21

Ya en el coche, Kenan dijo:

—Cogemos Shore Parkway y luego la Gowanus, ¿no? ¿Te parece bien?

Le dije que él estaba más puesto que yo en esas cosas.

—Ese chaval al que tenemos que recoger —prosiguió Kenan—. ¿Qué pinta en todo esto?

—Es un chaval del gueto que suele deambular por Times Square. No tengo ni idea de dónde vive. Se hace llamar por esas iniciales, TJ, suponiendo que sean las suyas y no que las haya sacado de una sopa de letras. Lo creas o no, me ha ayudado mucho. Él es quien me puso en contacto con los genios de la informática y quien ha visto a Callander esta noche y ha anotado la matrícula de su coche.

—¿Y crees que podrá sernos de ayuda en el cementerio?

—Espero que ni lo intente. Vamos a recogerlo porque no quiero que esté en Sunset Park ni se ponga a hacer el imaginativo cuando Callander y sus amigos vuelvan a casa. Quiero mantenerlo alejado del peligro.

—¿Dices que es un chaval?

Asentí.

—Quince o dieciséis años.

—¿Y qué quiere ser de mayor? ¿Detective como tú?

—Eso es lo que quiere ser ahora. No quiere esperar a ser mayor. Y no se lo tengo en cuenta, porque la mayoría de ellos no llegan.

—¿No llegan a qué?

—A mayores. ¿Adolescentes negros que viven en la calle? Tienen más o menos la misma esperanza de vida que las moscas de la fruta. Pero TJ es buen chaval y espero que salga adelante.

—Y no sabes cómo se apellida.

—No.

—¿Quieres oír una cosa graciosa? Entre Alcohólicos Anónimos y las calles, conoces a mogollón de gente que no tiene apellido.

Algo más tarde, añadió:

—¿Sabes algo de ese tal Dani? ¿Es pariente de Yuri o algo así?

—Ni idea. ¿Por qué?

—No sé, es que estaba pensando… Van los dos en el Lincoln, con un millón de dólares en el asiento trasero. Sabemos que Dani lleva una pistola. ¿Y si le pega un tiro a Yuri y se larga? Ni siquiera sabríamos a quién buscar, solo sabemos que es ruso y que lleva una chaqueta que no le queda precisamente bien. Otro tipo sin apellido. Debe de ser amigo tuyo, ¿no?

—Creo que Yuri confía en él.

—Seguramente es de la familia. Si no, ¿cómo vas a confiar tanto en alguien?

—De todas formas, tampoco es un millón.

—Ochocientos mil. ¿Me vas a llamar mentiroso por doscientos mil dólares de nada?

—Y casi una tercera parte de ellos, falsos.

—Tienes razón, casi ni vale la pena robarlos. Tendremos suerte si esos dos pájaros a los que estamos a punto de conocer están dispuestos a llevárselos. Si no, acabarán en el sótano, para la próxima campaña de recogida de papel de los boy scouts. ¿Podrías hacerme un favor? Cuando estés allí, con una maleta en cada mano, ¿puedes hacerles una pregunta a nuestros amigos?

—¿Cuál?

—Pregúntales cómo coño me eligieron a mí, ¿vale? Porque ese tema me sigue volviendo loco.

—Ah. Es que creo que lo sé.

—¿En serio?

—Sí. Lo primero que pensé fue que, de un modo u otro, él también estaba metido en el negocio de las drogas.

—Tiene sentido, pero…

—No lo está, de eso estoy casi seguro, porque le he pedido a alguien que hiciera ciertas comprobaciones y no tiene antecedentes.

—Yo tampoco.

—Pero tú eres una excepción.

—Eso es verdad. ¿Y Yuri?

—Varias detenciones en la Unión Soviética, no ha cumplido ninguna condena importante. Aquí lo detuvieron una vez por recibir mercancías robadas, pero al final se retiraron los cargos contra él.

—¿Nada relacionado con las drogas?

—No.

—De acuerdo, Callander está limpio. No está metido en el negocio de la droga, así que…

—La DEA te investigó hace algún tiempo, ¿no?

—Sí, pero no sacaron nada en claro.

