—Estás muy callado —observó TJ.
Yo estaba al volante del Buick de Kenan. En cuanto Lucía Landau había llegado junto a su padre, este la había cogido en brazos, se la había cargado al hombro y había regresado apresuradamente a su coche, seguido muy de cerca por Dani y Pavel.
—Le he dicho que no esperara —me había aclarado Kenan—. La niña necesitaba un médico. Yuri conoce a alguien en su barrio. El tipo irá a casa de Landau.
Así que habían quedado dos coches para los cuatro y, al llegar al lugar donde los habíamos aparcado, Kenan me había dado las llaves del Buick y me había dicho que se iba con su hermano.
—Venid a Bay Ridge —me había dicho—. Pediremos una pizza o algo y luego os llevo a los dos a casa.
Estábamos parados en un semáforo en rojo cuando TJ me dijo que estaba muy callado y lo cierto es que no pude negarlo. Ninguno de los dos había pronunciado una palabra desde que habíamos subido al coche. Aún no se me había pasado la impresión que me había provocado la charla con Callander, así que le dije a TJ que aquellas actividades nocturnas me habían dejado para el arrastre.
—Pero has estado guay, tío —se maravilló—. Tú solo delante de aquellos tíos.
—¿Dónde estabas? Creíamos que habías vuelto al coche.
Movió la cabeza en un gesto negativo.
—He ido a rodear a esos tíos. He pensado que a lo mejor encontraba al tercero, al del rifle.
—No había tercer hombre.
—Ya, por eso no lo he encontrado. He rodeado a esos tíos y he salido por donde habían entrado ellos. Y he encontrado su coche.
—¿Cómo lo has hecho?
—No ha sido tan difícil. Ya lo había visto antes, era el mismo Honda. Me he escondido detrás de un poste y lo he estado vigilando, hasta que el tipo que no llevaba chaqueta ha salido a toda prisa del cementerio y ha metido una maleta en el maletero. Luego ha dado media vuelta y ha salido corriendo otra vez.
—Iba a buscar la segunda maleta.
—Ya, y se me ha ocurrido que mientras él iba a buscar la segunda maleta, yo podía quitarle la primera de las manos. El maletero estaba cerrado con llave, pero podría haberlo abierto igual que ha hecho él, apretando el botón que está en la guantera. Porque el coche no estaba cerrado.
—Me alegro de que no lo hayas intentado.
—Ya, podría haberlo hecho, pero pongamos que el pavo vuelve y la maleta no está. ¿Qué habría hecho? Volver y pegarte un tiro, seguro. Así que he pensado que no era muy buena idea.
—Bien pensado.
—Y entonces se me ha ocurrido que si esto fuera una peli, lo que haría es meterme en el coche y esconderme entre el asiento de delante y el de atrás. El dinero lo dejan en el maletero y ellos se sientan delante, así que no me van a ver ni de coña, me he dicho. Se me ha ocurrido que volverían a su casa, o adonde tuvieran que volver, y que cuando llegáramos allí podría salir del coche, llamarte y decirte dónde estaba. Pero luego me he dicho: «TJ, esto no es una peli y tú eres demasiado joven para morir».
—Me alegra que se te haya ocurrido pensarlo.
—Además, igual no te encontraba en el mismo número de antes, y entonces, ¿qué? Así que me he quedado allí esperando y el pavo ha vuelto con la segunda maleta, la ha dejado en el maletero y se ha metido en el coche. Y el otro, el que ha hecho la llamada desde la lavandería, ha llegado luego y se ha sentado al volante. Y luego se han largado y yo he entrado otra vez en el cementerio para ir a buscaros. El cementerio es un sitio raro, tío. Vale que haya lápidas para decir quién está enterrado ahí abajo, pero tío, es que hay quien se construye una casa que mola más que la que tenía cuando aún estaba vivo. ¿A ti te gustaría tener algo así?
—No.
—Ni a mí, tío. Una puta piedra que dijera «TJ» y ya está.
—¿Sin fechas? ¿Sin apellido?
Negó con la cabeza.
—Solo TJ —dijo—. Bueno, y puede que mi número de busca.
De vuelta en Colonial Road, Kenan cogió el teléfono y trató de encontrar una pizzería abierta. No lo consiguió, pero en el fondo daba igual. Nadie tenía hambre.
—Tendríamos que celebrarlo —sugirió—. Hemos recuperado a la niña, viva. No parece que estemos muy contentos…
—Hemos acabado en tablas —reconoció Peter—. Y los empates no se celebran. Nadie gana ni se pone a tirar cohetes. Es peor acabar el partido en empate que perderlo.
—Pues yo me sentiría bastante peor si la cría hubiera muerto —objetó Kenan.
—Porque esto no es un partido de fútbol, es la vida real. Pero igualmente no puedes celebrarlo, niño. Los malos se han escapado con el dinero. ¿Eso te da ganas de lanzar la gorra al aire?
—No están a salvo —intervine—. Me llevará uno o dos días, como mucho, pero no se van a ninguna parte.
