El famoso, para algunos infame, Museo Rojo del John Jay College of Criminal Justice había empezado como una simple colección de antiguos archivos de investigación, pruebas materiales, pertenencias de presos y curiosidades que, hacía casi cien años, se habían puesto en una vitrina en un pasillo de la antigua academia de policía. Desde entonces, se había convertido en una de las mejores y mayores colecciones de objetos pertenecientes a delincuentes de todo el país. La crème de la crème de la colección se exhibía en una nueva y elegante sala de exposiciones del edificio Skidmore, Owings & Merrill del centro, en la Décima Avenida. El resto de la muestra, inmensos archivos desgastados y pruebas en estado de descomposición de crímenes cometidos hacía años, seguía almacenado en el horrible sótano del antiguo edificio de la academia de policía de la calle Veinte Este.

Corrie había descubierto ese archivo en sus primeros días en el John Jay. Era oro puro, ahora que era amiga del archivero y había aprendido a moverse entre los cajones desorganizados y las estanterías sobrecargadas de objetos. Había estado en los archivos del Museo Rojo muchas veces, en busca de temas para trabajos y proyectos; la última vez, a la caza de material para su tesis. Había dedicado muchísimo tiempo a los viejos casos no resueltos, esos casos tan antiguos que todos los implicados, incluidos los posibles autores, habían muerto con toda seguridad.

Al día siguiente de la reunión con su director, Corrie Swanson se dirigió de nuevo al sótano en un ascensor chirriante, desesperada por hallar un tema nuevo antes de que pasase el plazo de presentación. Era ya mediados de noviembre, y confiaba en poder dedicar las vacaciones de Navidad a investigar y redactar la tesis. Contaba con una beca parcial, pero el agente Pendergast había estado cubriendo el resto de los gastos de su formación y estaba decidida a no aceptar de él ni un solo centavo más de lo necesario. Si su tesis ganaba el Premio Rosewell, dotado con veinte mil dólares, no tendría que hacerlo.

Las puertas del ascensor se abrieron a un olor que le resultaba familiar: una mezcla de polvo y papel en proceso de acidificación, junto con un hedor a orina de roedor. Cruzó el pasillo hasta un par de puertas metálicas abolladas, adornadas con un rótulo que rezaba ARCHIVOS DEL MUSEO ROJO, y pulsó el timbre. Por el anticuado interfono, se oyó un sonido ininteligible; ella dio su nombre y sonó un zumbido que abrió las puertas y le permitió entrar.

—¿Corrie Swanson? ¡Qué alegría volver a verla! —exclamó la voz áspera del archivero, William Bloom, mientras se levantaba de detrás de un gran escritorio bañado por un haz de luz a cuya espalda se ocultaban, en la oscuridad, los recovecos del almacén.

Presentaba un aspecto cadavérico, flaco como un palo, con el pelo cano y bastante largo, pero, en el fondo, era como un abuelito encantador. A Corrie no le importaba que sus ojos vagaran por diversas partes de su anatomía femenina cuando pensaba que ella no prestaba atención.

Bloom se le acercó y le extendió la mano venosa; ella se la estrechó. La mano estaba inesperadamente caliente, y Corrie dio un respingo.

—Venga, siéntese. Tómese un té.

Había unas sillas frente al escritorio, con una mesita de centro y, a un lado, un pequeño armario maltrecho que albergaba un hornillo eléctrico, un hervidor y una tetera; un saloncito informal entre el polvo y la oscuridad. Corrie se dejó caer en una silla y soltó de golpe el maletín.

—Puf…

Bloom arqueó las cejas a modo de pregunta silenciosa.

—Carbone. Me ha vuelto a rechazar la propuesta de tesis. Ahora tengo que empezar de cero otra vez.

—Carbone es un imbécil de cuidado —dijo Bloom con su voz aguda.

Aquello despertó el interés de Corrie.

—¿Lo conoce?

—Conozco a todos los que bajan aquí. ¡Carbone! Siempre quejándose de que se le manchan de polvo sus trajes de Ralph Lauren, y queriendo que le haga de recadero. Por eso nunca le encuentro nada, pobre… ¿Sabe por qué le rechaza las propuestas de tesis?

—Supongo que porque soy estudiante de segundo.

