En septiembre del año pasado, Elaine y yo disfrutamos de una idílica tarde en Brighton Beach. Cogimos la línea Q del metro hasta el final y luego paseamos por Brighton Beach Avenue, curioseamos en las paraditas de productos frescos, miramos escaparates y luego fuimos a explorar las calles laterales, con sus casas de madera y su laberinto de callejuelas, callejones y callejas, pasajes, pasadizos y travesías. La mayoría de la población estaba formada por judíos rusos, muchos de ellos recién llegados, y el barrio nos había parecido de lo más exótico, aunque también esencialmente neoyorquino. Comimos en un restaurante georgiano, luego recorrimos el paseo marítimo de madera hasta Coney Island y vimos cómo personas más valientes que nosotros se bañaban en el océano. Después pasamos una hora en el Acuario y, por último, regresamos a casa.
Si aquel día nos hubiéramos cruzado con Yuri Landau por la calle, supongo que no le habríamos prestado demasiada atención. Allí hubiera estado en su salsa, como seguramente en otros tiempos lo había estado en las calles de Kíev o de Odesa. Era un tipo grandote, de pecho amplio, cuyo rostro podría haber servido como modelo del obrero por antonomasia en los murales de la época del realismo socialista: frente despejada, pómulos altos, planos faciales de rasgos muy marcados y mandíbula prominente. Tenía el pelo lacio, de color castaño claro, y la costumbre de echar la cabeza hacia atrás para apartárselo de la cara.
Debía de andar por los cuarenta y tantos y llevaba ya diez años en Estados Unidos. Había emigrado con su esposa y su hija de cuatro años, Liudmilla. En la Unión Soviética se dedicaba a trapichear en el mercado negro y, ya en Brooklyn, había probado suerte con varios negocios oscuros, hasta iniciarse no mucho después en el tráfico de narcóticos. Le había ido bastante bien, pero también es cierto que se trata de un negocio en el que nadie se limita a ir tirando. Si a uno no lo asesinan o termina en la cárcel, por lo general se gana bien la vida en ese mundillo.
A su esposa le habían diagnosticado, cuatro años atrás, un cáncer de ovario con metástasis. Habría sobrevivido otros dos años y medio gracias a la quimioterapia. La mujer esperaba vivir lo bastante como para ver a su hija terminar la secundaria, pero había muerto el pasado otoño. Liudmilla, que ahora se hacía llamar Lucía, se había graduado en primavera y cursaba en la actualidad primero de bachillerato en la Academia Chichester, un instituto privado para chicas, situado en Brooklyn Heights. La cuota era muy alta, pero también las exigencias académicas. Eran muchas las exalumnas de la Academia Chichester que habían estudiado en universidades de la Ivy League, o en universidades femeninas como Bryn Mawr y Smith.
Cuando Kenan había empezado a llamar a sus colegas narcotraficantes para advertirles de posibles secuestros, había estado a punto de no llamar a Yuri Landau. No eran íntimos, de hecho apenas se conocían, pero básicamente era porque Kenan consideraba invulnerable a Yuri Landau: su esposa ya estaba muerta.
Ni siquiera se le había ocurrido pensar en la hija. Aun así, había hecho la llamada y Landau había interpretado el aviso como una confirmación de que las medidas que había adoptado al iniciar Lucía sus estudios en Chichester eran las adecuadas. En lugar de permitir que la niña fuera en metro o en autobús a clase, había dispuesto que una empresa de transporte privado la recogiera todos los días a las siete y media de la mañana y luego la esperara todas las tardes delante de la Academia Chichester, a las tres menos cuarto en punto. Si Lucía quería ir a casa de alguna amiga, el coche de la empresa privada la acompañaba y luego, cuando ella llamaba, iba a recogerla y la llevaba a casa. Si quería ir a algún sitio del barrio, normalmente salía de casa con el perro. El perro en cuestión era un rodesiano bastante manso, pero con un aspecto lo suficientemente feroz como para desalentar a cualquiera.
A primera hora de aquella tarde, se había recibido una llamada en la secretaría de la Academia Chichester. Un caballero que hablaba con suma educación había explicado que era el asistente del señor Landau y que llamaba para solicitar que se dejara salir a Liudmilla media hora antes, debido a un imprevisto familiar.
—Ya he avisado a la empresa de transporte —le aseguró a la mujer que atendió el teléfono— y enviarán un coche a esperarla delante de la escuela, a las dos y cuarto. Lo que ocurre es que, seguramente, no serán ni el coche ni el conductor de esta mañana.
El hombre añadió que, si surgía algún inconveniente, no debía llamar a la residencia del señor Landau sino contactar directamente con él, el señor Pettibone, en un número que procedió a facilitarle de inmediato.