Aun así, yo tenía las mismas ganas de celebrarlo que los demás. Como cualquier partido que termina en empate, la operación de aquella noche me había dejado un regusto de oportunidades perdidas. TJ estaba convencido de que tendría que haberse escondido en el asiento trasero del Honda o haber encontrado la forma de seguir el coche hasta la guarida de los secuestradores. Peter había tenido un par de oportunidades de liquidar a Callander con el rifle, en las que no hubiera peligrado ni mi vida ni la de la chica. Y a mí se me ocurrían diez o doce formas de haber intentado recuperar el dinero. Habíamos hecho lo que estaba previsto, pero tendríamos que haber encontrado la forma de hacer algo más.
—Quiero llamar a Yuri —dijo Kenan—. La pobre cría estaba fatal, apenas podía caminar. Creo que ha perdido algo más que un par de dedos.
—Me temo que estás en lo cierto.
—Seguro que le han hecho de todo —observó, mientras marcaba el número en las teclas del teléfono—. Pero no me gusta pensar en ello porque entonces empiezo a pensar en Francine y… —Se interrumpió y dijo—. Ah, hola, ¿está Yuri Landau? Lo siento. Me he equivocado de número, disculpe que le haya molestado a estas horas.
Colgó el teléfono y suspiró.
—Una mujer hispana, me parece que estaba durmiendo a pierna suelta. Joder, es una putada cuando te pasa eso.
—Llamadas que se equivocan de número —dije.
—Sí. No sé qué es peor, si que se equivoquen o que te equivoques tú. Me siento como un gilipollas cuando molesto a alguien de esa manera.
—Tú recibiste un par de llamadas que se equivocaban el día en que secuestraron a tu mujer.
—Sí, es verdad. Como un mal augurio, excepto que en aquel momento no me parecieron de muy mal augurio. Solo un coñazo.
—Yuri también ha recibido un par de llamadas equivocadas esta mañana.
—¿Y? —Kenan frunció el ceño y luego asintió—. ¿Crees que han sido ellos, que llamaban para saber si había alguien en casa? Vale, puede que sí, pero ¿de qué sirve?
—¿Utilizaríais una cabina telefónica? —Me observaron, desconcertados—. Imaginad que tenéis que hacer una llamada fingiendo que os habéis equivocado de número. No diríais nada y nadie le daría importancia a la llamada, ¿no? ¿Os tomaríais la molestia de conducir media docena de manzanas y gastar una moneda de veinticinco centavos? ¿O utilizaríais vuestro propio teléfono?
—Supongo que yo utilizaría mi propio teléfono, pero…
—Eso mismo haría yo —dije.
Cogí mi cuaderno y busqué la hoja de papel que me había dado Jimmy Hong, la que contenía la lista de llamadas realizadas a casa de los Khoury. Había copiado todas las llamadas que se habían realizado desde la medianoche, si bien yo solo necesitaba las que se habían producido desde el momento en que los secuestradores habían solicitado el rescate por primera vez. No mucho antes había tenido el papel en la mano, lo había usado para buscar el número de la lavandería con la intención de llamar a TJ, pero ¿dónde coño lo había puesto?
Lo encontré y lo desdoblé.
—Aquí está. Dos llamadas, las dos de menos de un minuto. Una a las nueve y cuarenta y cuatro de la mañana, la otra a las dos y media de la tarde. Y las dos realizadas desde el número 243-7436.
—Joder —exclamó Kenan—, yo solo recuerdo que recibí dos llamadas que se equivocaban de número, no sé a qué hora llamaron.
—Pero ¿reconoces el número?
—Léelo otra vez.
Lo hice y Kenan negó con la cabeza.
—No me suena —insistió—. ¿Por qué no llamamos, a ver quién contesta?
Se dispuso a coger el teléfono, pero se lo impedí con un gesto.
—Espera —dije—. Es mejor que no les demos ninguna pista.
—¿Pista de qué?
—De que sabemos dónde están.
—¿Lo sabemos? Solo tenemos un número.
—Puede que los Kong estén en casa a estas horas —sugirió TJ—. ¿Quieres que lo intente?
Negué con la cabeza.
—Creo que esto puedo solucionarlo yo solito —dije.
Cogí el teléfono y marqué el número de Información. Cuando me respondió la operadora, dije:
—Al habla la policía para solicitar información. Soy el agente Alton Simak, número de placa 2491-1907. Tengo un número de teléfono y necesito saber el nombre y la dirección del titular. Sí, eso es. 243-7346. Sí. Gracias.
Sujeté el teléfono con el hombro y anoté la dirección antes de que se me olvidara.
—El teléfono está a nombre de un tal A. H. Wallens. ¿Es amigo tuyo?
Kenan negó con la cabeza.
—Creo que la A corresponde a Albert —proseguí—. Así es como Callander ha llamado a su amigo. —Leí en voz alta la dirección que acababa de anotar—: Sesenta y dos de la calle Cincuenta y uno.
—Eso es en Sunset Park —dijo Kenan.
—Sunset Park, a dos o tres manzanas de la lavandería automática.
—Es la oportunidad de desempatar —prosiguió Kenan—. Vámonos.
