En la Escuela, la ausencia de Wilt de la reunión semanal de jefes de departamento provocó reacciones diversas. El director estaba particularmente alarmado.
—¿Qué le pasa? —preguntó al secretario que había traído el mensaje de Eva de que Wilt estaba enfermo.
—Ella no lo precisó. Solamente dijo que estaría incapacitado durante unos días.
—Ojalá fueran años —murmuró el director, y llamó al orden a los reunidos—. Creo que todos hemos oído las lamentables noticias sobre la… ejem… película realizada por un profesor de Estudios Liberales —dijo—. No creo que tenga mucho sentido hablar de sus posibles consecuencias para el Colegio.
Miró a su alrededor con rostro sombrío. Sólo el doctor Board parecía no estar de acuerdo.
—Lo que no hemos sido capaces de dilucidar es si se trataba de un cocodrilo hembra o macho —dijo.
El director le miró con disgusto.
—En realidad, era sólo un juguete. Por lo que sé, los de juguete no tienen un sexo notablemente diferenciado.
—No, supongo que no —dijo el doctor Board—. No obstante suscita un problema interesante…
—Que, estoy seguro, el resto de nosotros preferiría no abordar —dijo el director.
—¿Sobre la base de que al buen callar llaman santo? —dijo Board—. Pero que me maten si puedo comprender cómo se pudo inducir a la estrella de esa película a…
—Board —dijo el director con amenazadora paciencia—, estamos aquí para tratar de asuntos académicos, no de las obscenas aberraciones de los profesores del departamento de Estudios Liberales.
—Muy bien, muy bien —dijo el director de Restauración—; cuando pienso que algunas de mis chicas están expuestas a la influencia de esos repugnantes pervertidos, sólo puedo decir que creo deberíamos considerar muy seriamente la posibilidad de eliminar del todo los Estudios Liberales.
Hubo un murmullo general de aprobación. El doctor Board era la excepción.
—No veo por qué habría que culpar a los Estudios Liberales en conjunto —dijo—, y después de ver a algunas de sus chicas, yo diría…
—No, doctor Board, no lo haga —dijo el director.
El doctor Mayfield aprovechó la ocasión.
—Este desagradable incidente sólo refuerza mi opinión de que deberíamos ampliar los parámetros de nuestros contenidos académicos con el fin de incluir cursos de mayor significación intelectual.
Por una vez, el doctor Board se mostró de acuerdo con él.
—Supongo que podríamos dar unas clases nocturnas sobre Sodomía de Reptiles —dijo—. Podría tener el efecto secundario, si se puede decir así, de atraer a un cierto número de cocodrifílicos y, a un nivel más teórico, sin duda un curso sobre la Bestialidad a través de los Tiempos tendría un cierto atractivo ecléctico. ¿He dicho algo inconveniente, señor director?
Pero el director estaba sin habla. El subdirector se lanzó por la brecha.
—Lo esencial primero es cuidar de que este lamentable asunto no llegue al conocimiento público.
—Bueno, considerando que tuvo lugar en Nott Road…
—Cállese, Board —gritó el director—, ya he aguantado más de la cuenta sus infernales digresiones. Una palabra más y pediré su dimisión o presentaré la mía ante el Comité de Educación. Y si es necesario, ambas. Puede usted elegir. Cállese o váyase.
El doctor Board se calló.
En el Centro de Accidentados, Wilt estaba comprobando que no tenía elección. El doctor que finalmente llegó a la cabina para atenderle iba acompañado de una formidable hermana y dos enfermeros. Wilt les lanzó una mirada asesina desde la camilla en que le habían dicho que se acostara.
—Se han tomado ustedes su tiempo —gruñó—. Llevo una hora aquí tendido agonizante y…
—Entonces tendremos que darnos prisa —dijo el doctor—. Bien, comencemos con el veneno. Un lavado de estómago será…
—¿Qué? —dijo Wilt, sentándose sobre la camilla horrorizado.