A la mujer no le hizo ninguna falta llamar a aquel número, porque la petición del señor Pettibone no suponía ningún problema. Convocó a Lucía (nadie en el colegio la conocía como Liudmilla) a secretaría y le dijo que ese día saldría antes. A las dos y diez, la mujer miró por la ventana y vio una furgoneta de color verde oscuro aparcada justo delante de la entrada del centro, en Pineapple Street. No se parecía mucho a los modernos turismos GM que por lo general acompañaban a la chica por la mañana y la recogían por la tarde, pero era obvio que aquel era el vehículo indicado, pues en el lateral se podía leer claramente el nombre y dirección de la empresa de transporte privado: Chaverim Livery Service, seguido de una dirección en Ocean Avenue. Y el conductor, que rodeó el vehículo para poder abrirle la puerta a Lucía, llevaba la misma chaqueta azul y la misma gorra que el resto de los conductores de la empresa.
En cuanto a Lucía, subió a la furgoneta sin inmutarse siquiera. El conductor cerró la puerta, rodeó de nuevo el vehículo, se sentó al volante y condujo hasta la esquina de Willow Street, momento en el que la mujer dejó de mirar.
A las tres menos cuarto salieron el resto de las alumnas y, minutos más tarde, el conductor habitual de Lucía se presentó en la academia con el Oldsmobile Regency Brougham de color gris que había utilizado esa misma mañana para acompañarla. Esperó pacientemente junto al bordillo, pues sabía que la chica a veces tardaba hasta quince minutos en salir. El conductor habría esperado ese tiempo, y más, sin quejarse, pero una de las compañeras de Lucía lo reconoció y le dijo que se había equivocado.
—Porque Lucía ha salido antes —le contó—. La han venido a buscar hará como media hora.
—Venga ya —dijo el hombre, creyendo que la chica le estaba gastando una broma.
—¡Es verdad! Su padre ha llamado a secretaría y ya ha venido a buscarla un coche. Pregúntele a la señorita Severance, si no me cree.
El conductor no entró para confirmar esa versión con la señorita Severance. De haberlo hecho, la mujer habría llamado de inmediato a la residencia de los Landau y, probablemente, a la policía. Lo que hizo fue utilizar la radio de su coche para llamar a la jefa de tráfico y averiguar qué coño estaba pasando.
—Si había que recogerla antes —protestó—, podrías haberme mandado a mí, ¿no? Y si no me podías mandar a mí, al menos podrías haberme dicho que no viniera a la hora de siempre.
Como es lógico, la jefa de tráfico no sabía de qué estaba hablando el conductor. Cuando por fin lo entendió, buscó la única explicación razonable que se le ocurrió: que, por algún motivo, Landau había llamado a otra empresa. Podría haberse olvidado del tema y ya está. Tal vez todas las líneas estaban ocupadas cuando Landau había llamado, tal vez tenía prisa, tal vez había ido él en persona a recoger a la niña y no había podido llamar para anular el coche de costumbre. Pero, obviamente, algo no le cuadraba a la jefa de tráfico, porque buscó el número de Yuri Landau y lo llamó.
Al principio, Yuri no entendió a qué venía todo aquel rollo. O sea que en Chaverim alguien había cometido un error y habían ido dos coches en lugar de uno, por lo que el segundo conductor había hecho el viaje en balde. ¿Y ese era un motivo para llamarlo? Pero entonces empezó a caer en la cuenta de que había pasado algo raro. Recabó toda la información que pudo de la jefa de tráfico, le dijo que lamentaba las molestias y colgó.
Acto seguido, llamó a la academia y cuando habló con la señorita Severance y supo que había llamado un tal Pettibone, supuesto asistente del señor Landau, ya no le cupo la menor duda. Alguien había conseguido sacar a su hija de la escuela y llevársela en una furgoneta. Alguien la había secuestrado.
A esas alturas, la señorita Severance también empezó a atar cabos, pero Landau la convenció para que no llamara a la policía. Era mejor ocuparse de aquel asunto en privado, dijo, improvisando una historia mientras hablaba:
—Parientes maternos, muy ortodoxos, podríamos decir que son fanáticos religiosos. Llevan tiempo hostigándome para que la saque de Chichester y la envíe a no sé qué escuela como Dios manda de Borough Park. No se preocupe usted por nada, estoy convencido de que mañana mismo la tendrán de nuevo en clase.
Luego colgó y empezó a temblar.
Tenían a su hija. ¿Qué querían? Les daría a esos hijos de puta lo que quisieran, les daría todo cuanto poseía, pero ¿quiénes eran? ¿Y qué querían, por el amor de Dios?
¿No le había hablado alguien de otro secuestro, hacía apenas unas semanas?
Recordó de quién se trataba y llamó a Kenan. Y este me llamó a mí.
