16

A un kilómetro de allí, Eva Wilt se dirigía hacia su casa con una determinación que era totalmente contraria a su apariencia. Las pocas personas que se fijaron en ella mientras pasaba con prisa por las callejuelas sólo vieron a un ama de casa normal y corriente darse prisa para preparar la cena de su esposo y acostar a los niños. Pero, bajo su aire doméstico, Eva Wilt había cambiado. Se habían acabado su alegre vaciedad y las opiniones ajenas, y sólo tenía una idea en mente. Iba a ir a casa y nadie la detendría. De lo que haría cuando llegase allí no tenía ni idea, y vagamente se daba cuenta de que la casa no era sencillamente un lugar. También participaba de lo que ella era, la esposa de Henry Wilt y madre de las cuatrillizas, una mujer trabajadora que descendía de un linaje de mujeres trabajadoras que habían fregado pisos, cocinado y mantenido unida a la familia a pesar de las enfermedades, las muertes y los caprichos de los hombres. No era un pensamiento claramente definido pero la empujaba hacia adelante casi por instinto. Pero con el instinto también llegaron las ideas.

En Farringdon Avenue la estarían esperando, así que tenía que cambiar de ruta. Cruzaría el río por el puente de hierro y daría la vuelta por Barnaby Road, y luego a través de los campos donde había llevado a las niñas a coger moras hacía sólo dos meses y entraría en el jardín por detrás. ¿Y luego? Tendría que esperar y ver. Si había alguna manera de entrar en la casa y reunirse con las niñas, la aprovecharía. Si los terroristas la mataban, mejor era eso que perder a las cuatrillizas. Lo principal era estar allí para protegerlas. Tras esta lógica incierta había mucha rabia. Era vaga y difusa como sus pensamientos y se dirigía tanto contra la policía como contra los terroristas. En todo caso, la culpa era más de la policía. Para ella los terroristas eran criminales y asesinos, y la policía estaba allí para proteger a los ciudadanos de gente como ésa. Tal era su trabajo, pero no lo habían hecho bien. Por el contrario, habían permitido que sus hijas fueran tomadas como rehenes, y ahora estaban jugando a una especie de juego en el que las cuatrillizas eran meros peones. Era una visión simple, pero la mente de Eva veía las cosas de un modo simple y directo. Bien, pues si la policía no quería actuar, ella lo haría.

Sólo cuando llegó a la pasarela sobre el río se dio cuenta de la magnitud del problema al que se enfrentaba. A unos ochocientos metros de allí, en Willington Road, se elevaba la casa, rodeada de un aura de luz blanca. A su alrededor, las luces de la calle brillaban débilmente y las otras casas eran sombras negras. Por un momento se detuvo, agarrada a la barandilla sin saber qué hacer, pero no tenía sentido vacilar. Tenía que seguir adelante. Bajó los escalones de hierro y siguió por Barnaby Road hasta llegar al sendero que atravesaba los campos. Siguió el sendero hasta que alcanzó la zona embarrada junto al portillo siguiente. Un grupo de bueyes se agitaron en la oscuridad cerca de Eva, pero ella no le tenía miedo al ganado. Formaba parte del mundo natural al que se sentía pertenecer.

