19

Eva también había estado muy ocupada. Había pasado parte de la mañana al teléfono hablando con Mr. Gosdyke y el resto discutiendo con Mr. Symper, el representante local de la Liga por las Libertades Personales. Era un joven muy inteligente e inquieto y, en condiciones normales, se habría sentido consternado por el ultrajante comportamiento de la policía al arriesgar las vidas de un ciudadano adulto y de cuatro niñas impresionables por negarse a responder a las legítimas demandas de los luchadores por la libertad que estaban sitiados en el número 9 de Willington Road. En lugar de ello, el tratamiento que había recibido Eva a manos de la policía había colocado a Symper en la posición, extremadamente incómoda, de tener que considerar el problema desde el punto de vista de ella.

—Comprendo lo que usted alega, Mrs. Wilt —dijo, forzado por la apariencia maltrecha de ella a moderar su predilección por los extranjeros radicales—, pero debe usted admitir que está libre.

—No para entrar en mi propia casa. No disfruto de esa libertad. La policía no me lo permite.

—Bien, si quiere usted que defendamos su causa contra la policía por atentar contra su libertad manteniéndola bajo custodia, podemos…

Eso no era lo que Eva quería.

—Yo quiero entrar en mi casa.

—La compadezco de veras, pero el objetivo de nuestra organización es proteger al individuo de la violación de sus libertades personales por parte de la policía, y en su caso…

—Ellos no me dejan entrar en casa —dijo Eva—. Si eso no es violar mi libertad personal, no sé lo que será.

—Sí, bueno, es verdad.

—Entonces, haga algo.

—No veo verdaderamente qué puedo hacer yo en este caso —dijo Mr. Symper.

—Usted sabía qué hacer cuando la policía detuvo un camión contenedor lleno de bengalíes congelados cerca de Dover —dijo Betty—. Organizó usted manifestaciones de protesta y…

—Eso era bastante diferente —dijo Symper, dando un respingo—. Los oficiales de aduanas no tenían derecho a insistir en que continuase conectado el sistema de refrigeración. Sufrían congelación de carácter grave. Y además, estaban en tránsito.

—No tendrían que haberse colocado la etiqueta de filetes de merluza y, en cualquier caso, usted argumentó que venían simplemente a reunirse con sus familias en Inglaterra.

—Para sus familias estaban en tránsito.

—Y lo mismo le sucede a Eva, o debería sucederle —dijo Betty—. Si alguien tiene derecho a reunirse con su familia es Eva.

—Supongo que podríamos solicitar una orden del juzgado —dijo Mr. Symper, suspirando por salidas menos domésticas—, eso sería lo mejor.

—No lo creo —dijo Eva—, sería lo más lento. Yo me voy a casa ahora y usted se viene conmigo.

—¿Cómo dice? —dijo Mr. Symper, cuyo compromiso con la causa no incluía a llegar a constituirse él mismo en rehén.

—Ya me ha oído —dijo Eva, y se irguió ante él con una ferocidad que hizo tambalearse el ardiente feminismo de Mr. Symper, pero antes de que hubiera podido abogar por su propia libertad personal, ya le estaban empujando fuera de la casa. Una muchedumbre de periodistas se había congregado allí.

—Mrs. Wilt —dijo uno del Snap—, a nuestros lectores les gustaría saber qué siente la madre de unas cuatrillizas al saber que sus niñas están siendo retenidas como rehenes.

Los ojos de Eva refulgieron:

—¿Sentirme? —preguntó—. ¿Quiere usted saber cómo me siento?

—Eso es —dijo el hombre, chupando su bolígrafo—, el interés humano…

No pudo continuar. Los sentimientos de Eva habían rebasado el estadio de las palabras o del interés humano. Sólo los actos podían expresarlos. Levantó una mano, la abatió en un golpe de karate y, cuando el otro caía, con la rodilla le alcanzó de lleno en el estómago.

—Así es como me siento —dijo Eva, mientras él rodaba sobre el parterre en posición fetal—. Dígaselo a sus lectores.

Y escoltando al ahora completamente subyugado Mr. Symper hasta su coche, le empujó dentro de él.

—Me voy a casa con mis hijas —les dijo a los demás periodistas—. Mr. Symper, de la Liga por las Libertades Personales, me acompaña y mi abogado nos está esperando.

Y sin decir más se introdujo en el asiento del conductor. Diez minutos más tarde, seguidos por un pequeño convoy de coches de la prensa, llegaron a la barrera de Farringdon Road, donde encontraron a Mr. Gosdyke discutiendo sin éxito con el sargento de policía.