Yuri Landau vivía en Brightwater Court, en el ático de un edificio de ladrillo de doce plantas gestionado en régimen de cooperativa por los propietarios. En el vestíbulo embaldosado, dos jóvenes y fornidos rusos vestidos con chaquetas de mezclilla y gorra nos cerraron el paso cuando entramos. Peter ignoró al portero uniformado y les dijo a los otros dos que se llamaba Khoury y que el señor Landau nos estaba esperando. Uno de los rusos nos acompañó en el ascensor.
Cuando llegamos a casa de Landau, a eso de las cuatro y media, ya se había recibido la primera llamada de los secuestradores. Landau aún estaba tratando de asimilar lo que le habían dicho.
—Un millón de dólares —exclamó—. ¿De dónde voy a sacar un millón de dólares? ¿Quién está detrás de esto, Kenan? ¿Son negros? ¿Son esa gentuza de Jamaica?
—Son blancos —respondió Kenan.
—Mi Luschka —clamaba—. ¿Cómo ha podido pasar algo así? ¿Qué clase de país es este? —Se interrumpió al vernos—. Tú eres el hermano —le dijo a Peter—. ¿Y tú?
—Matthew Scudder.
—El que ha estado trabajando para Kenan. Bien. Gracias a los dos por venir. Pero… ¿cómo habéis entrado? He apostado a dos hombres en el vestíbulo, se supone que os tendrían que… —Vio entonces al hombre que había subido con nosotros—. Ah, estás ahí, Dani. Buen chico. Vuelve abajo y mantén los ojos bien abiertos. —Y, sin dirigirse a nadie en concreto, añadió—: Ahora pongo a mis hombres a vigilar. Cierro con llave el establo cuando ya me han robado el caballo. ¿Para qué? ¿Qué me pueden quitar ahora? Dios, ese cabrón de mierda, se llevó a mi esposa y ahora estos otros cabrones se han llevado a mi Luddy, mi Luschka. —Se volvió hacia Kenan—. Pero… aunque hubiera puesto a mis hombres a vigilar en el vestíbulo cuando tú me llamaste, ¿de qué habría servido? Se la han llevado del colegio, la han raptado delante de las narices de todo el mundo. Ojalá yo hubiera hecho lo mismo que tú. La enviaste al extranjero, ¿verdad?
Kenan y yo intercambiamos una mirada.
—¿Qué ocurre? Me dijiste que habías enviado a tu mujer al extranjero.
—Esa es la historia que inventamos, Yuri.
—¿Historia, dices? ¿Y por qué teníais que inventar una historia? ¿Qué ocurrió?
—La secuestraron.
—A tu mujer.
—Sí.
—¿Cuánto te sacaron?
—Me pidieron un millón. Negociamos y les ofrecí una cifra más baja.
—¿Cuánto?
—Cuatrocientos mil.
—¿Y pagaste el rescate? ¿Te la devolvieron?
—Pagué.
—Kenan. —Yuri lo agarró por los hombros—. Dímelo. Te la devolvieron, ¿verdad?
—Muerta —respondió Kenan.
—Oh, no —dijo Yuri. Se tambaleó como si hubiera recibido un golpe y levantó un brazo para protegerse el rostro—. No —prosiguió—. No me digas eso.
—Señor Landau…
Me hizo caso omiso y agarró a Kenan del brazo.
—Pero pagaste. ¿Les diste todo el dinero que pedían? ¿No trataste de engañarlos?
—Pagué, Yuri. Y la mataron de todos modos.
Yuri dejó caer los hombros.
—¿Por qué? —exigió saber. No se dirigía a nosotros sino a Dios, el cabrón de mierda que se había llevado a su esposa—. ¿Por qué?
Di un paso al frente e intervine.
—Señor Landau, se trata de hombres muy peligrosos, crueles e imprevisibles. Han asesinado al menos a otras dos mujeres además de a la señora Khoury. Por lo que sabemos, no tienen la menor intención de devolverle a su hija con vida. Me temo que existen motivos fundados para creer que ya está muerta.
—No.
—Si aún está viva, tenemos una oportunidad. Pero debe usted decidir cómo quiere enfocar el asunto.
—¿Qué quiere decir?
—Podría llamar a la policía.
—Han dicho que nada de policía.
—Es lógico que hayan dicho eso.
—Lo último que quiero es tener a la poli por aquí, husmeando en mi vida. En cuanto consiga reunir el dinero del rescate, querrán saber de dónde lo he sacado. Pero si sirve para recuperar a mi hija… ¿Qué pensáis? ¿Tenemos más posibilidades si llamamos a la poli?
—Puede que tenga usted más posibilidades de atrapar a los hombres que la han secuestrado.
—Eso me importa una mierda. ¿Y de recuperarla?
«Está muerta», pensé, pero me dije que no lo sabía a ciencia cierta y que a él no le hacía ninguna falta oírlo.