Pero al otro lado del portillo nada era natural. Bajo la siniestra luz brillante de los focos vio a hombres armados, y cuando hubo saltado el portillo se agachó descubriendo los hilos del alambre de espino. Venían en línea recta atravesando el campo desde Farringdon Avenue. Willington Road estaba completamente cercada. De nuevo, el instinto le aguzó el ingenio. A su izquierda había un foso, y si lo seguía… Pero habría alguien allí para detenerla. Necesitaba algo que distrajese su atención. Los bueyes servirían. Eva abrió el portillo y luego, chapoteando en el barro, empujó a los animales al campo de al lado, cerrando de nuevo el portillo tras de ellos. Los condujo más lejos todavía. Los animales se dispersaron y avanzaban ahora lentamente con su habitual estilo inquisitivo. Eva se metió a gatas en el foso y empezó a vadearlo. Era un foso embarrado, medio lleno de agua y, mientras avanzaba, las hierbas se enredaban en sus rodillas y a veces un matorral le arañaba la cara. Dos veces puso la mano sobre matas de ortigas pero apenas se dio cuenta. Su mente estaba demasiado ocupada con otros problemas. Sobre todo, las luces. Iluminaban la casa con una intensidad que la hacía parecer irreal y casi era como mirar un negativo fotográfico donde todos los tonos están invertidos y las ventanas que deberían haber estado iluminadas eran cuadrados negros sobre un fondo más claro. Y durante todo ese rato, desde el otro lado del campo, llegaba el incesante ruido de un motor. Eva se asomó por el borde del foso y distinguió la sombra oscura de un generador. Sabía lo que era porque John Nye le había explicado, una vez cómo se hacía la electricidad cuando intentó convencerla para que instalara un rotor Savonius que funcionara con la fuerza del viento. De modo que así era como iluminaban la casa. No es que el saberlo la ayudase. El generador estaba en el centro del terreno y, probablemente, no podría llegar a él. En cualquier caso, los bueyes estaban proporcionando una eficaz distracción. Se habían colocado en grupo alrededor de un hombre armado que estaba tratando de deshacerse de ellos. Eva volvió al foso y chapoteando llegó hasta el alambre de púas.

Como ella esperaba, el alambre se hundía en el agua, y sólo sumergiendo todo el brazo pudo encontrar el hilo inferior. Lo levantó y, agachándose hasta quedar casi totalmente sumergida, consiguió pasar por debajo. Cuando llegó al seto que bordeaba el jardín trasero, estaba calada hasta los huesos y sus manos y sus piernas cubiertas de barro, pero el frío no la afectaba. Nada le importaba excepto el temor a ser detenida antes de llegar a la casa. Y en el jardín debía de haber más hombres armados.

Eva se detuvo a esperar y observar con barro hasta las rodillas. Oía los ruidos de la noche. Desde luego, había alguien en el jardín de Mrs. Haslop. Así lo indicaba el olor a humo de cigarrillo, pero su atención se concentraba sobre todo en su propio jardín trasero y en las luces que mantenían su casa en un temible aislamiento. Un hombre que salía de detrás del pabellón de verano cruzó el portillo en dirección al campo. Eva le observó alejarse hacia el generador. De nuevo esperó con la astucia que manaba de algún instinto profundo. Otro hombre se dirigió hacia el pabellón, una cerilla brilló en la oscuridad al encender un cigarrillo y Eva, como un anfibio prehistórico, salió lentamente del foso y se arrastró sobre manos y rodillas a todo lo largo del seto. Sus ojos estuvieron todo el tiempo fijos en el extremo incandescente del cigarrillo. Cuando alcanzó el portillo, pudo ver ya el rostro del hombre cada vez que éste daba una calada profunda y que el portillo estaba abierto, balanceándose ligeramente con la brisa sin cerrarse del todo. Eva se arrastraba hacia él cuando su rodilla topó con algo cilíndrico y resbaladizo. Tanteó con una mano y encontró un cable con un grueso revestimiento de plástico. Iba desde la cerca hasta los tres focos colocados sobre el césped. Todo lo que tenía que hacer era cortarlo y las luces se apagarían. Y en el invernadero había tijeras de podar. Pero si las utilizaba podía electrocutarse. Mejor sería usar el hacha de mango largo que estaba junto a la pila de la leña en el extremo opuesto del pabellón. Con tal que se marchara el hombre del cigarrillo, podía hacerse con ella en un momento. ¿Pero qué hacer para que se fuera? Si tiraba una piedra al invernadero seguro que iría a investigar.

