En cuanto terminé de hablar con Ray, Yuri se me echó encima y me abrazó con fuerza.
—Balalaika —dijo, como si aquel nombre le permitiera invocar un conjuro—. ¡Está viva! ¡Mi Luschka está viva!
Aún me estaba abrazando cuando se abrió la puerta y entraron los Khoury seguidos por Dani, el hombre de Landau. Kenan llevaba una anticuada cartera de piel, provista de cremallera en la parte superior, y Peter una bolsa blanca de plástico, de Kroger’s.
—Está viva —les dijo Yuri.
—¿Has hablado con ella?
Yuri negó con la cabeza.
—Me han dicho el nombre de su perro. Se acordaba de Balalaika. Está viva.
No sé si todo aquello tenía mucho sentido para los Khoury, que ya habían salido a recaudar fondos cuando acordamos con Ray la prueba para demostrar que Lucía estaba viva, pero al menos captaron lo fundamental.
—Ahora solo necesitas un millón de dólares —dijo Kenan.
—El dinero siempre se puede conseguir.
—Eso es verdad —asintió Kenan—. La gente no se da cuenta, pero es absolutamente cierto.
Abrió la cartera de piel y empezó a sacar fajos de billetes, que fue colocando en hileras sobre la mesa de caoba.
—Tienes buenos amigos, Yuri. Y lo que es mejor, la mayoría de ellos no creen en los bancos. La gente no tiene ni idea de que gran parte de la economía se basa en el dinero en efectivo. Cuando oyen hablar de dinero en efectivo, piensan en drogas y en el juego.
—Pero eso no es más que la punta del iceberg —comentó Peter.
—Exacto. No hay que pensar solo en drogas y juego. Hay que pensar en las tintorerías, en las barberías, en los salones de belleza… En cualquier sitio donde se mueva mucho dinero en efectivo, porque eso permite llevar una doble contabilidad y ocultarle la mitad de los ingresos a Hacienda.
—Piensa en las cafeterías —dijo Peter—. Yuri, tendrías que haber sido griego.
—¿Griego? ¿Y por qué tendría que haber sido griego?
—Hay una cafetería en cada esquina, ¿verdad? Tío, yo he trabajado en uno de esos sitios. En mi turno éramos diez empleados y seis no estábamos en nómina, cobrábamos en negro. ¿Por qué? Porque los dueños tenían mucha pasta en efectivo que no declaraban y tenían que mantener unos gastos acordes. Si declaran treinta centavos de cada dólar que pasa por caja, ya es mucho. ¿Y quieres saber cuál es la guinda del pastel? La ley dice que tienen que aplicar un IVA del ocho con veinticinco en cada venta, pero ¿qué pasa con ese setenta por ciento de ventas que no declaran? No pagan el IVA de esas ventas, ¿verdad? O sea, que ahí también están defraudando. Son beneficios completamente libres de impuestos, hasta el último centavo.
—Eso no solo lo hacen los griegos —dijo Yuri.
—No, pero ellos lo han convertido en una ciencia exacta. Si fueras griego, lo único que tendrías que hacer es ir a veinte cafeterías. Te aseguro que todos los dueños tendrían veinte de los grandes en la caja fuerte, escondidos en el colchón o debajo de una baldosa suelta del armario de los abrigos. Visitas veinte cafeterías y ya tienes tu millón.
—Pero no soy griego —objetó Yuri.
Kenan le preguntó si conocía a algún comerciante en diamantes.
—Esos tienen mucho efectivo —afirmó.
Peter dijo que el negocio de la joyería se basaba sobre todo en obligaciones, pagarés que pasaban de mano en mano. Kenan dijo que, aun así, tenían que tener dinero en efectivo en algún lado, pero Yuri dijo que daba igual, porque de todas formas no conocía a ningún comerciante en diamantes.
Me fui a la otra habitación y los dejé debatiendo sobre esa cuestión.