Bloom se llevó un dedo a la nariz para indicar que tenía buen olfato, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Exacto. Y Carbone es de la vieja escuela, quisquilloso con el protocolo.

Corrie había temido que fuera eso. El Premio Rosewell a la tesis más destacada del año era muy codiciado en el John Jay. Quienes lo ganaban eran a menudo licenciados de cierta edad con excelentes calificaciones, que habían emprendido trayectorias profesionales de gran éxito en las fuerzas del orden. Que ella supiera, jamás se lo habían dado a un estudiante de segundo; de hecho, se incitaba de manera sutil a los estudiantes jóvenes para que no presentaran la tesis. Pero no había ninguna norma que lo prohibiera, y Corrie se negaba a dejarse disuadir por semejante entramado burocrático.

Bloom alzó la tetera con una sonrisa que dejaba ver sus dientes amarillentos.

—¿Té?

Corrie miró la repugnante tetera, que no parecía haber sido lavada en una decena de años.

—¿Eso es una tetera? Pensaba que era un arma asesina. Ya sabe, cargada de arsénico y lista para disparar.

—Siempre tan aguda. Aunque seguramente sabe que la mayoría de los envenenadores son mujeres. Si yo fuera un asesino, querría ver la sangre de mis víctimas. —Sirvió el té—. Así que Carbone ha rechazado su propuesta. Qué sorpresa. ¿Cuál es el plan B?

—Ese era el plan B. Confiaba en que usted pudiera proporcionarme algunas ideas frescas.

Bloom se recostó en el asiento y sorbió ruidosamente de su taza.

—Veamos. Si no recuerdo mal, se especializa en osteología forense, ¿no es así? ¿Qué es exactamente lo que busca?

—Necesito examinar algunos esqueletos humanos que revelen daños antemortem y perimortem. ¿Hay algún archivo de documentación que pudiera apuntar a algo así?

—Mmm. —Frunció su maltrecho rostro, concentrado.

—El problema es que resulta difícil dar con restos humanos accesibles. Salvo que me remonte a la prehistoria. Pero eso desataría otra polémica, la de la susceptibilidad de los nativos americanos. Además, quiero restos de los que haya buenos informes escritos. Restos históricos.

Pensativo, Bloom dio un buen trago a su té.

—Huesos. Daños ante o perimortem. Históricos. Buenos informes. Accesible.

Cerró los ojos, los párpados tan oscuros y venosos como si le hubieran dado un par de puñetazos. Corrie esperó, escuchando el crepitar de los archivos, el leve sonido del aire atrapado en ellos y un golpeteo que, sospechaba, se debía a las ratas.

Los ojos de Bloom volvieron a abrirse.

—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Ha oído hablar alguna vez de los Irregulares de Baker Street?

—No.

—Es un club muy exclusivo de devotos de Sherlock Holmes. Organizan una cena anual en Nueva York y publican toda clase de literatura holmesiana, siempre dando por sentado que Holmes era una persona real. Bueno, pues uno de esos tipos murió hace unos años y su viuda, que no sabía qué hacer, nos envió su colección completa de material sherlockiano. Quizá ignoraba que Holmes era un detective de ficción y que aquí solo trabajamos con personas de carne y hueso. En cualquier caso, le he ido echando un vistazo de cuando en cuando. Casi todo es basura. Pero encontré una copia del diario de Doyle, no el real, por desgracia, y su lectura se reveló entretenida para un anciano atrapado por un trabajo ingrato en un archivo polvoriento.

—¿Y qué descubrió exactamente?

—Encontré algo sobre un oso devorador de hombres.

Corrie frunció el ceño.

—¿Un oso devorador de hombres? No sé…

—Venga conmigo.

Bloom se acercó a los interruptores y, bajándolos todos a la vez con la palma de la mano, transformó el archivo en un océano titilante de luz fluorescente. A Corrie le pareció oír a las ratas escabullirse entre chillidos cuando los tubos fueron encendiéndose a lo largo del pasillo.

Siguió al archivero, que se abría camino entre las largas filas de estanterías polvorientas y armarios de madera con etiquetas manuscritas y amarillentas, hasta llegar al fin a una zona donde las cajas de cartón abarrotaban unas mesas de biblioteca. Allí había tres cajas grandes juntas, etiquetadas como IBS. Bloom se acercó a una de ellas, hurgó, sacó una carpeta de acordeón, le quitó el polvo de un soplido y empezó a buscar entre los papeles.

