Así comenzó el segundo día del asedio a Willington Road. El sol salió, los proyectores palidecieron; Wilt daba cabezadas en un rincón del estudio, Gudrun Schautz estaba tumbada en el cuarto de baño, Mrs. de Frackas sentada en el sótano y las niñas apiñadas unas contra las otras bajo el montón de sacos donde Eva había almacenado sus patatas «biológicas». Incluso los dos terroristas consiguieron dormir un poco, mientras que en el centro de comunicaciones el mayor roncaba sobre su cama de campaña, agitado por sobresaltos como un perro de caza que sueña. En otra parte de la casa de Mrs. de Frackas, otros miembros de la brigada antiterrorista descansaban lo mejor que podían: el sargento encargado del dispositivo de escucha estaba acostado, hecho un ovillo, en un sofá y el inspector Flint había requisado el dormitorio principal. Pero a pesar de toda esta inactividad humana, las escuchas electrónicas transmitían información a las cintas magnéticas, y, de éstas, al ordenador y al equipo de Combate Psicológico. El teléfono de campaña, por su parte, como un caballo de Troya audiovisual, registraba la respiración de Wilt y espiaba sus menores movimientos a través del ojo de la cámara de televisión.
La única que no dormía era Eva. Tumbada en una celda de la comisaría, miraba fijamente la débil bombilla del techo. Al reclamar a un abogado, había introducido la duda en el espíritu del sargento de guardia. Era ésa una petición a la que no sabía cómo negarse. Mrs. Wilt no era una criminal y, por lo que él sabía, no había motivos legales para mantenerla encerrada en una celda. Incluso los verdaderos criminales tenían derecho a ver a un abogado y, después de haber intentado en vano ponerse en contacto con el inspector Flint, el sargento se rindió.
—Puede usted utilizar ese teléfono —le dijo. Y discretamente la dejó en la oficina para que hiciera todas las llamadas que quisiera. Si a Flint no le parecía bien, mala suerte. El sargento de guardia no tenía intención de pagar los platos rotos.
Eva hizo muchas llamadas. Despertó a Mavis Mottram a las cuatro, pero Eva la apaciguó al informarla de que no había podido contactar antes con ella porque estaba siendo retenida ilegalmente por la policía.
—¡Jamás había oído nada más escandaloso! Pobrecita mía… Pero no te preocupes más a partir de ahora: vamos a sacarte de ahí inmediatamente —dijo, y enseguida despertó a Patrick para que se pusiera en comunicación con el jefe de policía, con el diputado local y con sus amigos de la BBC.
—Ya puedo despedirme de mis amigos de la BBC si les despierto a las cuatro y media de la madrugada.
—¡Qué tontería! —dijo Mavis—. Todo lo contrario, así les darás tiempo para que preparen las noticias de la mañana.
También fueron despertados los Braintree. Eva los dejó pasmados contándoles cómo había sido agredida por la policía. Les preguntó si conocían a alguien que pudiera ayudarla. Peter Braintree telefoneó al secretario de la Liga por las Libertades Individuales y luego, a última hora, a todos los diarios nacionales, contándoles la historia de cabo a rabo.
Eva continuó con sus llamadas. El teléfono sacó de la cama a Mr. Gosdyke, el abogado de los Wilt, que prometió llegarse inmediatamente a la comisaría.
—No le diga nada a nadie —le aconsejó, absolutamente convencido de la culpabilidad de Mrs. Wilt. Eva no le hizo el menor caso. Telefoneó a los Nye, al director de la Escuela, a todo el que se le ocurrió, incluido el doctor Scully. Acababa de terminar cuando llamó la BBC y Eva les concedió una entrevista grabada en calidad de ciudadana detenida sin motivo por la policía y como madre de las cuatrillizas tomadas como rehenes por los terroristas. Desde ese momento, el coro de protestas no hizo más que crecer y perfeccionarse. Al ministro del Interior le despertó su jefe de Gabinete, informándole de que la BBC hacía caso omiso de su petición de no difundir la entrevista en pro del interés nacional, alegando que la detención ilegal de la madre de los rehenes era totalmente contraria al interés de la nación. De ahí, la noticia llegó hasta el jefe superior de Policía, al que se hizo responsable de las actividades de la brigada antiterrorista, y al propio ministro de Defensa, cuyos servicios especiales habían sido los primeros en maltratar a Mrs. Wilt.
Eva acaparó la atención del boletín radiofónico de las siete y de todos los grandes titulares de la prensa matutina. A las siete y media, la comisaría de policía de Ipford era sometida a un asedio mucho más palpable que el de la casa de Willington Road por parte de los periodistas, los fotógrafos, las cámaras de la televisión, los amigos de Eva y los espontáneos. Incluso el escepticismo de Mr. Gosdyke se desvaneció en cuanto el sargento le confesó que ignoraba por qué estaba Mrs. Wilt retenida por la policía.