—Creo que la intervención de la policía a estas alturas no va a aumentar las posibilidades de recuperar a su hija con vida. Creo que más bien podría causar el efecto contrario. Si la policía entra en el asunto y los secuestradores lo descubren, cortarán por lo sano y se largarán. Y dudo que dejen a la chica con vida.
—Pues a la mierda la poli. Lo haremos nosotros. Y ahora, ¿qué?
—Ahora tengo que hacer una llamada de teléfono.
—Adelante. Un momento, quiero que la línea esté libre. Me han llamado, he hablado con el tipo y quería hacerle un millón de preguntas, pero ha colgado. «Deje la línea libre, nos pondremos en contacto con usted». Utilice el teléfono de mi hija, en esa puerta de ahí. Los críos se pasan la vida al teléfono, era imposible llamar a casa. Tenía el servicio de llamada en espera, pero estaba volviendo loco a todo el mundo. Cada vez que estaba al teléfono, me sonaba el tono ese y entonces tenía que decirle a quien fuera que no colgara, que tenía otra llamada. Un horror. Al final lo di de baja y le puse a Liudmilla su propio teléfono, para que hablara todo lo que le diera la gana. Dios, que se queden todo lo que tengo, solo quiero que me la devuelvan.
Llamé al busca de TJ y tecleé el número de Landau en el teléfono en forma de Snoopy de Liudmilla. A juzgar por la decoración del dormitorio, tanto Snoopy como Michael Jackson parecían desempeñar un papel clave en la mitología personal de la chica. Recorrí la habitación de un lado a otro, mientras esperaba la llamada, y encontré una foto de familia sobre el tocador de esmalte blanco. En ella aparecía Yuri con una mujer de pelo oscuro y una niña de melena también oscura y rizada, que le caía sobre los hombros. Lucía aparentaba unos diez años en aquella foto. En otra fotografía aparecía ella sola, algo mayor. Parecía una imagen de la graduación, en junio del año anterior. En la foto más reciente llevaba el pelo corto y en su rostro se advertía una expresión demasiado seria y madura para la edad que tenía.
Sonó el teléfono. Lo cogí y oí su voz.
—Hola, ¿quién quiere hablar con TJ?
—Soy Matt.
—¡Hola, amigo! ¿Cómo estás, plexiglás?
—Un asunto, grave —le dije—. Es una emergencia y necesito tu ayuda.
—Cuenta con ello.
—¿Puedes localizar a los Kong?
—¿Quieres decir ahora mismo? A veces es difícil dar con ellos. Jimmy Hong también tiene un busca, pero no siempre lo lleva encima.
—A ver si consigues encontrarlo y le das este número.
—Vale. ¿Es todo?
—No. ¿Te acuerdas de la lavandería automática en la que estuvimos la semana pasada?
—Claro.
—¿Sabes llegar hasta allí?
—La línea R hasta la calla Cuarenta y cinco, una manzana hasta la Quinta Avenida y luego cuatro o cinco hasta las lavadoritas.
—No sabía que hubieras prestado tanta atención.
—Joder, tío —se ufanó TJ—. Yo siempre presto atención. Soy un tío despierto.
—Yo pensaba que solo eras imaginativo.
—Soy imaginativo y despierto.
—¿Puedes ir allí enseguida?
—¿Ahora mismo? ¿O llamo antes a los Kong?
—Llámalos y luego vete para allí. ¿Estás cerca del metro?
—Tío, yo siempre estoy cerca del metro. Te estoy llamando desde la cabina que liberaron los Kong, en la calle Cuarenta y tres con la Octava.
—Llámame en cuanto llegues allí.
—Vale. Ha pasado algo gordo, ¿no?
—Muy gordo —le respondí.
Dejé abierta la puerta del dormitorio para poder oír el teléfono si sonaba y volví al salón. Peter Khoury estaba junto a la ventana, contemplando el océano. No habíamos hablado mucho durante el trayecto hasta allí, pero me había dicho sin que yo le preguntara que no había vuelto a beber ni a drogarse desde la reunión en que nos habíamos visto.
—Así que ya llevo cinco días —dijo.
—Eso está muy bien.
—Esa es la línea política, ¿no? Un día o veinte años, da lo mismo. Le dices a alguien cuánto tiempo llevas sobrio y siempre te responde lo mismo, que está muy bien. «Hoy estás sobrio y eso es lo que cuenta». Joder, ya no sé ni lo que cuenta.
Me acerqué a Kenan y a Yuri y empezamos a hablar. El teléfono de la habitación no sonó, pero al cabo de unos quince minutos o así, sonó el del salón y Yuri respondió.
—Sí, Landau al habla —dijo, al tiempo que me lanzaba una mirada significativa y, luego, sacudía la cabeza para apartarse el pelo de la cara—. Quiero hablar con mi hija. Tiene que dejarme hablar con mi hija.
Me acerqué a él y me pasó el teléfono.
—Espero que la chica esté viva —dije.
