—No me imaginaba que fueras a hacer algo así —dijo Kenan—. O sea, llevar el asunto hasta un determinado punto para luego empaquetarlo y dejarlo en manos de la poli.
Procedí a explicarle de nuevo que para mí la decisión había estado muy clara, pues no creía tener muchas más opciones. Las cosas habían llegado a un punto en que la policía podía seguir líneas de investigación de forma mucho más eficaz que yo, y además había conseguido pasarles casi toda la información que había averiguado sin comprometer el nombre de mi cliente ni revelar que su esposa había muerto.
—No, si eso lo entiendo —dijo—. Ya sé por qué has hecho lo que has hecho. ¿Por qué no pedirles a ellos que hagan parte del trabajo? Para eso están, ¿no? Lo que pasa es que no me lo esperaba, y ya está. Me había imaginado más bien que los encontraríamos, que la cosa terminaría en una persecución en coche y un tiroteo. El rollo de siempre, vamos. No sé, a lo mejor es que paso mucho tiempo delante de la tele.
También tenía aspecto de pasar demasiado tiempo en aviones, demasiado tiempo en casa, demasiado tiempo bebiendo demasiado café en la cocina y en las habitaciones de la parte de atrás. Iba sin afeitar, con el pelo revuelto y demasiado largo. Había perdido peso y tono muscular desde la última vez que lo había visto y su rostro, antes atractivo, aparecía ahora demacrado, con oscuras bolsas bajo los oscuros ojos. Llevaba pantalones de lino de color claro, una camisa de seda de color bronce y mocasines sin calcetines, la clase de atuendo que por lo general le daba un aspecto sereno y elegante. Ese día, sin embargo, parecía desaliñado y un tanto indispuesto.
—Pongamos que los pilla la poli —aventuró—. ¿Qué pasa entonces?
—Depende de lo que puedan demostrar. Lo ideal es tener muchas pruebas físicas que los vinculen a uno de los asesinatos o a más de uno. En el caso de que no existan tales pruebas, es posible conseguir que uno de los asesinos testifique en contra de los otros a cambio de la oportunidad de solicitar que se rebajen los cargos.
—Dicho de otra manera, que los delate.
—Exacto.
—¿Y por qué permitir que a uno de ellos se le rebajen los cargos? La chica es una testigo, ¿no?
—Solo del delito que se cometió en su persona, y se trata de un cargo menos importante que el de homicidio. La violación y la sodomía con empleo de fuerza son delitos de clase B, y suelen comportar una pena de entre seis y veinticinco años de cárcel. Si se les puede acusar de homicidio en segundo grado, se enfrentarán a cadena perpetua.
—¿Y cortar un pecho?
—Se trata de agresión en primer grado, que es un delito menor que la violación y la sodomía. Creo que la pena máxima es de quince años.
—Pues me parece fatal —se lamentó—. Para mí, lo que le hicieron a esa pobre chica es peor que el homicidio. Que una persona mate a otra, bueno, a lo mejor no pudo evitarlo, o a lo mejor tenía algún motivo. Pero hacerle daño a alguien de esa manera, solo porque sí… ¿Qué clase de persona se comporta de esa manera?
—Los enfermos o las personas malvadas, como prefieras.
—Lo que me está volviendo loco es pensar en lo que le hicieron a Francine.
Se puso en pie y echó a andar. Cruzó la habitación y se acercó a la ventana.
—Intento no pensar en ello —prosiguió, sin volverse hacia mí—. Me digo una y otra vez que la mataron enseguida, que ella trató de resistirse y que ellos la golpearon para que se estuviera quieta, pero que la golpearon demasiado fuerte y se murió. Así, ¡zas!, al instante. —Se volvió hacia mí, con los hombros hundidos—. ¿Qué coño importa? Le hicieran lo que le hicieran, todo ha terminado. Francine ya no sufre, se ha ido, se ha convertido en cenizas. Y lo que no sea cenizas está con Dios, o así funciona según dicen. O está en paz, o se ha reencarnado en un pájaro o en una flor o en vete a saber qué. O, simplemente, se ha ido. No sé cómo funciona, no sé qué pasa después de la muerte. Nadie lo sabe.
—No.