—No tardaremos ni un minuto —dijo el doctor—, solamente tiéndase mientras la hermana le inserta el tubo.
—¡Oh, no! Ni pensarlo —dijo Wilt, saltando de la camilla hasta un rincón de la cabina mientras la enfermera se acercaba a él con un tubo—, yo no he tomado ningún veneno.
—En su hoja de admisión dice que lo ha ingerido —dijo el doctor—. ¿Usted es Mr. Henry Wilt, no es cierto?
—Sí —dijo Wilt—, pero lo que no es cierto es que haya tomado veneno. Le puedo asegurar…
Se metió detrás de la camilla para esquivar a la hermana pero se vio atrapado por detrás por los dos enfermeros.
—Le juro que…
El mentís de Wilt se ahogó en sus labios al ser empujado de nuevo a la camilla. El tubo osciló sobre su boca. Wilt miró con odio al doctor. El tío parecía estar sonriendo de una manera singularmente sádica.
—Vamos, señor Wilt, será mejor que coopere.
—No quiero —gruñó Wilt a través de unos dientes apretados. Detrás de él, la hermana le sostenía la cabeza mientras esperaba.
—Mr. Wilt —dijo el doctor—, usted llegó aquí esta mañana y afirmó de forma bastante perentoria y por su propia voluntad que había ingerido veneno, que se había roto un brazo y que había sufrido una herida que requería atención inmediata, ¿cierto?
Wilt meditó sobre la forma de contestar. Parecía más seguro no abrir la boca. Asintió y luego trató de sacudir la cabeza.
—Gracias. No sólo eso, sino que además fue usted descortés, por decirlo de un modo elegante, con la señora de la recepción.
—No es verdad —dijo Wilt, y en seguida lamentó tanto sus malos modos como el intento de aclarar las cosas. Dos manos intentaron insertarle el tubo. Wilt lo mordió.
—Tendremos que usar la fosa nasal izquierda —dijo el doctor.
—¡No, maldita sea! —aulló Wilt, pero era demasiado tarde. A medida que el tubo se deslizaba por su nariz y lo sentía bajar por su garganta, las protestas de Wilt acabaron siendo ininteligibles. Se retorció y produjo un sonido como de gorgoteo.
—Quizá lo que sigue le parezca ligeramente desagradable —dijo el doctor con evidente placer. Wilt miró al hombre con mirada asesina y, si el endiablado tubo no se lo hubiera impedido, hubiera proclamado con vehemencia que ya encontraba espantoso lo de entonces mismo. En el momento justo en que esbozaba una protesta, las cortinas se abrieron y apareció la empleada de la recepción.
—Me parece que le gustará ver esto, Mrs. Clemence —dijo el doctor—. Adelante, hermana.
La hermana prosiguió mientras Wilt se prometía silenciosamente a sí mismo que, si antes no se asfixiaba o explotaba, borraría la sonrisa de la cara de ese médico sádico tan pronto como esta abominable experiencia hubiera acabado. Por el momento su estado le impedía hacer otra cosa que gemir débilmente. Sólo la sugerencia de la hermana de que quizá, para mayor seguridad, deberían suministrarle un enema de aceite le prestó fuerzas para aclarar su caso.
—He venido para que me curaran el pene —susurró roncamente.
El doctor consultó su ficha.
—Aquí no hace ninguna mención de su pene —dijo—. Dice claramente que…
—Ya sé lo que dice —graznó Wilt—, también sé que si usted se viera obligado a entrar en una sala de espera llena de madres de clase media con sus hijos, los suicidas del monopatín, y tuviera que explicar a voz en grito a esa arpía que necesita que le den unos puntos en el extremo de la verga, se hubiera mostrado muy poco dispuesto a hacerlo.
—No estoy aquí para escuchar cómo un lunático me llama arpía —dijo la recepcionista.
—Y yo tampoco estaba allí para pregonar lo que le había pasado a mi pene para que todo el mundo pudiera oírlo. Solicité ver a un médico pero usted no me lo permitió. Niéguelo si puede.