—No me pregunte lo que se supone que ha hecho —dijo el sargento—. Fue el inspector Flint el que me ordenó que la encerrase en una celda. Si quiere más detalles, diríjase usted a él.
—Eso es lo que tengo la intención de hacer —dijo Mr. Gosdyke—. ¿Dónde está?
—Junto a la casa cercada. Puedo intentar localizárselo por teléfono.
Y así fue como Flint, que había conseguido dar unas cabezadas, feliz de pensar que por fin había conseguido cazar al hijoputa de Wilt que se había hundido hasta el cuello en un verdadero crimen, se despertó para encontrarse con que la situación se había vuelto completamente contra él.
—Yo no dije que hubiera que encerrarla. Dije que había que efectuar una detención preventiva, como permite la ley antiterrorista.
—¿Insinúa usted que mi cliente es sospechosa de actividades terroristas? —preguntó Mr. Gosdyke—. Porque si es así…
El inspector, que conocía bien la pena por difamación, decidió que no.
—Ha estado en prisión preventiva en su propio interés —dijo, utilizando un subterfugio. Mr. Gosdyke lo dudaba.
—Bien, considerando el estado en que se encuentra y tras madura reflexión, pienso que su seguridad hubiera estado mejor garantizada en el exterior de la comisaría que en su interior. Evidentemente la han golpeado a conciencia, ha sido arrastrada por el barro y manifiestamente también a través de los setos a juzgar por sus manos y piernas despellejadas, y se encuentra en un estado de total agotamiento nervioso. Va usted a permitirle salir ahora o será necesario que recurra a…
—No —dijo Flint precipitadamente—, por supuesto que puede irse, pero no me hago responsable de su seguridad si viene a la casa.
—A ese respecto, no es necesario que me lo asegure —dijo Mr. Gosdyke, y acompañó a Eva a su salida de la comisaría. Allí fue acogida por una barrera de preguntas y de cámaras.
—Mrs. Wilt, ¿es verdad que ha sido golpeada por la policía?
—Sí —dijo Eva, antes de que Mr. Gosdyke hubiera tenido tiempo de intervenir para decir que ella no haría declaraciones.
—Mrs. Wilt, ¿qué piensa hacer ahora?
—Me vuelvo a casa —dijo Eva, mientras Mr. Gosdyke la empujaba para hacerla entrar en el coche.
—Ni pensarlo, querida amiga. Tendrá usted amigos que puedan albergarla por ahora.
Entre la muchedumbre, Mavis Mottram intentaba hacerse oír. Eva la ignoró. Se imaginaba a Henry y a aquella horrible alemana juntos en la cama. Mavis Mottram era la última persona con la que habría hablado en aquellos momentos. En su interior, todavía sentía rencor contra Mavis por haberla arrastrado a aquel estúpido seminario. Si se hubiera quedado en casa, nada de eso hubiera pasado.
—Estoy segura de que a los Braintree no les importará en absoluto que vaya —dijo. Poco después se encontraba en la cocina de Betty tomando café y contándoselo todo.
—¿Estás segura, Eva? —dijo Betty—. Eso no es nada propio de Henry.
—Claro que es propio de él. Han instalado altavoces en toda la casa y se puede oír todo lo que pasa en el interior —contestó Eva, asintiendo con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.
—Te confieso que no comprendo nada.
Ése era también el caso de Eva. No sólo no era propio de Henry ser infiel; más bien era todo lo contrario. Henry jamás miraba a otras mujeres. Estaba absolutamente segura de ello, y su falta de interés la había irritado a veces. En cierto modo, eso la privaba de ese toque de inquietud y celos a que tenía derecho como mujer casada. Además se preguntaba si esa falta de interés no la incluía también a ella. En ese instante se sentía por tanto doblemente traicionada.
—Pensarías que él iba a estar muy preocupado por la suerte de sus hijas —continuó—. Ellas abajo, y él allá arriba, con esa…
Eva se echó a llorar.
—Lo que te hace falta es un baño y dormir —dijo Betty. Eva dejó que la llevaran arriba hasta el cuarto de baño. Pero mientras estaba estirada en la bañera, de nuevo su instinto y su cerebro se pusieron en marcha. Iba a volver a casa. Era necesario, y esta vez iría a pleno día. Salió de la bañera, se secó y se puso el vestido de embarazada que era lo único que Betty Braintree había podido encontrar de su talla. Bajó las escaleras. Había decidido lo que iba a hacer.