Quería llamar a TJ, de modo que saqué el pedazo de papel en el que llevaba anotadas todas las llamadas que los Kong habían vinculado al teléfono de Kenan. Encontré el número de la lavandería automática, pero vacilé. ¿A TJ se le ocurriría responder? Y, en ese caso, ¿sería peligroso para él si la lavandería estaba llena de gente? Supongamos que descolgara Ray: parecía poco probable, pero aun así…
Y entonces recordé que existía un método más fácil: podía enviarle un mensaje al busca para que me llamara. Me estaba costando un poco adaptarme a las nuevas tecnologías, pues seguía pensando —de forma automática— en términos más primitivos.
Encontré el número de su busca en mi cuaderno, pero el teléfono sonó antes de que pudiera marcarlo. Era TJ.
—El tipo ha estado aquí —dijo. Parecía nervioso—. En este mismo teléfono.
—Debe de haber sido otro hombre.
—De eso nada, monada. Se veía que era mala persona, solo había que mirarlo para darse cuenta de que era malvado. ¿Estabas hablando con él? He tenido un presentimiento y me he dicho: «Mi amigo Matt está hablando con este tío».
—Sí, pero he colgado hace por lo menos diez minutos, puede que quince.
—Sí, ha sido más o menos entonces.
—¿Por qué no me has llamado enseguida?
—No he podido, tío. Tenía que seguir al tipo ese.
—¿Lo has seguido?
—¿Y qué pensabas que iba a hacer, echar a correr en cuanto lo viera entrar? Tampoco es que hayamos salido cogidos del brazo, tío, le he dado un minuto y luego he salido tras él.
—Eso es peligroso, TJ. Ese tío es un asesino.
—¿Y tú te crees que eso me va a impresionar, tío? Me paso media vida en el Deuce. No puedes pasear por esa zona sin cruzarte con un asesino u otro.
—¿Adónde ha ido?
—Ha girado a la izquierda y ha seguido hasta la esquina.
—La calle Cuarenta y nueve.
—Luego ha cruzado hacia la tienda de comida preparada que está al otro lado de la avenida. Ha entrado, ha estado allí uno o dos minutos y luego ha vuelto a salir. No creo que se haya hecho preparar un bocadillo ni nada, porque ha estado dentro muy poco rato. Más bien creo que ha pillado un pack de seis birras, por la forma del paquete que llevaba cuando ha salido.
—¿Y luego adónde ha ido?
—Ha vuelto por el mismo sitio. El muy imbécil ha pasado por delante de mí y ha vuelto a cruzar la Quinta Avenida, como si fuera otra vez hacia la lavandería automática. Y yo he pensado: «Mierda, no puedo volver a entrar ahí, tendré que esperar fuera hasta que termine de llamar».
—Aquí no ha vuelto a llamar.
—No ha llamado a ninguna parte —dijo TJ—, porque no ha entrado en la lavandería. Se ha subido a su coche y se ha largado. Ni sabía que tenía coche hasta que lo he visto subir. Estaba aparcado justo al otro lado de la lavandería automática y no se veía desde donde yo estaba sentado.
—¿Era un coche o una furgoneta?
—He dicho un coche. He intentado seguirlo, pero no ha habido manera. Me sacaba media manzana de ventaja, porque no he querido seguirlo muy de cerca cuando volvía hacia la lavandería, así que se ha subido al coche y se ha largado antes de que me diera tiempo a hacer nada. Cuando he llegado a la esquina, el tío ya había desaparecido.
—Pero lo has podido ver bien.
—¿A él? Sí, tío, lo he visto.
—¿Serías capaz de reconocerlo?
—¿Tú serías capaz de reconocer a tu madre, tío? ¿Qué coño me preguntas? Metro ochenta, setenta y cinco kilos, pelo castaño muy claro, gafas de montura de plástico marrón… Llevaba zapatos negros de piel, de cordones, pantalones azul marino y una cazadora azul marino. Y una camisa horrenda, de cuadros azules y blancos. ¿Que si podría reconocerlo? Tío, te haría un dibujo si supiera dibujar. Si me pones en contacto con el especialista ese en retratos robot, el que decías el otro día, te hacemos un dibujo clavado, mejor que una foto.
—Estoy impresionado.
