—Esto es un aburrimiento —dijo.
—Para mí también.
—A lo mejor no vale la pena molestarse tanto. En fin, que hay muchos traficantes de droga por ahí y la mayoría de ellos tienen esposa e hijas. Quizá lo mejor serían cortar por lo sano y desaparecer. Puede que nuestro próximo cliente se muestre más dispuesto a cooperar.
Era nuestra tercera conversación desde que Yuri había regresado con las dos bolsas de mano repletas de billetes falsos. Había llamado más o menos cada media hora, primero para proponer el plan que había elaborado para el intercambio, y luego para poner pegas a cada una de mis propuestas.
—Sobre todo, si se entera de cómo cortamos por lo sano antes de desaparecer —me advirtió—. Cortaré a la pequeña Lucía en taquitos, amigo mío. Y mañana saldré en busca de otra presa.
—Quiero cooperar.
—Pues sus actos no lo demuestran.
—Tenemos que encontrarnos cara a cara —dije—. De modo que usted tenga la oportunidad de inspeccionar el dinero, y nosotros de asegurarnos de que la chica está perfectamente.
—Ya, y luego se nos echan encima. ¿Y si tienen ustedes toda la zona vigilada? A saber cuántos hombres armados pueden reunir. Nosotros no tenemos tantos recursos.
—Pero pueden crear una zona de seguridad —le dije—. Tendrán a la chica cubierta.
—Le pondré un cuchillo en la garganta —amenazó.
—Si quiere…
—Con el filo contra la piel.
—Y entonces les damos el dinero —proseguí—. Uno de ustedes sigue sujetando a la chica mientras el otro se asegura de que esté todo el dinero. Luego uno de ustedes lleva el dinero al coche mientras el otro sigue sujetando a la chica. Mientras tanto, el tercer hombre está apostado en algún lugar donde no podamos verlo, apuntándonos con un rifle.
—Alguien podría apostarse tras él.
—¿Cómo? —le pregunté—. Ustedes estarán allí antes que nosotros. Nos verán llegar, a todos a la vez. Tendrán ventaja sobre nosotros, para compensar nuestra superioridad numérica. El tipo del rifle podrá cubrirles cuando se retiren y, de todas formas, ya estarán a salvo para entonces porque nosotros tendremos a la chica y el dinero estará en el coche con su otro hombre, lejos de nuestro alcance.
—No me gusta la idea de un encuentro cara a cara —se quejó.
Ni tampoco, pensé, confiaba plenamente en la idea del tercer hombre, el que debía cubrirles la retirada con un rifle. Porque a esas alturas, yo ya estaba prácticamente convencido de que solo eran dos; es decir, que no habría ningún tercer hombre. Pero si le dejaba creer que pensábamos que eran tres, tal vez entonces se sintiera un poco más seguro. La importancia de ese tercer hombre no radicaba en el hecho de que pudiera cubrirles la retirada, sino en que nosotros creyéramos que iba a estar allí.
—Pongamos que nos situamos a cincuenta metros de distancia. Ustedes dejan el dinero a mitad de camino y luego regresan a su posición. Luego nosotros llevamos a la chica hasta el mismo sitio y uno de los nuestros se queda allí, con un cuchillo en la garganta de la chica, como usted ha dicho…
«Como usted ha dicho», pensé.
—… mientras el otro se aleja con el dinero. Entonces yo suelto a la chica y ella corre hacia ustedes mientras yo retrocedo.
—No sirve. Ustedes tienen el dinero y a la chica al mismo tiempo y nosotros estamos al otro lado del terreno de juego.
Vueltas y vueltas y más vueltas. La voz grabada de la operadora nos interrumpió para pedir más dinero y el tipo introdujo otra moneda sin perder tiempo. A esas alturas, ya no le preocupaba que pudiéramos localizar la llamada. Sus llamadas eran cada vez más y más largas.
Si antes hubiera conseguido localizar a los Kong, podríamos haberlo pillado mientras aún estaba al teléfono.
—Bien, vamos a probar otra cosa. Nos colocamos a cincuenta metros de distancia, como acaba de decir. Ustedes estarán antes allí y, por tanto, nos verán llegar. Nos enseñan a la chica para que veamos que la han traído. Y entonces yo me acerco hasta donde están ustedes con el dinero.
—¿Solo?
—Sí. Desarmado.
—Podría llevar una pistola escondida.
—Llevaré una maleta llena de pasta en cada mano, así que una pistola escondida no me va a servir de mucho.
—Siga.
