hombre se hallaba tendido en una tumbona forrada de seda adamascada, junto a una mesita en la que había una bandeja. Sus ojos grises estaban entornados. En la bandeja había cuatro objetos: un ejemplar de La reina hada de Spenser, una copa de pastis, una jarra de agua y una carta sin abrir. La bandeja la había traído hacía dos horas un criado, que ahora esperaba nuevas órdenes a la sombra del pórtico. El hombre que había alquilado la villa rara vez recibía correo. Las pocas cartas que le llegaban procedían de una tal Constance Greene, de Nueva York, o de lo que parecía un exclusivo internado en Suiza.
A medida que transcurría el tiempo, el criado comenzó a preguntarse si aquel caballero enfermizo que lo había contratado por una suma desorbitada habría sufrido un infarto, a juzgar por lo inmóvil que había estado durante las últimas horas. Pero no. Una mano lánguida se movió entonces y cogió la jarra de agua. Vertió una pequeña cantidad en la copa de pastis, transformando el líquido amarillo en verde amarillento. Luego alzó la copa y dio un sorbo largo y lento para volver a dejarla donde estaba.
Retornó la quietud, y las sombras vespertinas se alargaron. Pasó más tiempo. La mano volvió a moverse, como a cámara lenta, y acercó de nuevo la copa de cristal tallado hasta los pálidos labios, que dieron otro sorbo largo y lento al licor. Luego cogió el libro de poesía. Más silencio mientras el hombre aparentemente leía, pasando las páginas a intervalos prolongados, una tras otra. La última luz de la tarde iluminaba con su esplendor la fachada de la villa. Los sonidos de la vida que bullía abajo escapaban hacia arriba: un estrépito de voces lejanas que se elevaban en una discusión, el rumor de un yate que surcaba la bahía, los pájaros parloteando entre los árboles, la suave melodía de un piano interpretando a Hanon.
Entonces el hombre del traje negro cerró el libro de poesía, lo depositó en la bandeja y fijó su atención en la carta. Moviéndose aún como si estuviera bajo el agua, la cogió y, con una uña larga y bien cuidada, rasgó el sobre. De inmediato desplegó la carta y comenzó a leer:
27 de noviembre
Estimado Aloysius:
Le envío esta carta a través de Proctor con la esperanza de que se la haga llegar. Sé que aún está viajando y probablemente no quiera que lo molesten, pero hace casi un año que se fue y me imagino que quizá ya esté pensando en volver a casa. ¿No está ansioso por poner fin a su excedencia en el FBI y empezar a resolver asesinatos otra vez? En cualquier caso, tenía que hablarle de mi tesis. No se lo va a creer, pero ¡me voy a Roaring Fork, Colorado!
Tengo una idea estupenda. Procuraré ser breve, porque sé lo impaciente que es, pero, para explicárselo, debo hacer un poco de historia. En 1873 hallaron plata en las montañas de la divisoria continental, a la altura de Leadville, Colorado. En el valle, se levantó una población minera a la que se llamó Roaring Fork, por el río que la cruzaba, y las montañas circundantes se llenaron de concesiones. En mayo de 1876, un oso grizzly solitario mató y devoró a un minero en una de las concesiones más apartadas, y durante el resto del verano tuvo aterrorizada a toda la zona. Desde la ciudad enviaron unas partidas de caza para que dieran con él y lo mataran, en vano, porque las montañas eran muy escarpadas y estaban muy aisladas. Para cuando cesó el pánico, el oso ya había atacado y devorado a once mineros. Fue un suceso muy sonado en la época, con mucha difusión en la prensa local (así es como me he enterado de estos detalles), informes del sheriff y demás. Pero Roaring Fork era una población pequeña y, en cuanto cesaron las muertes, el suceso cayó en el olvido.
Se enterró a los mineros en el cementerio de Roaring Fork y su triste destino se perdió casi por completo. Las minas cerraron y la población de Roaring Fork disminuyó hasta convertirse prácticamente en una ciudad fantasma. Luego, en 1946, se apoderaron de la zona unos inversores y la convirtieron en estación de esquí, y ahora, claro, es una de las más famosas del mundo. ¡Una casa allí cuesta más de cuatro millones!