—¿Sí? El coche era un Honda Civic, de un color azul o gris, y bastante hecho polvo. Tenía intención de seguirlo hasta su casa, pero luego se ha subido al coche. Ha secuestrado a alguien, ¿verdad?
—Sí.
—¿A quién?
—A una niña de catorce años.
—Hijo de puta —exclamó TJ—. De haberlo sabido, lo habría seguido más de cerca, o habría corrido más.
—Lo has hecho muy bien.
—Se me ha ocurrido que podría echar un vistazo por el barrio. A lo mejor veo el coche aparcado por ahí.
—¿Crees que podrías reconocerlo?
—Bueno, tengo la matrícula. Hay muchos Hondas por ahí, pero no todos tienen la misma matrícula, ¿verdad?
Me leyó el número en voz alta y lo anoté. Después empecé a decirle que estaba muy satisfecho de su trabajo, pero no me dejó terminar.
—Tío —me reprochó, en tono de exasperación—, ¿va a durar mucho este rollo? ¿Tienes que flipar cada vez que hago algo bien?
—Necesitamos unas cuantas horas para reunir el dinero —le dije cuando volvió a llamar—. Es más de lo que el señor Landau tiene y, a estas horas, no es fácil conseguir el resto.
—No estará usted intentando regatear, ¿verdad?
—No, pero si quiere la cantidad que ha pedido, tendrá que armarse de paciencia.
—¿Cuánto tienen ahora?
—No lo he contado.
—Volveré a llamar dentro de una hora —dijo.
—Puedes usar este teléfono. —Se lo mostré a Yuri—. No volverá a llamar hasta dentro de una hora. ¿Cuánto tenemos?
—Algo más de cuatrocientos mil —respondió Kenan—. Menos de la mitad.
—No es suficiente.
—No lo sé —dudó—. Si lo pensamos bien, no puede venderle la chica a nadie más, ¿no? Si le dices que es todo lo que tenemos, que o lo toma o lo deja, ¿qué va a hacer?
—El problema es que no sabemos lo que puede hacer.
—Ya, se me olvida que es un perturbado.
—Quiere un motivo para matar a la chica. —No quería hacer hincapié en ese asunto delante de Yuri, pero era necesario decirlo—. Por eso empezaron a hacer lo que hacen. Porque les gusta matar. La chica está viva y la mantendrán con vida mientras crean que pueden cambiarla por el dinero, pero la matarán en cuanto crean que pueden salir impunes o que han perdido la oportunidad de conseguir el dinero. No quiero decirles que solo tenemos medio millón. Prefiero presentarme allí con medio millón, decirles que está todo y rezar para que no lo cuenten hasta que hayamos recuperado a la chica.
Kenan reflexionó sobre lo que yo acababa de decir.
—El problema es que ese mamón ya sabe cuánto abultan cuatrocientos mil dólares.
—A ver si podéis conseguir algo más —dije.
Luego me fui al dormitorio para usar el teléfono de Snoopy.
En otros tiempos, el DVA, el Departamento de Vehículos Automotores, tenía un número especial al que se podía llamar. Se facilitaba el número de placa y la matrícula del vehículo que se quería localizar, y alguien buscaba la información y la leía en voz alta. Yo ya no tenía ese número especial, pero de todas formas me daba la sensación de que había pasado a la historia hacía mucho tiempo. Llamé al número habitual del DVA, pero no me respondió nadie.
Llamé a Durkin, pero no estaba en la comisaría. Kelly tampoco estaba en su mesa y no tenía mucho sentido pedir que le mandaran un mensaje al busca, porque no podía hacer a distancia lo que yo quería pedirle. Pensé en el día en que había ido a ver a Durkin para recoger el expediente Gotteskind y me acordé de Bellamy, sentado en la mesa contigua y absorto en una conversación unilateral con la pantalla de su ordenador.
Llamé a Midtown North y me lo pasaron.
—Matt Scudder —me presenté.
—Ah, hola —dijo—. ¿Qué tal? Me temo que Joe no está por aquí.