—Me temo que no hay nada que hacer, Mrs. Wilt. La policía ha recibido órdenes terminantes de no dejar pasar a nadie.

Eva se encogió de hombros.

—Éste es un país libre —dijo, haciendo salir del coche a Mr. Symper mediante una presa que desmentía su afirmación—. Si alguien trata de impedirme que vaya a casa llevaré el asunto ante los tribunales, al defensor del pueblo y al parlamento. Vamos, Gosdyke.

—Oiga, señora, deténgase —dijo el sargento—, tengo órdenes de…

—Le he tomado el número —dijo Eva—. Voy a denunciarle personalmente por haberme negado el libre acceso a mis hijas.

Y empujando delante de ella al poco dispuesto Symper cruzó por la abertura del alambre de espino, discretamente seguida por Mr. Gosdyke. Tras ellos el grupo de reporteros lanzó una ovación. Por un momento, el sargento se quedó tan asombrado para reaccionar que cuando fue por el walkie talkie, el trío ya había doblado la esquina de Willington Road. A mitad de camino fueron interceptados por dos hombres armados de las fuerzas de seguridad.

—No tienen ustedes derecho a estar aquí —gritó uno de ellos—. ¿No saben que hay un asedio?

—Sí —dijo Eva—, por eso estamos aquí. Yo soy Mrs. Wilt, éste es Mr. Symper de la Liga por las Libertades Personales y Mr. Gosdyke está aquí para llevar las negociaciones. Ahora haga el favor de llevarnos…

—Yo no sé de qué me está hablando —dijo el soldado—. Sólo sé que tenemos órdenes de disparar…

—Entonces, dispare —dijo Eva desafiante— y veremos lo que le pasa a usted.

El de las fuerzas de seguridad vaciló. Fusilar madres no entraba en las Normas y Reglamentos de la Reina; además Mr. Gosdyke parecía demasiado respetable para ser un terrorista.

—De acuerdo, vengan por aquí —dijo, y les escoltó hasta la casa de Mrs. de Frackas, donde les dio la bienvenida el inspector Flint con una avalancha de insultos.

—¿Qué coño está pasando aquí? —gritó—. Creí que le había dado órdenes de mantenerse alejada de aquí.

Eva empujó hacia adelante a Mr. Gosdyke.

—Dígaselo —dijo.

Mr. Gosdyke carraspeó y miró incómodo a su alrededor.

—Como representante legal de Mrs. Wilt —dijo—, he venido para informarle de que ella exige reunirse con su familia. Ahora bien, por lo que sé no hay ninguna ley que la impida entrar en su propia casa.

El inspector Flint le miró aturdido.

—¿Ninguna? —farfulló.

—Ninguna ley —dijo Mr. Gosdyke.

—Que le den por el culo a la ley —gritó Flint—. ¿Cree que a esos cerdos de allá les importa lo más mínimo la ley?

Mr. Gosdyke concedió que tenía razón.

—Bien —continuó Flint—, así que tenemos una casa llena de terroristas armados que le volarán la cabeza a sus condenadas crías si alguien se acerca siquiera al lugar. Eso es todo. ¿No puede metérselo en la cabeza?

—No —dijo Mr. Gosdyke bruscamente.

El inspector se dejó caer en un sillón y miró torvamente a Eva.

—Mrs. Wilt —dijo—, dígame una cosa. ¿Por casualidad no pertenece usted a alguna secta religioso-suicida? ¿No? Sólo lo preguntaba. En ese caso déjeme explicarle la situación con palabras sencillas de cuatro letras que hasta usted podrá entender. Dentro de su casa hay…

—Todo eso ya lo sé —dijo Eva—. Lo he oído una y otra vez y me da igual. Reclamo el derecho a entrar en mi casa.

—Ya veo. Y supongo que pretende usted ir caminando hasta la puerta principal y llamar al timbre.

—No —dijo Eva—. Pretendo que me dejen caer.

—¿Dejarla caer? —dijo Flint, con un brillo de incrédula esperanza en sus ojos—. ¿Dice usted realmente «dejarla caer»?

—Desde un helicóptero —explicó Eva—, igual que dejaron caer el teléfono donde está Henry la noche pasada.

El inspector se llevó las manos a la cabeza y trató de encontrar las palabras.

—Y es inútil que me diga que no puede —continuó Eva—, porque lo he visto hacer en la tele. Yo llevaré puesto un arnés, y el helicóptero…

—Oh, Dios mío —dijo Flint, cerrando los ojos para borrar esa espantosa visión—. No lo dirá en serio, ¿eh?

—Sí —dijo Eva.