—Se oyen tantas gilipolleces… Que si experiencias cercanas a la muerte, que si túneles al otro lado de los cuales están Jesús o el tío favorito de la persona que se está muriendo, que si te pasa toda tu vida por delante en un segundo… A lo mejor sí sucede de ese modo, no lo sé. O a lo mejor eso solo pasa en las experiencias cercanas a la muerte. Tal vez la muerte de verdad sea distinta. ¿Quién lo sabe?
—Yo no.
—No. Y además, ¿a quién coño le importa? Ya nos preocuparemos cuando nos llegue el momento. ¿Cuál es la pena máxima que les puede caer por violación? ¿Has dicho veinticinco años?
—Según la ley, sí.
—Y has dicho también sodomía. ¿Qué significa, en términos legales? ¿Penetración anal?
—Anal u oral.
Kenan frunció el ceño.
—Tengo que parar. Todo lo que decimos lo aplico de inmediato al caso de Francine y ya no puedo más, me estoy volviendo loco. Le pueden caer a uno veinticinco años por follarse a una mujer por el culo y solo quince por cortarle las tetas. Hay algo que no funciona.
—Cambiar la ley será complicado.
—No, solo estoy buscando la manera de echarle la culpa al sistema, eso es todo. De todas maneras, veinticinco años no es bastante. Una vida entera no es bastante. Son animales y tendrían que estar muertos, joder.
—Eso no puede hacerlo la ley.
—No —reconoció—. Vale. Lo único que tiene que hacer la ley es encontrarlos. A partir de ahí, puede pasar de todo. Si van a la cárcel, bueno, tampoco es tan difícil cargarse a alguien en la cárcel. Hay montones de tíos en el trullo dispuestos a ganarse unos pavos. O pongamos que los dejan en libertad o salen bajo fianza a la espera de que se celebre el juicio. Si están en la calle, es fácil cargárselos. —Sacudió la cabeza—. ¿Me oyes? Como si fuera el Padrino, repanchigado en mi silla, planeando golpes. ¿Quién sabe qué ocurrirá? A lo mejor para entonces ya se me ha pasado un poco la rabia, a lo mejor para entonces ya me conformo con que se pasen veinticinco años en una celda. ¿Quién sabe?
—También podríamos tener suerte y encontrarlos antes de que lo haga la policía —dije.
—¿Cómo? ¿Paseando por Sunset Park sin saber qué estamos buscando?
—Y utilizando parte de la información que obtenga la policía. Lo que sin duda harán será enviar todo lo que tengan a la oficina del FBI en la que se trabaja el perfil de los asesinos en serie. A lo mejor nuestra testigo consigue rellenar las lagunas mentales que tiene y podemos trabajar con un retrato robot o, al menos, una descripción física detallada.
—Así que quieres seguir adelante.
—Por supuesto.
Khoury reflexionó y asintió.
—Dime otra vez cuánto te debo.
—Le di mil dólares a la chica. El abogado no le va a cobrar nada. Los técnicos informáticos que se infiltraron en los archivos de la compañía telefónica cobraron mil quinientos, más los ciento sesenta de la habitación que usamos y los cincuenta de depósito por el teléfono, que no intenté recuperar. Digamos dos mil setecientos.
—Ya.
—He tenido otros gastos, pero me parecía justo descontarlos de mis honorarios. Estos gastos en concreto eran extraordinarios y no quería retrasar las cosas hasta obtener tu consentimiento. Si hay algo con lo que no estés conforme, podemos hablarlo.
—¿Qué es lo que tenemos que hablar?
—Tengo la sensación de que te preocupa algo.
Kenan lanzó un profundo suspiro.
—¿Ah, sí? La primera vez que hablamos el otro día, cuando llegué, me dijiste, si no recuerdo mal, que se lo habías pedido a mi hermano, o algo así.
—Exacto. No tenía el dinero, así que lo puse yo. ¿Por qué?
—¿Te dijo que no lo tenía o que esperaras hasta que yo te diera mi conformidad?
—Que no lo tenía. De hecho, me dijo a las claras que tú correrías con los gastos, pero que él no disponía de dinero en efectivo.
—¿Estás seguro de eso?
—Por supuesto. ¿Por qué? ¿Qué problema hay?
—¿No te dijo que él podía darte mi dinero?
—No. De hecho…
—¿Qué? De hecho, ¿qué?
—Dijo que sin duda tenías dinero en casa, pero que él no tenía acceso. Hizo una broma y comentó algo así como que a un yonqui, por muy hermano que sea, no se le da nunca la combinación de la caja fuerte.