—No pasa nada. A lo mejor puedes echarme una mano. Resulta que iba en coche con una amiga y de repente ha salido un hijo de puta en un Honda Civic que le ha dado en el guardabarros y se ha largado así por las buenas, con todo el morro del mundo.
—Joder. ¿Y tú ibas en el coche? Ese tío es imbécil, mira que abandonar el lugar del accidente. Seguro que estaba borracho o se había drogado.
—No me extrañaría. La cuestión es que…
—¿Has anotado la matrícula? Si quieres te lo puedo buscar.
—Te estaría muy agradecido.
—Bah, no es nada. Solo se lo tengo que preguntar al ordenador. No cuelgues.
Esperé.
—Joder —exclamó.
—¿Qué pasa?
—Pues que han cambiado la puta contraseña para acceder a la base de datos del DVA. Yo intento acceder como siempre, pero no me deja entrar. Me dice todo el rato que «la contraseña no es válida». Si quieres llamarme mañana, seguro que…
—Es que me gustaría solucionar el tema esta noche. Antes de que al tipo se le pase la mona, ya me entiendes.
—Sí, desde luego. Si puedo ayudarte en…
—¿No se puede llamar a nadie?
—Sí —respondió, en tono resentido—. A la mala bruja del archivo, pero me va a decir que no me lo puede dar. Siempre me sale con el mismo rollo de mierda.
—Dile que es una emergencia de Código Cinco.
—¿Que qué?
—Que le digas que es una emergencia de Código Cinco —le repetí—, y que mejor que te dé la contraseña antes de que todo esto llegue a Cleveland.
—No lo he oído en mi vida —se sorprendió—. Tú espera, que pruebo a ver.
Me puso en espera. Desde la otra punta de la habitación, Michael Jackson me observaba entre los dedos de su guante blanco. Bellamy se puso de nuevo al teléfono y dijo:
—Joder, pues ha funcionado. «Emergencia de Código Cinco». La tía se ha dejado de gilipolleces y me ha dado la contraseña. A ver, la estoy introduciendo. Ya está. Dame otra vez el número de matrícula.
Se lo di.
—A ver qué tenemos aquí. Vale, ha ido rápido. El vehículo es un Honda Civic del 88, dos puertas, de color peltre. ¿Peltre? Joder, tío, ¿por qué no ponen gris y ya está? Bueno, supongo que eso te da igual. El propietario es un tal… ¿Tienes algo para apuntar? Callander, Raymond Joseph. —Me deletreó el apellido—. La dirección es Penelope Avenue, número treinta y cuatro. Eso está en Queens, pero ¿en qué parte de Queens? ¿Te suena de algo Penelope Avenue?
—Creo que no.
—Tío, yo vivo en Queens y no he oído nunca esa calle. Espera, aquí está el código postal. Uno-uno-tres-siete-nueve. Eso es en Middle Village, ¿no? No me suena de nada Penelope Avenue.
—Ya lo encontraré.
—Ya, bueno, supongo que tienes un buen motivo. Espero que no hubiera heridos…
—No, solo la carrocería un poco abollada.
—Pues cántale las cuarenta a ese tío, mira que largarse del accidente así… Por otro lado, si le das el parte a tu amiga le subirán la póliza del seguro. Así que mejor que encuentres a ese tipo y a ver si lo podéis arreglar de alguna manera entre los dos, aunque me imagino que es justo lo que tenías pensado, ¿no? —Soltó una risilla—. Código Cinco —repitió—. Caray, la tía casi se caga al oírlo. Te debo una.
—Ha sido un placer.
—No, en serio. Siempre tengo problemas con estas cosas, y ese truco me va a ahorrar un montón de dolores de cabeza.
—Bueno, si de verdad te sientes en deuda conmigo…
—Dime.
—Me preguntaba si el tal Callander tendrá antecedentes.
—Ah, eso es fácil de comprobar. No me hace falta ningún Código Cinco, porque da la casualidad de que me sé el código de acceso. Espera un segundo. No.
—¿Nada?
—Por lo que respecta al estado de Nueva York, es un santo. Código Cinco. ¿Qué querrá decir?