—Ustedes comprueban el dinero. Y cuando estén satisfechos, dejan libre a la chica. Ella se reúne con su padre y con el resto de los nuestros. Su hombre se marcha con el dinero. Usted y yo esperamos. Entonces usted se larga y yo me voy a mi casa.
—Podría intentar atraparme.
—Pero yo iré desarmado y usted tendrá un cuchillo. Y hasta una pistola, si quiere. Y su francotirador estará apostado tras algún árbol cubriendo a todo el mundo con un rifle. No creo que tenga usted muchos problemas.
—Me verá la cara.
—Póngase una máscara.
—Me reducirá la visibilidad. Y, aun así, usted podría describirme igualmente, aunque no me haya visto bien la cara.
Y en ese momento pensé: «A la mierda, agarremos al toro por los cuernos».
—Ya sé qué cara tienes, Ray.
Lo oí coger aire con fuerza. Luego se produjo un silencio y, durante un minuto o así, pensé que lo había perdido.
—¿Qué es lo que sabes? —dijo al fin, tuteándome también.
—Sé cómo te llamas. Sé qué aspecto tienes. Sé al menos de unas cuantas mujeres a las que has matado y de otra a la que casi mataste.
—Ah, la putita —recordó—. Oyó mi nombre de pila.
—También sé tu apellido.
—Demuéstralo.
—¿Por qué? Búscalo tú, está ahí mismo, en el «calendario»[7].
—¿Quién eres tú?
—¿No te lo imaginas tú solito?
—Hablas como un poli.
—Si soy poli, ¿por qué no hay un montón de tíos con uniforme blanco y azul delante de tu casa?
—Porque no sabes dónde está mi casa.
—Pongamos que en Middle Village. En Penelope Avenue.
Casi lo oí relajarse.
—Estoy impresionado —dijo al fin.
—¿Qué clase de poli actúa así, Ray?
—Landau te tiene metido en el bolsillo.
—Casi. Trabajamos juntos. Somos socios. Estoy casado con su prima.
—No me extraña que no pudiéramos…
—¿Que no pudierais qué?
—Nada. Tendría que retirarme ahora, rebanarle el pescuezo a esa zorra y desaparecer de una puta vez.
—Si haces eso, estás muerto —lo amenacé—. En cuestión de horas, se emite una orden de búsqueda y captura en todo el país, y se te acusa también de las muertes de Álvarez y Gotteskind. Si hacemos el intercambio, te garantizo que esperaré una semana; más, si puedo. A lo mejor, eternamente.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que todo esto salga a la luz. Puedes largarte a la otra punta del país y montar tu negocio allí. Los Ángeles está lleno de traficantes de droga y también de mujeres guapas a quienes nada les gusta más que ir a dar una vuelta en una furgoneta nuevecita.
Guardó silencio durante largos instantes.
—Repasemos todo desde el principio —dijo al fin—. Toda la escena, desde el momento en que llegamos nosotros.
Se lo repetí todo. De vez en cuando, me interrumpía con alguna pregunta y yo las iba contestando todas.
—Ojalá pudiera confiar en ti —dijo al fin.
—Joder, soy yo el que tiene que confiar en ti. Iré caminando hasta donde estés tú, con una bolsa llena de dinero en cada mano. Si decides que no confías en mí, siempre puedes matarme.
—Sí, eso es verdad —admitió.
—Pero será mejor para ti que no lo hagas. Es mejor para ambos que la transacción se desarrolle tal y como la hemos planeado. Así salimos ganando los dos.
—Yo me llevo un millón más que tú.
—A lo mejor eso también entra en mis planes.
—¿Qué?
—Lo dejo a tu imaginación —le dije, con la intención de despertar su curiosidad sobre mis planes secretos intrafamiliares y mis estrategias para ganarle la partida a mi socio.
—Interesante. ¿Dónde quieres que hagamos el cambio?
Ya estaba preparado para esa pregunta. Le había propuesto unos cuantos sitios en llamadas anteriores, pero me había reservado uno para el final.
—Cementerio de Green-Wood —dije.
—Creo que sé dónde está.
—Deberías. Allí abandonaste a Leila Álvarez. Está un poco lejos de Middle Village, pero no es la primera vez que vas. Son las nueve y media. Hay dos entradas en el lado de la Quinta Avenida, una a la altura de la calle Veinticinco y la otra unas diez manzanas al sur. Ve a la entrada de la calle Veinticinco y recorre unos veinte metros al otro lado de la valla. Nosotros entraremos por la calle Treinta y cinco y nos dirigiremos hacia vosotros desde el sur.
