Cinco minutos más tarde sacaron sin miramientos a Wilt del montón de basura, mientras una docena de policías armados apuntaban a la puerta y a las ventanas de la cocina.
—Bang, bang, estás muerto —gritaba Josephine mientras la sacaban de aquella masa. Un policía la pasó como un paquete a través del seto y regresó en busca de Penelope. Dentro de la casa, los terroristas permanecieron quietos. Flint los tenía ocupados al teléfono.
—Se terminaron los tratos —les estaba diciendo mientras la familia de Wilt era conducida a través del invernadero—. O salen con los brazos en alto y sin armas o entramos a tiros, y después de los diez primeros disparos ni siquiera sabrán quién les ha herido… Joder, ¿qué es esa peste tan horrible?
—Dice que la llaman Samantha —dijo el policía que llevaba a la fétida niña.
—Bien, llévense esa cosa asquerosa y desinféctenla —dijo Flint, buscando precipitadamente un pañuelo.
—No quiero que me desinfecten —bramó Samantha. Flint lanzó de reojo una mirada fatigada a todo el grupo y, por un momento, tuvo la sensación de pesadilla de que miraba algo en avanzado estado de descomposición. Pero la visión se desvaneció. Ahora veía que no era más que Wilt cubierto de basura.
—Vaya, mirad lo que trajo el gato. Si es el mismo Basura Casanova en persona, nuestro héroe del momento. He visto cosas repugnantes en mi vida, pero…
—Encantador —dijo Wilt—. Considerando todo lo que acabo de pasar, créame que podría prescindir de esas ironías sobre la nostalgie de la boue. ¿Y qué hay de Eva? Ella aún está arriba y si empiezan ustedes a disparar…
—Cállese, Wilt —dijo Flint, poniéndose en pie trabajosamente—. Sepa usted que de no haber sido por el reciente entusiasmo de Mrs. Wilt por ahorcar a la gente ya estaríamos dentro de la casa hace una hora.
—¿Su entusiasmo por qué?
—Que alguien le dé una manta —dijo Flint—, ya he visto bastante a este vegetal humano para todo lo que me queda de vida.
Entró en la sala de conferencias con Wilt detrás, envuelto más bien escasamente en uno de los chales de Mrs. de Frackas.
—Caballeros, me gustaría presentarles a todos ustedes a Henry Wilt —dijo al asombrado equipo de combate psicológico—, ¿o debería decir al camarada Wilt?
Wilt no oyó la ironía. Estaba mirando la pantalla del televisor.
—Ésa es Eva —dijo petrificado.
—Sí, bueno, supongo que hay que conocerla —dijo Flint—. Pues al final de todas esas cuerdas está su compañera de juegos, Gudrun Schautz. En el momento en que su señora se levante de esa silla estará usted casado con la primera mujer verdugo de las Islas Británicas. A mí eso ya me va bien. Estoy totalmente a favor de la pena capital y de la liberación de la mujer. Desgraciadamente, estos caballeros no comparten mi ausencia de prejuicios y el ahorcamiento casero está fuera de la ley, así que si no quiere usted que acusen a Mrs. Wilt de homicidio justificado es mejor que piense algo, y rápido.
Pero Wilt se había sentado, mirando consternado la pantalla. Su propio terrorismo alternativo era una filfa comparado con el de Eva. Allí estaba ella, tranquilamente sentada esperando a que la asesinaran y había planeado una espantosa fuerza disuasoria.
—¿No pueden llamarla por teléfono? —preguntó finalmente.
—Para qué tiene la cabeza, hombre. En cuanto se levante…
—Entiendo —dijo Wilt apresuradamente—. Y supongo que no hay manera de poner una red, o algo, debajo de Miss Schautz. Quiero decir…
Flint lanzó una carcajada sardónica.
—Oh, ahora es Miss Schautz, ¿no? Qué modestia. Considerando que hace sólo unas horas estaba usted beneficiándose a esa zorra, le diré que…
—Bajo presión —dijo Wilt—. Usted no pensará que yo tengo la costumbre de irme a la cama con asesinas, ¿verdad?
—Wilt —dijo Flint—, lo que usted haga en su tiempo libre no es asunto mío. O no lo sería mientras usted se mantuviera dentro de los límites de la ley. En cambio llena usted la casa de terroristas y les da lecciones sobre teoría del asesinato en masa.