En la sala de conferencias improvisada —habitación que había sido en otro tiempo el refugio del general de división de Frackas— el inspector Flint, el comandante y los miembros del equipo de Combate Psicológico estaban todos sentados mirando la pantalla del televisor colocado de forma incongruente en medio de la batalla de Waterloo. La pasión obsesiva del difunto general de división por los soldados de plomo y su disposición exacta sobre una mesa de ping-pong donde, tras su muerte, el polvo se había ido acumulando, aportaba un elemento surrealista a los ruidos y movimientos extraordinarios que provenían de la cámara del teléfono de campaña. El Wilt Alternativo iniciaba un nuevo ciclo de aventuras con una demostración de demencia absoluta.
—Está mal de la azotea —dijo el mayor, mientras Wilt, horriblemente deformado por el objetivo ojo de pez, crecía o menguaba al tiempo que andaba de un lado a otro del estudio, murmurando palabras totalmente desprovistas de sentido. Incluso a Flint le costaba admitir la evidencia.
—¿Qué coño quiere decir «la vida perjudica al infinito»? —le preguntó al doctor Felden, el psiquiatra.
—Tendría que oír más para formarme una opinión clara —respondió éste.
—Pues yo no. Me basta con eso —dijo el mayor—. Tengo la impresión de mirar por el judas de una celda de aislamiento.
En la pantalla se veía a Wilt gritando algo referente a la lucha por la religión de Alá y a la matanza de todos los infieles. A continuación hizo unos ruidos muy alarmantes, como si fuera el tonto del pueblo que se hubiera atragantado con una espina, y desapareció por la cocina. Hubo un momento de silencio; luego se puso a canturrear con un espantoso falsete: «¡Las campanas del infierno hacen tilín tilín por ti, por ti, pero no por mí!» Reapareció armado con un cuchillo de cocina y gritando «Hay un cocodrilo… en el armario, madre, que se te está comiendo el abrigo. Vampiros y lagartos, desafiando la ventisca, hacen girar al mundo». Finalmente, con una risa histérica, se tumbó en el sofá.
Flint pasó por encima de la trinchera y apagó el receptor.
—Un poco más y yo también pierdo la chaveta —murmuró—. Bueno, ya han oído y visto ustedes bastante a ese imbécil. Quiero saber su opinión sobre el mejor método para manejarle.
—Visto desde el ángulo de una ideología política coherente —dijo el profesor Maerlis—, confieso que es difícil emitir una opinión.
—Estaba seguro —dijo el mayor, que aún abrigaba la sospecha de que el profesor compartía las opiniones de los terroristas.
—Por otra parte, la trascripción de las cintas de anoche prueba que Mr. Wilt tiene un conocimiento profundo de la teoría terrorista y que pertenece manifiestamente a una conspiración cuyo objetivo es asesinar a la reina. Lo que ya no comprendo es qué pintan ahí los israelíes.
—Podría muy bien ser un síntoma de paranoia —dijo el doctor Felden—. Un caso bastante típico de manía persecutoria.
—Olvídese del «podría» —dijo Flint—, ¿es que ese cabrón está loco o no?
—Es difícil de decir. En primer lugar, es posible que el sujeto haya experimentado efectos secundarios de los medicamentos que le han hecho tragar antes de entrar en la casa. El que se autodenomina médico militar que se los ha administrado me ha dicho que la pócima se componía de tres partes de valium por dos de amital de sodio, algo de bromuro y, según sus propios términos, un «manojito» de láudano. No ha podido precisarme las cantidades exactas, pero en mi opinión el hecho de que Wilt esté todavía con vida pone de relieve el vigor de su constitución.
—También pone de relieve la calidad del café de la cantina, si ese imbécil se lo ha tragado sin notar nada —dijo Flint—. Bueno, ¿se le puede preguntar por el teléfono lo que ha hecho con la Schautz o no?
El doctor Felden manoseaba pensativo un soldado de plomo.
—Yo más bien estoy en contra de esa idea. Si Fráulein Schautz está todavía con vida, no quisiera ser responsable de introducir la idea de matarla en un cerebro agitado como el de Wilt.
—Pues sí que estamos bien. Supongo que cuando esos cerdos nos vuelvan a exigir que la liberemos les tendré que decir que está en manos de un loco.
Flint volvió a entrar en la sala de comunicaciones deseando desesperadamente la llegada del sustituto del jefe de la brigada antiterrorista, antes de que comenzase la carnicería en el número 9.
—Que nadie se mueva —le dijo al sargento—. La brigada tonta cree que estamos tratando con un loco homicida.