—Antes he estado hablando con Yuri. Me ha contado que el año pasado se retiró de una operación porque tuvo el presentimiento de que alguna agencia le estaba tendiendo una trampa con un supuesto golpe. Estaba convencido de que eran los federales.

Se volvió para mirarme, pero luego se obligó a mirar de nuevo al frente y viró para adelantar a un coche.

—Joder —exclamó—. ¿Es una nueva política nacional para obligarnos a cumplir las leyes? Como no pueden juzgarnos, ¿matan a nuestras esposas e hijas?

—Creo que Callander trabajaba para la DEA —aventuré—. Seguramente no trabajó allí demasiado tiempo y, sin duda, no era un agente acreditado. Tal vez lo utilizaron en alguna que otra ocasión como informador confidencial, o tal vez tenía algún puesto administrativo en las oficinas. No podía llegar muy lejos ni durar mucho tiempo en la DEA.

—¿Por qué no?

—Porque está loco. Lo más seguro es que entrara en la DEA porque estaba ligeramente obsesionado con los narcotraficantes. Es una ventaja en esa clase de trabajo, pero no cuando la obsesión se vuelve desproporcionada. Mira, es solo una corazonada. Cuando estábamos hablando por teléfono y yo le he dicho que era socio de Yuri, ha empezado a decir algo… No sé, como si fuera a decir que eso explicaba por qué no habían conseguido atrapar a Yuri.

—Joder.

—Es algo que puedo averiguar mañana o pasado mañana, si consigo contactar con los de la DEA y ver si ese nombre les suena. O si consigo entrar ilegalmente en sus archivos, con la ayuda de mis genios de la informática.

Kenan reflexionó.

—No hablaba como un poli.

—No, es cierto.

—Pero el tipo al que acabas de describir no sería exactamente un poli, ¿verdad?

—No, más bien un aficionado. Pero entusiasmado con los federales y obsesionado con el asunto de los narcóticos.

—Sabía el precio al por mayor de un kilo de coca —me recordó Kenan—, aunque eso en realidad no demuestra nada. Tu amigo TJ seguramente también conoce el precio al por mayor de un kilo de marihuana o coca.

—No me extrañaría.

—Y las compañeras de Lucía en esa escuela de chicas, seguramente ellas también lo saben. Así es el mundo en el que vivimos.

—Tendrías que haber sido médico.

—Como quería mi padre. No, creo que no. Pero a lo mejor tendría que haberme hecho falsificador de dinero. La gente de ese mundillo es mucho más amable. Y, por otro lado, no tendría a la puta DEA pisándome los talones.

—¿Falsificador de dinero, dices? Quienes te pisarían los talones serían los servicios secretos.

—Joder —dijo Kenan—, es que si no es una cosa es otra.

—¿Es esa la lavandería automática, ahí a la derecha?

Le dije que sí y Kenan aparcó justo delante, pero dejó el coche en marcha.

—¿Cómo vamos de tiempo? —preguntó. Le echó un vistazo a su reloj, luego al del salpicadero y él mismo se respondió—. Vamos bien. Llegaremos un poco pronto.

Yo estaba mirando hacia la lavandería automática, pero TJ salió de un portal en el otro lado de la avenida, cruzó la calzada y subió al asiento trasero. Los presenté, y los dos afirmaron que era un placer conocerse. TJ se dejó caer contra el asiento y Kenan puso el coche en movimiento.

—Ellos llegan a las diez y media, ¿no? Y nosotros tenemos que llegar diez minutos más tarde y luego ir a pie hasta donde ellos esperan. ¿Es correcto?

Le dije que sí.

—O sea, que estaremos cara a cara separados por tierra de nadie aproximadamente hacia las once menos diez. ¿Es más o menos la hora que has calculado?

—Más o menos, sí.

—¿Y cuánto crees que tardaremos en hacer el cambio y salir de allí? ¿Una media hora?

—Probablemente, mucho menos, si todo va bien. Pero si algo se jode, será otra historia.

—Ya, pues esperemos que eso no pase. No, lo decía por saber cómo íbamos a salir, pero supongo que no cierran las puertas hasta medianoche.

—¿Cerrar las puertas?

—Sí, yo pensaba que las cerraban antes, pero imagino que no, porque entonces habrías elegido otro sitio.