—Yo le pregunté si se había roto algún miembro o si sufría una herida que requiriera…
—Sé muy bien lo que me preguntó —aulló Wilt—, o no se nota. Puedo repetírselo palabra por palabra. Y para que lo sepa, un pene no es un miembro, por lo menos no en mi caso. Supongo que entra en la categoría de apéndice, y si llego a decir que me había herido un apéndice usted me hubiera preguntado cuál, dónde y cómo, en qué circunstancias y con quién, y me hubiera enviado a enfermedades venéreas…
—Mr. Wilt —interrumpió el doctor—, aquí estamos extremadamente ocupados y si usted llega y se niega a decir exactamente lo que le pasa…
—Me encuentro con una jodida bomba estomacal metida en el gaznate como recompensa —gritó Wilt—. ¿Y qué sucede si aparece algún pobre tipo sordomudo? Supongo que lo dejan ustedes morir en el suelo de la sala de espera, o le extirpan las amígdalas para que en adelante aprenda a explicarse. Y a esto llaman Servicio de Salud Pública; una jodida dictadura burocrática, así es como yo lo veo.
—No importa cómo lo vea, Mr. Wilt. Si realmente hay algún problema con su pene, estamos perfectamente dispuestos a examinarlo.
—Yo, desde luego, no —dijo con firmeza la recepcionista antes de desaparecer tras las cortinas. Wilt se volvió a tender en la camilla y se quitó los pantalones.
El doctor le observó con precaución.
—¿Podría decirme qué es lo que tiene ahí enrollado?
—Un maldito pañuelo —dijo Wilt, y deshizo lentamente el chapucero vendaje.
—Dios mío —dijo el doctor—, ya veo lo que usted quería decir con «apéndice». ¿Sería pedir demasiado que me explicase cómo ha llegado su pene a este estado?
—Sí —dijo Wilt—, lo sería. Hasta ahora no me ha creído nadie, y preferiría no ser taladrado de nuevo.
—¿Taladrado? —dijo el doctor pensativo—. ¿No querrá usted decir que estas heridas fueron infligidas con un taladro? No sé lo que usted piensa, hermana, pero desde donde yo estoy parece como si nuestro amigo hubiera tenido una relación demasiado íntima con una máquina de picar carne.
—Y desde donde estoy yo se tiene exactamente esa sensación —dijo Wilt—, y si ello sirve para acabar con la chirigota, le diré que mi esposa es, en gran parte, responsable.
—¿Su esposa?
—Escuche, doctor —dijo Wilt—. Si le da lo mismo, prefiero no entrar en detalles.
—Eso no puedo reprochárselo —dijo el doctor, enjabonándose las manos—. Si mi esposa me hubiera hecho eso, me divorciaría de semejante furcia. ¿Estaban efectuando un coito?
—Sin comentarios —dijo Wilt, decidiendo que el silencio era la mejor política. El doctor se puso los guantes de cirujano y sacó sus propias sórdidas conclusiones. Llenó una aguja hipodérmica.
—Después de todo lo que le ha pasado —dijo, acercándose a la camilla—, esto no le va a doler nada.
Wilt saltó de nuevo de la camilla.
—Deténgase —gritó—. Si se imagina por un momento que va a plantar ese aguijón quirúrgico en mis jodidas partes, quíteselo ya de la cabeza. ¿Y para qué es eso?
La hermana acababa de recoger un aerosol.
—Sólo es un desinfectante inofensivo y anestésico. Le rociaré con esto primero y no notará el pinchazo.
—¿No lo notaré? Bien, pues permítame decirle que quiero notarlo. Si hubiese querido otra cosa hubiera dejado que la naturaleza siguiera su curso y no estaría aquí ahora. ¿Y qué hace ella con esa navaja de afeitar?
—La está esterilizando, tenemos que afeitarle.
—¿Tienen que hacerlo? Ya he oído eso antes, y ya que estamos con el tema de la esterilización, me gustaría saber su opinión sobre la vasectomía.