Era una casa de madera e incluso a la luz de la luna se apreciaba que le hacían falta unas cuantas reformas. El revestimiento de madera pedía a gritos una mano de pintura y los setos estaban muy crecidos. En la parte delantera, medio tramo de escalones conducía a un porche cerrado, claramente combado en el centro. El camino de entrada, de cemento pero remendado con parches de alquitrán aquí y allá, discurría por el lateral derecho de la casa hasta el garaje, una construcción aparte con capacidad para dos coches. Había una puerta lateral a mitad de la casa, más o menos, y otra en la parte de atrás.
Habíamos ido todos en el Buick, que estaba aparcado en la esquina con la Séptima Avenida. Todos llevábamos pistola. Supongo que me quedé perplejo cuando Kenan le dio una pistola a TJ, porque me miró y dijo:
—Si viene, viene armado. Es un tío legal, en mi opinión. Déjalo venir. ¿Sabes cómo funciona, TJ? Tú apunta y dispara, como si fuera una cámara japonesa.
La puerta automática del garaje estaba cerrada y la cerradura era sólida. En un lateral descubrimos una estrecha puerta de madera, que también estaba cerrada. No conseguí abrirla con mi tarjeta de crédito. Estaba intentando pensar en la manera más silenciosa de romper un cristal cuando Peter me pasó la linterna. Durante un segundo, pensé que me estaba diciendo que la utilizara para romper el cristal, pero no entendí por qué. Y entonces, cuando comprendí lo que quería decirme, acerqué la parte delantera de la linterna a la ventana y la encendí. El Honda Civic estaba allí dentro. Reconocí la matrícula. Al otro lado, aunque me costó verla a pesar de haber ladeado la linterna, se hallaba una furgoneta oscura. No llevaba matrícula, al parecer, y en cuanto al color, era difícil determinarlo con tan poca luz, pero no nos hizo falta ver nada más. Estábamos en el lugar correcto.
Había luces encendidas por toda la casa. Parecía tratarse de una única vivienda, teniendo en cuenta que solo había un timbre en la puerta lateral y un único buzón para el correo junto a la puerta del porche. Así pues, Ray y su colega podían estar en cualquier parte del edificio. Rodeamos la casa. Una vez en la parte trasera, uní los dedos de ambas manos y ayudé a Kenan a subir hasta una ventana. Se agarró al alféizar, asomó la cabeza unos instantes y luego saltó al suelo.
—Es la cocina —susurró—. El rubio está ahí, contando el dinero. Abre los fajos, cuenta los billetes y anota cifras en una hoja de papel. Qué manera de perder el tiempo. El trato ya está cerrado, ¿qué más da cuánto dinero tenga?
—¿Y el otro tipo?
—No lo he visto.
Repetimos la operación en otras ventanas y tratamos de abrir la puerta lateral. También estaba cerrada, pero cualquier crío hubiera podido abrirla de una patada. La puerta trasera, la que daba a la cocina, tampoco nos había parecido mucho más resistente.
Pero yo no quería entrar en la casa hasta saber dónde estaba el otro tipo.
En la parte delantera de la casa, Peter corrió el riesgo de llamar la atención de algún transeúnte al utilizar el filo de una navaja de bolsillo para hacer saltar el pestillo de la puerta del porche. La puerta que comunicaba el porche con el recibidor era más resistente, pero también tenía un gran panel de cristal que podíamos romper para entrar más rápido. Peter, sin embargo, no lo rompió: se limitó a echar un vistazo al otro lado y comprobó que Albert no estaba en la salita.
Cuando regresó para comunicarnos esa información, concluí que o bien Albert estaba arriba, o bien había salido a tomarse unas cervezas. Estaba tratando de pensar en la forma de atrapar primero a Callander y más tarde dedicar tiempo a planear la Fase Dos, cuando TJ chasqueó los dedos para llamar mi atención. Me volví hacia él y lo vi agachado junto a una de las ventanas del sótano.
Me acerqué a él, me acuclillé y eché un vistazo. TJ tenía la linterna en la mano y enfocó con ella el interior de un amplio sótano. En un rincón vi un fregadero grande y, al lado, una lavadora y una secadora. En el rincón opuesto, un banco de trabajo, junto a un par de taladros. De la pared que estaba sobre el banco de trabajo colgaba un tablero, repleto de toda clase de herramientas.
Justo delante de nosotros había una mesa de pimpón cuya red estaba medio caída. Una de las maletas, abierta, descansaba sobre la mesa. Estaba vacía. Albert Wallens, vestido aún con la misma ropa que llevaba en el cementerio, estaba sentado en una silla con respaldo de escalera, junto a la mesa de pimpón. Hubiéramos podido pensar que estaba contando el dinero de la maleta, de no ser porque en la maleta no había nada y porque no era una actividad que pudiera realizarse a oscuras. Porque, aparte de la linterna de TJ, no se veía ninguna otra luz en el sótano.