—Joder —exclamé.

—¿Qué pasa?

—Que ni siquiera se me ha ocurrido pensar en eso. ¿Por qué no lo has dicho antes?

—¿Y qué habrías hecho, llamarlo?

—No, claro que no. Pero es que ni se me ha ocurrido pensar que pudieran cerrar las puertas. ¿Es que los cementerios no están abiertos toda la noche? ¿Por qué iban a querer cerrarlos?

—Para que no entre la gente.

—¿Porque todo el mundo se muere por entrar? Joder, ese chiste es de cuarto de primaria, por lo menos. ¿Por qué está vallado el cementerio?

—Porque deben de entrar vándalos —dijo Kenan—. Chavales que levantan las lápidas o se cagan en los jarrones de flores…

—¿Y te crees que los chavales no pueden saltar una valla?

—Tranquilo, tío —dijo Kenan—, que no soy yo quien pone las normas. Si fuera por mí, todos los cementerios de la ciudad serían de entrada libre. ¿Qué te parece?

—Espero no haberlo jodido todo. Si llegan allí y se encuentran las puertas cerradas…

—¿Qué? ¿Qué harán, vender a la chica a las redes argentinas de trata de blancas? Pues saltarán la valla, igual que nosotros. Pero lo más probable es que no cierren antes de medianoche. Seguro que hay quien va después del trabajo a visitar las tumbas de sus seres queridos…

—¿A las once de la noche?

Se encogió de hombros.

—Hay gente que sale tarde. Trabajan en oficinas de Manhattan, se paran a tomar un par de copas después del curro, luego se van a cenar, luego tienen que esperar el metro media hora porque se parecen a alguien que conozco y son demasiado tacaños para coger un taxi…

—Joder —exclamé.

—… y cuando por fin llegan a Brooklyn ya es tarde y se dicen: «Eh, me voy a acercar hasta Green-Wood a ver si encuentro la tumba del tío Vic. Nunca me cayó muy bien, igual hasta me meo en su tumba».

—¿Estás nervioso, Kenan?

—Sí, estoy nervioso, ¿a ti qué coño te parece? Tú eres el que se va a acercar andando a un par de asesinos, sin más armas que un montón de dinero. Seguro que ya estás empezando a sudar.

—Puede que un poco. Frena, que nos aproximamos a la entrada. Creo que está abierta.

—Sí, eso parece. Igual es que se supone que tienen que cerrar, pero no lo hacen.

—Puede ser. Vamos a dar una vuelta a todo el cementerio, ¿de acuerdo? Y luego buscamos un sitio para aparcar cerca de nuestra entrada.

Rodeamos todo el cementerio en silencio. Para empezar, no había tráfico a esa hora y, por otro lado, la noche era serena, como si el profundo silencio del cementerio hubiera saltado la valla y hubiera anulado todos los sonidos de las inmediaciones.

Cuando ya casi estábamos llegando al lugar desde el que habíamos iniciado la vuelta al campo santo, TJ dijo:

—¿Vamos a entrar en un cementerio?

Kenan volvió la cara a un lado para disimular una sonrisa.

—Si lo prefieres, puedes quedarte en el coche —dije.

—¿Para qué?

—Aquí estarás más cómodo.

—Tío, a mí no me dan miedo los muertos. ¿Es eso lo que piensas? ¿Que estoy asustado?

—Disculpa.

—Tranquilo, cocodrilo. A mí los muertos no me preocupan.

A mí tampoco me preocupaban muchos los muertos, pero sí me ponían nervioso algunos vivos.

Nos encontramos en la puerta de la calle Treinta y cinco y entramos enseguida en el cementerio, pues no queríamos llamar la atención quedándonos en la calle. De momento, eran Yuri y Pavel quienes llevaban el dinero. Teníamos dos linternas para los siete. Kenan llevaba una, y yo, que encabezaba la marcha, la otra.

