Durante la siguiente semana y pico, sucedieron varias cosas.
Hice tres viajes a Sunset Park, dos de ellos solo y el tercero en compañía de TJ. Una tarde en que me sentía inquieto, lo llamé al busca y él me devolvió la llamada casi al momento. Nos encontramos en la estación de metro de Times Square y fuimos juntos hasta Brooklyn. Comimos en una tienda de comida preparada, tomamos un café con leche en el bar cubano y luego estuvimos deambulando por ahí. Hablamos mucho y, si bien no descubrí gran cosa acerca de él, él sí descubrió una cuantas cosas sobre mí, siempre y cuando me estuviera escuchando, claro.
Mientras esperábamos el metro para volver a la ciudad, me dijo:
—Oye, no tienes que pagarme nada. Tampoco hemos hecho nada.
—Tu tiempo tendrá algún valor, ¿no?
—Si hubiera estado trabajando, vale, pero lo único que he hecho es deambular por ahí. Llevo toda la vida haciéndolo gratis.
Otra noche de esa semana, cuando estaba a punto de salir de casa para ir a reunión, recibí una llamada de Danny Boy y salí disparado hacia un restaurante italiano en Corona, donde últimamente habían visto a tres patanes de poca monta gastar dinero a espuertas. Parecía poco probable que se tratara de ellos, pues Corona se encuentra en el norte de Queens, a años luz de Brooklyn, pero fui de todas formas y me bebí una San Pellegrino en la barra mientras esperaba que llegaran tres tipos vestidos con traje de seda y se dedicaran a derrochar dinero.
La tele estaba puesta y, a las diez en punto, en el informativo del Canal 5, emitieron las imágenes de tres tipos a quienes la policía acababa de detener por robar y golpear con una pistola a un comerciante en diamantes de la calle Cuarenta y siete. Al ver a los tipos, el camarero dijo:
—¡Eh, mirad eso! Esos cabrones han estado aquí las tres últimas noches, gastando dinero como si no supieran qué hacer con él. Ya me imaginaba yo de dónde habían sacado la pasta.
—Se la han ganado al viejo estilo —apostilló el hombre que estaba a mi lado—. Robando.
Me encontraba a unas pocas manzanas del Shea Stadium, aunque eso seguía dejándome a cientos de kilómetros de los Mets, que esa misma tarde habían perdido por muy poco ante los Cubs, en Wrigley. Los Yankees jugaban en casa contra los Indians. Cogí el metro y me fui a casa.
En otro momento de esa semana recibí una llamada de Drew Kaplan, quien me dijo que Kelly y sus colegas de la Brigada de Homicidios querían que Pam fuera a Washington y visitara el Centro Nacional para la Investigación de Delitos Violentos que el FBI tenía en Quantico. Le pregunté cuándo iba a ir.
—No va —se quejó Kaplan.
—¿Se ha negado?
—A instancias de su abogado.
—No sé qué decirte —respondí—. El Departamento de Relaciones Públicas ha sido siempre el más poderoso del FBI, pero la verdad es que lo que he oído contar sobre la división que investiga los asesinatos en serie impresiona bastante. Creo que debería ir.
—Ya —dijo—, lástima que tú no seas su abogado. Amigo mío, a mí se me ha encomendado velar por sus intereses. De todas formas, parece que la montaña vendrá a Mahoma, pues mañana envían a un tipo.
—Ya me contarás cómo ha ido —dije—, siempre y cuando no vulnere lo que tú consideras velar por los intereses de tu clienta.
Kaplan se echó a reír.
—No te pongas susceptible, Matt. ¿Para qué se va a pegar la paliza de ir hasta Washington, D. C.? Que venga el tipo ese a Nueva York.
Tras la reunión con el experto en perfiles psicológicos, Kaplan volvió a llamar para decir que tampoco había sido nada del otro mundo.
—El tipo me ha parecido un poco indiferente —comentó—. Como si le fastidiara perder el tiempo con un asesino que solo ha matado a dos mujeres y mutilado a una tercera. Tengo la sensación de que cuantos más asesinatos cometa el asesino en serie, más elementos para trabajar les proporciona.
—Tiene sentido.