—Mrs. Wilt, si, y repito, si fuera usted a entrar en la casa del modo que ha descrito, ¿sería tan amable de decirme cómo piensa ayudar a sus cuatro hijas?

—No se preocupe por eso.

——Pero me preocupo, me preocupo mucho. De hecho me atrevería a decir que me preocupa lo que les suceda a sus hijas bastante más de lo que parece preocuparle a usted y…

—Entonces, ¿por qué no está haciendo algo al respecto? Y no me diga que lo está haciendo porque no es verdad. Está sentado ahí con todos esos transistores escuchando cómo las están torturando y disfrutando.

—¿Disfrutando? ¿Disfrutando? —gritó el inspector.

—Sí, disfrutando —gritó a su vez Eva—. Esto le hace sentir importante y, lo que es más, tiene usted una mente indecente. Disfruta escuchando a Henry en la cama con esa mujer, y no diga que no es así.

El inspector no podía decirlo. Le faltaban las palabras. Las únicas que le venían a la mente eran obscenas y casi con seguridad le conducirían a un juicio por difamación. Se podía dar por seguro con una mujer como ésa, que traía consigo a su abogado y al cabrón de las libertades personales. Se levantó de la silla y se dirigió con paso incierto a la habitación de los juguetes dando un portazo tras él. El profesor Maerlis, el doctor Felden y el mayor estaban sentados observando cómo Wilt pasaba el rato examinándose ociosamente el glande en busca de signos de gangrena incipiente, ante la pantalla de televisión. Flint apagó el aparato.

—No se lo van ustedes a creer —dijo—, pero esa maldita Mrs. Wilt pide que utilicemos el helicóptero para lanzarla por la ventana del ático atada a una cuerda, y así pueda reunirse con su jodida familia de mierda.

—Espero que no vaya usted a permitírselo —dijo el doctor Felden—. Después de lo que amenazó con hacerle a su esposo ayer noche, no creo que sea conveniente.

—No me tiente —dijo Flint—, si pensara que podía quedarme aquí sentado y contemplar cómo descuartiza a ese cerdo miembro a miembro…

Se interrumpió para saborear esa imagen.

—Esa mujercita tiene agallas —dijo el mayor—. No sería yo el que se dejase caer en el interior de esa casa con una cuerda. Bueno, por lo menos sin abundante fuego de cobertura. No obstante, no es tan mala idea.

—¿Qué? —dijo Flint, preguntándose cómo demonios podía nadie llamar mujercita a Mrs. Wilt.

—Táctica de diversión, querido amigo. No se me ocurre nada mejor para poner nerviosos a esos imbéciles que la visión de esa mujer balanceándose colgada de un helicóptero. Desde luego, yo me cagaba en los pantalones.

—Imagino que sí. Pero como ése no es uno de los objetivos explícitos de la maniobra preferiría sugerencias más constructivas.

Desde la otra habitación se podía oír gritar a Eva que si no le permitían reunirse con su familia le enviaría un telegrama a la reina.

—Es lo que nos faltaba —dijo Flint—. La prensa está sedienta de sangre, y no ha habido un suicidio en masa decente desde hace meses. Saldría en la portada de todos los periódicos.

—Desde luego, haría un ruido terrible contra la ventana —dijo el mayor con espíritu práctico—, y entonces podríamos atacar a esos…

—¡No! Definitivamente no —gritó Flint, y se precipitó en el centro de comunicaciones—. De acuerdo, Mrs. Wilt. Voy a tratar de persuadir a los dos terroristas que retienen a sus hijas para que la permitan reunirse con ellas. Si se niegan es asunto suyo. Yo no puedo hacer más.

Se volvió hacia el sargento que estaba en la centralita.

—Póngame con esos dos mestizos y avíseme cuando hayan terminado con su Obertura del Cerdo Fascista.

Symper se sintió obligado a protestar.

—Realmente, creo que estos comentarios racistas son totalmente innecesarios —dijo—. En realidad, son ilegales. Llamar mestizos a unos extranjeros…

—No estoy llamando mestizos a unos extranjeros. Estoy llamando mestizos a dos cabrones asesinos y no me diga que tampoco debería llamarles asesinos —dijo Flint cuando Mr. Symper trató de intervenir—. Un asesino es un asesino y ya empiezo a estar harto de ellos.

Así parecía que estaban también los dos terroristas. No hubo discurso preliminar de insultos.

—¿Qué quieren? —preguntó Chinanda.

Flint cogió el teléfono.

—Tengo una propuesta que hacer —dijo—. Mrs. Wilt, la madre de las cuatro niñas que retienen ustedes, se ofrece voluntaria para entrar a cuidarlas. No va armada y está dispuesta a aceptar cualquier condición que quieran ustedes imponerle.