No la utilicé mucho, solo la encendía y la volvía a apagar enseguida cuando necesitaba orientarme. Y, en realidad, ni siquiera eso era necesario, pues esa noche había luna creciente y, además, nos llegaba en parte la luz de las farolas de la avenida. La mayoría de las lápidas eran de mármol blanco y, una vez acostumbrados los ojos a la penumbra, destacaban en la oscuridad. Me abrí paso entre ellas, mientras me preguntaba de quién serían los huesos sobre los que caminaba en esos momentos. Un periódico había publicado, el año pasado o por ahí, un reportaje sobre dónde se enterraba a los muertos, una especie de inventario de personas ricas y famosas que habían recibido sepultura en alguno de los cementerios de Nueva York. En su momento no le había prestado demasiada atención, pero me pareció recordar que eran muchos los neoyorquinos prominentes que descansaban bajo tierra en Green-Wood.

Existían, había leído, muchos aficionados a visitar cementerios. Algunos hacían fotos, otros calcaban con carboncillo las inscripciones grabadas en las tumbas… No acabé de entender muy bien qué le veían a todo eso, pero tampoco me pareció mucho más extravagante que algunas de las cosas que yo hago. Al menos, ellos realizaban su búsqueda a plena luz del día, no deambulaban en plena noche por los cementerios tratando de no tropezar con losas de granito.

Seguí avanzando. Me quedé lo bastante pegado a la valla como para ver los letreros de las calles y, al llegar a la calle Veintisiete, aminoré el paso. Los otros se me acercaron y les indiqué por señas que se desplegaran hacia los lados, sin avanzar más hacia el norte. Luego me volví hacia el lugar donde supuestamente tenía que estar Raymond Callander y enfoqué la linterna hacia delante. La encendí y apagué tres veces seguidas, que era la señal acordada.

Durante un largo instante, las únicas respuestas fueron el silencio y la oscuridad. Luego vi tres destellos de luz, procedentes de algún lugar delante de nosotros, un poco a nuestra derecha. Calculé que estaban a unos cien metros de distancia, puede que algo más. Cuando alguien iba corriendo con una pelota debajo del brazo, no parecía que fuera una distancia tan grande, pero en ese momento tuve la sensación de que estaban lejísimos.

—¡Quedaos donde estáis! —les grité—. Nos vamos a acercar un poco más.

—¡Pero no demasiado!

—Unos cincuenta metros —respondí—. Lo que habíamos acordado.

Flanqueado por Kenan y uno de los hombres de Yuri, y seguido por el resto del grupo a poca distancia, recorrí aproximadamente la mitad de los metros que nos separaban.

—Así ya está bien —dijo Callander en un momento determinado.

Sin embargo, le hice caso omiso y seguí avanzando. Teníamos que estar lo bastante cerca como para que alguien pudiera cubrir el intercambio. Disponíamos de un rifle y se lo habíamos confiado a Peter, que había demostrado tener buena puntería durante los seis meses que había pasado, tiempo atrás, en la Guardia Nacional. Como es lógico, eso había sido antes de su largo período de aprendizaje como alcohólico y drogadicto, pero aun así seguía siendo el mejor tirador del grupo. Tenía un buen rifle con mira telescópica, pero no era infrarroja, por lo que tendría que apuntar a la luz de la luna. Precisamente por eso quería reducir la distancia, para que no fallara en el caso de que tuviera que disparar.

Aunque, en el fondo, eso no era tan importante para mí. El único motivo que podía obligarle a disparar era que nuestros contrincantes intentaran un fuego cruzado y, si lo intentaban, a mí me quitarían de en medio en el primer minuto de la primera ronda de disparos. Cuando Peter empezara a disparar, yo ya no estaría allí para ver adónde iban a parar las balas.

Unos pensamientos muy alegres.

Cuando la distancia que nos separaba quedó reducida a la mitad, le hice una seña a Peter. Se apartó un poco a la derecha, eligió su propio puesto de tiro y apoyó el cañón del rifle en una lápida baja de mármol. Busqué a Ray y a su compañero, pero no vi más que sombras. Se habían retirado de nuevo hacia la oscuridad.

—Salid adonde podamos veros —les dije—. Con la chica.

Se dejaron ver. Dos formas. Enseguida, cuando mejoró la luz, nos dimos cuenta de que una de las dos siluetas estaba formada en realidad por dos personas, es decir, que uno de los hombres tenía a la chica sujeta ante él. Oí a Yuri coger aire con fuerza y recé para que mantuviera la calma.