—Pero eso era…
—No replique. Tenemos grabado todo lo que dijo. Hemos elaborado un psico…
—Perfil —apuntó el doctor Felden, que prefería estudiar a Wilt en lugar de mirar a Eva en la pantalla.
—Gracias, doctor. Un psicoperfil de su…
—Un perfil psicopolítico —dijo el profesor Maerlis—. Me gustaría que Mr. Wilt explicara dónde obtuvo un conocimiento tan extenso de la teoría del terrorismo.
Wilt se sacó una peladura de zanahoria de la oreja y suspiró. Siempre pasaba lo mismo. Nadie le comprendía ni le comprendería jamás. Era una criatura de una incomprensibilidad infinita y el mundo estaba lleno de idiotas, él incluido. Y durante todo aquel rato Eva seguía en peligro de muerte, y de matar. Se puso de pie cansinamente.
—De acuerdo, si es así como lo quieren, volveré a la casa y les diré a esos maníacos que…
—Ni lo sueñe —dijo Flint—. Se quedará exactamente donde está y pensará una solución al embrollo en que nos ha metido a todos.
Wilt se volvió a sentar. No se le ocurría nada que pudiera sacarles de aquel callejón sin salida. El azar reinaba y sólo el caos podría determinar el destino del hombre.
Y como para confirmar esa opinión, les llegó el eco de un gruñido sordo proveniente de la casa de al lado, seguido de una violenta explosión y el estruendo de cristales rotos.
—Dios mío, esos cerdos se han volado a sí mismos como kamikazes —gritó Flint mientras varios soldados de juguete se tambaleaban sobre la mesa de ping-pong. Dio la vuelta y corrió al centro de comunicaciones con el resto del equipo de Combate Psicológico. Sólo Wilt permaneció mirando fijamente el monitor. Por un momento, le había parecido que Eva estaba a punto de levantarse de la silla. Pero se había echado hacia atrás de nuevo y estaba sentada tan impasible como antes. Desde la otra habitación se oía al sargento que le gritaba a Flint su versión del desastre.
—No sé lo que ha pasado. Primero, estaban hablando de entregarse y quejándose de que utilizábamos gases tóxicos, y un momento después todo ha explotado. No creo ni que supieran la causa de la explosión.
Pero Wilt sí lo sabía. Con una alegre sonrisa se puso en pie y se dirigió al invernadero.
—Si quieren ustedes seguirme —le dijo a Flint y a los otros—. Puedo explicárselo todo.
—Espere un momento, Wilt —dijo Flint—. Pongamos esto en claro. ¿Acaso está sugiriendo que es usted el responsable de esa explosión?
—Sólo incidentalmente —dijo Wilt, con la sublime confianza del hombre que sabe que está diciendo solamente la verdad—, sólo incidentalmente. No sé si están ustedes familiarizados con el funcionamiento de los retretes orgánicos, pero…
—Oh, mierda —dijo Flint.
—Precisamente, inspector. Pues bien, la mierda se convierte anaeróbicamente dentro del retrete orgánico o, hablando más propiamente, del váter alternativo, en metano; el metano es un gas que se inflama con la mayor facilidad al contacto con el aire. Y Eva ha hecho todo lo posible por convertirse a la autosuficiencia. Sueña con cocinar por medio del movimiento perpetuo o más bien por movimientos perpetuos. Así, la cocina está conectada con los retretes orgánicos, y lo que llega a un extremo vuelve por el otro y viceversa. Por ejemplo, un huevo cocido…
Flint se le quedó mirando incrédulo.
—¿Huevos cocidos? —gritó—. Me va usted a decir ahora que los huevos cocidos… Oh, no. No, decididamente no. Ya nos hemos tragado antes la historia del pastel de cerdo. Esta vez no se burlará de mí. Voy a llegar al fondo de todo esto.
—Anatómicamente hablando… —comenzó Wilt, pero ya Flint estaba atravesando el invernadero con dificultad en dirección al jardín. Una mirada por encima de la cerca bastó para convencerle de que Wilt tenía razón… Las pocas ventanas que quedaban en el piso de abajo de la casa estaban salpicadas de pegotes de papel amarillo y alguna otra cosa. Pero era la peste que se le vino encima lo que acabó de convencerle. El inspector buscó a tientas su pañuelo. Dos extraordinarias figuras habían salido tambaleantes por las destrozadas ventanas del patio. Como terroristas eran irreconocibles. Chinanda y Baggish habían comprobado toda la fuerza del retrete orgánico y eran ejemplos perfectos del valor de su propia ideología.