—Ya, pero es un triste consuelo para las posibles víctimas, que seguramente preferirían que los polis cogieran al tipo cuanto antes en lugar de permitir que les proporcionara una información tan interesante para su base de datos. El tipo del FBI le estaba contando antes a Kelly que han elaborado un perfil muy sólido de no sé qué loco de la costa Oeste. Son capaces de afirmar que de pequeño coleccionaba sellos y saben incluso a qué edad se hizo el primer tatuaje, pero aún no han detenido a ese hijo de puta. Si no lo he entendido mal, lleva ya cuarenta y dos asesinatos, más otros cuatro probables.
—Ahora entiendo por qué Ray y su amigo le parecen asesinos de poca monta.
—Y tampoco se ha dejado impresionar por la frecuencia. Dice que los asesinos en serie suelen manifestar un nivel de actividad más elevado, es decir, que no esperan meses entre una víctima y otra. Dice que o bien no le han cogido aún el tranquillo o bien solo actúan de manera ocasional en Nueva York y han cometido la mayoría de sus crímenes en alguna otra parte.
—No —le rebatí—, conocen la ciudad demasiado bien.
—¿Por qué dices eso?
—¿Qué?
—¿Cómo sabes que conocen demasiado bien la ciudad?
Porque habían enviado a los Khoury a dar vueltas por todo Brooklyn, pero eso no se lo podía decir.
—Abandonaron los cadáveres en dos cementerios distintos, los dos alejados de Manhattan —dije—, además de Forest Park. ¿Conoces a algún forastero capaz de recoger a una chica en Lexington Avenue y terminar en un cementerio de Queens?
—Cualquiera podría hacerlo —dijo— si recoge a la chica equivocada. Déjame pensar qué más ha dicho. Sí, ha dicho que seguramente tenían treinta y pocos años, y que es probable que sufrieran abusos sexuales en la infancia. Ha soltado un montón de generalidades, pero también ha dicho algo que me ha puesto la piel de gallina.
—¿El qué?
—Bueno, resulta que este tipo lleva veinte años en el departamento, más o menos desde que se creó. Ha dicho que ya le falta poco para jubilarse y que no ve la hora de que llegue ese día.
—¿Porque está quemado?
—Es más que eso. Ha dicho que el índice de sucesos de este tipo se está incrementando de una forma muy alarmante. Que, según la curva que está trazando ese índice en el gráfico, creen que los casos se van disparar de aquí a fin de siglo. Asesinato por diversión, lo llaman. En su opinión, se va a convertir en la actividad de moda de los años noventa.
Cuando yo llegué no lo hacían, pero últimamente, en los encuentros de Alcohólicos Anónimos, suelen invitar a recién llegados que llevan sobrios menos de noventa días. Les piden que se presenten y digan cuántos días hace que no beben. En la mayoría de las reuniones, esas declaraciones arrancan unos cuantos aplausos. En San Pablo, sin embargo, no. La culpa la tiene un antiguo miembro que estuvo acudiendo a las reuniones todas las noches durante dos meses y que antes de empezar siempre decía: «Me llamo Kevin, soy alcohólico y llevo un día sin probar el alcohol. Anoche bebí, ¡pero hoy estoy sobrio!». La gente se cansó de aplaudir tal declaración y, en la siguiente asamblea votamos, tras un largo debate, dejar de aplaudir. «Me llamo Al —dice alguien—, y llevo once días sin beber». «Hola, Al», nos limitamos a responder.
El día en que fui caminando desde Brooklyn Heights hasta Bay Ridge y recogí el dinero de los gastos en casa de Kenan Khoury, era miércoles. El martes siguiente, en la reunión de las ocho y media, me llegó una voz conocida desde el fondo de la sala:
—Me llamo Peter, soy alcohólico y drogadicto, y llevo dos días sin tomar nada.
—Hola, Peter —respondió todo el mundo.
Había planeado ir a hablar con él durante el descanso, pero me entretuve charlando con la mujer que estaba sentada a mi lado y, cuando me volví para buscar a Peter, este ya no estaba. Lo llamé más tarde desde el hotel, pero no me contestó. Llamé entonces a casa de su hermano.
—Peter está sobrio —le dije—. O lo estaba hace una hora. Lo he visto en una reunión.
—He hablado con él hoy mismo. Me ha dicho que aún tiene casi todo el dinero y que al coche no le ha pasado nada. Le he dicho que me importan una mierda el coche y el dinero, que lo que me importa es él, y me ha dicho que estaba bien. ¿Tú como lo has visto?
