23

Sin embargo, no pude dormir.

Me di una ducha y me metí en la cama, pero ni siquiera fui capaz de permanecer en la misma posición durante más de diez segundos. Estaba demasiado inquieto para considerar siquiera la idea de dormir.

Me levanté, me afeité, me puse ropa limpia y luego encendí la tele. Fui pasando por todos los canales, para finalmente volver a apagarla. Salí a la calle y estuve caminando hasta encontrar un sitio abierto donde poder tomarme una taza de café. Eran más de los cuatro y los bares ya estaban cerrados. No tenía ganas de tomarme una copa, ni siquiera había pensando en eso en toda la noche, pero de todas formas me alegró que los bares estuvieran cerrados.

Me terminé el café y salí de nuevo a caminar. Tenía muchas cosas en la cabeza y me resultaba más fácil pensar en ellas mientras caminaba. Finalmente, regresé a mi hotel y, luego, algo más tarde las siete, cogí un taxi hasta el centro para ir a la reunión de las siete y media en Perry Street. Terminó a las ocho y media. Luego me fui a desayunar a una cafetería griega de Greenwich Avenue y me pregunté si el dueño de aquel local tampoco pagaría el impuesto sobre las ventas, como había dicho Peter Khoury. Cogí un taxi de vuelta al hotel. Si Kenan me hubiera visto coger un taxi detrás de otro, se habría sentido orgulloso de mí.

Llamé a Elaine al llegar a mi habitación, pero me salió el contestador. Le dejé un mensaje y me quedé allí sentado, esperando a que llamara. Eran casi las diez y media cuando me llamó.

—Esperaba tu llamada. Me estaba preguntando qué habría pasado. Después de aquella llamada, quiero decir…

—Han pasado muchas cosas. Y quiero contártelas. ¿Puedo pasar por tu casa?

—¿Ahora?

—A menos que tengas otros planes.

—Ni uno solo.

Bajé a la calle y cogí mi tercer taxi de esa mañana. Cuando Elaine me abrió la puerta, me miró a los ojos y pareció inquietarle lo que allí vio.

—Pasa —me invitó—, y siéntate. Acabo de hacer café. ¿Estás bien?

—Estoy bien. Lo que pasa es que esta noche no he dormido nada.

—¿Otra vez? No se estará convirtiendo en una costumbre, ¿verdad?

—No creo —dije.

Me trajo una taza de café y nos sentamos en el salón, ella en el sofá y yo en una silla. Empecé por mi primera conversación con Kenan Khoury el día anterior y a partir de ahí se lo conté todo, hasta la última conversación con él justo antes de que me dejara en el Northwestern. Elaine no me interrumpió, ni dejó de escucharme atentamente en ningún momento. Tardé un buen rato en contárselo todo y no omití ningún detalle. Alguna conversación incluso se la repetí textualmente. Elaine escuchó todas y cada una de mis palabras.

Cuando terminé de hablar, dijo:

—Creo que estoy atónita. Menuda historia.

—Una noche cualquiera en Brooklyn.

—Ya, ya. Lo que me sorprende es que me lo hayas contado todo.

—Y a mí también, en cierta manera. En realidad, no era esto lo que quería decirte.

—¿Ah, no?

—No, pero tampoco quería quedármelo dentro —dije—, porque no quiero que haya cosas que no te cuento. Y eso sí es lo que he venido a decirte. Voy de reunión en reunión diciéndoles a un puñado de extraños cosas que no me permito decirte a ti, y la verdad es que no tiene sentido.

—Creo que empiezo a asustarme.

—Pues no eres la única.

—¿Quieres más café? Te puedo…

—No. Esta noche, me he quedado en la calle mirando cómo se alejaba Kenan. Luego he subido a mi habitación, me he acostado y en lo único que podía pensar es en las cosas que no te he dicho. Seguramente pensarás que lo que me había contado Kenan bastaba para mantener despierto a cualquiera, pero ni siquiera lo tenía presente. No había espacio en mi mente para eso, porque la tenía ocupada por una conversación contigo. Lo malo es que tú no estabas y, por tanto, era una conversación unilateral.

—A veces es mejor así, porque puedes escribir los diálogos de las otras personas —dijo. Luego frunció el ceño—. O sea, de él. De ella. ¿Míos?