—Mierdas cubiertas de mierda —murmuró el profesor Maerlis, contemplando horrorizado los excrementos humanos que avanzaban por el sendero.
—¡Quietos ahí! —gritó el jefe de la brigada antiterrorista mientras sus hombres les apuntaban con los revólveres—. Los tenemos cubiertos.
—Una observación bastante innecesaria, en mi opinión —dijo el doctor Felden—. He oído hablar de cerebros destruidos por el absurdo pero nunca me había dado cuenta del potencial desestabilizador del estiércol sin tratar.
Pero los dos terroristas habían dejado atrás su celo por la destrucción del fascismo pseudodemocrático. Su preocupación ahora era de tipo personal. Se revolcaban por el suelo en un frenético intento por librarse de aquella asquerosidad mientras por encima de ellos Gudrun Schautz les contemplaba con una sonrisa imbécil.
Wilt entró en la casa una vez que Baggish y Chinanda fueron puestos en pie por unos policías no muy entusiastas. Wilt atravesó la devastada cocina, y saltó por encima de la anciana Mrs. de Frackas y fue escaleras arriba. Dudó un instante en el descansillo.
—Eva —llamó—, soy yo, Henry. Todo va bien. Las niñas están a salvo. Los terroristas están arrestados. Tú no te levantes de esa silla. Voy a subir.
—Te advierto que si es un truco no seré responsable de lo que suceda —gritó Eva.
Wilt sonrió, feliz, para sus adentros. Ésa era su Eva, hablando en contra de toda lógica. Subió al ático y se quedó en el umbral de la puerta mirándola con abierta admiración. Ahora sí que ella no tenía nada de estúpido. Sentada allí, desnuda y sin vergüenza, poseía una fuerza que él nunca podría tener.
—Querida —dijo sin precaución antes de interrumpirse. Eva le estaba estudiando con franco disgusto.
—A mí no me digas «querida», Henry Wilt —dijo ella—. ¿Y como te has puesto en ese asqueroso estado?
Wilt se miró el torso. Ahora que se fijaba, estaba en un estado realmente asqueroso. Un pedazo de apio asomaba de forma bastante ambigua por el chal de Mrs. de Frackas.
—Bueno, la verdad es que yo estaba en el tanque de basura con las niñas…
—¡Con las niñas! —gritó Eva furiosa—, ¿en el tanque de basura?
Y antes de que Wilt tuviera ocasión de explicarse, ya se había levantado de la silla. Mientras ésta salía disparada por la habitación, Wilt se precipitó sobre la cuerda, se aferró a ella, fue a parar contra la pared opuesta y finalmente consiguió apalancarse tras el armario.
—Por el amor de Dios, ayúdame a levantarla —gritó—. No puedes colgar a esa zorra.
Eva se puso en jarras.
—Ése es tu problema. Yo no le estoy haciendo nada. Eres tú quien sujeta la cuerda.
—Sólo por los pelos. Y supongo que vas a decirme que si de verdad te quisiera la soltaría. Bueno, pues déjame que te diga…
—No te molestes —gritó Eva—. Ya te oí en la cama, con ella. Sé cómo estabas de lanzado.
—¿Lanzado? —chilló Wilt—. La única manera que tenía de lanzarme era imaginarme que eras tú. Sé que puede parecer inverosímil…
—Henry Wilt, si crees que me voy a quedar aquí a que me insultes…
—No te estoy insultando. Te estoy haciendo el mayor maldito cumplido que te hayan hecho en la vida. Sin ti no sé lo que habría hecho. Y por el amor de Dios…
—Yo sí sé qué habrías hecho sin mí —gritó Eva—, habrías hecho el amor con esa horrible mujer…
—¿Amor? —aulló Wilt—. Eso no era amor. Eso era guerra. Esa zorra se cebó en mí como un escaramujo hambriento de sexo, y…
Pero era demasiado tarde para explicaciones. El armario se estaba moviendo, y en el último momento Wilt, aún aferrado a la cuerda, se elevó lentamente en el aire hacia el gancho del balcón. La silla se vino tras él, que se había quedado aplastado contra el techo, con la cabeza en un curioso ángulo. Eva le miraba indecisa. Por un segundo dudó, pero ya que las niñas estaban por fin a salvo no podía dejarle ahí, y era un error ahorcar a la alemana.