—No lo he visto. Solo lo he oído hablar en voz alta, pero cuando he ido a buscarlo ya no estaba. Solo llamaba para decirte que está vivo.
Me dio las gracias. Dos noches más tarde, Kenan me llamó y me dijo que estaba abajo, en el vestíbulo de mi hotel.
—Tengo el coche aparcado en doble fila. ¿Ya has cenado? Baja, te espero en la calle.
Una vez dentro del coche, dijo:
—Tú conoces Manhattan mejor que yo. ¿Adónde quieres ir? Elige un sitio.
Fuimos al Paris Green, en la Novena Avenida. Bryce me saludó por mi nombre y nos acompañó a una mesa junto a la ventana, mientras Gary nos hacía alegres gestos desde la barra. Kenan pidió una copa de vino y yo una Perrier.
—Es bonito —observó Kenan.
Después de pedir la cena, dijo:
—No sé, tío. No he venido a Manhattan por ningún motivo en concreto. Me he subido al coche, me he puesto a conducir y no se me ocurría ningún sitio adonde ir. Antes lo hacía siempre, conducir y ya está, contribuir a la escasez de petróleo y a la contaminación del aire. ¿Lo has hecho alguna vez? Ah, qué digo, si ni siquiera tienes coche. Pongamos que un fin de semana quieres irte por ahí. ¿Cómo lo haces?
—Alquilo un coche.
—Ya, claro —asintió—. No se me había ocurrido. ¿Lo haces a menudo?
—Bastante a menudo, cuando hace buen tiempo. Mi novia y yo solemos ir al norte del estado, o a Pensilvania.
—Ah, así que tienes novia… Me lo he preguntado alguna vez. ¿Hace mucho que estáis juntos?
—No mucho.
—¿A qué se dedica, si me permites que te lo pregunte?
—Es historiadora del arte.
—Qué bien. Debe de ser muy interesante.
—Ella dice que es interesante, sí.
—Me refería a ella. Que debe de ser una persona interesante.
—Mucho —dije.
Esa noche, Kenan tenía mejor aspecto. Se había cortado el pelo y se había afeitado, pero aún desprendía una aire de fatiga, bajo el cual parecía fluir una corriente de inquietud.
—No sé qué hacer con mi vida —dijo—. Me quedo en casa, pensando, y me vuelvo loco. Mi mujer está muerta, mi hermano está haciendo vete tú a saber qué, mi negocio se está yendo a la mierda y yo no sé qué hacer.
—¿Qué pasa con tu negocio?
—Nada, o todo. He cerrado un trato durante el viaje que acabo de hacer y espero un envío para la semana que viene.
—Quizá sería mejor que no me contaras nada.
—¿Has probado el hachís? Si solo eras alcohólico, lo más probable es que no.
—No.
—Eso es lo que voy a recibir. Cultivado en el este de Turquía y trasladado hasta aquí vía Chipre, o eso me han dicho.
—¿Y cuál es el problema?
—El problema es que no tendría que haber participado en esa operación. Está metida gente en la cual no tengo motivos para confiar, y mi participación obedece al peor de los motivos posibles: que necesitaba algo que hacer.
—Yo puedo trabajar para ti en el asunto de la muerte de tu esposa. Puedo trabajar para ti con independencia de cómo te ganes la vida, y hasta puedo infringir unas cuantas leyes por ti. Pero no puedo trabajar para ti ni contigo en lo que respecta a tu profesión.
—Petey me dijo que si trabajaba para mí, acabaría volviendo a consumir. ¿Eso a ti también te preocupa?
—No.
—Porque nunca tocarías la droga.
—Supongo que no.
Reflexionó durante unos instantes y luego asintió.
—Lo entiendo —dijo al fin—. Y lo respeto. Por otro lado, me gustaría que trabajaras conmigo porque me sentiría tranquilo si tú me cubrieras las espaldas. Y es un trabajo muy lucrativo, ya lo sabes.
—Desde luego.
—Pero es sucio, ¿verdad? Lo sé. ¿Cómo no iba a serlo? Es un trabajo sucio.
—Pues déjalo.
—Me lo estoy pensando. Nunca creí que llegara a convertirse en un trabajo para toda la vida. Siempre me imaginaba que seguiría un par de años más, unas cuantas operaciones más, un poco más de dinero en el paraíso fiscal… La historia de siempre, ¿no? Ojalá legalizaran la droga, así sería más fácil para todo el mundo.