—Digamos simplemente que es máximo nivel.
—Ya.
—Si alguna vez te ponen pegas —me oí decir—, tú diles que, en teoría, tendrían que saber que el Código Cinco anula y revoca las órdenes establecidas.
—¿Anula y revoca?
—Eso mismo.
—Anula y revoca las órdenes establecidas.
—Lo has pillado. Pero no lo utilices en asuntos rutinarios.
—No, por Dios —dijo—. Quiero que me dure.
Durante un segundo, había pensado que lo teníamos en el punto de mira. Ahora tenía un nombre y una dirección, pero no era la dirección que yo necesitaba. Los tipos en cuestión estaban en alguna parte de Sunset Park, en Brooklyn, y la dirección que yo tenía correspondía a alguna parte de Middle Village, en Queens.
Llamé a Información de Queens y marqué el número teléfono que me facilitaron. El teléfono emitió ese ruido que se han inventado, a medio camino entre el tono y el chillido, y entonces saltó una grabación en la que se me informaba de que el número marcado no estaba operativo. Volví a llamar a Información y se lo comuniqué: la operadora lo comprobó y me dijo que el número había dejado de funcionar recientemente y que todavía no lo habían eliminado del listín. Le pregunté si tenía un número nuevo y me dijo que no. Le pregunté si podía decirme cuándo había dejado de estar operativo el número y me dijo que no podía.
Llamé a Información de Brooklyn y traté de localizar el número de un tal Raymond Callander, R. Callander o R. J. Callander. La operadora me comentó que el apellido se podía escribir de distintas maneras y probó más posibilidades de las que se me habrían ocurrido. Escrito de una forma u otra, encontró un par de entradas con R. y una con R. J., pero las direcciones estaban muy lejos: una de ella en Meserole, Greenpoint, y otra en Brownsville. Ninguna cerca de Sunset Park.
Desesperante, aunque en realidad el caso había sido así desde el principio. No dejaba de sentirme como si me estuvieran tomando el pelo, dando pasos importantes que no conducían a ninguna parte. Haber encontrado a Pam Cassidy era el mejor ejemplo. Había conseguido sacar a una testigo de la nada, pero el resultado final de todo ello era que la poli había cogido tres casos archivados y los había metido en un único expediente abierto.
Pam me había proporcionado un nombre de pila. Ahora disponía también de un apellido, y hasta de un segundo nombre, todo gracias a TJ, con la ayuda de Bellamy. También tenía una dirección, pero seguramente había dejado de tener validez en el mismo momento en que el número de teléfono había dejado de estar operativo.
Encontrar al tipo no sería tan difícil. Es más sencillo cuando uno sabe a quién está buscando. Ahora disponía de suficiente información para dar con él, siempre y cuando pudiera esperar al día siguiente y dedicar unos cuantos días a buscarlo.
Pero eso no me bastaba. Quería encontrarlo en ese preciso instante.
En el salón, Kenan hablaba por teléfono y Peter miraba por la ventana. No vi a Yuri. Me acerqué a Peter y me dijo que Yuri había salido a buscar más dinero.
—No puedo mirar el dinero —dijo—. Antes me ha entrado un ataque de ansiedad. Se me ha acelerado el corazón, me han entrado sudores fríos en las manos y todo eso.
—¿De qué tenías miedo?
—¿Miedo? No lo sé. Solo me han entrado ganas de meterme droga y ya está. Si me hicieran un test de asociación de ideas ahora mismo, todas las respuestas serían heroína. Si me hicieran el test de Rorschach, diría que en todas las láminas aparece un drogata chutándose.
—Pero no te estás drogando, Pete.
—¿Y qué más da? Sé que lo haré. La cuestión es cuándo. Es bonito el paisaje, ¿verdad?
—¿El océano?
Peter asintió.
—Aunque, en realidad, ya casi ni se ve. Tiene que ser muy agradable vivir en un sitio desde donde se pueda ver el mar. Una vez tuve una novia muy aficionada a la astrología y me dijo que ese era mi elemento, el agua. ¿Tú crees en esas cosas?