—Será mejor que te los escriba alguien, si es así como te salen cuando los escribes tú. Joder, la única manera de decirlo es decirlo de una vez. No me gusta lo que haces para ganarte la vida.

—Vaya.

—No sabía que me molestaba, y supongo que al principio no era así. Es más, creo que incluso me excitaba, si nos remontamos a los inicios. A nuestros inicios. Luego pasé por una fase en que no me molestaba y al final por otra en que sí me molestaba pero intentaba negarlo.

»Además, ¿qué derecho tenía yo a decirte nada? Tampoco es que no supiera dónde me estaba metiendo, ¿verdad? Tu trabajo formaba parte del paquete. ¿A santo de qué iba yo a decirte que dejaras esto o lo otro?

Me acerqué a la ventana y contemplé Queens. Queens es el barrio de los cementerios: los hay por todas partes. En Brooklyn, en cambio, solo está el de Green-Wood.

Me volví a mirarla y dije:

—Además, me daba miedo decirlo. Porque a lo mejor nos conducía a un ultimátum, o eliges una cosa o la otra, o dejas a tus clientes o yo me largo. ¿Y si no me elegías a mí?

»O peor aún: ¿y si me elegías a mí? ¿A qué me compromete? ¿Te da derecho a decirme lo que no te gusta acerca de mi forma de vivir?

»Si tú dejas de acostarte con tus clientes, ¿significa que yo no puedo acostarme con otras mujeres? Casualmente, no he estado con nadie desde que tú y yo empezamos a frecuentarnos otra vez, pero siempre he creído que estaba en mi derecho, si quería. No ha ocurrido y, en un par de ocasiones, yo he decidido de manera consciente que no ocurriera, pero no me sentía obligado a mantener ningún compromiso. O, si me sentía obligado, era un compromiso secreto, que no estaba dispuesto a reconocer ni ante mí ni ante ti.

»¿Qué pasa con nuestra relación? ¿Se supone que tenemos que casarnos? No sé lo que quiero. Ya estuve casado una vez y la verdad es que no me gustó mucho. Y tampoco es que se me diera especialmente bien.

»¿Se supone que tenemos que vivir juntos? Tampoco sé si eso es lo que quiero. No he vuelto a vivir con nadie desde que dejé a Anita y a los chicos, y de eso ya hace mucho tiempo. Hay ciertas cosas de vivir solo que me gustan y no sé si quiero renunciar a ellas.

»Pero saber que estás con otros tipos es algo que me consume por dentro. Ya sé que no hay amor, que no es más que un poco de sexo, ya sé que es más la idea de un masaje que la idea de hacer el amor. Pero saberlo no cambia nada.

»Y es como una especie de runrún que siempre está ahí. Esta mañana te he llamado y me has devuelto la llamada una hora más tarde. Quería saber dónde estabas cuando te he llamado, pero no te lo he preguntado porque podrías haberme contestado que con un cliente. O podrías no habérmelo dicho y, en ese caso, me habría preguntado qué era lo que no me estabas diciendo.

—Estaba en la peluquería —dijo.

—Ah. Te queda bien.

—Gracias.

—Llevas el pelo distinto, ¿no? Te queda bien. No me había fijado, nunca me fijo en esas cosas, pero me gusta.

—Gracias.

—No sé adónde quiero ir a parar con todo esto —dijo—, pero creía que tenía que decirte cómo me siento y lo que me está pasando. Te quiero. Ya sé que no pronunciamos esa palabra y si tengo problemas con ella, es porque no sé qué coño significa. Pero signifique lo que signifique, eso es lo que siento por ti. Nuestra relación es importante para mí. De hecho, esa importancia es parte del problema, porque me da tanto miedo que se convierta en algo que no me gusta, que lo único que hago es distanciarme de ti. —Hice una pausa para recuperar el aliento—. Creo que ya está. No sabía que tenía que decir tantas cosas y ni siquiera sé si las he dicho bien, pero creo que ya está.

Elaine me estaba observando y me costó sostenerle la mirada.

—Eres muy valiente —dijo.

—Venga ya.

—«Venga ya». ¿No estabas asustado? Pues yo sí, y eso que ni siquiera estaba hablando.

—Sí, estaba asustado.

—Pues por eso eres valiente, por hacer algo que te da miedo. En comparación con esto, enfrentarte a esos tíos armados en el cementerio habrá sido pan comido, ¿no?