—Un poli me dijo exactamente lo mismo el otro día.
—Pero eso no va a pasar nunca. O tal vez sí. Y déjame que te diga una cosa: yo lo agradecería.
—¿Y a qué te dedicarías entonces?
—Vendería otra cosa. —Se echó a reír—. En este último viaje conocí a un tío, libanés como yo, y salí con él y con su esposa mientras estábamos en París. «Kenan —me dijo—, tienes que dejar este negocio, porque te mata el alma». Quería que trabajara con él. ¿Sabes a qué se dedica? Es traficante de armas, joder, se dedica a vender armas. «Tío —le contesté—, mis clientes solo se matan a sí mismos con la mercancía. Tus clientes matan a otras personas». «No es lo mismo —insistió él—. Yo trato con gente amable y respetable». Y entonces se puso hablar de toda la gente importante que conocía: agentes de la CIA, agentes secretos de otros países… Así que a lo mejor dejo el negocio de la droga y me dedico a comerciar a gran escala con la muerte.
—¿Es esa tu única opción?
—¿Lo dices en serio? No, claro que no. Podría comprar y vender lo que quisiera. No sé, puede que mi padre se hubiera obsesionado demasiado con el rollo ese de que los fenicios eran comerciantes, pero no cabe duda de que nuestro pueblo se dedica a comerciar por todo el mundo. Cuando dejé la universidad, lo primero que hice fue viajar. Me fui a visitar a mis familiares. Los libaneses están desperdigados por todo el mundo. Tengo unos tíos en Yucatán, y primos por toda América Central y América del Sur. Me fui a África, a un país llamado Togo en el que viven unos parientes de mi madre. Nunca había oído hablar de Togo hasta que fui allí. Mis parientes controlan el mercado negro de divisas en Lomé, que es la capital de Togo. Tienen unas cuantas oficinas en un edificio del centro de Lomé. No hay ningún cartel en el vestíbulo y tienes que subir un tramo de escalones, pero por lo demás se hace todo bastante a la vista. La gente entra y sale durante todo el día, para cambiar dólares, libras esterlinas, francos, cheques de viaje… Y oro. Compran y venden oro. Lo pesan y calculan el precio.
»Durante todo el día, el dinero pasa de un lado a otro de la mesa que tienen allí. No te puedes ni imaginar la cantidad de dinero que manejaban. Yo era un crío, jamás había visto mucho dinero junto, pero allí había millones y millones. Solo se llevaban un uno o un dos por ciento de cada transacción, pero el volumen de operaciones era enorme.
»Vivían en un complejo de viviendas vallado, a las afueras de la ciudad. Tenía que ser enorme para que pudieran alojarse tantos sirvientes. Yo me críe en Bergen Street, tío, siempre había compartido habitación con mi hermano, y de repente me encuentro con mis primos, que tenían como cinco sirvientes por cabeza. Incluyendo a los niños. Y no exagero. Al principio me sentía bastante incómodo, porque me parecía un despilfarro, pero luego me aclararon los motivos: si una persona era rica, tenía la obligación de dar trabajo a mucha gente. De esa forma, creaba empleo y ayudaba a los demás.
»“Quédate”, me dijeron. Querían que entrara en el negocio. Y si no me gustaba Togo, tenían parientes políticos que se dedicaban a lo mismo en Mali. “Pero Togo es más bonito”, me dijeron.
—¿Aún podrías ir?
—Empezar una nueva vida en un nuevo país es una de esas cosas que se hacen a los veinte años.
—¿Cuántos tienes ahora? ¿Treinta y dos?
—Treinta y tres. Es un poco tarde para empezar por el puesto más bajo.
—A lo mejor no tendrías que empezar repartiendo el correo.
Se encogió de hombros.