Ésta era, en términos generales, la reacción deseada por Wilt. Había pasado una mala noche preguntándose cuál debía ser su próxima maniobra. Hasta ahora había representado unos cuantos papeles: el de terrorista revolucionario, el de padre agradecido, el de tonto del pueblo, el de amante caprichoso, el de asesino potencial de la reina, y a cada nueva invención había visto vacilar la seguridad de Gudrun Schautz en sí misma. Gudrun, con la inteligencia completamente obnubilada por la doctrina revolucionaria, era incapaz de adaptarse a un mundo de fantasías absurdas. Y el mundo de Wilt era absurdo. Siempre lo había sido, y por lo que se podía prever, siempre lo sería. El que Bilger hubiera podido realizar aquella jodida película sobre el cocodrilo era a la vez fantástico y absurdo, pero cierto. Wilt había pasado su vida de adulto rodeado de jóvenes granujientos que creían ser irresistibles para las mujeres; de profesores que creían poder convertir a Yeseros y Mecánicos en seres sensibles mediante la lectura de Finnegan’s Wake, y/o inculcarles una auténtica toma de conciencia proletaria distribuyéndoles pasajes escogidos de Das Kapital. Y el mismo Wilt había pasado también por todos los fantasmas: así sus sueños de convertirse en un gran escritor, reavivados por su primera visión de Irmgard Müller y, algunos años atrás, su deseo de asesinar a Eva a sangre fría. Durante dieciocho años, había vivido con una mujer que cambiaba de personaje con tanta frecuencia como de camisa. Con todo ese tesoro de experiencia tras él, Wilt era capaz de crear nuevas fantasías en un abrir y cerrar de ojos, siempre que no se le exigiese que les diera una mayor credibilidad haciendo algo más que pulirlas con palabras. Las palabras eran su verdadero medio, y lo habían sido durante todos esos años pasados en la Escuela. Con Gudrun Schautz encerrada en el cuarto de baño, podía utilizarlas hasta la saciedad con el único objeto de hacerla volver completamente majareta. Con la condición de que esos tipos de abajo no se lanzasen a ninguna acción violenta.
Pero Baggish y Chinanda estaban demasiado ocupados en otra clase de conducta estrafalaria. Las niñas se habían despertado temprano, repitiendo su asalto al congelador y a las reservas de frutas en almíbar de Eva. Mrs. de Frackas había renunciado a mantenerlas mínimamente limpias; la lucha era demasiado desigual. Acababa de pasar una noche terriblemente incómoda en una silla de madera y su reumatismo le había hecho sufrir un martirio. Para colmo había tenido sed, y como la única bebida disponible era la cerveza casera de Mr. Wilt, los resultados habían sido notables.
Al primer trago, la anciana se preguntó qué diablos le sucedía. En primer lugar, aquel brebaje tenía un gusto asqueroso, tan asqueroso que tomó inmediatamente otro trago para intentar enjuagarse la boca, pero también le supo muy fuerte. Después de haber tragado otra cantidad casi ahogándose, Mrs. de Frackas se quedó mirando la botella con un aire de incredulidad total. Era imposible para ella pensar que alguien hubiera podido destilar aquello con la intención de consumirlo realmente. Durante unos instantes se preguntó si Wilt, por razones diabólicas sólo por él conocidas, no había embotellado un bidón entero de disolvente concentrado. Era poco verosímil, pero también lo era el sabor de lo que se acababa de tragar. Le había carbonizado el gaznate con toda la violencia de un poderoso limpiador de inodoros que desincrusta la suciedad hasta el último de los rincones. Mrs. de Frackas miró la etiqueta y se sintió algo más tranquilizada. Ese brebaje pretendía ser «cerveza» y si bien la apelación estaba en total contradicción con la realidad, el contenido de la botella estaba destinado sin duda al consumo humano. La anciana bebió otro trago y se olvidó en seguida del reuma. Imposible concentrarse en dos achaques a la vez.
Para cuando acabó con la primera botella, le era difícil concentrarse, simplemente. El mundo se había convertido súbitamente en un lugar maravilloso, y para mejorarlo aún más le bastaba con seguir bebiendo. Se acercó con paso inseguro al estante de las botellas y seleccionó otra; estaba desenroscando el tapón cuando aquello le estalló en las narices. Empapada de cerveza pero con el gollete de la botella todavía en la mano, iba a probar con una tercera cuando se dio cuenta de que en la fila de abajo había varias botellas más grandes. Tomó una y vio que en otro tiempo había contenido champagne. No sabía lo que contenía ahora, pero por lo menos ésa parecía menos peligrosa de abrir y menos susceptible de explotar que las otras. Se llevó dos a la bodega e intentó descorcharlas. Pero no era tan fácil como parecía. Wilt había sellado los corchos con un adhesivo y lo que parecía ser los restos de una percha metálica.