No podía verlo, pero estaba convencido de que Albert tenía un trozo de alambre de piano enrollado en torno al cuello, seguramente el mismo trozo de alambre que se había utilizado para practicarle una mastectomía a Pam Cassidy y, muy probablemente, también a Leila Álvarez. En el caso de Albert, el utensilio no había resultado tan preciso quirúrgicamente hablando, pues se había topado con huesos y cartílagos, y no con carne que no oponía la menor resistencia, como anteriormente. Aun así, había hecho su trabajo. A Albert se le había hinchado la cabeza de una forma grotesca, al haber podido entrar en ella la sangre, pero no volver a salir. Se le había puesto cara de pan, pero de color morado, y los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Yo ya había visto anteriormente a una víctima del garrote vil, así que supe de inmediato lo que estaba viendo, pero en realidad uno nunca está preparado para algo así. Era la imagen más horrenda que había visto en mi vida.
Pero aumentaba nuestras posibilidades.
Kenan echó otro vistazo por la ventana de la cocina y no vio ninguna pistola. Me dio la sensación de que Callander la había guardado. De hecho, no había empuñado una pistola en ninguno de los secuestros; la había utilizado en el cementerio solo como apoyo del cuchillo con que amenazaba la garganta de Lucía; y la había desechado en favor del garrote con el que había dado por terminada su relación con Albert.
El problema logístico radicaba en el tiempo que se tardaba en llegar desde cualquiera de las puertas al lugar en que Callander estaba contando su dinero. Si entrábamos por la puerta trasera o por la lateral, teníamos que subir medio tramo de escaleras hasta la cocina. Si lo hacíamos por la puerta delantera, la del porche, teníamos que cruzar toda la casa hasta la parte de atrás.
Kenan propuso que entráramos silenciosamente por la puerta delantera, así no tendríamos que subir escalones que pudieran crujir. Por otro lado, la puerta delantera era la que estaba más alejada del lugar que ocupaba Callander: absorto como estaba en el recuento del dinero, lo más probable era que no oyera el ruido del cristal al romperse.
—Hay que sujetarlo con cinta adhesiva —dijo Peter—. Se rompe, pero no cae al suelo. Haremos mucho menos ruido.
—Las cosas que se aprenden siendo yonqui —se maravilló Kenan.
Pero no teníamos cinta adhesiva y ya hacía horas que las tiendas del barrio estaban cerradas. TJ dijo que seguro que había alguna cinta adhesiva que pudiera servirnos en el banco de trabajo o en el tablero que colgaba justo encima, pero para entrar en el sótano tendríamos que romper otra ventana, así que esa opción tampoco era demasiado útil. Peter hizo otro viaje hasta el porche y volvió para decirnos que el suelo del salón estaba enmoquetado. Nos miramos unos a otros y nos encogimos de hombros.
—A tomar por el culo —dijo alguien.
Yo ayudé a TJ a encaramarse hasta la ventana de la cocina y vigiló desde allí mientras Peter rompía el cristal de la puerta delantera. No oímos el estrépito desde donde estábamos y, al parecer, tampoco Callander. A continuación nos dirigimos todos a la parte delantera de la casa y entramos por la puerta principal. Pasamos con cuidado sobre los cristales rotos y luego cruzamos despacio, sin hacer ruido, la silenciosa casa.
Yo iba delante cuando llegamos a la puerta de la cocina. Kenan estaba a mi lado y los dos llevábamos pistolas. Raymond Callander estaba sentado de forma que solo lo veíamos de perfil. Tenía un fajo de billetes en una mano y un lápiz en la otra. Armas letales en manos de un buen contable, creo, pero mucho menos amenazadoras que las pistolas o los cuchillos.
No sé cuánto tiempo esperé. Seguramente, no más de quince o veinte segundos, como mucho, pero se me hizo eterno. Esperé a que cambiara algo en la postura de sus hombros, algo que me hiciera pensar que, de algún modo, había percibido nuestra presencia.
—Policía —dije—. No te muevas.
No se movió, ni siquiera volvió la mirada al escuchar mi voz. Tan solo se quedó allí sentado, como si acabara de concluir una fase de su vida y empezar otra. Después se volvió a mirarme, pero en su expresión no advertí miedo ni sorpresa, solo una profunda decepción.
—Me habías dicho una semana. Me lo habías prometido.
Al parecer, todo el dinero estaba allí. Llenamos una maleta. La otra estaba en el sótano y a nadie le apetecía mucho ir a buscarla.
—Yo le diría a TJ que fuera a buscarla —dijo Kenan—, pero ya he visto cómo se ha puesto en el cementerio, así que supongo que le dará bastante mal rollo bajar allí y ver un cadáver.
—Eso lo dices para que vaya. Me quieres poner nervioso.
—Eso es —dijo Kenan—, ya me imaginaba yo que dirías algo así.
TJ hizo un gesto de impaciencia y fue en busca de la maleta. Cuando volvió, dijo:
—Tío, qué pestazo hay allí abajo. ¿Los muertos siempre huelen así de mal? Si algún día mato a alguien, tengo que acordarme de hacerlo a distancia.
La situación resultaba curiosa. Trabajábamos en presencia de Callander, pero nos comportábamos como si ni siquiera estuviera allí, cosa que él nos facilitaba aún más manteniéndose inmóvil y en silencio. Allí sentado, parecía más pequeño, más débil y más inútil. Yo sabía que no era ninguna de esas cosas, pero su pasividad absoluta creaba esa falsa impresión.