—Lo más gracioso es que Francine y yo lo hablamos. Ella no lo veía claro porque le daban miedo los negros. La idea de formar parte de un puñado de blancos en un país de población negra le resultaba angustiosa. «¿Y si se hacen con el poder?», me decía. «Cariño, ¿con qué poder se van a hacer? Si es su país… Ya les pertenece». Pero ella no se mostraba muy razonable al respecto. —Se le quebró la voz—. Y mira con quién se subió a una furgoneta, mira quién la mató. Blancos. Te pasas la vida teniéndole miedo a algo, y luego resulta que te mata otra cosa. —Me observó fijamente—. No solo se trata de que la hayan matado: además es como si la hubieran borrado. Como si hubiera cesado de existir. Ni siquiera vi un cadáver, solo vi partes, trozos. Fui a la clínica de mi primo en plena noche y convertí esos trozos en cenizas. Francine se ha ido, pero en mi vida ha quedado un agujero y no sé cómo llenarlo.
—Dicen que lleva tiempo —le comenté.
—Pues que se lleve el mío. Tengo tiempo, pero no sé qué hacer con él. Me paso todo el día en casa y acabo hablando solo. En voz alta, quiero decir.
—Es algo que suelen hacer las personas que estaban acostumbradas a tener a alguien al lado. Se te pasará.
—Bueno, y si no se me pasa, ¿qué más da? ¿Quién me va oír, si estoy hablando solo? —Bebió un sorbo de su vaso de agua—. Y luego está el sexo —añadió—. No sé qué coño hacer con el tema del sexo. Tengo ganas, ¿sabes? Soy joven, es normal.
—Hace un momento eras demasiado viejo para empezar una nueva vida en África.
—Ya sabes lo que quiero decir. Tengo ganas y no solo no sé qué hacer al respecto, es que ni siquiera me parece bien tener ganas. Me parece desleal sentir deseos de acostarme con una mujer, con independencia de que lo haga o no. Y, por otro lado, ¿con quién me iba a acostar, por mucho que decidiera hacerlo? ¿Qué se supone que tengo que hacer, tirarle los tejos a alguna mujer en un bar? ¿Ir a un salón de masajes y pagarle a una coreana bizca para que me ayude a correrme? ¿Tener putas citas, o sea, llevar a una tía al cine y darle conversación? Me imagino haciendo algo así y pienso que más me vale quedarme en casa y cascármela, pero no lo hago porque incluso eso me parece una deslealtad. —Se reclinó de golpe en la silla, incómodo—. Lo siento, no quería soltarte todo este rollo de mierda. No tenía pensado decir todo eso, ni siquiera sé de dónde ha salido.
Cuando volví al hotel, llamé a mi historiadora del arte. Esa noche tenía clase y aún no había vuelto, así que le dejé un mensaje en el contestador y me pregunté si me llamaría cuando llegara.
Habíamos tenido una pelotera unas cuantas noches atrás. Después de cenar, habíamos alquilado una peli que ella quería ver y yo no, y puede que tal vez por eso estuviera un poco resentido, no lo sé. Fuera lo que fuese, esa noche nos pasaba algo. Después de la peli, ella hizo un comentario bastante subido de tono y yo le insinué que tal vez podría esforzarse un poco por no hablar como una puta. En otras circunstancias, esa réplica mía hubiera resultado aceptable, pero se lo solté como si lo pensara de verdad, a lo cual ella respondió con un comentario igual de hiriente.
Le pedí disculpas y ella me las pidió a mí, y los dos dijimos que no pasaba nada, pero ninguno de los dos tenía esa sensación. Cuando llegó el momento de irse la cama, ella se acostó en una punta de la ciudad y yo en la otra. Al día siguiente hablamos pero no mencionamos el incidente, ni lo hemos mencionado aún, por lo que sigue flotando en el aire cada vez que hablamos e incluso cuando no hablamos.
Elaine me llamó a eso de las once y media.
—Acabo de llegar —dijo—. He ido a tomar una copa con unas amigas después de clase. ¿Qué tal el día?
—Muy bien.
Lo estuvimos comentando durante unos minutos y luego le pregunté si era demasiado tarde para pasarme por allí.
—Ay —dijo—, yo también tengo ganas de verte.
—Pero es demasiado tarde.
—Creo que sí, mi vida. Estoy hecha polvo, lo único que me apetece es darme una ducha y meterme en la cama. ¿Te enfadas?
—Claro que no.
—¿Hablamos mañana?
—Sí. Que descanses.
Colgué y dije «Te quiero», pero me dirigí a una habitación vacía y las palabras rebotaron en las paredes. Habíamos aprendido demasiado bien a desterrar esa frase de nuestras conversaciones cuando estábamos juntos, así que en ese momento, al oírme pronunciarla en voz alta, me pregunté si era cierto.