Eva buscó por el sendero y acababa de encontrar un trozo de piedra cuando la necesidad de crear una distracción desapareció. Un enorme ruido de motor se acercaba por detrás de ella; al volver la cabeza pudo distinguir la silueta de un helicóptero que descendía sobre el campo. Y el hombre se había ido. Había dado la vuelta alrededor del pabellón de forma que estaba de espaldas a Eva. Ella atravesó el portillo a gatas, se puso de pie y corrió hacia el montón de leña. Al otro lado del pabellón, el hombre no la oyó. El helicóptero estaba ahora más cerca y sus rotores apagaban el sonido de los movimientos de Eva. Ésta ya había conseguido el hacha y estaba de vuelta junto al cable, y cuando el helicóptero le pasó por encima de su cabeza descargó el hacha sobre el cable. Un instante después la casa había desaparecido y la noche se había vuelto intensamente oscura. Eva avanzó tropezando, pisoteó las plantas aromáticas y se vio en el césped antes de darse cuenta de que estaba en medio de una especie de tornado. Encima de ella, las palas del helicóptero cortaron el aire, la máquina viró hacia un lado, algo le rozó el pelo y un momento más tarde se oyó el ruido de vidrios rotos. El invernadero de Mrs. de Frackas estaba siendo demolido. Eva se paró en seco y se echó de bruces sobre la hierba. Del interior de la casa llegó el tableteo de las armas automáticas, y las balas acribillaron el pabellón de verano. Eva estaba en el meollo de una horrible batalla y, de pronto, todo había funcionado al revés.

En el invernadero de Mrs. de Frackas, el superintendente Misterson había seguido el movimiento del helicóptero hacia el balcón del ático con el teléfono de campaña colgando del aparato cuando el mundo se desvaneció repentinamente. Después del resplandor de los focos apenas veía nada, pero podía oír y sentir, y antes de que consiguiera retroceder a tientas hasta el salón tuvo la oportunidad de oír y sentir a la vez. Sintió claramente el teléfono de campaña en alguna parte de su cabeza y oyó vagamente el ruido de los cristales rotos. Un segundo después, estaba sobre el piso embaldosado y todo aquel maldito lugar parecía una magnífica cascada de cristales, de macetas de geranios, begonias, semperflorens y estiércol. Fue este último el que le impidió expresar sus verdaderos sentimientos.

—Especie de loco… —empezó a decir, pero le hizo atragantarse la tempestad de polvo. El superintendente giró sobre sí mismo tratando de evitar los escombros, pero todavía caían cosas de los estantes y la campánula preferida de Mrs. de Frackas, la Cathedral Bell, se descolgó de la pared y le enredó en sus zarcillos. Finalmente, cuando intentaba abrirse paso por entre medio de aquella jungla doméstica, una gran camelia «Donation» que estaba en una pesada maceta vaciló sobre su pedestal y puso fin a sus sufrimientos. El jefe de la brigada antiterrorista yacía cómodamente inconsciente sobre las baldosas y ya no dijo esta boca es mía.

Pero en el centro de comunicaciones los comentarios fluían a toda máquina. El mayor aullaba órdenes al piloto del helicóptero mientras dos operadores con auriculares se tapaban los oídos y gritaban que algún demente estaba pisoteando el material de escucha parabólica. Sólo Flint permanecía frío y, comparativamente, sereno. Ya desde que se enteró de que Wilt estaba implicado en el caso sabía que algo espantoso tenía que suceder. En la mente de Flint, el nombre de Wilt evocaba el caos, una especie de fatalidad cósmica contra la cual no había protección alguna, excepto, posiblemente, rezar. Y que la catástrofe se hubiera por fin desencadenado le complacía secretamente. Probaba que su premonición era acertada y que el optimismo del superintendente era totalmente equivocado. Y así, mientras el mayor ordenaba al piloto del helicóptero que se fuera al infierno, Flint atravesó con precaución las ruinas del invernadero y desenredó de aquel follaje a su inconsciente superior.

—Mejor será llamar a una ambulancia —le dijo al mayor mientras arrastraba al herido al centro de comunicaciones—. Parece que el super está fuera de combate.

El mayor estaba demasiado atareado como para preocuparse.

—Eso es asunto suyo, inspector —dijo—; yo tengo que ocuparme de que esos cerdos no se nos escapen.