Se lo expliqué todo como si fuera un estratega en juegos de guerra que se hubiera propuesto recrear la batalla de Gettysburg.
—A las diez y media —dije—. Tienes poco más de una hora para llegar hasta allí. A estas horas no hay mucho tráfico, así que no debería haber problemas. ¿O acaso necesitas más tiempo?
No necesitaba una hora ni de lejos. Estaba en Sunset Park, a unos cinco minutos en coche del cementerio. Pero él no tenía por qué saber que yo lo sabía.
—Con una hora es suficiente.
—Dispondréis de mucho tiempo para apostaros. Nosotros entraremos a unas diez manzanas de distancia a las once menos veinte. Eso os proporcionará diez minutos de ventaja, más los otros diez minutos que tardaremos en llegar hasta vosotros.
—Y ellos se quedarán a cincuenta metros —dijo.
—Exacto.
—Y tú recorrerás solo el resto de la distancia. Con el dinero.
—Exacto.
—Me gustaba más Khoury. Yo decía «Haz la rana», y él saltaba.
—Me lo imagino. Pero esta vez es el doble de dinero.
—Eso es verdad —admitió—. Leila Álvarez… Hacia tiempo que no pensaba en ella —añadió, con una voz que parecía casi soñadora—. Era guapa de verdad. Exquisita.
Guardé silencio.
—Ay, qué asustada estaba. Pobre zorra. Estaba aterrada de verdad.
Cuando finalmente colgué, tuve que sentarme. Kenan me preguntó si me encontraba bien y le dije que sí.
—Pues no lo parece. Más bien da la sensación de que necesitas una copa, aunque supongo que eso es precisamente lo único que no necesitas.
—Exacto.
—Yuri acaba de hacer café. Voy a buscarte una taza.
Cuando me llevó el café, le dije:
—Estoy bien. Es solo que hablar con ese hijo de puta te deja hecho polvo.
—Lo sé.
—Me he descubierto un poco, le he hecho saber algo de lo que sé. Parecía que era la única manera de hacerle reaccionar, porque no estaba dispuesto a ceder a menos que pudiera tener el control absoluto de la situación. Así que he decidido demostrarle que se encuentra en una posición más débil de lo que él cree.
—¿Sabes quién es? —preguntó Yuri.
—Sé cómo se llama. Sé qué aspecto tiene y sé el número de matrícula del coche que conduce.
Cerré los ojos durante un instante y percibí su presencia al otro lado de la línea telefónica. Casi me pareció ver cómo trabajaba su mente.
—Sé quién es —dije.
Les expliqué lo que había acordado con Callander y empecé a dibujarles un esquema del terreno, pero luego me di cuenta de que lo que en realidad necesitábamos era un mapa. Yuri dijo que tenía un plano de Brooklyn en algún rincón del apartamento, pero que no sabía dónde. Kenan recordó que Francine siempre llevaba uno en la guantera del Toyota y Peter fue a buscarlo.
Habíamos despejado la mesa. Todo el dinero, redistribuido para disimular los billetes falsos, estaba guardado en dos maletas. Extendí el mapa sobre la mesa, tracé la ruta hasta el cementerio y señalé las dos entradas en el lado oeste del campo santo. Luego les expliqué hasta el mínimo detalle lo que habíamos acordado, la forma en que se iba a producir el intercambio.
—Pero te coloca en la posición más peligrosa —observó Kenan.
—No me pasará nada.
—Si ese tío intenta algo…
—No creo que intente nada.
«Siempre puedes matarme», le había dicho. «Sí, eso es verdad», había respondido él.
—Soy yo quien debería llevar las bolsas con el dinero —se ofreció Yuri.
—Tampoco pesan tanto —objeté—. Ya puedo yo solo.
—Bromea todo lo que quieras, pero hablo en serio. Es mi hija. Soy yo quien debería dar la cara.
Hice un gesto negativo con la cabeza. No me fiaba: si Yuri se acercaba tanto a Callander, podía perder los nervios e ir a por él. Sin embargo, le di un motivo mejor:
—Quiero que Lucía corra hasta un lugar seguro. Si tú estás allí, querrá quedarse a tu lado. Necesito que estés aquí —dije, señalando el mapa—, para que puedas llamarla.
—Supongo que llevarás una pistola bajo el cinturón —dijo Kenan.
—Probablemente sí, pero tampoco sé si me va a servir de mucho. Si el tipo intenta algo, no me va a dar tiempo a sacarla. Y si no intenta nada, tampoco la voy a necesitar. Lo que sí me gustaría tener es un chaleco de Kevlar.