—Eso dijo, ¿eh?
—No creo que se estuviera refiriendo exclusivamente a ti —añadí—. Lo dijo más en el sentido de que nadie con dos dedos de frente le proporcionaría esa información a un drogadicto, porque los drogadictos no son de fiar.
—O sea, que hablaba en general.
—Esa fue la impresión que me dio.
—Podría haberse referido a mí —dijo—, y no le habría faltado razón. Yo no le confiaría tanto dinero. Es mi hermano mayor, y seguro que pondría mi vida en sus manos, pero ¿una cifra de seis dígitos? No, no lo haría.
No dije nada.
—El otro día hablé con Petey —prosiguió—. Se suponía que tenía que pasar por aquí, pero no apareció.
—Vaya.
—Y otra cosa. El día en que me marché de viaje él me llevó al aeropuerto. Le di cinco mil dólares. Por si acaso tenía algún imprevisto. Así que cuando tú le pediste los dos mil setecientos…
—Menos. Hablé con él el sábado por la tarde y eso fue antes de que necesitara los mil dólares de Pam Cassidy. No sé qué cifra mencioné, mil quinientos o dos mil, supongo.
Kenan movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Tú le ves sentido a todo esto? Porque yo no. Lo llamas el sábado y te dice que no vuelvo hasta el lunes, pero que no pasa nada, que adelantes tú el dinero y que yo te lo devolveré cuando regrese. ¿Fue eso lo que te dijo?
—Sí.
—¿Y por qué iba a hacer una cosa así? Entiendo que no quisiera desprenderse de mi dinero en el caso de creer que yo no iba a estar de acuerdo. Pero en lugar de decirte que no y quedar como un tipo insensible, te dice que no tiene la pasta. Dicho de otra manera, que le da el visto bueno a esos gastos extraordinarios pero al mismo tiempo se guarda el dinero. ¿Tengo razón?
—Sí.
—¿Tú le diste a entender en algún momento que tenías un montón de dinero?
—No.
—Porque si él imaginaba que tú tenías pasta, era lógico que te dijera que la adelantaras, pero si no… Matt, no me gusta decirlo, pero esto me da mala espina.
—Y a mí.
—Creo que está consumiendo.
—Eso parece.
—Mantiene las distancias, dice que se va a pasar por aquí pero luego no aparece, lo llamo y no contesta. ¿A qué suena todo eso?
—Ya hace una semana y media que no lo veo en las reuniones. Bueno, tampoco es que vayamos siempre a las mismas reuniones, pero…
—Pero es normal que te lo encuentres de vez en cuando.
—Sí.
—Le di cinco de los grandes por si pasaba algo y, justo cuando pasa algo, va y dice que no tiene dinero. ¿En qué se lo ha gastado? O, si está mintiendo, ¿para qué guarda el dinero? Dos preguntas y una misma respuesta, me parece a mí. Ca-ba-llo. ¿Qué otra cosa, si no?
—Podría haber otra explicación.
—Estoy deseando oírla.
Cogió el teléfono, marcó un número y se quedó allí, esperando, mientras el teléfono sonaba al otro extremo de la línea. Debió de esperar al menos diez timbrazos antes de colgar.
—No contesta, pero eso no significa nada. Cuando se encerraba en casa con una botella, se podía pasar días enteros sin contestar al teléfono. En una ocasión le pregunté por qué no lo dejaba descolgado. Porque entonces sabrías que estoy en casa, me contestó. Es un cabronazo muy listo, mi hermano.
—Es la enfermedad.
—El hábito, querrás decir.
—En general, lo llamamos enfermedad. Aunque supongo que viene a significar lo mismo.
—Se metía caballo, ¿sabes? Estaba muy enganchado, pero lo dejó. Y entonces empezó a beber.
—Eso me contó.
—¿Cuánto tiempo llevaba sobrio? ¿Algo más de un año?
—Un año y medio.
—Yo creía que si alguien puede aguantar tanto tiempo, puede dejarlo para siempre.
—Un día es la máxima aspiración.