Sentía algo, pero no sabía qué era. Me di una ducha, me sequé y mientras estaba allí de pie, contemplando mi propio rostro en el espejo del lavabo, supe qué era lo que sentía.
Todos los días se celebran dos reuniones a medianoche. La que me quedaba más cerca era la de la calle Cuarenta y seis Este y llegué justo cuando estaban empezando. Me serví una taza de café y me senté. Minutos más tarde, escuché una voz que me resultaba familiar:
—Me llamo Peter, soy alcohólico y drogadicto. —«Bien», pensé—. Llevo un día sobrio.
No tan bien. El jueves llevaba dos días, y esa noche solo uno. Pensé en lo difícil que debía de ser para él intentar subir de nuevo al bote salvavidas y no conseguirlo. Pero luego dejé de pensar en Peter Khoury porque había ido a la reunión por mí mismo, no por él.
Escuché atentamente la introducción y, si bien no sabría decir a ciencia cierta de qué se habló, cuando el orador guardó silencio y abrió el debate, levanté la mano enseguida.
—Me llamo Matt y soy alcohólico. Llevo un par de años sobrio y he recorrido un largo camino desde mi primera reunión, así que a veces se me olvida que aún estoy muy jodido. Estoy atravesando una fase difícil en mi relación de pareja, pero ni siquiera me había dado cuenta hasta hace muy poco. Antes de venir aquí esta noche, me sentía inquieto y me he pasado cinco minutos debajo de la ducha para entender qué me pasaba. Y entonces me he dado cuenta de que era miedo, de que estoy asustado.
»Ni siquiera sé qué es lo que me asusta, pero tengo la sensación de que si me dejo llevar, descubriré que todo en este puto mundo me da miedo. Me da miedo tener una relación de pareja y me da miedo no tenerla. Me da miedo despertarme un día de estos, mirarme al espejo y ver a un viejo que me devuelve la mirada. Me da miedo morirme un día en mi habitación y que no se entere nadie hasta que el olor empiece a llegar más allá de las paredes.
»Así que me he vestido y he venido aquí porque no quiero beber y no quiero sentirme así, y porque después de todos estos años aún no sé por qué me ayuda desahogarme de esta manera, pero me ayuda. Gracias.
Supuse que tal vez había hablado como un sentimental sin remedio, pero uno aprende a no darle importancia a lo que piensen los demás, y no se la di. Me había resultado especialmente fácil soltar todo el rollo en aquella sala porque no conocía a nadie, excepto a Peter Khoury, y si solo llevaba un día sobrio, lo más probable es que todavía no fuera capaz de comprender frases enteras, y menos aún recordarlas después.
Y puede que, al fin y al cabo, tampoco hubiera sonado tan patético. Al terminar la reunión nos pusimos todos en pie y rezamos juntos la Plegaria de la Serenidad. Después se me acercó un hombre que había estado sentado dos filas por delante de mí y me pidió el número de teléfono. Le di una tarjeta.
—No estoy casi nunca —le dije—, pero puede dejarme un mensaje.
Charlamos durante unos minutos y luego fui en busca de Peter Khoury, pero ya no estaba. No sé si se había marchado antes de que terminara la reunión o si se había escabullido nada más terminar, pero de una u otra forma, ya no estaba.
Tenía el presentimiento de que no quería verme, y lo entendía. Recordé las dificultades que yo mismo había tenido al principio: pasaba unos días sin beber, luego recaía y volvía a empezar de nuevo. Peter contaba con la desventaja de haber estado sobrio durante bastante tiempo, por lo que haber perdido lo que ya tenía resultaba humillante. Teniendo en cuenta todos esos factores, era lógico pensar que le llevaría algún tiempo recuperar la autoestima.
Y mientras, permanecía sobrio. Solo llevaba un día, pero en cierto modo eso es lo que lleva todo el mundo.
El sábado por la tarde, descansé un rato de ver tanto deporte en la tele y llamé a la operadora. Le conté que había perdido la tarjeta en la que se explicaba cómo activar y desactivar el servicio de desvío de llamadas. Me la imaginé comprobando mis datos, llegando a la conclusión de que yo jamás había contratado tal servicio y llamando al 911 para que la policía rodeara el hotel con sus coches patrulla. «¡Cuelga ese teléfono, Scudder, y sal de la habitación con los brazos en alto!».