Se produjo un silencio.
—¿Quién coño eres tú?
—Soy tu mejor oportunidad de hacer un intercambio limpio: la chica por el dinero. Pero más te vale no hacerle daño: si estás jugando a algo, será mejor que lo dejes ahora mismo, no vaya a ser que empiece a llover. Porque para que haya trato, la chica tiene que estar viva y en perfecto estado.
—Vete a la puta mierda —me increpó.
Se produjo una pausa y pensé que iba a añadir algo, pero colgó.
Les trasladé la conversación a Yuri y a Kenan. Yuri estaba nervioso, le preocupaba que yo pudiera fastidiarlo todo al adoptar una línea dura. Kenan le dijo que yo sabía lo que hacía. Ni siquiera yo tenía muy claro que Kenan estuviera en lo cierto, pero le agradecí el apoyo.
—Lo importante ahora es que siga viva —los tranquilicé—. Tenemos que hacerles saber que no pueden imponer sus condiciones en el intercambio, sin darnos antes una prueba de que tienen una rehén viva.
—Pero si los cabreas…
—Esos tíos ya están chiflados. Sé a qué te refieres —dije, tuteándolo—. No quieres darles una excusa para matarla, pero es que no necesitan ninguna excusa. Ya lo tienen planeado. Lo que tenemos que hacer es darles un motivo para que no la maten.
Kenan me respaldó.
—Yo lo hice todo tal y como ellos dijeron —afirmó—. Hice todo lo que quisieron. Y me la devolvieron…
Kenan vaciló, y yo terminé la frase para mis adentros: «Cortada en trocitos». Pero Kenan no le había revelado los detalles de la muerte de Francine a Yuri, ni tampoco lo hizo en ese momento.
—… me la devolvieron muerta —concluyó.
—Necesitaremos dinero —observé—. ¿Cuánto tienes? ¿Cuánto puedes conseguir?
—Dios, no lo sé —respondió—. Dinero en efectivo no tengo mucho. ¿Querrán cocaína esos hijos de puta? Porque tengo quince kilos en tabletas a unos diez minutos de aquí. —Se volvió para mirar a Kenan—. ¿Quieres comprarla? Dime tú lo que quieres pagar.
Kenan negó con la cabeza.
—Te prestaré lo que tengo en la caja fuerte, Yuri. Ya estoy hasta el cuello, porque tengo una operación de hachís que se va a joder en cualquier momento. Adelanté la pasta y creo que fue un error.
—¿Hachís de dónde?
—De Turquía, vía Chipre. Hachís opiáceo. Qué más da, si tampoco va a salir bien. Debo de tener unos cien mil en la caja fuerte. Cuando sea el momento, iré a casa a buscarlos. Son tuyos.
—Sabes que te los devolveré.
—No te preocupes por eso.
Landau parpadeó para contener las lágrimas y, cuando volvió a hablar, lo hizo con voz entrecortada. Apenas consiguió pronunciar las palabras.
—Escuchen a este hombre —dijo—. Apenas lo conozco, apenas conozco a este puto árabe, pero me va dar cien mil dólares.
Se acercó a Kenan y lo abrazó, sollozando. En ese momento sonó el teléfono en la habitación de Lucía. Fui a cogerlo y era TJ, que llamaba desde Brooklyn.
—Estoy en la lavandería automática —dijo—. ¿Qué hago? ¿Espero a que llegue un blanco y use la cabina?
—Eso es. Tarde o temprano se dejará caer por ahí. Si pudieras instalarte en el restaurante que está al otro lado de la calle y vigilar desde allí la entrada de la lavandería…
—Voy a hacer algo aún mejor, tío. Me quedaré dentro de la lavandería, como si estuviera esperando a que terminara mi lavadora. En este barrio hay gente de todos los colores, así que nadie se fijará en mí. ¿Has hablado con los Kong?
—No. ¿Los has localizado?
—He mandado un mensaje al busca y he tecleado tu número, pero si Jimmy no lleva el busca encima, no sirve de nada enviarle el mensaje.
—Como el árbol del bosque.
—¿El qué?
—Nada, déjalo.
—Seguimos en contacto —dijo.
Cuando volvieron a llamar, contestó Yuri. Dijo: «Un momento» y me pasó enseguida el teléfono. En esta ocasión, la voz que hablaba era distinta, más suave, más educada. Tenía un deje repulsivo, es cierto, pero no transmitía tanta rabia como la del primer interlocutor.
—Veo que ha entrado un nuevo jugador en la cancha —observó—. Creo que no nos han presentado.
—Soy amigo del señor Landau. Mi nombre no importa.
—Me gusta saber quién está al otro lado.
—En cierta manera —le dije—, estamos los dos en el mismo lado, ¿no le parece? Los dos queremos que el intercambio salga bien.
—Entonces, solo tienen que seguir las instrucciones.