Eva se agarró de las piernas de Wilt y comenzó a tirar. Fuera, el policía había podido alcanzar a Gudrun Schautz y trataba de cortar la cuerda para bajarla. Al romperse la cuerda, Wilt se cayó de su inestable posición confundido entre pedazos de la silla.
—¡Oh, cariño mío! —dijo Eva, con una voz que de pronto había adquirido un tono de nueva y, para Wilt, alarmante solicitud. Era típico de esa maldita mujer convertirlo prácticamente en un inválido para luego tener remordimientos de conciencia. Cuando ella le cogió en sus brazos, Wilt se puso a gemir y decidió que había llegado el momento de hacer mutis diplomáticamente. Se desmayó.
Abajo en el patio, Gudrun Schautz también estaba inconsciente. Antes de que pudiera resultar más que parcialmente estrangulada la habían bajado en brazos. Ahora, el jefe de la brigada antiterrorista le estaba practicando el boca a boca con un apasionamiento algo mayor de lo necesario. Flint se apartó de esta relación contra natura y entró con precaución en la casa. Un agujero en el suelo de la cocina daba testimonio de la fuerza destructiva de un retrete biológico.
—Sólo a ellos se les podía ocurrir —murmuró detrás del pañuelo. Se deslizó hacia el hall dirigiéndose luego a las escaleras que llevaban al ático. La escena que contempló no hizo sino confirmar su opinión. Los Wilt estaban uno en brazos del otro. Flint se estremeció. Nunca comprendería qué veían el uno en el otro esos dos seres diabólicos. Y puestos a pensar, mejor no saberlo. Hay ciertos misterios que es preferible no intentar desvelar. Se volvió para regresar a ese mundo suyo, más formal, donde no había tan espantosas ambigüedades; en el descansillo, las cuatrillizas le dieron la bienvenida. Estaban vestidas con unas ropas que habían encontrado en los cajones de una cómoda de Mrs. de Frackas y llevaban puestos sombreros que habían estado de moda antes de la primera guerra mundial. Cuando intentaban pasar, Flint las detuvo.
—Creo que mami y papi no quieren que se les moleste —dijo, aferrándose con fuerza a la idea de que a los dulces niños se les debe evitar la visión de sus padres desnudos presumiblemente haciendo el amor. Pero las cuatrillizas Wilt nunca habían sido dulces.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Samantha.
Flint tragó saliva.
—Están… ejem… prometidos.
—¿Quiere decir que no están casados? —preguntó Samantha encantada ajustándose bien su boa.
—Yo no he dicho eso… —comenzó Flint.
—Entonces somos bastardas —gorjeó Josephine—. El papá de Michael dice que si las mamis y los papis no están casados a sus niños se les llama bastardos.
Flint se quedó mirando aquella niña espantosamente precoz.
—Ya lo puedes decir —murmuró, y fue a bajar las escaleras.
Arriba se oía a las cuatrillizas que cantaban algo sobre los papis que tienen colita y las mamis que tienen… Flint corrió fuera del alcance de sus voces y encontró un considerable alivio en la peste de la cocina. Los de la ambulancia se estaban llevando a Mrs. de Frackas en una camilla. Sorprendentemente, todavía estaba viva.
—La bala se alojó en su corsé —dijo uno de los enfermeros—, es un pájaro correoso. Ya no los hacen como ése.
Mrs. de Frackas abrió un ojo negro.
—¿Las niñas todavía viven? —preguntó débilmente.
Flint asintió.
—Todo va bien. Están sanas y salvas. No debe preocuparse por ellas.
—¿Por ellas? —gimió Mrs. de Frackas—. No dirá usted en serio que me preocupo por ellas. Es el pensamiento de que tendré que vivir en la casa de al lado de esas pequeñas salvajes lo que…
Pero el solo esfuerzo de expresar su horror era demasiado para ella y se dejó caer de nuevo sobre la almohada. Flint la siguió hasta la ambulancia.
—Quítenme el gota a gota —rogó cuando la introducían en el coche.
—No puedo hacer eso, señora —dijo el enfermero—, es ilegal.
Cerró las puertas y se volvió hacia Flint.
—Tiene conmoción, pobrecilla. A veces les pasa. No saben lo que están diciendo.
Pero Flint sabía que no era así y, mientras la ambulancia se alejaba, su corazón partía también con la valerosa anciana. Él mismo estaba pensando en pedir un traslado.