—Repítalo —dijo Chinanda. El inspector repitió el mensaje.

—¿Cualquier condición? —dijo Chinanda, incrédulo.

—Cualquiera. No tienen más que decirlo y ella aceptará —dijo Flint, mirando a Eva, que asintió.

Hubo en la cocina un murmullo de conciliábulos prácticamente inaudible a causa de los gritos de las cuatrillizas y de los gemidos de Mrs. de Frackas al otro lado de la puerta. Ahora el terrorista estaba de nuevo al teléfono.

—Éstas son nuestras condiciones: en primer lugar, la mujer debe ir desnuda, ¿me ha oído? Desnuda.

—Oigo lo que dice, pero no puedo decir que lo entienda…

—Nada de ropa encima, para que podamos ver que no está armada. ¿Entendido?

—No estoy seguro de que Mrs. Wilt vaya a aceptar…

—Acepto —dijo Eva inflexible.

—Mrs. Wilt acepta —dijo Flint con un suspiro de disgusto.

—Segundo. Las manos atadas por encima de la cabeza.

Eva asintió de nuevo.

—Tercero. Las piernas atadas.

—¿Con las piernas atadas? —dijo Flint—, ¿y cómo demonios va a andar con las piernas atadas?

—Una cuerda larga. Medio metro de tobillo a tobillo. Sin correr.

—Ya veo. Sí, Mrs. Wilt acepta. ¿Algo más?

—Sí —dijo Chinanda—. Tan pronto ella entre, las niñas saldrán.

—¿Perdón? —dijo Flint—. Ha dicho «las niñas saldrán». ¿Quiere decir que ya no las necesitan?

—¡Necesitarlas! —gritó Chinanda—. Creerá usted que queremos vivir con cuatro bichos sucios, repugnantes y desagradables que se cagan y mean por todas partes…

—No —dijo Flint—, comprendo su punto de vista.

—Entonces puede quedarse con esas jodidas máquinas de producir mierda fascista —dijo Chinanda, y colgó el teléfono violentamente.

El inspector se volvió hacia Eva con una sonrisa de felicidad.

—Mrs. Wilt, yo no entro ni salgo, pero ya ha oído usted lo que ha dicho ese hombre.

—Y lo lamentará mientras viva —dijo Eva con ojos centelleantes—. Veamos, ¿dónde me cambio?

—Aquí no —dijo con firmeza Flint—. Puede utilizar los dormitorios de arriba. El sargento le atará las manos y los pies.

Mientras Eva subía a desnudarse, el inspector consultó al equipo de combate psicológico. Resultó que estaban en completo desacuerdo entre ellos. El profesor Maerlis argumentaba que cambiando cuatro niños concebidos coterminativamente, por una mujer a la que el mundo apenas echaría de menos, los terroristas obtenían una ventaja propagandística. El doctor Felder no estaba de acuerdo.

—Es evidente que los terroristas están sufriendo una considerable presión por parte de las niñas —dijo—; liberándoles de esa carga psicológica es posible que les estemos levantando la moral.

—No se preocupe por su moral —dijo Flint—. Si esa zorra entra en la casa me hará un gran servicio, y después aquí el mayor puede montar la Operación Destrucción Total por lo que a mí respecta.

—Toma ya —dijo el mayor.

Flint volvió al centro de comunicaciones, con la vista apartada de las monstruosas revelaciones de Eva al desnudo, y se volvió hacia Mr. Gosdyke.

—Pongamos esto en claro, Gosdyke —dijo—. Quiero que entienda que estoy totalmente en contra de las acciones de su cliente y que no estoy preparado para asumir la responsabilidad de lo que suceda.

Mr. Gosdyke asintió:

—Lo entiendo muy bien, inspector, y le aseguro que a mí también me gustaría no estar implicado. Mrs. Wilt, apelo a su…

Eva le ignoró. Con las manos atadas por encima de la cabeza y las piernas ligadas mediante un corto pedazo de cuerda, era una visión terrorífica y no una mujer con la que nadie se pondría a discutir por gusto.

—Estoy preparada —dijo—, dígales que allí voy.

Salió lentamente por la puerta y bajó por la calzada de Mrs. de Frackas. Entre los arbustos, los hombres de los servicios de seguridad palidecieron y se pusieron a pensar con nostalgia en aquellas emboscadas de Irlanda del Norte. Sólo el mayor, que vigilaba la escena desde la ventana de una habitación, le dio su bendición a Eva.

—Le hace a uno sentirse orgulloso de ser británico —le dijo al doctor Felden—. Por Dios que esa mujer tiene agallas.