—No, no es tan sencillo.
—Claro que lo es. Nosotros les decimos lo que tienen que hacer y ustedes lo hacen. Si es que quieren volver a ver a la chica.
—Tiene que demostrarme que está viva.
—Le doy mi palabra.
—Lo siento.
—¿No confía en mi palabra?
—Perdió usted mucha credibilidad cuando devolvió a la señora Khoury en tan lamentable estado.
Se produjo una pausa. Y luego:
—Qué interesante. No parece usted muy ruso, ¿sabe? Ni tampoco detecto el acento de Brooklyn en su voz. En el caso de la señora Khoury, se dieron circunstancias muy particulares. Su esposo trató de regatear, como es costumbre entre los de su raza. Digamos que rebanó el precio y, a cambio, nosotros… Bueno, usted mismo puede terminar la frase, ¿no es así?
«Y Pam Cassidy», pensé. ¿Qué hizo ella para provocarles? Pero en lugar de eso, me limité a decir:
—No discutiremos el precio.
—Pagarán el millón, entonces.
—Por la chica, viva y en buen estado.
—Le aseguro que está ambas cosas.
—Pero sigo necesitando algo más que su palabra. Que se ponga al teléfono, para que su padre pueda hablar con ella.
—Me temo que eso no… —empezó a decir, pero entonces se oyó la voz grabada de un locutor de NYNEX que pedía más monedas—. Volveré a llamar —dijo.
—¿Con monedas de veinticinco centavos? Deme el número y ya lo llamaré yo.
Se echó a reír y cortó la comunicación.
Yuri y yo estábamos solos en el apartamento cuando se produjo la siguiente llamada. Kenan y Peter habían salido con uno de los dos guardaespaldas de abajo, para conseguir todo el dinero que pudieran. Yuri les había dado una lista de nombres y números de teléfono y, por otro lado, ellos tenían sus propias fuentes. Habría sido mucho más fácil hacer las llamadas desde el ático, pero solo teníamos dos líneas de teléfono y yo quería mantenerlas libres las dos.
—Tú no estás metido en el negocio, ¿verdad? —me preguntó Yuri—. Eres una especie de poli, ¿no?
—Detective privado.
—Detective privado… Así que has estado trabajando para Kenan y ahora trabajas para mí, ¿no?
—Solo trabajo. No espero que me pongas en nómina, si te refieres a eso.
Le restó importancia al asunto con un gesto de la mano.
—Este es un buen negocio —dijo—, pero también es un mal negocio, ¿sabes?
—Eso creo.
—Quiero dejarlo. Y ese es uno de los motivos de que no tenga dinero en efectivo. Gano muchísimo dinero, pero no lo quiero en efectivo, ni tampoco en mercancía. Tengo varios aparcamientos, un restaurante… Lo tengo invertido, ¿sabes? Dentro de poco dejaré para siempre el negocio de la droga. Muchos estadounidenses empiezan como gánsteres y acaban como honrados hombres de negocios.
—Algunos.
—Y otros son gánsteres toda la vida. Pero no todos. De no ser por Devorah, ya lo habría dejado.
—¿Tu esposa?
—Los gastos del hospital, los médicos… Dios mío, lo que llegó a costar. No teníamos seguro médico. Éramos unos pardillos, qué íbamos a saber nosotros de la Cruz Azul. En fin, qué más da. Pagué sin rechistar. Y hubiera pagado aún más para que siguiera viviendo, lo hubiera dado todo. Hasta me habría vendido los empastes de oro para que viviera un solo día más. Pagué cientos de miles de dólares y vivió todo los días que pudieron concederle los médicos. Y qué días, pobrecita mía, lo que llegó a sufrir. Pero quería vivir lo máximo posible, ¿sabes?
Se pasó la enorme mano por la frente y, estaba a punto de añadir algo más, cuando sonó el teléfono. Sin decir palabra, lo señaló.
Respondí.
—¿Volvemos a intentarlo? —insistió la misma voz de antes—. Me temo que la chica no puede ponerse al teléfono, de eso ni hablar. ¿De qué otra forma podemos demostrarles que se encuentra bien de salud?
Tapé el auricular con una mano.
—Dime algo que solo pueda saber tu hija.
Yuri se encogió de hombros.
—¿El nombre de su perro?
—Pregúntele —dije, hablando de nuevo al teléfono— cómo… No, un momento. —Tapé de nuevo el auricular y me dirigí a Yuri—. Eso pueden haberlo averiguado. La habrán estado siguiendo durante una semana o más, conocen sus horarios y, sin duda, la habrán visto pasear por el parque y llamar al perro por su nombre. Piensa en otra cosa.
—Tuvimos otro perro antes de este —dijo—. Un perrito blanco y negro. Lo atropelló un coche. Liudmilla era muy pequeña por entonces.
—Pero ¿se acuerda del nombre?