—Soy completamente neutral en ese tema —dijo el doctor.
—Bueno, pues yo no —ladró Wilt desde el rincón—. En realidad, tengo una opinión muy clara, por no decir prejuicios. ¿De qué se ríe? —La musculosa hermana sonreía—. No será usted de esas malditas feministas, ¿verdad?
—Soy una mujer que trabaja —dijo la hermana—, y mis opiniones políticas, son cosa mía. No entran en este asunto.
—Y yo soy un hombre que trabaja y quiero seguir siéndolo, y la política sí entra en este asunto. Ya sé a lo que han llegado en la India, y si salgo de aquí con un transistor, sin pelotas y parloteando como una mezzosoprano incipiente, les advierto que volveré con un cuchillo de carnicero y van a saber ustedes dos de qué va eso de la genética social.
—Bueno, si ésa es su actitud —dijo el doctor—, le sugiero que acuda a la medicina privada, Mr. Wilt. De ese modo usted recibe por lo que paga. Sólo puedo asegurarle…
Fueron necesarios diez minutos para convencer a Wilt de que volviera a echarse en la camilla, y cinco segundos para que saltara de ella de nuevo, sujetándose el escroto.
—Refrigeración —chilló—, Dios mío, ya lo creo que sí. ¿Qué demonios se piensa que tengo aquí abajo, un paquete de guisantes para congelar?
—Simplemente tenemos que esperar a que la anestesia haga efecto —dijo el doctor—. Ya no tardará mucho.
—Desde luego que no —dijo Wilt con voz ronca mirando hacia abajo—, está desapareciendo todo. He entrado para una cura sin importancia, no para una operación de cambio de sexo, y si cree que a mi mujer le va a encantar tener un marido con clítoris se equivoca usted de medio a medio.
—Yo diría que es usted quien se ha equivocado ya con ella —dijo el doctor con tono divertido—. Una mujer capaz de producir tales daños a su esposo se merece todo lo que le pase.
—Ella puede que sí, pero yo no —dijo Wilt frenético—. Resulta que yo… ¿Qué está haciendo con ese tubo?
La hermana estaba desenvolviendo una sonda.
—Mr. Wilt —dijo el doctor—, vamos a introducirle esta…
—No, ni hablar —gritó Wilt—. Puede que mis partes se estén encogiendo a toda velocidad pero yo no soy Alicia en el País de las Maravillas ni un maldito enano con estreñimiento crónico. Ella ha dicho algo de un enema de aceite, y a mí no me lo ponen.
—Nadie intenta ponerle un enema. Esto simplemente permitirá que el líquido pase a través de los vendajes. Ahora, por favor, échese de nuevo en la camilla antes de que tenga que pedir ayuda.
—¿Qué quiere usted decir con que pase el líquido simplemente? —preguntó Wilt cauteloso mientras subía a la camilla. El doctor se lo explicó, y esta vez hicieron falta cuatro enfermeros para sujetar a Wilt. Durante toda la operación continuó con sus observaciones obscenas, y sólo la amenaza de una anestesia general le obligó a bajar el tono de voz. Incluso entonces, su observación de que el doctor y la hermana estaban menos dotados para la medicina que para las perforaciones petrolíferas en alta mar se pudo oír en la sala de espera.
—Eso es, ahora écheme a la calle como si fuese un surtidor de gasolina lleno de sangre —dijo cuando por fin le permitieron marchar—. Existen cosas tales como la dignidad humana, saben.
El doctor le miró escéptico.
—Viendo su conducta, me reservo la opinión. Vuelva la semana próxima, verá como ya viene corriendo.
—La única razón que me haría volver es precisamente que no me corriera más —dijo Wilt amargamente—. En adelante consultaré a mi médico de cabecera.
Se fue cojeando hasta un teléfono y llamó a un taxi.