—Debo decir que encuentro su observación de muy mal gusto —dijo el doctor, que estaba estudiando a Eva desde un punto de vista puramente fisiológico.

En la casa de al lado reinaba un cierto malentendido. Chinanda, que veía a Eva a través del buzón de la puerta delantera de los Wilt, comenzaba a arrepentirse cuando unos efluvios de vómito le llegaron desde la cocina. Abrió la puerta y apuntó con su automática.

—Trae a las niñas —le gritó a Baggish—, yo estoy cubriendo a la mujer.

—¿Que estás qué? —dijo Baggish, que acababa de entrever la masa de carne que se movía hacia la casa. Pero no fue necesario ir a buscar a las niñas. Cuando Eva alcanzó el umbral de la puerta se lanzaron hacia ella gritando encantadas.

—¡Atrás! —gritaba Baggish—. Atrás o disparo.

Era demasiado tarde. Eva vacilaba en el umbral mientras las cuatrillizas se aferraban a ella.

—Oh, mami, qué rara estás —gorjeaba Samantha, agarrándose a las rodillas de su madre. Penelope trepó por encima de las otras y echó los brazos alrededor del cuello de Eva. Por un momento se tambalearon indecisas y luego Eva dio un paso adelante, tropezó y, con un gran estrépito, cayó pesadamente dentro del hall. Las cuatrillizas resbalaron delante de ella por el pulido parquet, y el perchero, sacudido por el seísmo, se arrancó de la pared y cayó hacia adelante contra la puerta, cerrándola de golpe. Los dos terroristas contemplaban desde arriba a su nuevo rehén mientras Mrs. de Frackas levantaba la cabeza en la cocina, echaba una mirada a la fantástica visión y perdía de nuevo el conocimiento. Eva se apoyó sobre las rodillas. Tenía aún las manos atadas por encima de la cabeza, pero no pensaba más que en las cuatrillizas.

—Venga, no os preocupéis, queriditas, mami está aquí —dijo—. Todo va a ir bien.

Al abrigo de la cocina, los dos terroristas miraban atentamente la extraordinaria escena con desánimo. No compartían el optimismo de Eva.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Baggish—. ¿Poner a las niñas en la puerta?

Chinanda sacudió la cabeza. No iba a colocarse a una distancia demasiado corta de esa poderosa mujer. Incluso con las manos atadas sobre la cabeza, había en Eva algo peligroso y aterrador, y parecía que ella se le acercaba ahora saltando de rodillas.

—Quédese donde está —ordenó, y levantó la pistola. Junto a él sonó el teléfono. Lo tomó con rabia.

—¿Qué quieren ahora? —le preguntó a Flint.

—Podría hacerle la misma pregunta —dijo el inspector—, ya tienen a la mujer y quedamos en que dejarían ir a las niñas.

—Si se cree que queremos a esta mujer de mierda está loco —chilló Chinanda—, y las niñas de mierda no se van a separar de ella. Así que ahora ya las tenemos a todas.

Se oyó una risita que venía de Flint.

—No es culpa mía. Nosotros no pedimos a las niñas. Ustedes las ofrecieron…

—Y nosotros no pedimos a esta mujer —gritó Chinanda, de paso que el tono de su voz se levantaba histérico—. Así que ahora hagamos un trato. Usted…

—Olvídelo, Miguel —dijo Flint, que comenzaba a divertirse—. Se han acabado los tratos y, para que lo sepa, me haría un gran favor si disparara contra Mrs. Wilt; así que adelante, tío, dispara contra quien quieras, porque en el momento en que lo hagas enviaré a mis hombres y cuando ellos os disparen a ti y al camarada Baggish no tendrán prisa en mataros. Os…

—Asesino fascista —gritó Chinanda antes de apretar el gatillo de su automática. Las balas agujerearon un anuncio de la pared de la cocina que hasta ese momento había propugnado las virtudes salutíferas de buen número de hierbas alternativas, la mayoría de ellas hierbajos. Eva contempló indignada los desperfectos y las cuatrillizas le dedicaron un enorme lloriqueo.

Incluso Flint estaba horrorizado.

—¿La han matado? —preguntó, repentinamente consciente de que su pensión estaba antes que su satisfacción personal.

Chinanda ignoró la pregunta.

—Bueno, ahora somos nosotros los que hacemos un trato. Usted hace bajar a Gudrun y tiene listo el reactor en una hora justa. A partir de ahora se acabaron los juegos.

Colgó el teléfono de golpe.

—¡Mierda! —gritó Flint—. De acuerdo, póngame con Wilt. Tengo noticias que darle.