—Es esa fibra a prueba de balas, ¿no? Pero he oído decir que no detiene los cuchillos.
—A veces sí y a veces no. Tampoco detiene siempre las balas, pero al menos te da una oportunidad.
—¿Sabes dónde conseguirlo?
—A estas horas, no. Dejémoslo, tampoco es tan importante.
—¿Que no? Pues a mí me parece bastante importante.
—Ni siquiera sé si llevan pistolas.
—¿Estás de broma o qué? Me parece que en esta ciudad no hay nadie que no lleve pistola. ¿Y qué hay del tercer hombre, el francotirador, el tipo que se va a ocultar detrás de alguna tumba para cubrir a todo el mundo? ¿Con qué crees que va a hacer su trabajo, con una puta honda?
—Eso suponiendo que exista un tercer hombre. He sido yo quien lo ha mencionado, y Callander ha sido lo bastante listo como para seguirme la corriente.
—O sea, que crees que van a hacer el intercambio con solo dos hombres.
—Solo eran dos cuando secuestraron a la chica de Park Avenue. No me los imagino saliendo a reclutar a una tercera persona para una operación como esta. Se trata de asesinos sexuales que luego han decidido sacar provecho económico, no de una operación normal entre delincuentes profesionales, donde uno puede reclutar a unos cuantos tíos. Las declaraciones de algunos testigos apuntan a la existencia de un tercer hombre en los dos secuestros presenciados, pero es posible que solo dieran por sentado que había además un conductor, porque esa sería la forma más lógica de hacerlo. Pero si solo había dos hombres, uno de ellos tuvo que hacer también de conductor. Y creo que eso es exactamente lo que ocurrió.
—O sea, que ya nos podemos olvidar del tercer hombre.
—No. Y eso es lo más desesperante: que tenemos que suponer que va a estar allí.
Me fui a la cocina a tomar otro café. Cuando volví, Yuri me preguntó cuántos hombres necesitábamos.
—Somos tú y yo, más Kenan, Peter, Dani y Pavel. Pavel está abajo, lo habréis visto cuando habéis llegado. Tengo a otros tres hombres dispuestos a venir, solo tengo que decírselo.
—Yo podría contar con una docena de hombres —dijo Kenan—. Todas las personas con las que he hablado, hayan aportado dinero o no, me han dicho lo mismo: «Si necesitas ayuda, dímelo y allí estaré». —Se inclinó sobre el mapa—. Podemos colocar a unos cuantos tíos en el lugar indicado y luego traer a otra docena en tres o cuatro coches. De esta manera les cerraríamos las dos salidas, y también las otras, aquí y aquí. ¿Por qué dices que no con la cabeza? ¿Qué pasa?
—Quiero dejarles que se marchen con el dinero.
—¿Ni siquiera intentaremos recuperarlo, una vez que tengamos a la chica?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque es una locura empezar un tiroteo en un cementerio, en plena noche, dispararse unos a otros desde coches que van a toda pastilla por Park Slope. Una operación así no sirve para nada a menos que podamos controlarla y lo cierto es que existen muchas posibilidades de que esto se nos descontrole. Mirad, le he vendido el intercambio porque les he garantizado una zona de seguridad, y me he esforzado mucho en que la planificación sea exactamente esta. Podrán tener su zona de seguridad. Ellos consiguen el dinero, nosotros recuperamos a la chica y luego nos vamos todos a casita, sanos y salvos. Hace apenas unos minutos, eso era el único resultado que todos esperábamos. ¿Seguimos pensando así?
Yuri dijo que sí.
—Sí, claro —asintió Kenan—, es lo único que quiero. Pero es que me da rabia la idea de que se salgan con la suya.
—No será así. Callander cree que tiene una semana para hacer las maletas y abandonar la ciudad. Pero lo que no sabe es que ni siquiera tiene una semana, porque no tardaré tanto en encontrarlo. Mientras tanto, ¿cuántos hombres necesitamos? Creo que es suficiente con la gente que tenemos. Pongamos tres coches: Yuri y Dani en uno, Peter y… ¿Pavel es el tipo que está abajo? Peter y Pavel en el Toyota y Kenan y yo en el Buick. Eso es todo lo que necesitamos: seis hombres.
Sonó el teléfono en la habitación de Lucía. Respondí y hablé con TJ, que estaba de vuelta en la lavandería automática después de haber buscado el Honda, sin éxito, por todas las casas y aceras del barrio.
Volví al salón.
—Que sean siete —dije.