Así que esa es la historia. Este otoño, las tumbas del cementerio de Roaring Fork han sido desenterradas para impulsar la urbanización del terreno. Todos los restos se encuentran ahora apilados en un antiguo refugio de materiales en lo alto de las pistas de esquí mientras se decide qué hacer con ellos. Ciento treinta ataúdes, de los cuales ocho son los restos de los mineros asesinados por el grizzly. Los otros tres se perdieron o no se recuperaron jamás.
Eso me lleva al tema de mi tesis: «Análisis exhaustivo de traumas perimortem en los esqueletos de ocho mineros asesinados por un oso grizzly y recuperados de un cementerio histórico de Colorado».
Nunca se ha realizado un estudio a gran escala de lesiones perimortem infligidas en huesos humanos por un carnívoro de grandes dimensiones. ¡Jamás! No es corriente que un animal devore a una persona. ¡Mi estudio será pionero!
Mi director de tesis, el profesor Greg Carbone, rechazó mis dos propuestas anteriores, y me alegro de que ese cabrón lo hiciera, con perdón de la palabra. Me habría rechazado esta también, por razones que no voy a mencionar ahora para no aburrirlo, pero decidí seguir su ejemplo. He echado mano del archivo del personal. Sabía que Carbone era demasiado perfecto para ser real. Hace algunos años, se cepillaba a una de sus alumnas y después fue tan torpe como para suspenderle la asignatura cuando ella cortó. Así que la chica protestó no por el sexo, sino por la nota. No habían infringido ninguna ley (ella tenía veinte años), pero esa escoria le puso un suspenso cuando merecía un sobresaliente. Se silenció el asunto, y tuvo su sobresaliente y le reembolsaron la matrícula del curso entero; una forma de compensarla sin que se supiese, sin duda.
Hoy en día se puede encontrar a cualquier persona, así que la localicé y la llamé. Su nombre es Molly Denton y es policía de Worcester, Massachusetts, teniente condecorada del departamento de Homicidios, nada menos. Me lo contó todo de mi director; ¡vaya si me lo contó! De modo que fui a la reunión con Carbone armada con un par de bombas nucleares, por si acaso.
Ojalá usted hubiera estado allí. Fue hermoso. Antes de empezar a hablar siquiera de mi nueva propuesta de tesis, mencioné con mucha educación y delicadeza que teníamos una amistad en común: Molly Denton. Luego le dediqué una amplia sonrisa de suficiencia, para asegurarme de que captaba el mensaje. Se puso pálido. Cambió enseguida de tema y retomó el de mi tesis, quería saber más, escuchó atentamente y reconoció de inmediato que era la propuesta más maravillosa que había oído en años, y me prometió que él mismo se encargaría de defenderla ante los miembros del tribunal. Luego, y esto es lo mejor, me sugirió que me marchara «cuanto antes» a Roaring Fork. Lo tenía completamente a mi merced.
Las vacaciones de Navidad acaban de empezar. ¡Así que me voy a Roaring Fork dentro de dos días! Deséeme suerte. Y, si le apetece, contésteme y envíeme la carta a través de su inseparable Proctor, que tendrá mi dirección en cuanto yo la sepa.
Con cariño,
CORRIE
P. D.: Casi olvidaba contarle una de las cosas más interesantes de mi nueva tesis. No se lo va a creer, pero me enteré de los asesinatos del oso grizzly ¡por el diario de Conan Doyle! A Doyle se lo contó nada menos que Oscar Wilde en una cena en Londres, en 1889. Por lo visto, a Wilde le encantaba recopilar relatos terribles y había oído este en una gira de conferencias por el oeste americano.
El criado, de pie en la sombra, vio que su peculiar señor terminaba de leer la carta. Sus dedos largos y blancos parecieron descolgarse lánguidamente y la carta resbaló hasta la mesa, como si la desechara. Mientras la mano se deslizaba para coger la copa de pastis, la brisa vespertina levantó los papeles y los arrastró por encima de la barandilla de la terraza, más allá de las copas de los limoneros; luego planearon hacia el cielo, revoloteando y girando sin rumbo hasta desaparecer de la vista, invisibles, imperceptibles y completamente ignorados por el hombre pálido del traje negro sentado a solas en una terraza a varios metros de altura sobre el nivel del mar.