—La verdad es que no entiendo mucho de eso.
—Tenía razón cuando dijo que era mi elemento. Los otros no me gustan mucho: el aire, bueno, nunca me ha gustado volar; y en cuanto al fuego y la tierra, no me gustaría que me incineraran, ni tampoco que me enterraran bajo tierra. Pero el mar… ¿No dicen que es la madre de todo lo que existe?
—Supongo.
—Y eso es también el océano de ahí fuera. No es ni un río ni una bahía. No es nada más que agua, kilómetros y kilómetros, hasta más allá de donde alcanza la vista. El simple hecho de contemplarlo me hace sentir limpio.
Le di una palmada en el hombro y lo dejé allí, contemplando el océano. Kenan ya había colgado y me acerqué a preguntarle cómo iba el recuento de dinero.
—Estamos un pelín por debajo de la mitad —me informó—. He llamado a todos los que me deben favores, y lo mismo ha estado haciendo Yuri. Tengo que admitirlo, Matt, no creo que vayamos a conseguir mucho más.
—La única persona a quien podría recurrir yo está en Irlanda. En fin, solo espero que al menos parezca un millón. Lo único que hay que conseguir es que no se enteren cuando lo cuenten por encima, al entregárselo.
—¿Y si lo hinchamos un poco? Si a cada fajo de billetes de cien le quitamos cinco billetes, tendremos un diez por ciento más de fajos.
—Lo cual podría funcionar, a menos que elijan un paquete al azar y lo cuenten allí mismo.
—Tienes razón —convino—. A primera vista, les va a parecer mucho más de lo que yo les entregué. En mi caso, todos los billetes eran de cien, pero aquí tenemos al menos un veinticinco por ciento del total en billetes de cincuenta. Ya sabes que hay una manera de hacer que parezca mucho más de lo que hay en realidad.
—¿Abultarlo con papeles recortados?
—Pensaba más bien en billetes de dólar. El papel y el color son como en los otros billetes, solo cambia la denominación. Pongamos que tenemos un fajo de cincuenta billetes de cien, o sea, cinco mil en total. Lo disimulas con diez billetes de cien en la parte superior y diez en la parte inferior, y luego pones treinta billetes de un dólar en medio. En lugar de cinco mil, tienes algo más de dos mil que parecen cinco mil. Si cogen el fajo y van pasando los billetes, solo verán color verde.
—Tenemos el mismo problema. Podría funcionar a menos que revisen bien los fajos falsos. Entonces se darán cuenta de que no es lo que tendría que ser y concluirán, sin la menor duda, que no es más que un truco para engañarlos. Y puesto que nos enfrentamos a un chiflado que lleva toda la noche buscando una excusa para matar…
—Se cargará a la chica sin más, adiós.
—Ese es el problema de todo lo que resulte demasiado obvio. Si tienen la sensación de que estamos intentando joderles…
—Se lo tomarán como algo personal. —Asintió—. Pero a lo mejor no cuentan los fajos. Tenemos el dinero en billetes de cincuenta y de cien: hacemos los fajos de cinco mil, pero la mitad de los fajos son de billetes de cincuenta. ¿De cuántos fajos estamos hablando si en total tenemos medio millón? Si todos los fajos fueran de billetes de cien, tendríamos cien fajos, ¿no? Pongamos entonces ciento veinte o ciento treinta fajos, más o menos.
—Sí, por ahí.
—No sé, ¿tú lo contarías? Lo cuentas en una operación contra la droga, pero tienes tiempo: te sientas, cuentas el dinero, inspeccionas la mercancía… Es muy distinto. Aun así, ¿sabes cómo cuentan el dinero los grandes narcotraficantes, los que se embolsan más de un millón en cada venta?
—Sé que en los bancos tienen máquinas que cuentan los fajos en menos tiempo del que tarda una persona en pasar rápidamente los billetes.
—A veces usan máquinas de esas —dijo Kenan—, pero básicamente lo que hacen es pesarlos. Si sabes cuánto pesa el dinero, lo único que tienes que hacer es colocarlo en una balanza.