—Da la impresión de que estuviesen aún en la casa —dijo Flint, mientras el tiroteo continuaba esporádicamente en el número 9, pero el mayor sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Pueden haber dejado un comando suicida para cubrir su retirada, o haber instalado una ametralladora con un dispositivo de tiempo para que dispare a intervalos regulares. No se confíen ni un pelo de esos cerdos.

Flint pidió un médico por la radio y ordenó a dos policías que trasladasen al superintendente hasta Farringdon Avenue a través de los jardines vecinos, proceso que estorbaron los hombres de las fuerzas de seguridad que andaban buscando terroristas en fuga. Aún transcurrió media hora hasta que se posó el silencio sobre Willington Road y los dispositivos de escucha hubieron confirmado que todavía había presencia humana en la casa.

Por lo visto también algún vertebrado yacía sobre el césped de los Wilt. Flint, que volvía de la ambulancia, se encontró al mayor empuñando una pistola, a punto de hacer una salida.

—Según parece hemos cogido a uno de esos hijos de puta —dijo mientras se oían los enormes latidos de un corazón a través de un amplificador conectado al dispositivo de escucha—. Voy a salir a atraparlo. Probablemente lo hirieron durante el fuego cruzado.

Se precipitó en la oscuridad, y pocos momentos más tarde se oyó un grito, prueba de una violenta lucha entre un objeto extremadamente vigoroso y trozos de la cerca que separaba los dos jardines. Flint apagó el amplificador. Ahora que se habían callado los latidos, salían de la máquina otros sonidos aún más molestos. Pero lo peor fue lo que finalmente apareció atravesando a la fuerza el derruido invernadero: Eva Wilt, que nunca había sido la más atractiva de las mujeres a los ojos de Flint, cubierta ahora de barro, hierbas, empapada hasta los huesos, con el vestido desgarrado que dejaba al descubierto parte de su piel, y presentando un aspecto realmente prehistórico. Todavía peleaba cuando los seis hombres de los servicios especiales la hicieron entrar en la habitación. El mayor les seguía, con un ojo morado.

—Bien, al menos hemos capturado a uno de esos cerdos —dijo.

—Yo no soy uno de esos cerdos —gritó Eva—, soy Mrs. Wilt y no tiene usted derecho a tratarme así.

El inspector se retiró tras una silla.

—Pues sí que es Mrs. Wilt —dijo—. ¿Le importaría decirnos qué estaba tratando de hacer?

Eva lo miró con desprecio desde la alfombra.

—Tratando de reunirme con mis niñas. Tengo derecho a ello.

—Eso ya lo he oído antes —dijo Flint—, usted y sus derechos. Supongo que Henry la ha metido en esto, ¿no?

—Nada de eso. Ni siquiera sé lo que le ha sucedido. Probablemente está muerto.

Y se echó a llorar súbitamente.

—Bueno, podéis soltarla, muchachos —dijo el mayor, convencido por fin de que su cautiva no era uno de los terroristas—. Se ha expuesto a que la mataran, sabe usted.

Eva le ignoró y se puso de pie.

—Inspector Flint, usted también es padre. Tiene que saber lo que significa estar separado de sus seres queridos cuando ellos más lo necesitan.

—Sí, bueno… —dijo el inspector, incómodo. Las mujeres de Neanderthal llorosas hacían surgir en él sentimientos confusos y, en cualquier caso, sus seres queridos en particular eran dos adolescentes salvajes con un marcado gusto por el vandalismo. Agradeció que le interrumpiera uno de los técnicos encargado de los dispositivos de escucha.

—Estamos captando algo extraño, inspector —dijo—, ¿quiere usted oírlo?

Flint asintió. Cualquier cosa era preferible a tener que aguantar las demandas de simpatía de Eva Wilt. Pero se equivocaba. El técnico conectó el amplificador.

—Proviene del poste número 4 —explicó, mientras salían del altavoz una serie de gruñidos, gemidos, gritos de éxtasis y el insistente chirrido de los muelles de una cama.

—¿Del poste número 4? Eso no es un poste, es…

—Parece un maníaco sexual jodiendo, con perdón de la señora —dijo el mayor. Pero Eva escuchaba con demasiada intensidad como para que le importara una palabrota de más.

