Estaban al final del trimestre en la Escuela Técnica. Wilt atravesaba a pie el terreno comunal mientras la escarcha cubría la hierba, los patos anadeaban por el río y el sol brillaba desde un cielo sin nubes. No tenía que asistir a ninguna reunión del comité y no tenía clase. La única nube en el horizonte era la posibilidad de que el director quisiera felicitar a la familia Wilt por la forma notable como escaparon del peligro. Para evitarlo, Wilt ya le había anunciado al subdirector que tal grado de hipocresía sería del peor gusto. Si el director tuviera que expresar sus verdaderos sentimientos, habría de admitir que su más ferviente deseo era que los terroristas hubiesen llevado a cabo sus amenazas.
El doctor Mayfield compartía la misma opinión. Los servicios especiales hablan «peinado» a los alumnos de Inglés Avanzado para Extranjeros, y la brigada antiterrorista había detenido a dos iraquíes para interrogarles. Incluso el plan de estudios había sido sometido a examen, y el profesor Maerlis, hábilmente asistido por el doctor Board, había presentado un informe que censuraba los seminarios sobre Teorías Contemporáneas de la Revolución y Cambio Social como claramente subversivos e incitadores a la violencia; y el doctor Board había contribuido a exonerar a Wilt.
—Teniendo en cuenta a los chalados políticos con los que tiene que habérselas en su departamento, es un milagro que Wilt no sea un fascista radical. Tomemos a Bilger, por ejemplo… —le decía al oficial de servicios especiales que estaba a cargo de la investigación. El oficial tomó, efectivamente, a Bilger. También había proyectado la película, habiéndola contemplado con incredulidad.
—Si ésta es la clase de marranada que usted promociona entre sus profesores, no me extraña que el país se encuentre tan revuelto como está —le dijo al director, que había tratado en seguida de echarle la culpa a Wilt.
—Yo siempre he considerado este asunto una vergüenza —dijo Wilt—, y si usted mira las actas de las reuniones del Comité de Educación, comprobará que yo quería hacerlo público. Creo que los padres tienen derecho a saber si a sus hijos se les adoctrina políticamente.
Y las actas le dieron la razón. A partir de ese momento, Wilt estuvo fuera de toda sospecha. Oficialmente.
Pero en el terreno doméstico la sospecha todavía persistía. A Eva se le había metido en la cabeza despertarle de madrugada para pedirle una prueba de su amor.
—Claro que te quiero, maldita sea —gruñía Wilt—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Los actos valen mucho más que las palabras —respondió Eva, pegándose a él.
—Oh, bueno —dijo Wilt. Y el ejercicio le había sentado bien. Más delgado y saludable, Wilt caminaba a paso vivo hacia la Escuela; el hecho de saber que no tendría que recorrer ese camino de nuevo elevaba su espíritu. Se iban de Willington Road. El camión de las mudanzas ya había llegado cuando él salió de casa, y esa tarde volvería a su hogar en el 45 de Oakhurst Avenue. La elección de la nueva casa había sido cosa de Eva. Estaba varios grados más abajo en la escala social que Willington Road, pero aquella gran casa tenía malas vibraciones para ella. Wilt deploraba la expresión, pero estaba de acuerdo. A él siempre le habían desagradado las pretensiones del vecindario y Oakhurst Avenue era tan agradablemente anónima.
—Al menos estaremos lejos de la Haute Académie y de los residuos de la arrogancia imperial —le dijo a Peter Braintree mientras estaban sentados en El Trato A Ciegas tras el discurso del director. No se había hecho mención de las aventuras de Wilt y había que celebrarlo—. Y en la esquina hay un pub tranquilo, de forma que no tendré que destilar mi propia pócima.
—Gracias a Dios. ¿Pero Eva no echará de menos su estiércol y todo eso?
Wilt se bebió la cerveza alegremente.
—Los efectos educativos de la explosión de las fosas sépticas tienen que verse para creerse —dijo—. Decir que las nuestras revelaron los defectos fundamentales de la Sociedad Alternativa sería quizá ir demasiado lejos, pero ciertamente la idea se le ha ocurrido a Eva. He notado que ha vuelto al papel higiénico esterilizado y no me extrañaría enterarme de que está haciendo el té con agua destilada.
—Pero tendrá que encontrar algo en que ocupar su energía.
Wilt asintió:
—Ya lo ha encontrado. Las cuatrillizas. Está decidida a ocuparse de que no crezcan a imagen de Gudrun Schautz. Una batalla perdida, en mi opinión, pero al menos he conseguido evitar que las envíe a un convento. Es notable lo que ha mejorado su lenguaje últimamente. En conjunto tengo la impresión de que a partir de ahora la vida va a ser más apacible.
Pero como muchas de las predicciones de Wilt, ésta era prematura. Cuando después de pasar una hora ordenando su oficina se dirigió alegremente hacia Oakhurst Avenue, se encontró la nueva casa vacía y cerrada. No había señales de Eva, de las cuatrillizas ni del camión de la mudanza. Esperó alrededor de una hora y luego telefoneó desde una cabina. Eva explotó al otro extremo.
—A mí no me eches la culpa —gritó—, los de la mudanza han tenido que descargar el camión.
—¿Descargar el camión? ¿Pero por qué demonios?
—Es que Josephine se escondió en el armario, y era lo primero que habían cargado. Por eso.
—Pero ésa no era razón para descargarlo —dijo Wilt—. Ella no se iba a asfixiar y de paso le habría servido de lección.
—Y qué me dices del gato de Mrs. de Frackas, el caniche de los Ball y los cuatro conejitos de Jennifer Willis…
—¿Los qué? —dijo Wilt.
—Estaba jugando a rehenes —gritó Eva—, y…
Pero el teléfono se tragó la moneda. Wilt no se molestó en poner otra. Siguió andando por la calle preguntándose qué era lo que sucedía en su matrimonio con Eva que las cosas cotidianas se convertían en pequeñas catástrofes. No podía imaginarse qué tipo de sentimientos había experimentado Josephine en el armario. Hablando de traumas… Bueno, no había nada como la experiencia. Mientras se dirigía al pub de Oakhurst Avenue, Wilt sintió una repentina lástima por sus nuevos vecinos. Todavía no tenían ni idea de lo que se les venía encima.