Pero antes incluso de que hubiera terminado de pensar, la mujer ya me había puesto una grabación en la que una voz generada por ordenador me explicaba lo que tenía que hacer. Hablaba tan deprisa que no pude anotarlo todo, así que tuve que llamar una segunda vez.
Justo antes de salir del hotel para ir a ver a Elaine, seguí las instrucciones para activar el servicio y establecí que todas mis llamadas se desviaran automáticamente al número de Elaine. Esa era, al menos, la teoría, ya que yo no confiaba demasiado en el proceso.
Elaine había comprado entradas para el Manhattan Theatre Club, donde se representaba una turbia y taciturna obra de un dramaturgo yugoslavo. Tuve la sensación de que parte del sentido se había perdido al traducir; pero, aun así, lo que nos llegaba desde las candilejas seguía conservando una perturbadora intensidad. Me condujo hacia los más oscuros recovecos del yo sin necesidad de encender las luces.
La odisea resultó aún más terrible, si cabe, debido a que la obra se escenificó sin intermedio. Salimos de allí a las diez menos cuarto, lo cual fue providencial porque la experiencia nos había dejado extenuados. Los actores salieron a saludar, se encendieron las luces de la sala y nos marchamos de allí arrastrándonos como zombis.
—Un remedio efectivo.
—O un veneno efectivo. Lo siento, últimamente elijo exitazos, ¿verdad? Aquella peli que no te gustó nada y ahora esto.
—Tampoco es que no me haya gustado —dije—, pero me siento como si hubiera aguantado diez asaltos y me hubieran golpeado unas cuantas veces en la cara.
—¿Cuál crees que era el mensaje?
—Imagino que queda más claro en serbocroata. ¿El mensaje? Ni idea. Que el mundo está podrido, supongo.
—Para saber eso no hace falta ir a ver una obra de teatro —dijo Elaine—, solo tienes que leer el periódico.
—Ya, pero a lo mejor en Yugoslavia es diferente.
Cenamos cerca del teatro, pero el espíritu de la obra nos envolvía como un manto. A mitad de la cena, dije:
—Quiero decirte algo. Quiero disculparme por lo de la otra noche.
—Está olvidado, mi vida.
—No sé si está olvidado. Yo me he sentido muy raro en los últimos tiempos. En parte, es por el dichoso caso. Teníamos un par de pistas y me daba la sensación de que iba avanzando, pero ahora todo se ha vuelto a estancar y hasta yo me siento estancado. Pero no quiero que todo eso nos afecte. Me importas y nuestra relación también me importa.
—Y a mí también.
Charlamos un poco y las cosas parecieron suavizarse, aunque no era fácil dejar a un lado el espíritu de la obra teatral. Luego regresamos a casa de Elaine y ella escuchó los mensajes del contestador mientras yo iba al cuarto de baño. Cuando salí, advertí una expresión extraña en su rostro.
—¿Quién es Walter? —me preguntó.
—Walter…
—Solo ha llamado para saludarte, no es nada importante, quería que supieras que está ahí y que seguramente te llamará más tarde.
—Ah —me percaté—. Un tipo a quien conocí anteanoche. Acaba de dejar la bebida.
—¿Y le has dado este número?
—No —dije—, ¿por qué iba a hacer tal cosa?
—Eso mismo me pregunto yo.
—¡Ah! —exclamé, al caer en la cuenta—. Vaya, pues parece que funciona.
—¿El qué parece que funciona?
—El desvío de llamadas. Ya te conté que los Kong me habían puesto el servicio de desvío de llamadas, la noche en que estuvieron jugando con la compañía de teléfonos, ¿no? Lo he activado esta tarde.
—Entonces, tus llamadas se desvían aquí.
—Exacto. No estaba muy convencido de que funcionara, pero es obvio que sí funciona. ¿Qué ocurre?
—Nada.
—¿Estás segura?
—Desde luego. ¿Quieres escuchar el mensaje? Si quieres, te lo vuelvo a poner.
—No hace falta, si solo decía eso.
—¿Puedo borrarlo, entonces?
—Adelante.
Lo borró y dijo:
—Me preguntó qué habrá pensado al marcar tu número y encontrarse con un contestador en el que sale una voz femenina.