—¿De dónde sale eso?

—Del ático, señor. Donde está ya sabe usted quién.

Pero el subterfugio no sirvió de nada con Eva.

—Hasta yo lo sé —gritó—. Es mi Henry. Reconocería ese gemido en cualquier parte.

Una docena de ojos se posaron en ella con repugnancia, pero Eva no se sintió intimidada. Después de todo lo que le había pasado en unos pocos minutos, esa nueva revelación destruyó los últimos vestigios de su discreción social.

—Está haciendo el amor con otra mujer. Espere que le ponga las manos encima —gritó furiosa; y se habría precipitado de nuevo en la oscuridad de la noche si no se lo hubieran impedido.

—Pónganle las esposas a esa fiera —gritó el inspector—. Llévensela de nuevo a la comisaría y tengan cuidado de que no se les escape otra vez. Máxima seguridad y nada de errores.

—Por cierto, tampoco parece que su esposo vaya a escaparse —dijo el mayor mientras se llevaban a Eva a la fuerza y la evidencia inequívoca de la aventura amorosa de Wilt continuaba vibrando por todo el centro de comunicaciones. Flint salió de detrás de la silla y se sentó.

—Al menos esa loca me ha confirmado que yo tenía razón. Ya les dije que ese hijo de puta estaba metido en el asunto hasta las orejas.

El mayor se estremeció.

—Se me ocurren maneras más gratas de expresarlo, pero me parece que tiene usted razón.

—Por supuesto que la tengo —dijo Flint con suficiencia—. Conozco los truquitos del amigo Wilt.

—Pues yo me alegro de no conocerlos —dijo el mayor—, me parece que deberíamos llamar al psicoanalista para que nos dé su opinión de esto.

—Todo está quedando grabado en la cinta, señor —dijo el hombre de la radio.

—En ese caso, apague ese ruidazo repugnante —dijo Flint—, ya tengo bastantes cosas entre manos sin tener que escuchar lo que Wilt está haciendo con las suyas.

—No puedo estar más de acuerdo —dijo el mayor, impresionado por la exactitud de la expresión—. Ese tipo debe de tener unos nervios de acero. A mí no se me levantaría en esas circunstancias.

—Le sorprendería saber lo que es capaz de levantar ese tipejo en cualquier situación —dijo Flint—, y casarse con ese maternal mastodonte suyo, ¿no es asombroso? Antes me metería yo en la cama con una almeja gigante que con Eva Wilt.

—Supongo que tiene usted razón —dijo el mayor tocándose con precaución su ojo morado—, desde luego pega como un animal. Tengo que irme. Voy a ver si pongo otra vez en marcha esos proyectores.

Salió tanteando en la oscuridad, y Flint se quedó sentado preguntándose qué hacer. Como el superintendente estaba fuera de combate, se suponía que le tocaba a él encargarse del caso. No era un ascenso que le hiciera gracia. Lo único que le consolaba un poco era la idea de que Henry Wilt estaba a punto de hacer su última aparición en escena.

De hecho, Wilt estaba concentrándose justamente en lo contrario. El estado de su masculinidad, apenas recientemente reparada, lo exigía. Además, el adulterio no era su fuerte y nunca había encontrado excitante el proceso de hacer el amor sin tener ganas. Y como cuando él tenía ganas normalmente Eva no las tenía —pues reservaba sus momentos de pasión para cuando las cuatrillizas estuvieran profundamente dormidas y entonces él ya estaba medio desanimado—, se había acostumbrado a una especie de sexualidad atrofiada en la que él hacía una cosa mientras pensaba en otra. Y no es que Eva se quedara satisfecha con esa sola cosa. Su interés, aunque mucho más simple que el suyo, era infinitamente ecléctico en las cuestiones de procedimiento y Wilt había aprendido a aceptar ser doblado, retorcido, aplastado y, en general, a contorsionarse según los métodos sugeridos por los manuales que Eva consultaba. Tenían títulos del tipo Cómo mantener joven su matrimonio o Hacer el amor de manera natural. Wilt había objetado que su matrimonio no era joven y que no había nada natural en arriesgarse a provocar una hernia estrangulada utilizando la postura para el coito que propugnaba el doctor Eugene van Yonk. Pero esos razonamientos nunca le sirvieron de gran cosa. Eva replicaba haciendo referencias desagradables a su adolescencia y acusaciones infundadas sobre lo que hacía en el baño cuando ella no estaba, y al final se veía obligado a demostrar su normalidad haciendo algo que consideraba absolutamente anormal. Pero si bien Eva era vigorosamente experimental en la cama, Gudrun Schautz era una feroz carnívora.