—Sí, ya —asintió con impaciencia—. De día en día. Todo eso ya lo sé, me conozco todos los eslóganes. Cuando empezó a dejarlo, Petey pasaba aquí mucho tiempo. Francey y yo nos sentábamos con él, le ofrecíamos café y lo dejábamos hablar. Venía y nos contaba todo lo que escuchaba en las reuniones, pero no nos importaba porque por fin estaba consiguiendo poner su vida en orden. Y luego, un día, me dijo que no le convenía pasar tanto tiempo conmigo porque yo podía poner en peligro su sobriedad. Ahora está por ahí con una papelina y una botella de whisky y… ¿qué ha sido de la puta sobriedad, eh?
—No sabes si eso es verdad, Kenan.
Se volvió hacia mí.
—¿Y qué otra va a ser, por Dios? ¿Qué quieres que esté haciendo con cinco de los grandes? ¿Comprar billetes de la lotería? No tendría que haberle dado tanto dinero, es una tentación demasiado grande. Si le ocurre algo, yo seré el culpable.
—No —lo tranquilicé—. Si le hubieras dado una caja de puros llena de heroína y le hubieras dicho: «Guárdame esto hasta que vuelva», entonces sí serías el culpable. Porque es una tentación demasiado grande, a la que nadie podría resistirse. Pero lleva un año y medio limpio y sobrio, y sabe cómo responsabilizarse de su propia sobriedad. Si tener el dinero lo ponía nervioso, solo debía llevarlo al banco, o pedirle a alguien del programa que se lo guardara. Puede que haya salido a pillar y puede que no, eso aún no lo sabemos, pero sea lo que sea lo que haya hecho, tú no le has obligado.
—Pero se lo he puesto fácil.
—Nunca es difícil. No sé cuánto cuesta una papelina hoy en día, pero aún se puede tomar una copa por dos dólares. Y una copa es lo único que hace falta.
—Una copa no te dura mucho tiempo, ¿verdad? Pero con cinco mil dólares, tiene para mucho tiempo. ¿Cuánto puede gastarse una persona en alcohol? ¿Veinte dólares al día si bebe en casa? ¿El doble o el triple si se lo bebe en el bar? La heroína es un capricho mucho más caro; aun así, dudo que nadie pueda chutarse más de doscientos dólares al día, y es de suponer que Petey tardará unos días en recuperar el hábito. Aunque se pusiera ciego de heroína, tardaría al menos un mes en inyectarse cinco de los grandes.
—No se pinchaba.
—Eso te contó, ¿eh?
—¿No es verdad?
Kenan negó con la cabeza.
—Eso le contaba a la gente y es verdad que durante un tiempo solo la esnifaba, pero también hubo una época en que se chutaba. Supongo que mentir hacía que el hábito pareciera menos grave. Además, creía que si las mujeres llegaban a saber que se había pinchado en otros tiempos, no querrían acostarse con él. Vale, tampoco es que últimamente arrase entre las tías, pero a nadie le gusta ponerse las cosas aún más difíciles. Imaginaba que, si las mujeres lo sabían, darían por sentado que compartía agujas y que era seropositivo.
—Pero ¿las compartía?
—Él dice que no. Se hizo la prueba y no tiene el virus.
—¿Qué ocurre?
—No, estaba pensando. A lo mejor sí compartía agujas, y a lo mejor ni siquiera se hizo la prueba del sida. También podría haberme mentido sobre eso.
—¿Y tú?
—Yo, ¿qué?
—¿Te pinchas? ¿O solo esnifas?
—No soy ningún yonqui.
—Peter me dijo que esnifas una papelina de caballo una vez al mes o así.
—¿Cuándo te dijo eso? ¿El sábado, por teléfono?
—Una semana antes. Estuvimos en una reunión, luego fuimos a comer algo y charlamos un rato.
—Y te contó eso, ¿eh?
—Me dijo que había estado en tu casa unos días antes y que estabas colocado. Que te lo había preguntado y lo habías negado.
Bajó la mirada durante un segundo y luego, cuando habló, bajó también la voz:
—Sí, es cierto. Me lo preguntó y yo lo negué. Pensé que se lo había creído.
—Pues no.
—No, supongo que no. Lo que me fastidió no fue meterme la droga, sino mentirle. No lo haría jamás delante de él y no lo habría hecho entonces de haber sabido que iba a venir, pero meterse una papelina muy de vez en cuando tampoco le hace daño a nadie, y menos a mí.