Para cuando llegó a casa, el efecto de la anestesia estaba empezando a pasar. Subió trabajosamente las escaleras y se encaramó a la cama. Estaba allí tumbado mirando al techo, preguntándose por qué no era él como debían de ser los demás hombres cuando había que soportar el dolor con entereza, y deseando serlo, cuando Eva y las cuatrillizas regresaron.
—Tienes un aspecto espantoso —dijo ella, animándole, al acercarse a la cama.
—Estoy en un estado espantoso —dijo Wilt—. Por qué hube de casarme con una partidaria de la circuncisión; sólo Dios lo sabe.
—Quizá eso te enseñe a no beber tanto en adelante.
—Ya me ha enseñado a no permitir que acerques tus manitas a mis instalaciones hidráulicas —dijo Wilt—. Repito, instalaciones hidráulicas.
Incluso Samantha tenía que contribuir a su desgracia:
—Cuando sea mayor quiero ser enfermera, papá.
—Si saltas otra vez así sobre la cama, no crecerás para llegar a ser nada —gruñó Wilt, retrocediendo.
Abajo sonó el teléfono.
—Si es de la Escuela otra vez, ¿qué les digo? —preguntó Eva.
—¿Otra vez? ¿No les habías dicho ya que estaba enfermo?
—Lo hice, pero han vuelto a llamar varias veces.
—Diles que todavía estoy enfermo —dijo Wilt—. Pero no les digas qué tengo.
—En cualquier caso, probablemente lo saben ya. Vi a Rowena Blackthorn en la guardería y me dijo que sentía lo de tu accidente —dijo Eva, bajando las escaleras.
—¿Y cuál de vosotras, pequeños altavoces cuadrafónicos, le contó la noticia sobre la cosita de papá al pequeño prodigio de Mrs. Blackthorn? —preguntó Wilt, lanzando terribles miradas a las cuatrillizas.
—Yo no fui —dijo Samantha con aire de superioridad.
—Tú sólo «sugeriste» a Penelope que lo hiciera, supongo. Conozco esa expresión de tu cara.
—No fue Penny. Fue Josephine. Estaba jugando con Robin y jugaban a papás y mamás.
—Bien, cuando seáis un poco mayores comprenderéis que no existe ese juego de mamás y papás. Veréis que en lugar de ello hay una guerra entre los sexos y que vosotras, preciosas mías, por ser las hembras de la especie, ganáis invariablemente.
Las cuatrillizas se batieron en retirada del dormitorio, se las oía cuchichear en el rellano de la escalera. Wilt se levantó de la cama con cautela en busca de un libro. Justo cuando volvía a ella con La abadía de la pesadilla, una novela que se adecuaba a su estado de ánimo por ser muy poco romántica, Emmeline fue obligada a entrar en la habitación.
—¿Qué quieres ahora? ¿No ves que estoy malo?
—Por favor, papi —dijo Emmeline—, Samantha quiere saber por qué llevas esa bolsa atada a la pierna.
—Ah, conque quiere saberlo —dijo Wilt con peligrosa calma—. Bueno, pues puedes decirle a Samantha, y a través de ella a la señorita Oates y a sus cuidafieras, que papá lleva una bolsa en la pierna y un tubo en su pirula porque vuestra mamaíta guapa se empeñó, con su cabeza hueca, en intentar arrancarle los genitales a papaíto con la punta de una puñetera tira de esparadrapo. Y si la señorita Oates no sabe lo que son los genitales, dile de mi parte que son el equivalente adulto de una cigüeña macho, joder. Y ahora, fuera de mi vista antes de que añada a mis otros problemas una hernia, hipertensión, e infanticidio múltiple.
Las niñas huyeron. Abajo, Eva colgó violentamente el teléfono y gritó:
—Henry Wilt…
—Cállate —gritó Wilt—. Otro comentario sobre cualquier persona de esta casa, y no respondo de mis actos.
Y por una vez le hizo caso. Eva entró en la cocina y puso a hervir agua para el té. Ojalá Henry fuese así de dominante cuando estaba levantado y se encontraba bien.