—Lo curioso es que en el cementerio no tenía miedo. En algún momento he pensado que ya había vivido lo bastante como para no tener que lamentar el hecho de morir joven.

—Un pensamiento reconfortante, sin duda.

—Por raro que parezca, sí, lo ha sido. Lo que más me preocupaba era que si le sucedía algo a la niña, sería culpa mía por haberme equivocado o por no haber tomado las medidas adecuadas. Pero en cuanto la cría estuvo con su padre, me relajé. Supongo que en ningún momento he pensado que pudiera pasarme algo a mí.

—Menos mal que estás bien.

—¿Qué pasa?

—Nada, un par de lagrimitas.

—No pretendía…

—¿Qué, emocionarme? No te disculpes.

—De acuerdo.

—Se me corre el rímel. Y qué. —Se secó los ojos con un pañuelo de papel—. Ay, señor —dijo—. Qué difícil es esto. Me siento ridícula.

—¿Porque se te han escapado un par de lágrimas?

—No, por lo que voy a decir a continuación. Ahora me toca a mí, ¿vale?

—Vale.

—Y no me interrumpas, ¿eh? Hay algo que no te he contado y me siento tan estúpida por no haberlo hecho que ahora no sé ni por dónde empezar. Bueno, mejor te lo suelto tal cual. Lo dejo.

—¿Qué?

—Que lo dejo. Que dejo de follar, ¿vale? Ay, señor, no pongas esa cara. Con otros tíos, tonto. Lo dejo.

—No tienes por qué tomar esa decisión. Yo solo quería decirte cómo me siento y…

—Has dicho que no me ibas a interrumpir.

—Ya, pero…

—No estoy diciendo que lo deje ahora. En realidad lo dejé hace tres meses. Hace más de tres meses. Justo antes de Año Nuevo. Creo que incluso fue antes de Navidad. No, hubo un tipo después de Navidad. Podría mirar la fecha.

»Pero en el fondo, da igual. Podría mirar la fecha si algún día me apetece celebrar el aniversario, lo mismo que tú celebras el aniversario del día en que te tomaste la última copa, o tal vez no. No lo sé.

Era difícil no decir nada. Tenía cosas que decir y preguntas que hacer, pero la dejé proseguir.

—No sé si te lo he contado alguna vez, pero hace unos cuantos años me di cuenta de que la prostitución me había salvado la vida. Lo digo muy en serio. Tuve una infancia dura junto a una madre chiflada, y una adolescencia complicada. Y todo eso podría haberme llevado o bien a matarme o bien a buscar a alguien que lo hiciera por mí. Pero en lugar de eso empecé a vender mi cuerpo y me sirvió para darme cuenta de lo que valía como ser humano. La prostitución destruye a la mayoría de las chicas, pero a mí me salvó. Quién lo iba a decir.

»Me construí una buena vida. Ahorré dinero, lo invertí, compré este apartamento. Todo iba bien.

»Pero, en algún momento del verano pasado, me empecé a dar cuenta que en realidad no iba tan bien. Precisamente por lo que tenemos. Tú y yo. Me dije que era una gilipollez, que lo que tú y yo tenemos es una parte de mi vida y lo que hago para ganarme la vida es otra parte completamente distinta, pero cada vez me resultaba más difícil mantener alejadas esas dos partes. Me sentía desleal, lo cual es raro, y sucia, que es una sensación que nunca había tenido mientras me prostituía. Y si la había tenido, jamás me había dado cuenta.

»Así que me dije: “Bueno, Elaine, le has dedicado a la profesión más años que la mayoría de las chicas y, de todas formas, ya te estás haciendo un poco vieja. Además, ahora corren tantas enfermedades por ahí y, de todas formas, en los últimos años has ido reduciendo la clientela… ¿Cuántos ejecutivos crees que se van a tirar por la ventana si dejas de ejercer?”.