—Si tú lo dices…
—¿Te dijo una vez al mes? Si quieres que te diga la verdad, dudo que sea tanto. Yo diría que siete u ocho veces al año, diez como mucho. Nunca he pasado de ahí. No tendría que haberle mentido, tendría que haberle dicho: «Pues sí, me sentía como una puta mierda y me he colocado, ¿qué problema hay?». Porque yo puedo hacerlo unas cuantas veces al año y la cosa nunca va más allá, mientras que si él lo prueba una sola vez, se volverá a enganchar y le robarán los zapatos cuando se quedé traspuesto en el metro. Eso le pasó una vez, se despertó en calcetines en un metro de la línea D.
—Le ha pasado a mucha gente.
—¿A ti también?
—No, pero me podría haber pasado.
—Tú eres alcohólico, ¿no? Me he tomado una copa antes de que vinieras. Si me lo preguntaras, te diría que sí, no te mentiría. ¿Por qué, entonces, le mentí a mi hermano?
—Porque es tu hermano.
—Sí, es parte del motivo. Mierda, tío, es que estoy preocupado por él.
—Ahora mismo, no puedes hacer nada al respecto.
—No, claro. ¿Qué voy a hacer, recorrer las calles en coche buscándolo? Mejor aún, vamos los dos juntos. Tú miras por un lado del coche a ver si ves a los hijos de puta que se cargaron a mi esposa, y yo por el otro, a ver si veo a mi hermano. ¿Qué te parece el plan? —Hizo una mueca—. Pero mientras tanto, te debo dinero. ¿Cuánto hemos dicho, dos mil setecientos?
Sacó un rollo de billetes del bolsillo y contó veintisiete billetes de cien, lo cual redujo considerablemente el tamaño del rollo. Me dio los billetes y busqué un lugar donde guardármelos.
—Y ahora, ¿qué?
—Seguiré en el caso —dije—. Parte de lo que intente dependerá de lo que saque a la luz la investigación policial, pero…
—No —me interrumpió—, no me refiero a eso. ¿Qué haces ahora? ¿Has quedado para cenar, tienes algo que hacer en la ciudad o qué?
—Ah. —Me paré a reflexionar—. Supongo que regresaré a mi habitación. Llevo todo el día de pie, quiero darme una ducha y cambiarme de ropa.
—¿Y tienes pensado volver andando? ¿O vas a coger el metro?
—Bueno, andando no.
—Supongamos que te llevo.
—No es necesario que lo hagas.
Se encogió de hombros.
—Algo tendré que hacer —dijo.
Una vez en el coche, me preguntó dónde estaba la famosa lavandería automática y dijo que quería echarle un vistazo. Nos dirigimos hacia allí y Kenan aparcó el coche delante, al otro lado de la calle. Apagó el motor.
—Bueno, pues estamos en una operación de vigilancia —dijo—. Es así como se llama, ¿no? ¿O eso solo lo dicen en la tele?
—Por lo general, una operación de vigilancia dura bastantes horas —le expliqué—, así que espero que no lo estemos de verdad.
—No, solo quería quedarme aquí sentado unos minutos. Me pregunto cuántas veces habré pasado por aquí delante. Y nunca se me ha ocurrido pararme para hacer una llamada. Matt, ¿estás seguro de que son los mismos tipos que mataron a las otras dos mujeres y mutilaron a la chica?
—Sí.
—Porque en el caso de Francine había un móvil económico, y en los otros casos fue estrictamente por… ¿cuál es la palabra adecuada? ¿Placer? ¿Diversión?
—Lo sé. Pero las similitudes son demasiado concretas y demasiado sorprendentes. Tiene que tratarse de los mismos hombres.
—¿Por qué yo?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que por qué yo.
—Porque un narcotraficante es el objetivo perfecto: tiene mucho dinero y motivos de peso para mantener a la policía al margen. Eso ya lo hemos hablado antes. Y parece que uno de los hombres tenía una especie de fijación con las drogas. No dejó de preguntarle a Pam si conocía a algún camello, si se drogaba… Es obvio que estaba obsesionado por el asunto de las drogas.