—¿Cómo lo iba a olvidar? Adoraba a aquel perro.
—El nombre de su perro —dije, hablando del nuevo al teléfono—, y el del perro que tuvo antes de este. Que los describa a ambos y le diga los nombres.
El hombre se echó a reír.
—Con un perro no basta. Tienen que ser dos.
—Sí.
—Así se asegura usted por partida doble. De acuerdo, jugaremos a su manera, amigo mío.
Me pregunté qué haría a continuación.
Había llamado desde un teléfono público, de eso estaba seguro. No había hablado el tiempo suficiente como para que se le acabara la moneda, pero no era lógico que a esas alturas cambiara el patrón, sobre todo teniendo en cuenta que le había funcionado muy bien hasta ese momento. Estaba en un teléfono público y ahora tenía que averiguar el nombre y la descripción de dos perros, tras lo cual tendría que volver a llamarme.
Pongamos que no estuviera llamando desde el teléfono de la lavandería automática. Pongamos que estuviera llamando desde alguna cabina en la calle, lo bastante lejos de su casa como para haber cogido el coche. En ese caso, tendría que volver a su casa, aparcar, entrar y preguntarle a Lucía Landau cómo se llamaban sus dos perros. Y luego tendría que salir en busca de otro teléfono para comunicarme la información.
¿Es eso lo que yo haría si estuviera en su lugar?
Quizá sí. O quizá no. Tal vez decidiría gastar otra moneda y ahorrarme un poco de tiempo y otro viajecito, así que llamaría a casa, donde mi compinche estaba vigilando a la chica. Le diría que le quitara la mordaza durante un minuto y que me dijera la respuesta.
Ojalá pudiéramos contar con los Kong…
Pensé, y no era la primera vez, en lo fácil que resultaría todo si tuviéramos a Jimmy y a David instalados en la habitación de Lucía, con su módem conectado al teléfono de Snoopy y el ordenador portátil sobre el tocador de la chica. Podrían utilizar el teléfono de Lucía para escuchar la línea de su padre y localizar al instante cualquier llamada que se recibiera.
Si Ray llamaba a su casa para averiguar el nombre de los perros, localizaríamos esa línea y sabríamos dónde tenían escondida a la chica antes incluso de que él averiguara cómo se llamaban los perros. Antes de que tuviera tiempo de comunicarme esa información, ya podríamos tener coches apostados en los dos sitios, uno para atraparlo a él cuando saliera de la cabina y otro para sitiar la casa.
Pero no podía contar con los Kong. Solo podía contar con TJ, que estaba sentado en una lavandería automática de Sunset Park, esperando a que alguien utilizara el teléfono público. Y si TJ no hubiera sido lo bastante despilfarrador como para gastarse la mitad de sus fondos en un busca, ni siquiera tendría eso.
—Es para volverse loco —se quejó Yuri—. No soporto estar aquí sentado, mirando el teléfono, esperando a que suene.
Y estaba tardando. Era obvio que Ray —así era como pensaba en él y en una ocasión me había faltado poquísimo para dirigirme a él por ese nombre— no había llamado a su casa, por el motivo que fuera. Pongamos diez minutos para ir hasta su casa, otros diez para obtener las respuestas de la chica y otros diez para buscar otro teléfono y llamarnos. Menos, si se daba prisa. Más, si Ray se detenía a comprar cigarrillos, o si la chica estaba inconsciente y tenían que reanimarla.
Pongamos media hora en total. Tal vez un poco más, tal vez un poco menos, pero pongamos una media hora.
Si la chica estaba muerta, la media hora podía alargarse un poco. Supongamos que lo estaba. Supongamos que la habían matado de buenas a primeras, que se la habían cargado antes incluso de llamar a su padre. Esa era, sin duda, la forma más fácil de proceder. No existía el peligro de que huyera. Ni tenían que preocuparse de que no gritara.
¿Y si estaba muerta?
No podían admitirlo. Porque si lo admitían, se quedaban sin rescate. Tampoco es que lo necesitaran, dado que le habían sacado cuatrocientos mil dólares a Kenan hacía menos de un mes, pero eso no significaba que no quisieran más dinero. Cuando se trata de dinero, la gente siempre quiere más. De no haber sido así, probablemente no se habría producido la primera llamada, tal vez ni siquiera el secuestro. Era muy fácil secuestrar a una mujer cualquiera en la calle si lo único que querían era divertirse. No hacía falta ser ingeniosos.
Así pues, ¿qué harían a continuación?
Supuse que intentarían hacerse los locos. Dirían que la chica estaba colocada, que la habían drogado y que no conseguía concentrarse lo bastante como para responder a las preguntas. O se inventarían algún nombre e insistirían en que eso era lo que había dicho Lucía.