—Ya está todo guardado —dijo Kenan, al tiempo que abrochaba los cierres de la segunda maleta—. Ya podemos volver a casa de Yuri.
—Lo único que quería Yuri era recuperar a su hija —dijo Peter.
—Bueno, pues esta es su noche de suerte. También va a recuperar el dinero.
—Ha dicho que el dinero no le importaba —insistió Peter, en tono soñador—. Que el dinero no importaba.
—Peter, ¿estás insinuando algo sin decirlo abiertamente?
—No sabe que hemos venido.
—No.
—Solo es una idea.
—No.
—Es mucho dinero, niño. Y últimamente has perdido mucha pasta. Porque la operación del hachís se va a ir al garete, ¿no?
—¿Y?
—Que si Dios te ofrece la posibilidad de desquitarte, no debes escupirle en la cara.
—Ay, Petey —se lamentó Kenan—. ¿Es que no te acuerdas de lo que nos decía papá?
—Nos decía muchas gilipolleces y… ¿le hacíamos caso alguna vez?
—Nos decía que nunca hay que robar a menos que puedas robar un millón de dólares, Petey. ¿Te acuerdas?
—Bueno, pues esta es nuestra oportunidad.
Kenan negó con la cabeza.
—No, te equivocas. Aquí hay ochocientos mil, de los cuales doscientos cincuenta mil son falsos. Otros ciento treinta mil son míos. Así que… ¿cuánto nos queda? Cuatrocientos y pico mil. Cuatrocientos veinte mil, más o menos.
—Lo cual te permite desquitarte, niño. Cuatrocientos mil es lo que te sacó este hijo de puta de aquí, más los diez mil que le diste a Matt, más los gastos. Si lo sumas todo, ¿cuánto es? ¿Cuatrocientos veinte mil? Muy poco le debe faltar.
—Yo no quiero desquitarme.
—¿Qué?
Observó a su hermano con frialdad.
—Que no quiero desquitarme —repitió—. Pagué dinero sucio por Francey y ahora quieres que le robe dinero sucio a Yuri. Tío, piensas como un puto drogata: primero le robas a alguien la cartera y luego le ayudas a buscarla.
—Sí, eso es verdad.
—Joder, Petey, por el amor de Dios…
—No, tienes razón. Tienes toda la razón.
—¿Me habéis pagado con dinero falso? —preguntó Callander.
—Tú, pedazo de mierda —le espetó Kenan—. Ya casi ni me acordaba de que estabas aquí. ¿De qué tienes miedo, de que te pillen intentando gastarlo? Pues tengo que darte una noticia: no te lo vas a gastar.
—Tú eres el árabe. El marido.
—¿Y?
—Nada, solo me lo preguntaba.
—Ray —dije—, ¿dónde está el dinero que le sacaste al señor Khoury? Los cuatrocientos mil.
—Nos lo repartimos.
—¿Y adónde ha ido a parar?
—No tengo ni idea de lo que Albert ha hecho con su parte, pero sé que no está en la casa.
—¿Y la tuya?
—En una caja de seguridad. En el Brooklyn First Mercantile, en New Utrecht con Fort Hamilton Parkway. Pasaré por allí mañana por la mañana, cuando me marche de la ciudad.
—¿Ah, sí? —dijo Kenan.
—Lo que pasa es que no sé si llevarme el Honda o la furgoneta —prosiguió Ray.
—Este tío está colgado, ¿no? Matt, creo que dice la verdad sobre la pasta. De la mitad que está en el banco ya nos podemos olvidar. Y de la parte de Albert, no sé, podríamos poner la casa patas arriba, pero dudo que vayamos a encontrarlo, ¿verdad?
—No lo creo.
—A lo mejor lo escondió en el jardín. O en el puto cementerio, o en cualquier otro sitio. A la mierda. Se supone que ya no tengo ese dinero. Eso ya lo sabía. Hagamos lo que tenemos que hacer y larguémonos de aquí.
—Tienes que tomar una decisión, Kenan —le urgí.
—¿Cómo dices?
—Puedo entregarlo. Ahora tenemos un montón de pruebas contra él. Tiene a su compinche muerto en el sótano y, sin duda, la furgoneta del garaje estará llena de fibras, restos de sangre y Dios sabe qué más. Pam Cassidy podrá identificarlo como el hombre que la mutiló. Y encontraremos otras pruebas que lo relacionen con los asesinatos de Leila Álvarez y Marie Gotteskind. Se enfrentará a tres cadenas perpetuas, más otros veinte o treinta años de regalo.
—¿Me puedes garantizar que no saldrá en la vida?
—No —admití—. En lo que respeta al sistema de justicia penal, nadie puede garantizar nada. Lo mejor que nos puede pasar es que acabe en el hospital estatal para delincuentes psicóticos de Matteawan, y que nunca salga vivo de allí. Pero puede suceder de todo, eso ya lo sabes. No creo que vaya a librarse, pero lo mismo pensaba de otros tipos que nunca llegaron a pasar un día en la cárcel.
Kenan reflexionó.
—Volvamos a nuestro acuerdo —dijo Kenan—. Nuestro acuerdo no incluía entregárselo a la justicia.