—¿Eso era lo que hacían en la empresa familiar de Togo?
Sonrió al recordarlo.
—No, eso era distinto. Contaban hasta el último billete. Pero nadie tenía prisa.
Sonó el teléfono. Kenan y yo intercambiamos una mirada. Descolgué y era Yuri, que llamaba desde el teléfono del coche para anunciarnos que estaba de camino. Cuando colgué, Kenan dijo:
—Cada vez que suena el teléfono…
—Lo sé. Yo también pienso que es él. Antes, cuando no estabas, ha llamado un tipo que se había equivocado. Ha llamado dos veces, de hecho, porque todo el rato se olvidaba de marcar el prefijo dos-uno-dos de Manhattan.
—Qué coñazo. Cuando yo era pequeño, nuestro teléfono se parecía mucho al de una pizzería que estaba entre Prospect y Flatbush. Solo cambiaba un número. Ni te imaginas la cantidad de veces que se equivocaba la gente.
—Debía de ser una lata.
—Para mis padres. A Petey y a mí nos encantaba. Tomábamos nota del puto pedido: «¿Mitad queso y mitad pepperoni? ¿Sin anchoas? De acuerdo, señor, ya está encargada». Y que se jodieran, a pasar hambre. Éramos terribles.
—Pobre infeliz, el de la pizzería.
—Sí, ya lo sé. Últimamente no recibo muchas llamadas de gente que se equivoca. ¿Sabes cuándo recibí un par de llamadas de esas? El día en que secuestraron a Francine. Esa mañana, no sé, fue como si Dios me estuviera enviando un mensaje, como si quisiera advertirme de algo. Joder, cuando pienso en lo que debió de pasar la pobre… Y en lo que estará pasando esa cría ahora.
—Sé cómo se llama, Kenan —dije.
—¿Quién?
—El tío del teléfono. No el que hace de malo en esa comedia del secuestrador bueno y el secuestrador malo. El otro, el que habla más.
—Ya me lo dijiste: Ray.
—Ray Callander. Sé su antigua dirección en Queens. Y el número de matrícula de su Honda.
—Pensaba que tenía una furgoneta.
—También tiene un Honda Civic de dos puertas. Lo pillaremos, Kenan. Tal vez no sea esta noche, pero lo pillaremos.
—Me alegro —dijo muy despacio—. Pero debo decirte algo: ya sabes que estoy en esto por lo que le pasó a mi mujer. Por eso te contraté y por eso estoy aquí, para empezar. Pero ahora mismo, todo eso no significa una mierda. Para mí, lo único que importa ahora es esa cría: Lucía, Luschka, Liudmilla… Con tanto nombre, no sé ni cómo llamarla y, además, ni siquiera la conozco en persona. Pero lo único que me importa ahora es recuperarla.
«Gracias», pensé.
Porque, como suele ocurrir a veces, es fácil que los árboles no le dejen a uno ver el bosque. En ese momento, no importaba en qué lugar de Sunset Park estuvieran escondidos aquel par; no importaba que yo lo descubriera esa noche, mañana o nunca. Por la mañana, podía dejar en manos de John Kelly todo lo que había descubierto y permitir que él se encargara del asunto a partir de ese momento. Daba igual quién terminara atrapando a Callander y daba igual si lo condenaban a quince años, veinticinco o a cadena perpetua, o si moría en cualquier callejón a manos de Kenan Khoury, o incluso mías. O si lo dejaban en libertad sin cargos, con o sin el dinero. Todo eso tal vez tuviera importancia al día siguiente, o no, pero esa noche no la tenía.
De repente, todo estaba muy claro, como tendría que haberlo estado desde el principio. Lo único que importaba era recuperar a la chica. Todo lo demás era irrelevante.
Yuri y Dani regresaron minutos antes de las ocho. Yuri llevaba dos bolsas de mano, las dos con el logotipo de una aerolínea que se había esfumado tras alguna fusión empresarial. Dani llevaba una bolsa de la compra.
—Eh, el negocio marcha —dijo Kenan.