—Aquí está —dijo mostrando unas hojas viejas—. El diario de Doyle. Con propiedad, claro, debería hablarse de Conan Doyle, pero es demasiado largo, ¿verdad?

A la escasa luz, pasó las páginas, luego empezó a leer en alto:

… Estaba en Londres por un asunto literario. Stoddard, el americano, resultó ser un tipo extraordinario, y había invitado a otras dos personas a cenar. Eran Gill, un diputado irlandés muy divertido, y Oscar Wilde…

Hizo una pausa. Su voz se tornó un murmullo mientras pasaba por alto una parte, después volvió a alzarse al llegar al pasaje que juzgaba importante.

… Lo más destacado de la velada, por llamarlo de algún modo, fue el relato de Wilde sobre su gira de conferencias por América. Aunque cueste creerlo, el afamado defensor del esteticismo despertaba un enorme interés en América, sobre todo en el oeste, donde, en una ocasión, un grupo de burdos mineros se levantó para ovacionarlo…

Corrie empezó a ponerse nerviosa. No disponía de mucho tiempo. Carraspeó.

—No estoy segura de que Oscar Wilde y Sherlock Holmes sean lo que busco —dijo educadamente.

Pero Bloom siguió leyendo, alzó un dedo para requerir toda su atención y atropelló las objeciones de ella con su voz aflautada.

… Hacia el final de la velada, Wilde, que había ingerido una gran cantidad del excelente clarete de Stoddart, me contó, en voz baja, una historia de tan singular horror, de tan grotesca repugnancia, que tuve que excusarme de la mesa. La historia relataba el asesinato y la posterior deglución de once mineros hacía unos años, supuestamente por un monstruoso oso grizzly en un pueblo minero llamado Roaring Fork. Los detalles son tan espantosos que no me veo capaz de plasmarlos en papel en estos momentos, si bien la impresión que me causaron es indeleble y, por desgracia, me seguirá hasta la tumba.

Hizo otra pausa y tomó aliento.

—Ahí lo tiene. Once cadáveres devorados por un oso grizzly. En Roaring Fork, nada menos.

—¿Roaring Fork? ¿Se refiere a la ostentosa estación de esquí de Colorado?

—A esa misma. Nació con el auge de las minas de plata.

—¿Cuándo fue eso?

—Wilde estuvo allí en 1881, así que lo del oso devorador de hombres probablemente tuvo lugar en la década de 1870.

Ella movió la cabeza.

—¿Y cómo se supone que voy a convertir eso en una tesis?

—¿Casi una docena de esqueletos de hombres devorados por un oso? Seguro que revelarán abundantes daños perimortem: marcas de colmillos y zarpazos, mordimientos, aplastamientos, dentelladas, rasgaduras, desgarros.

Bloom dijo aquellas palabras como saboreándolas.

—Estudio criminología forense, no «osología» forense.

—Sí, pero también sabrá que muchos, si no la mayoría, de los restos óseos de las víctimas de homicidio revelan daños que se emparentan con los producidos por animales. Debería ver la de archivos que tenemos de eso. Puede resultar muy difícil distinguir una marca animal de las dejadas por un asesino. Que yo recuerde, nadie ha hecho un estudio exhaustivo de daños óseos perimortem de ese tipo. Sería una aportación de lo más original a la ciencia forense.

«Muy cierto —se dijo Corrie, sorprendida por la perspicacia de Bloom—. Además, pensándolo bien, es un tema fabuloso y originalísimo para una tesis».

Bloom prosiguió.

—Estoy casi seguro de que al menos a algunos de los pobres mineros los enterraron en el cementerio histórico de Roaring Fork.

—¿Ve? Ese es el problema. No puedo andar hurgando en un cementerio histórico en busca de las víctimas de un oso.

Bloom volvió a mostrar sus dientes amarillos.

—Mi querida Corrie, ¡la única razón por la que he sacado este tema es el fascinante artículo que ha publicado el Times esta misma mañana! ¿No lo ha visto?

—No.

—El camposanto de Roaring Fork se ha convertido en una pila de ataúdes amontonados en un almacén de material de esquí. Van a reubicar el cementerio por razones urbanísticas. —La miró y le guiñó un ojo, sonriendo aún más.