—Tengo un cuchillo en la garganta de la chica —me advirtió Callander—. Si se me va la mano…

—Será mejor que no.

—Entonces será mejor que traigas el dinero. Y no intentes hacer ninguna jugada.

Me volví, cogí las dos maletas y comprobé que estuviéramos todos. No vi a TJ, así que le pregunté a Kenan qué le había pasado. Dijo que seguramente había vuelto al coche.

—«Pies para que os quiero» —dijo—. Creo que no le entusiasman los cementerios de noche.

—Ni a mí.

—Escucha —me dijo—, ¿por qué no les dices que vamos a cambiar las reglas, que el dinero pesa demasiado para que lo lleve una sola persona, que yo iré contigo?

—No.

—Quieres hacerte el héroe, ¿eh?

No podía decirse que me sintiera muy heroico, pues el peso de las maletas me impedía moverme con agilidad. Me pareció que uno de los hombres llevaba una pistola, no el que sujetaba a la chica, y también me pareció que me estaba apuntando con la pistola. Sin embargo, no tenía miedo de que me dispararan, a menos que le entrara el pánico a alguien de mi grupo y disparara su arma, porque entonces nos liaríamos todos a tiros. Si tenían intención de matarme, al menos esperarían a que les entregara el dinero. Podían estar chiflados, pero no eran imbéciles.

—No intentes nada —me advirtió Ray—. No sé si lo ves desde ahí, pero la chica tiene el cuchillo en la garganta.

—Lo veo.

—Ya estás lo bastante cerca. Deja las bolsas en el suelo.

Era Ray quien sujetaba el cuchillo y a la chica. Conocía su voz, pero de no haber hablado lo habría reconocido de todos modos gracias a la descripción de TJ, que era exacta. Llevaba la cremallera de la cazadora subida, así que no pude ver la horrenda camisa de cuadros, pero me fiaba de lo que había dicho TJ.

El otro hombre era más alto. Tenía el pelo oscuro, muy revuelto, y unos ojos que en aquella semioscuridad parecían dos quemaduras de cigarrillo en una sábana. No llevaba chaqueta, solo una camisa de franela y unos vaqueros. No veía bien su expresión, pero sí percibí la rabia de su mirada y me pregunté qué coño creía aquel tipo que había hecho yo para despertar sus iras. Estaba a punto de entregarle un millón de dólares y él ardía en deseos de matarme.

—Abre las bolsas.

—Primero suelta a la chica.

—No, primero enséñanos el dinero.

Llevaba en la espalda la pistola que Kenan había insistido en darme: el cañón estaba metido bajo el cinturón y la chaqueta disimulaba el bulto. No existe forma lo bastante rápida para sacarla cuando uno la lleva ahí, pero al menos ahora tenía las manos libres y podía cogerla si era necesario.

En lugar de eso, me arrodillé, abrí los cierres de una de las maletas y levanté la tapa para mostrar el dinero. Luego me incorporé. El hombre que llevaba la pistola dio un paso al frente y yo levanté una mano.

—Primero soltad a la chica —insistí—, y luego ya comprobaréis el dinero. No intentes cambiar ahora las reglas del juego, Ray.

—Ah, mi dulce Lucy —dijo—. Qué pena me da dejarte marchar, hijita.

La soltó. Apenas había tenido la oportunidad de verla bien, pues había estado medio oculta bajo el cuerpo de Ray. Incluso a pesar de la oscuridad, me di cuenta que estaba pálida y exhausta. Llevaba las manos unidas a la altura de la cintura, los brazos pegados a los costados y los hombros encogidos, como si quisiera presentar el blanco más pequeño posible.

—Ven hacia aquí, Lucía —le dije, pero no se movió—. Tu padre está allí, cariño. Ve con tu padre. Adelante.

Dio un paso y luego se detuvo, como si no pudiera aguantarse en pie. Me fijé en que utilizaba una mano para sujetarse con fuerza la otra.

—Vete —le ordenó Callander—. ¡Corre!

Lucía lo miró y luego me miró a mí. Sin embargo, resultaba difícil saber qué estaba viendo, pues tenía la mirada perdida, borrosa. Quise levantarla en vilo, cargármela al hombro y correr hasta donde la estaba esperando su padre.