—Lo sé. Por eso te digo que debes tomar una decisión. Pero si te decantas por la otra opción, primero debes dejarme marchar.
—No quieres quedarte a verlo.
—No.
—Porque no estás de acuerdo.
—Ni estoy de acuerdo ni dejo de estarlo.
—Pero no es lo que tú harías.
—No, no se trata de eso. Porque ya lo he hecho, ya me he erigido antes en verdugo. Pero no es un papel que me apetezca interpretar muy a menudo.
—No.
—Y, en este caso, no tengo ningún motivo para hacerlo. Podría entregarlo a la Brigada de Homicidios de Brooklyn y quedarme tan ancho.
Kenan reflexionó de nuevo.
—Pues creo que yo no —dijo.
—Por eso te he dicho que tú decides.
—Ya, bien, pues supongo que acabo de hacerlo. Quiero ocuparme personalmente de esto.
—Entonces, tengo que irme de aquí.
—Sí, tú y todos. Os digo lo que vamos a hacer. Es una lástima que no hayamos venido en dos coches. Matt, ve con TJ y Petey a devolverle el dinero a Yuri.
—Una parte del dinero te pertenece. ¿Quieres apartar lo que le has prestado a Yuri?
—No, hacedlo en su casa, ¿de acuerdo? No quiero acabar con unos cuantos billetes falsos.
—Los billetes falsos están en los fajos con el precinto del Chase —dijo Peter.
—Ya, pero se han mezclado todos cuando este gilipollas se ha puesto a contarlos, así que comprobadlo bien en casa de Yuri, ¿de acuerdo? Y luego venís a recogerme. ¿Dentro de cuánto? A ver, veinte minutos para ir a casa de Yuri, otros veinte para volver, pongamos una hora. Venid a buscarme a la esquina dentro de una hora y cuarto.
—De acuerdo.
Cogió una bolsa.
—En marcha —ordenó—. Vamos a llevar estas maletas al coche. Matt, vigílalo, ¿de acuerdo?
Se marcharon y TJ y yo nos quedamos para vigilar a Callander. Los dos teníamos pistola, aunque en realidad podríamos haberlo mantenido a raya con un simple matamoscas. Parecía muy ausente.
Me lo quedé mirando y recordé nuestra conversación en el cementerio, aquel par de minutos durante los cuales parecía haber estado hablando un ser humano. Quería hablar otra vez con él, para ver qué surgía en esta ocasión.
—¿Pensabas dejar a Albert allí abajo, sin más?
—¿Albert? —Tuvo que hacer un esfuerzo para pensar—. No —dijo al fin—. Iba a limpiar antes de marcharme.
—¿Y qué ibas a hacer con él?
—Cortarlo en trocitos y envolverlos. El armario está lleno de bolsas de basura.
—Y luego, ¿qué? ¿Entregárselo a alguien en el maletero del coche?
—Oh, no —dijo, al tiempo que recordaba—. No, eso era solo un detalle para el árabe. Pero no es difícil: solo hay que repartir los trozos, tirarlos a contenedores y papeleras. Nadie se da cuenta. Si los dejas junto a la basura de un restaurante, pasan como sobras de carne.
—No es la primera vez que lo haces.
—Claro que no. Ha habido más mujeres de las que tú sabes. —Miró a TJ—. Me acuerdo de que una de ellas era negra. Más o menos del mismo color que tú. —Suspiró—. Estoy cansado —dijo.
—No tardarán.
—Me vais a dejar con él, y él me va a matar. El árabe.
«Fenicio», pensé.
—Tú y yo nos conocemos. Sé que me has mentido, y sé que has incumplido tu promesa, porque era lo que tenías que hacer. Pero tú y yo hemos tenido una conversación. ¿Cómo puedes dejar que me mate?
Hablaba con voz lastimera, quejumbrosa. Resultaba imposible no pensar en Eichmann, sentado en el banquillo de los acusados en Israel. ¿Cómo éramos capaces de hacerle algo así?
Y entonces pensé, también, en la pregunta que yo le había hecho en el cementerio, y le devolví su sorprendente respuesta.
—Has subido a la furgoneta.
—No te entiendo.
—En cuanto subes a la furgoneta, se acabó —dije—. No eres más que partes de un cuerpo.
Tal y como habíamos acordado, recogimos a Kenan a las tres menos cuarto de la madrugada, delante de la casa de empeños de la Octava Avenida, justo en la esquina de la casa de Albert Wallens. Kenan me vio al volante y preguntó dónde estaba su hermano. Le dije que acabábamos de dejarlo en Colonial Road. Había dicho que iba a recoger el Toyota, pero luego había cambiado de idea y se había ido directamente a la cama.
—¿Ah, sí? Yo estoy tan despierto que para hacerme dormir tendrían que darme un mazazo en la cabeza. No, Matt, quédate ahí. Conduce tú.
Rodeó el coche y echó un vistazo a TJ, que dormía en el asiento trasero despatarrado como una muñeca de trapo.
—Se le ha pasado la hora de acostarse —comentó—. Esa bolsa de mano me suena, pero espero que no esté llena de billetes falsos.
—Son tus ciento treinta mil. Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido, espero que no se nos haya colado ningún billete falso.