»Pero me daba miedo decírtelo. Para empezar, porque no estaba segura de si algún día cambiaría de idea o no. Por algún motivo, creía que no debía cerrarme ninguna puerta. Y luego, después de comunicar a todos mis clientes habituales que me retiraba, después de vender mi agenda y hacer de todo excepto cambiarme el número de teléfono, me dio miedo decírtelo porque no sabía lo que podía suponer. A lo mejor ya no querrías estar conmigo. A lo mejor perdería interés para ti, a lo mejor me convertiría en una tía ya mayorcita y bastante malhablada que se dedica a matricularse en cursos de arte. A lo mejor te sentirías atrapado, como si yo te estuviera presionando para que nos casáramos. O a lo mejor me pedirías que nos casáramos o que viviéramos juntos… Y, vale, yo no he estado casada, pero es que tampoco he querido estarlo nunca. He vivido sola desde que me largué de casa de mi madre, y la verdad es que se me da bien, estoy muy habituada a vivir sola. Y, además, si uno de nosotros se quiere casar, pero el otro no, entonces… ¿qué hacemos?

»Así que ese es mi secretillo, si quieres llamarlo así, y ay, ojalá pudiera parar de llorar de una vez, porque me gustaría estar presentable, sino estupenda. ¿Parezco un mapache?

—Solo en la cara.

—Bueno —dijo—. Algo es algo. Tú eres un oso. ¿Lo sabías?

—Alguna vez me lo has dicho.

—Pues es verdad. Eres mi oso y te quiero.

—Te quiero.

—Joder, todo esto es muy rollo El regalo de los Reyes Magos, ¿no? Un cuento precioso, pero ¿a quién se lo vamos a contar?

—A un diabético, no.

—Porque le provocaríamos una subida de azúcar, ¿verdad?

—Eso me temo. ¿Y adónde vas cuando tienes esas misteriosas citas? Yo daba por sentado…

—Que iba a hacerle una mamada a algún tío en alguna habitación de hotel. Bueno, a veces iba a la pelu.

—Como esta mañana.

—Exacto. Y otras veces iba a ver a mi psiquiatra…

—No sabías que estuvieras yendo al psiquiatra.

—Pues sí, dos veces por semana desde mediados de febrero. Buena parte de mi identidad está vinculada a lo que he estado haciendo durante tantos años y, de repente, me doy cuenta de que tengo que afrontar un montón de mierda. Me ayuda hablar con la psiquiatra —dijo, encogiéndose de hombros—. Y también he ido a alguna que otra reunión de Alcohólicos Anónimos.

—No lo sabía.

—¿Y cómo ibas a saberlo, si no te lo he contado? Supuse que así tendría alguna pista de cómo ayudarte; pero no, resulta que su programa se basa en ayudarse a uno mismo. Eso es publicidad engañosa.

—Sí, son unos cabrones muy astutos.

—En fin —zanjó—, que me siento estúpida por habérmelo guardado todo, pero he sido prostituta durante muchos años y la verdad es que la sinceridad no forma parte del juego.

—A diferencia de la labor policial.

—Exacto. Pobre osito mío, toda la noche deambulando por Brooklyn con un montón de chalados. Y aún van a pasar unas cuantas horas antes de que puedas dormir…

—¿Cómo?

—Sí, sí. Ahora eres mi único desahogo sexual. ¿Sabes lo que eso significa? Que probablemente me mostraré insaciable.

—Vamos a verlo —dije.

Más tarde, me dijo:

—¿En serio no te has acostado con nadie desde que estamos juntos?

—No.

—Bueno, lo acabarás haciendo. Igual que la mayoría de los hombres. Y te lo dice alguien que tiene conocimientos profesionales del tema.

—Puede —admití—, pero no será hoy.

—No, hoy no. Pero si lo haces, tampoco se va a acabar el mundo. Siempre y cuando vuelvas a casa, a mi lado.

—Lo que tú digas, cariño.

—«Lo que tú digas, cariño». Vamos, que quieres dormir. Mira, por lo que respecta a lo otro, podemos casarnos o no casarnos, podemos vivir juntos o no vivir juntos. Podríamos vivir juntos sin casarnos. ¿Podríamos casarnos sin vivir juntos?

—Si quisiéramos, sí.

—¿En serio? ¿Sabes a qué suena? A chiste de polacos. Pero en nuestro caso podría funcionar. Tú podrías conservar tu minúscula habitación de hotel, activar el desvío de llamadas y pasar unas cuantas noches por semana aquí, avec moi. Y podríamos… ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Pues que creo que en este asunto vamos a tener que vivirlo día a día.

—Buena frase —dije—. Procuraré recordarla.