—Me harían falta unas tenazas —murmuró mientras las niñas se reunían interesadas a su alrededor.
—Es la preferida de papá —dijo Josephine—. No le va a gustar si ve que se la bebe usted.
—No, querida, yo también creo que no le gustaría —dijo la anciana al tiempo que lanzaba un eructo que parecía indicar que su estómago era de la misma opinión.
—Él la llama su BB cuatro estrellas —dijo Penelope—, pero mamá dice que mejor sería llamarla pipí.
—¿Ah, sí? —dijo Mrs. de Frackas con asco.
—Es porque cuando la bebe tiene que levantarse por la noche.
Mrs. de Frackas se sintió aliviada.
—No vamos a hacer nada que pueda contrariar a vuestro padre —dijo—. Además, el champagne hay que servirlo helado.
Volvió donde los cubos de la basura, y esta vez se trajo dos botellas abiertas que habían resultado menos explosivas que las precedentes. Se sentó. Las niñas se habían reagrupado alrededor del congelador, pero la anciana señora estaba demasiado ocupada para vigilar lo que hacían. Al terminar su tercera botella, las cuatrillizas se habían convertido en octillizas y ya le costaba trabajo enfocar la vista. En todo caso, ahora comprendía lo que había querido decir Eva con lo del pipí. El brebaje de Wilt comenzaba a hacer efecto. Mrs. de Frackas se levantó, se cayó de narices y por fin subió a cuatro patas las escaleras hasta llegar a la puerta. Esa maldita puerta estaba cerrada con llave.
—¡Déjenme ssalir! —gritó—. ¡Déjenme ssalir inmediatamente!
—¿Qué quiere usted? —preguntó Baggish.
—No le importa lo que… yyo quiero. Lo que importa ahora sson mis… neccessidades, y eso no es asunto suyo.
—Bueno, pues entonces quédese donde está.
—Yo no seré la responsable de de lo… lo que pase —dijo Mrs. de Frackas.
—¿Qué quiere decir?
—Jjjjoven, hay co cosas… que más vale ca callar… ¡y yo nno tengo la intencción de hablar de ellas… con usted!
Al otro lado de la puerta se oía a los dos terroristas esforzándose por comprender ese inglés indescifrable. «Las co co cosas que más vale callar» les dejaban estupefactos, pero el «no seré la responsable de lo lo lo que passe» parecía bastante amenazador. Diversas pequeñas explosiones en la bodega y el ruido de cristales rotos les habían puesto ya en guardia.
—Queremos saber lo que sucederá si no la dejamos salir —pidió por fin Chinanda.
Mrs. de Frackas, por su parte, no tenía ninguna duda de lo que pasaría:
—¡Voy a explotaar! —chilló.
—¿Va usted a qué?
—¡Bum, bum, bum, explotaar… como una bomba! —aulló la anciana, que ahora estaba segura de haber alcanzado el último grado posible de retención de orina. En la cocina se celebró un conciliábulo en voz baja.
—Salga con las manos en alto —ordenó Chinanda, y quitó el pestillo de la puerta antes de retroceder hasta el hall para apuntarla con su arma. Pero Mrs. de Frackas ya no estaba en condiciones de obedecer. Intentaba alcanzar uno de los numerosos picaportes que se ofrecían a sus ojos, sin ningún éxito. Al pie de la escalera, las niñas la miraban completamente fascinadas. Estaban acostumbradas a los accesos de ebriedad de Wilt, pero nunca habían visto a una persona borracha hasta quedarse paralítica.
—Por el amor de Dios, abran esta puerta —farfulló Mrs. de Frackas.
—Yo, yo —gritó Samantha con voz aguda, y las niñas se lanzaron en tropel sobre la anciana para ver quién abriría primero. Fue Penelope quien ganó, pero en el momento en que las niñas escalaban el cuerpo de Mrs. de Frackas para entrar en la cocina, la anciana había perdido todo interés por los retretes. Extendida en el umbral de la puerta, levantó la cabeza con dificultad y lanzó sobre las niñas un juicio sin apelación.
—Les pido un ffavor; que alguien mate a estos pequeños monstruos —murmuró antes de desmayarse. Los terroristas no la oyeron. Ahora sabían lo que ella había querido decir al hablar de una bomba. Dos explosiones devastadoras llegaron desde la bodega, seguidas de una lluvia de guisantes y habas congelados. En el congelador, la BB de Wilt había terminado por explotar.