Pero nosotros sabríamos que mentían y estaríamos convencidos casi en un noventa por ciento de que habían matado a Lucía. Lo que ocurre es que uno cree solo lo que quiere creer y nosotros querríamos creer en la posibilidad, por escasa que fuera, de que siguiera con vida. Y eso nos llevaría a pagar el rescate, porque en el caso de que decidiéramos no pagarlo, entonces no tendríamos absolutamente nada que hacer.
Sonó el teléfono. Contesté de inmediato, pero era un gilipollas que se había equivocado de número. Me deshice de él, pero treinta segundos más tarde volvió a llamar. Le pregunté a qué número llamaba y el número era correcto, pero el tipo quería hablar con alguien de Manhattan. Le recordé que primero tenía que marcar el prefijo.
—Ah, es verdad —dijo—. Siempre se me olvida. Qué tonto soy.
—Esta mañana también he recibido unas cuantas llamadas como esa —observó Yuri—. Gente que se equivocaba de número. Una lata.
Asentí. ¿Habría llamado Ray mientras yo me deshacía del imbécil aquel? Si ese era el caso, ¿por qué no volvía a llamar? La línea estaba desocupada. ¿A qué coño estaba esperando?
Tal vez yo hubiera cometido un error al pedirle pruebas. En el caso de que la chica ya estuviera muerta desde el principio, entonces yo solo les estaba obligando a admitirlo. Pero, en lugar de marcarse un farol, Ray podía decidir cancelar la operación y correr a esconderse.
En cuyo caso, ya podía pasarme la vida esperando a que Ray llamara de nuevo, porque no volvería a tener noticias suyas.
Yuri tenía razón. Era para volverse loco, estar allí sentado, contemplando el teléfono. Esperando a que sonara.
En realidad, solo tardó doce de los treinta minutos que yo había calculado. Sonó el teléfono y descolgué. Dije hola y Ray me respondió:
—Sigo pensando que me gustaría saber cuál es su papel en todo esto. Tiene que ser usted traficante. ¿Es un narco de los importantes?
—Iba usted a contestar unas preguntas —le recordé.
—Estaría bien que me dijera usted su nombre. A lo mejor lo reconozco.
—A lo mejor reconozco yo el suyo.
Se echó a reír.
—Oh, no lo creo. ¿Por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¿Teme que localice la llamada?
Me lo imaginé para mis adentros, burlándose de Pam: «Elige una, Pammy. Una para ti y la otra para mí. ¿Con cuál te quedas, Pammy?».
—La moneda es suya —dije.
—Exacto. En fin. El nombre del perro, ¿no? A ver, pensemos en los nombres típicos: Fido, Towser, King, Rover… Esos son los que más gustan, ¿no?
Mierda, pensé, está muerta.
—¿Y Spot? ¡Corre, Spot, corre! No es mal nombre para un rodesiano.
Pero eso podría haberlo averiguado después de pasarse semanas espiando a la chica.
—El perro se llama Watson.
—Watson —dije.
Al otro lado del salón, el perrazo cambio de posición y levantó las orejas. Yuri asintió.
—¿Y el otro perro?
—Pide usted mucho. ¿Cuántos perros quiere?
Esperé.
—No ha sabido decirme de qué raza era el otro perro. Era muy pequeña cuando murió. Dice que lo tuvieron que poner a dormir. Una manera muy tonta de expresarlo, ¿no? Cuando se mata algo, hay que tener el valor de llamar a las cosas por su nombre. No dice usted nada. ¿Sigue ahí?
—Sigo aquí.
—Supongo que era de raza mezclada, como casi todo el mundo, ¿no? A ver, el nombre va a ser un problema, porque es una palabra rusa y a lo mejor no la he entendido bien. ¿Qué tal su ruso, amigo mío?
—Tendría que pasarle el plumero.
—Plumero… sería un buen nombre para un perro. Sí, a lo mejor se llamaba Plumero. Vaya, es usted un público difícil, amigo mío. No es fácil hacerle reír.
—Soy un público cautivo.
—Ah, ojalá fuera así. De ser esas las circunstancias, usted y yo podríamos mantener una conversación muy interesante. En fin, tal vez en otra ocasión.
—Ya veremos.
—Sí, ya veremos. Pero quiere usted saber el nombre del perro, ¿verdad? El perro está muerto, amigo mío. ¿De qué sirve el nombre? Dale al perro un nombre muerto, dale al perro muerto un mal nombre…
Esperé.
—A lo mejor lo pronuncio mal: Balalaika.
—Balalaika —dije.
—Parece que es el nombre de un instrumento musical, o eso me ha dicho. ¿Qué me dice? ¿Le suena?
Miré a Yuri Landau y él asintió, con un gesto inequívoco. Al otro lado de la línea, Ray estaba diciendo algo más, pero la verdad es que no me enteré. Me sentía mareado y tuve que apoyarme en la encimera de la cocina para no caer al suelo.
La chica estaba viva.