—Y si se ha colado, tampoco pasa nada. Son tan buenos que casi parecen de verdad. Será mejor que cojas la Gowanus. ¿Sabes cómo volver a entrar?
—Eso creo.
—Y luego el puente o el túnel, como prefieras. ¿Y el ofrecimiento de mi hermano, lo de llevar mi dinero a casa y vigilarlo hasta que yo llegara?
—Pensé que formaba parte de mi trabajo entregártelo en persona.
—Ya, bueno, una forma muy diplomática de expresarlo. Ojalá pudiera retirar una de las cosas que le dije, lo de que pensaba como un drogata. Es muy feo decirle eso a alguien.
—Él se mostró de acuerdo contigo.
—Y eso es lo peor, que los dos sabemos que es verdad. ¿Yuri se sorprendió al ver el dinero?
—Se quedó de piedra.
Se echó a reír.
—Ya me lo imagino. ¿Cómo está la cría?
—El médico dice que se pondrá bien.
—Se ensañaron con ella, ¿verdad?
—Supongo que es difícil separar el daño físico del trauma emocional. La violaron en repetidas ocasiones y, por lo que he entendido, tiene algunas heridas internas, además de haber perdido dos dedos. Estaba sedada, claro. Y creo que el médico también le ha dado algo a Yuri.
—Debería darnos algo a todos.
—Yuri lo ha intentando, de hecho. Quería darme dinero.
—Espero que lo hayas aceptado.
—No.
—¿Por qué no?
—No sé por qué no, pero te aseguro que es una actitud desacostumbrada en mí.
—¿Porque no es lo que aprendiste en la comisaría Setenta y ocho?
—No es en absoluto lo que aprendí en la Siete ocho. Le dije a Yuri que ya tenía un cliente y que este ya me había pagado más que suficiente. Supongo que lo que dijiste sobre el dinero sucio me dio qué pensar.
—Pero no tiene sentido, tío. Estabas trabajando y has hecho un buen trabajo. Si Yuri quiere darte algo, tendrías que aceptarlo.
—No pasa nada. Le dije que, si quería, podía darle algo a TJ.
—¿Y cuánto le ha dado?
—No sé, un par de pavos.
—Doscientos —dijo TJ.
—Ah, pero si estás despierto, TJ. Creía que estabas durmiendo.
—No, solo he cerrado los ojos.
—Tú no te alejes mucho de Matt, ¿vale? Es una buena influencia.
—Sin mí, estaría perdido.
—¿Es verdad, Matt? ¿Estarías perdido sin él?
—Por supuesto —dije—. Todos lo estaríamos.
Tomé la autopista Brooklyn-Queens y luego el puente y, cuando salimos en el lado de Manhattan, le pregunté a TJ dónde quería que lo dejara.
—En el Deuce mismo —dijo.
—Son las tres de la mañana.
—El Deuce no tiene reja, comadreja. No lo cierran nunca.
—¿Tienes algún sitio donde ir a dormir?
—Eh, tengo pasta en el bolsillo —dijo—. A lo mejor me voy al Frontenac a ver si tienen mi habitación del otro día. Me ducho tres o cuatro veces y llamo al servicio de habitaciones. Tengo un sitio donde dormir, tío, no hace falta que te preocupes por mí.
—Y además eres un tío imaginativo, ¿no?
—Lo dices para burlarte de mí, pero sabes que es verdad.
—Y también despierto.
—Las dos cosas.
Lo dejamos en la esquina de la Octava Avenida con la calle Cuarenta y dos. Algo más adelante, en la Cuarenta y cuatro, pillamos un semáforo en rojo. Miré a ambos lados y comprobé que no llegaba nadie, pero de todas formas no tenía prisa, así que esperé hasta que se puso en verde.
—No pensaba que fueras capaz de hacerlo —dije.
—¿El qué? ¿Callander?
Asentí.
—Ni yo tampoco me creía capaz. Nunca he matado a nadie. Alguna que otra vez he estado lo bastante enfadado como para matar, pero la rabia se te acaba pasando.
—Sí.
—No era nadie, ¿sabes? Un tío completamente insignificante. Y he pensado: «¿Cómo voy a matar a este gusano?». Pero sabía que tenía que hacerlo. Y entonces he comprendido lo que tenía que hacer.
—¿Y qué era?
—Conseguir que hablara. Le he hecho unas cuantas preguntas y, al principio me contestaba con monosílabos, pero he insistido y he conseguido que empezara a hablar. Me ha contado lo que le hicieron a la hija de Yuri.
—Vaya.
—Me ha contado lo que le hicieron y lo asustada que estaba, y todo eso. Y una vez ha empezado, se le veía que tenía ganas de hablar, como si para él fuera una forma de revivir la experiencia. No es como cuando uno va a cazar, ¿sabes? Porque después de dispararle al ciervo, se puede disecar la cabeza y colgarla en la pared. Cuando Callander terminaba con una mujer, no le quedaban más que los recuerdos, así que agradecía la oportunidad de recuperar esos recuerdos, desempolvarlos y comprobar lo hermosos que son.
—¿Te ha hablado de tu mujer?