O apartarme la chaqueta con una mano, sacar la pistola con la otra y dejar secos a aquellos dos cabrones allí mismo. Pero el tipo moreno me estaba apuntando y Callander también llevaba una pistola, que había salido a hacer compañía al largo cuchillo que aún blandía en la otra mano.

Le grité a Yuri que llamara a su hija.

—¡Luschka! —exclamó—. ¡Papá está aquí! ¡Ven con papá!

La niña reconoció la voz y frunció el ceño, concentrada, como si estuviera tratando de encontrar sentido a aquellas sílabas.

—¡En ruso, Yuri! —grité.

Yuri respondió algo que lógicamente yo no entendí, pero que sí le llegó a Lucía. Separó las manos y dio un paso, luego otro.

—¿Qué le ha pasado en la mano? —pregunté.

—Nada.

Cuando la niña pasó junto a mí, le cogí la mano, pero ella la apartó de inmediato. Le faltaban dos dedos.

Observé fijamente a Callander y este me devolvió una mirada casi de disculpa.

—Fue antes de que acordáramos las condiciones —dijo, a modo de justificación.

Yuri dijo algo más en ruso y Lucía empezó a moverse más rápido, aunque no a correr. Era como si no pudiera hacer nada más que arrastrar los pies. Dudé incluso de que pudiera seguir haciéndolo durante mucho rato.

Sin embargo, Lucía se mantuvo erguida y siguió avanzando, mientras yo también me mantenía erguido y contemplaba el cañón de dos pistolas. El hombre moreno me observaba en silencio, aún iracundo, y Callander observaba a la chica. Me apuntaba con la pistola, pero no podía evitar que los ojos se le fueran hacia ella. Me di cuenta de lo mucho que deseaba apuntar también la pistola en aquella dirección.

—Me gustaba —dijo—. Es muy guapa.

El resto de la operación fue fácil. Abrí la segunda maleta y retrocedí unos cuantos pasos. Ray se acercó a inspeccionar el contenido de ambas maletas mientras su compañero me seguía apuntando. Solo echó un vistazo rápido al dinero: se limitó a ir pasando los billetes de unos cuantos fajos, pero no contó el dinero de ningún fajo, solo contó por encima la cantidad de paquetes. Tampoco advirtió que una parte de los billetes eran falsos, aunque creo sinceramente que nadie se habría dado cuenta.

Cerró las maletas y abrochó los cierres. Luego sacó de nuevo la pistola y se apartó a un lado, mientras el hombre moreno se acercaba, recogía las maletas y resoplaba al levantarlas. Era el primero sonido que había emitido en mi presencia.

—Coge primero una y luego la otra —le ordenó Callander.

—No pesan tanto.

—De una en una.

—No me digas lo que tengo que hacer, Ray.

Sin embargo, dejó en el suelo una de las maletas y se alejó con la otra. No estuvo ausente mucho tiempo, pero ni Ray ni yo dijimos una palabra durante ese tiempo. Cuando el tipo moreno volvió y cogió la segunda maleta, dijo que pesaba menos que su compañera, como si eso significara que los habíamos engañado con el total.

—Entonces te costará menos llevarla —dijo Callander, en tono paciente—. Vete ya.

—Tendríamos que pelar a este mamón, Ray.

—En otra ocasión.

—Es un puto poli traficante. Tendríamos que volarle los sesos.

En cuanto se hubo marchado, Callander dijo:

—Nos has prometido una semana. Supongo que cumplirás tu palabra.

—Más de una semana, si puedo.

—Siento lo del dedo.

—Dedos.

—Como quieras. Mi colega es difícil de controlar.

«Pero fuiste tú quien usó el alambre con Pam», pensé.

—Te agradezco esa semana de ventaja —prosiguió—. Creo que va siendo hora de cambiar de aires, aunque no creo que Albert quiera acompañarme.

—¿Lo vas a dejar aquí, en Nueva York?

—Por así decirlo.

—¿De dónde lo has sacado?

Sonrió discretamente al escuchar la pregunta.

—Ah —dijo—, nos encontramos el uno al otro. Las personas dotadas de gustos muy especiales suelen encontrarse por casualidad.