Su hermano se puso a aplaudir. Yo no lo hice, aunque en realidad sentía el mismo entusiasmo. Ni que el dinero fuera para nosotros.
—Kenan, ven un momento —le rogó Yuri—. Échale un vistazo a esto.
Abrió una de las bolsas de mano y vació el contenido: fajos precintados de billetes de cien. En el precinto de cada fajo figuraba la marca del Chase Manhattan Bank.
—Excelente —dijo Kenan—. Pero ¿qué has hecho, Yuri? ¿Retirar fondos de manera ilegal? ¿A estas horas de la noche has encontrado un banco abierto y lo has atracado?
Yuri le pasó uno de los fajos de billetes. Kenan retiró la banda que los precintaba, echó un vistazo al primero de los billetes y dijo:
—No hace falta que le eche un vistazo, ¿verdad? No me lo pedirías si el dinero fuera auténtico, pero es falso, ¿no?
Se fijó en los billetes con más detenimiento: dejó el primero a un lado y cogió el siguiente.
—Falsos —continuó—, pero bastante bien falsificados. ¿Todos con el mismo número de serie? No, este tiene otro.
—Hay tres números de serie.
—No colarían en los bancos —dijo Kenan—, porque allí tienen escáneres y lo detectan todo por medios electrónicos. Aparte de eso, a mí me parece que están bastante bien.
Arrugó un billete y lo alisó de nuevo; luego lo acercó a la luz y lo contempló con los ojos entrecerrados.
—El papel es de calidad. La tinta parece auténtica. Bonitos billetes usados. Los deben de haber empapado con posos de café y luego los han metido en la lavadora. Nada de lejía, ni de suavizante. ¿Matt?
Cogí un billete auténtico —o que a mí me parecía auténtico, al menos— de la cartera y lo coloqué junto al que acababa de entregarme Kenan. Me dio la sensación de que Franklin parecía un poco menos sereno y un poco más burlón en el espécimen falsificado. Pero, en circunstancias normales, no le habría prestado mayor atención al billete.
—Muy bonito —dijo Kenan—. ¿Qué descuento te han hecho?
—Sesenta por ciento del valor. Pagas cuarenta céntimos por dólar.
—Es mucho.
—Las falsificaciones buenas son caras —dijo Yuri.
—Eso es verdad. Y, además, es un negocio más limpio que la droga. Porque si te paras a pensarlo, no perjudicas a nadie.
—Pero deprecias la moneda —objetó Peter.
—¿En serio? No es más que un grano de arena en el desierto. Basta que una caja de ahorros se vaya a la bancarrota para depreciar la moneda más que veinte años de falsificaciones.
—Esto es un préstamo —se excusó Yuri—. No me cobrarán si lo recupero y lo devuelvo. En caso contrario, tendré una deuda: cuarenta centavos por dólar.
—Es un buen trato.
—Me están haciendo un favor. Lo que quiero saber es si se darán cuenta. Y si se dan cuenta…
—No se darán cuenta —lo calmé—. Echarán un vistazo rápido en un sitio con poca luz, y dudo que se les ocurra pensar en billetes falsos. Además, el precinto del banco es un buen detalle. ¿También lo imprimen ellos?
—Sí.
—Los vamos a redistribuir un poco —resolví—. Utilizaremos los precintos del Chase, pero sacaremos seis billetes de cada fajo y los sustituiremos por billetes auténticos, tres en la parte superior y tres en la parte inferior. ¿Cuánto tienes ahí, Yuri?
—Doscientos cincuenta mil en billetes falsos. Y Dani ha conseguido algo más de sesenta mil, de cuatro personas distintas.
Hice los cálculos.
—Eso nos coloca alrededor de los ochocientos mil. Nos acercamos lo bastante. Creo que habrá trato.
—Gracias a Dios —dijo Yuri.
Peter retiró el precinto de uno de los fajos de billetes falsos y los fue pasando, al tiempo que los contemplaba absorto y sacudía la cabeza. Kenan acercó una silla y empezó a retirar seis billetes de cada fajo.
Y entonces sonó el teléfono.