Desde el momento en que ella se había lanzado sobre él en la cocina en un frenesí de lubricidad, Wilt había sido mordido, arañado, lamido, masticado y chupado con una violencia y una falta de discriminación que resultaban francamente insultantes, por no decir peligrosas, y que le habían hecho preguntarse por qué se molestaba aquella zorra en matar gente a tiros cuando podía haberlo hecho de forma más fácil, más legal y decididamente más atroz. En cualquier caso, nadie en su sano juicio podría acusarle de ser un marido infiel. En todo caso, más bien lo contrario; sólo el más concienzudo y abnegado padre de familia se arriesgaría tanto como para meterse en la cama voluntariamente con una asesina buscada por la policía. Wilt encontraba este adjetivo singularmente inapropiado y sólo concentrando su imaginación en el día que conoció a Eva podía evocar un mínimo de deseo. Fue su fláccida respuesta la que provocó a Gudrun Schautz. La zorra no sólo era una asesina; logró combinar el terror político con la esperanza de que Wilt fuese un cerdo machista que se le tiraría encima sin pensárselo dos veces.

Las opiniones de Wilt sobre dicha materia eran distintas. Uno de los principios de su confusa filosofía era que cuando se estaba casado no se liaba uno con otras mujeres. Y dar botes arriba y abajo con una joven extremadamente conyugable entraba en la categoría de liarse con alguien. Por otra parte, se daba la interesante paradoja de que se sentía espiritualmente más cerca de Eva ahora que cuando hacía realmente el amor con ella y pensaba en otra cosa. En el plano práctico, no había la más mínima posibilidad de que llegase al orgasmo. El catéter había arruinado ese tipo de manejos por el momento. Podía balancearse y brincar hasta que las ranas criasen pelo, pero no conseguiría que su pene experimentase de verdad una erección. Para evitar esa espantosa posibilidad, alternaba las imágenes de una Eva joven con las de sí mismo y la execrable Schautz sobre la mesa de autopsias en un coitus interruptus terminal. Considerando el escándalo que estaban montando, esa hipótesis parecía la más probable y era, por supuesto, el más efectivo antiafrodisíaco. Además tenía la ventaja adicional de confundir a la Schautz. Evidentemente estaba acostumbrada a amantes más ardientes, y el fervor errático de Wilt la desconcertaba.

—¿Te gustaría de alguna otra manera, Liebling? —preguntó ella, mientras Wilt retrocedía por enésima vez.

—En el baño —dijo Wilt, que de pronto se había dado cuenta de que los terroristas de abajo podían decidir echarles una mano y que los baños eran más a prueba de balas que las camas. Gudrun Schautz se echó a reír:

—Qué divertido, ja. ¡En el baño!

En ese momento, los focos se apagaron y se dejó oír el rugido del helicóptero. El ruido pareció incitarla a un nuevo frenesí de lubricidad.

—Rápido, rápido —gemía—, que vienen.

—Pues yo, ni que me den por el culo —murmuró Wilt, pero la asesina estaba demasiado ocupada tratando de exorcizar el olvido para oírle y mientras se desintegraba el invernadero de Mrs. de Frackas y abajo sonaba un rápido tiroteo, se vio sumergido de nuevo en un maelstrom de lujuria que no tenía nada que ver con el verdadero sexo. La muerte atravesaba los gestos de la vida y Wilt, ignorante de que su papel en esta escena quedaba grabado para la posteridad, se esforzaba en desempeñar su papel lo mejor posible. Trató de pensar en Eva de nuevo.