Fue un momento extraño, pues tuve la sensación de que estaba hablando con el hombre que se ocultaba tras la máscara, de que las circunstancias nos habían proporcionado una inusual oportunidad.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante.

—¿Por qué las mujeres?

—Caramba. Eso tendríamos que preguntárselo a un psiquiatra, ¿no? Alguna experiencia olvidada de la infancia, supongo. Al final siempre se reduce a eso, ¿no? Quizá me destetaron demasiado pronto o demasiado tarde.

—No me refiero a eso.

—¿Ah, no?

—No me interesa saber cómo te has convertido en lo que eres. Solo quiero saber por qué lo haces.

—¿Crees que tengo elección?

—No lo sé. ¿Y tú?

—Ya… No es fácil contestar a esa pregunta. Excitación, poder, emoción pura y dura… No sé, me faltan palabras. ¿Entiendes a qué me refiero?

—No.

—¿Te has subido alguna vez a una montaña rusa? Yo no las soporto, hace años que no me subo a esas cosas porque se me revuelve el estómago. Pero si no detestara las montañas rusas, si me gustaran, esa sería exactamente la sensación. —Se encogió de hombros—. Ya te lo he dicho. Me faltan las palabras.

—No pareces un monstruo.

—¿Por qué debería parecerlo?

—Porque lo que haces es monstruoso. Pero hablas como un ser humano. ¿Cómo puedes…?

—¿Sí?

—¿Cómo puedes hacerlo?

—Ah —dijo—, no son reales.

—¿Qué?

—Que no son reales —repitió—. Las mujeres. No son reales. Son simples juguetes. Si te comes una hamburguesa, ¿te estás comiendo la vaca? Claro que no. Solo te estás comiendo una hamburguesa. —Sonrió—. Cuando van caminando por la calle, son mujeres. Pero en cuanto suben a la furgoneta, se acabó. Solo son partes de un cuerpo.

Noté un escalofrío en la espalda. Mi tía Peg solía decir que, cuando eso pasa, es porque alguien ha caminado sobre tu tumba. Una expresión curiosa. Me pregunto de dónde vendrá.

—Pero ¿me preguntas si tengo elección? Supongo que sí. Tampoco es que sienta la necesidad de actuar cada vez que hay luna llena. Siempre tengo elección: puedo elegir no hacer nada, y elijo no hacer nada… hasta que un día elijo lo contrario.

»Así que… ¿qué clase de elección es en realidad? Puedo aplazarla, pero al final llega un día en que ya no quiero aplazarla más. Y, de todas formas, aplazándola solo consigo que me resulte más placentero. A lo mejor por eso lo hago. He leído en alguna parte que la madurez es la capacidad de postergar la satisfacción, aunque no sé si se referían exactamente a esto.

Parecía a punto de hacer más revelaciones, pero entonces algo cambió en él y se esfumó la oportunidad que antes se me había presentado. Fuera cual fuese el yo real que había estado hablando, se replegó de nuevo tras la armadura protectora que era el cuerpo.

—¿Por qué no tienes miedo? —me preguntó, en tono petulante—. Te estoy apuntando con un arma y te comportas como si fuera una pistola de agua.

—Te están apuntando con un rifle de largo alcance. No podrías dar ni un paso.

—Tal vez, pero ¿de qué te sirve eso a ti? Tendrías que estar asustado. ¿Eres un tipo valiente?

—No.

—Bueno, no voy a dispararte. ¿Para qué, para que Albert se lo quede todo? No, gracias. Pero creo que ya va siendo hora de que me pierda entre las sombras. Date la vuelta y dirígete hacia tus amigos.

—De acuerdo.

—No tengo a un tercer hombre con un rifle. ¿Creías que sí?

—No estaba seguro.

—Sabías que no lo tenía. Da igual. Vosotros tenéis a la chica y nosotros tenemos el dinero. Todo ha salido bien.

—Sí.

—No intentes seguirme.

—No lo haré.

—No, ya sé que no.

No dijo nada más y creí que ya se había escabullido. Seguí caminando y, cuando había dado una docena de pasos, oí de nuevo su voz.

—Siento lo de los dedos —insistió—. Ha sido un accidente.