—Sí, me ha hablado de ella. Y le ha gustado hablarme de ella, como también le gustó devolvérmela cortada en trocitos, para restregarme por las narices lo que habían hecho con ella. Quería que se callara, no quería oírlo, pero… A la mierda, ¿sabes? Francey ya no está, la arrojé a las putas llamas, tío. Ya nada puede hacerle daño. Así que he dejado a ese cabrón hablar todo lo que le ha dado la gana, y solo así he podido hacer lo que tenía que hacer.
—Lo has matado.
—No.
Me lo quedé mirando.
—Nunca he matado a nadie. No soy un asesino. Lo he mirado y he pensado: «No, hijo de puta, no pienso matarte».
—¿Y?
—¿Cómo podría yo ser asesino? Iba para médico, ¿no te lo conté?
—Era lo que quería tu padre.
—Tenía que haber sido médico. Petey tenía que haber sido arquitecto porque era más soñador. Yo tenía una mentalidad más práctica, así que tenía que haber sido médico. «Es lo mejor que se puede ser en este mundo —me decía mi padre—. Harás el bien a los demás y te ganarás un sueldo decente». Hasta había decidido que clase de médico tenía que ser: «Hazte cirujano —me decía—, esos son los que ganan mucho dinero. Son la élite, los que están arriba de todo. Hazte cirujano».
Guardó silencio durante un buen rato.
—Pues vale —dijo al fin—. Esta noche he sido cirujano. He operado.
Había empezado a llover, pero no con mucha fuerza. Ni siquiera accioné el limpiaparabrisas.
—Lo he llevado abajo —dijo Kenan—. Al sótano, donde estaba su amigo. TJ tenía razón, había un hedor insoportable. Supongo que las tripas se relajan cuando uno muere de esa manera. Por un momento he pensado que iba a vomitar, pero no, y supongo que al cabo de un rato ya me había acostumbrado.
»No tenía ningún anestésico, pero da igual porque se ha desmayado enseguida. Tenía su cuchillo, una navaja enorme con una hoja de quince centímetros. Además, en el banco de trabajo he encontrado toda clase de herramientas, cualquier utensilio que uno pueda necesitar.
—No tienes por qué contármelo, Kenan.
—No. Te equivocas. Eso es exactamente lo que tengo que hacer: contártelo. Si tú no quieres escucharlo, ya es otra historia, pero yo tengo que contártelo.
—De acuerdo.
—Le he sacado los ojos, para que nunca pueda volver a mirar a ninguna mujer. Y le he cortado las manos para que nunca vuelva a tocar a ninguna mujer. Luego le he practicado torniquetes, con alambre, para que no se desangrara. Las manos se las he cortado con una puta cuchilla de carnicero. Supongo que es lo que usaban ellos para…, uf…
Cogió aire con fuerza y empezó a inspirar y espirar muy rápido.
—… para descuartizar los cadáveres —prosiguió—. Le he desabrochado los pantalones. No quería tocarlo, pero me he obligado a hacerlo. Y le he cortado sus partes porque ya no las va a usar nunca más. Y luego los pies, le he cortado los putos pies, porque… ¿adónde coño va a ir? Y las orejas, porque… ¿qué tiene que escuchar? Y la lengua, o una parte de la lengua, porque no se la he podido cortar toda. Se la he sujetado con unas alicates, se la he sacado de la boca y he cortado todo lo que he podido, porque… ¿quién quiere oírle hablar? ¿Quién quiere escuchar toda esa mierda? ¡Para el coche!
Frené y aparté el coche a un lado. Kenan abrió la puerta y vomitó en una alcantarilla. Le di un pañuelo, se limpió la boca con él y lo tiró a la calle.
—Lo siento —se disculpó—, creía que ya había acabado. Pensaba que ya no me quedaba nada en el estómago.
—¿Estás bien, Kenan?
—Sí, estoy bien. O eso creo. ¿Sabes? Antes te he dicho que no lo había matado, pero en realidad no sé si es verdad. Estaba vivo cuando me he marchado, pero a lo mejor ya está muerto. Y si no está muerto, joder, ¿qué le queda? Lo que le he hecho ha sido una puta carnicería. ¿Por qué no podía pegarle un tiro en la cabeza y ya está? Pum y se acabó.
—¿Por qué no lo has hecho?
—No lo sé. A lo mejor es que estaba pensando en lo de ojo por ojo, diente por diente. Él me devolvió a mi mujer cortada a trocitos, ahora va a saber lo que es cortar. Algo así, supongo, no lo sé. —Se encogió de hombros—. A la mierda, ya está hecho. Siga vivo o esté muerto, ¿qué más da? Se acabó.
Aparqué delante de mi hotel. Bajamos los dos del coche y nos quedamos en la acera, incómodos. Kenan señaló la bolsa de mano y me preguntó si necesitaba más dinero, pero le dije que la iguala que me había pagado al principio cubría de sobra el tiempo empleado. ¿Estaba seguro? Sí, le dije. Lo estaba.
—Bueno —dijo—, pues si estás seguro… Llámame una noche de estas y vamos a cenar. ¿Lo harás?
—Claro.
—Cuídate —dijo—. Y duerme un poco.