—Bueno, es obvio que no creía haberse equivocado de número, porque en ese caso no habría dejado ningún mensaje.
—Me pregunto quién se habrá imaginado que soy.
—Una mujer misteriosa con una voz sensual.
—Supongo que habrá pensado que vivimos juntos. A menos que sepa que vives solo.
—Lo único que sabe de mí es que estoy sobrio y como una cabra.
—¿Por qué como una cabra?
—Porque en la reunión en la que nos conocimos yo saqué mucha mierda. No sabe nada de mí, o sea que yo podría ser tranquilamente un sacerdote y tú el ama de llaves de la rectoría.
—Vaya, a ese juego aún no hemos jugado. Sacerdote y ama de llaves. «Bendígame, padre, porque he sido una niña muy mala y seguramente necesito unos azotes».
—No me extrañaría.
Elaine sonrió maliciosamente. La atraje hacia mí y, en ese momento, sonó el teléfono.
—Contesta tú. Seguro que es Walter.
Respondí y un hombre de voz grave preguntó por la señorita Mardell. Le pasé el auricular sin pronunciar palabra y me fui a la otra habitación. Me quedé junto a la ventana, contemplando las luces al otro lado del East River. Al cabo de unos minutos, entró Elaine y se quedó a mi lado. No hizo comentario alguno sobre la llamada, ni yo tampoco. Y entonces, diez minutos más tarde, sonó otra vez el teléfono, contestó Elaine y era para mí. Era Walter, quien, como suele pasar con los recién llegados al programa, seguía el consejo de usar mucho el teléfono. No hablé mucho rato con él. Después de colgar, le dije a Elaine:
—Lo siento, no ha sido una buena idea.
—Bueno, pasas mucho tiempo aquí. Está bien que la gente pueda localizarte.
Y unos cuantos minutos más tarde, añadió:
—Déjalo descolgado. No quiero que nadie nos localice esta noche.
Por la mañana, me pasé por el despacho de Joe Durkin y terminé yendo a comer con él y dos amigos suyos de la Brigada de Delitos Graves. Volví a mi hotel y me paré un momento en recepción por si tenía mensajes, pero no tenía. Subí a mi habitación, cogí un libro y, veinte minutos más tarde, sonó el teléfono.
—Se te olvidó desactivar el desvío de llamadas —dijo Elaine.
—Ay, Señor —me lamenté—. Ahora entiendo por qué no tenía ningún mensaje. Acabo de llegar a casa, he estado fuera toda la mañana y se me ha ido completamente de la cabeza. Tenía pensado ir directamente a casa y desactivarlo, pero se me ha olvidado. Espero que no te haya agobiado todo el día.
—No, pero…
—Espera, ¿cómo lo has conseguido? Si me llamas, ¿no desvía la llamada a tu casa y te dice que la línea comunica?
—Es lo que ha pasado la primera vez. Luego he llamado a la centralita y ellos te han pasado la llamada.
—Ah.
—O sea, que no desvía las llamadas que llegan desde la centralita.
—Es obvio que no.
—TJ ha llamado antes, pero eso no es lo importante. Matt, acaba de llamar Kenan Khoury. Tienes que llamarlo de inmediato. Ha dicho que era muy urgente.
—¿Ah, sí?
—Ha dicho cuestión de vida o muerte; probablemente, de muerte. No sé a qué se refiere, pero parecía muy preocupado.
Llamé de inmediato y contestó Kenan.
—Gracias a Dios, Matt. No cuelgues, tengo a mi hermano en la otra línea. Estás en casa, ¿no? Vale, no cuelgues, enseguida estoy contigo.
Se oyó un clic y luego, aproximadamente un minuto más tarde, otro. Enseguida oí la voz de Kenan.
—Va hacia ahí —dijo—. Va a tu hotel, te esperará justo delante.
—¿Qué le pasa?
—¿A Petey? Nada, está bien. Te va a llevar a Brighton Beach. Hoy no podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo con metros y leches.
—¿Qué hay en Brighton Beach?
—Un montón de rusos —dijo—. A ver cómo te lo explico… Me acaba de llamar uno de ellos para decirme que le está pasando algo parecido a lo que me pasó a mí.
Eso solo podía significar una cosa, pero quería asegurarme.
—¿Su mujer?
—Peor. Te tengo que dejar, nos vemos allí.