—Pero eso explica por qué un traficante, no explica por qué yo. —Se inclinó hacia delante y apoyó ambos brazos en el volante—. Además, ¿quién sabe que soy traficante? Nunca me han arrestado, mi nombre no ha aparecido nunca en los medios de comunicación. No tengo el teléfono pinchado ni micrófonos en mi casa. Estoy segurísimo de que mis vecinos no tienen ni la más remota idea de cómo me gano la vida. La DEA me investigó hace un año y medio, pero tiraron la toalla porque sus investigaciones no llevaban a ninguna parte. Y en cuanto al Departamento de Policía de Nueva York, ni siquiera saben que existo. Si eres un perturbado a quien le gusta matar a mujeres y quieres hacerte rico sacándole la pasta a un traficante, ¿cómo descubres mi existencia? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué yo?
—Entiendo lo que quieres decir.
—Al principio pensaba que el objetivo era yo. Ya sabes, que todo empezó porque alguien quería hacerme daño y quitarme de en medio. Pero por lo que tú dices, eso no es cierto. La historia empieza con unos degenerados que disfrutan violando y asesinando. Luego deciden sacar provecho, luego deciden ir a por un traficante y entonces me eligen a mí. Así que no me sirve de nada investigar a tipos de la profesión, en busca de alguien que tal vez crea que le he hecho una putada en alguna operación y haya encontrado la forma de vengarse. No estoy diciendo que no haya chalados entre los que traficamos con droga, pero…
—No, te entiendo. Y tienes razón. Eres un blanco accidental. Estaban buscando a un traficante y sabían que tú lo eras.
—Pero ¿cómo? —preguntó Kenan. Luego vaciló—: Se me había ocurrido una idea.
—Te escucho.
—Bueno, no creo que tenga mucho sentido. Pero supongo que mi hermano explica su historia en las reuniones, ¿no? Se sienta delante de todo el mundo y cuenta lo que hizo y adónde le llevó su adicción. Y supongo que menciona cómo se gana la vida su hermano. ¿Tengo razón?
—Bueno, yo sabía que Pete tenía un hermano que traficaba con drogas, pero no sabía ni cómo te llamabas ni dónde vivías. Ni siquiera conocía el apellido de Pete.
—Si se lo hubieras preguntado, te lo habría dicho. Y… ¿cuánto te habría costado averiguar el resto? «Creo que conozco a tu hermano, ¿vive en Bushwick?». «No, en Bay Ridge». «¿Ah, sí? ¿En qué calle?». No sé, supongo que es un poco rocambolesco.
—A mí no me lo parece tanto. Te aseguro que en Alcohólicos Anónimos te encuentras con toda clase de gente y no es tan descabellado pensar que un asesino en serie acuda a las reuniones. Ya sabes que muchos asesinos famosos eran alcohólicos y, cuando mataban, siempre lo hacían bajo los efectos del alcohol. Pero no sé de ninguno que haya dejado la bebida gracias al programa.
—Pero ¿es factible lo que digo?
—Supongo. Casi todo es factible. Aun así, si nuestros amigos viven en Sunset Park y Peter acudía a las reuniones en Manhattan…
—Sí, tienes razón. Viven a dos kilómetros y medio de mi casa y pretendo que se vayan hasta Manhattan para enterarse de mi existencia. Pero, claro, cuando dije lo que dije no sabía que eran de Brooklyn.
—¿Cuando dijiste qué?
Me miró y frunció el ceño en un gesto de angustia.
—Cuando le dije a Petey que tenía que dejar de hablar de mi trabajo en las reuniones. Cuando le dije que tal vez era así como me habían localizado, que tal vez por eso habían elegido a Francine. —Se volvió y contempló la lavandería automática a través de la ventanilla—. Fue el día en que me llevó al aeropuerto. Fue un pronto, sabes, porque me estaba criticando por no sé qué historia, ya no me acuerdo, y entonces se lo solté en plena cara. Durante un segundo, se quedó como si acabara de darle una patada en la boca del estómago. Luego dijo algo, ya sabes, para darme a entender que no le había afectado, que no me lo iba a tener en cuenta, que sabía que solo se lo había dicho porque estaba rabioso.
Giró la llave en el contacto.
—A la mierda la lavandería —dijo—. Tampoco veo a un montón de gente haciendo cola para llamar. Larguémonos de aquí, ¿vale?
—Claro.
Y, una o dos manzanas más allá, dijo:
—Supongamos que empezó a pensar en ese comentario, que se puso a darle vueltas. Supongamos que se le quedó grabado. Supongamos que se preguntó si sería cierto. —Me lanzó una breve mirada—. ¿Crees que puede ser ese el motivo de que haya salido a buscar droga? Porque, te digo una cosa, si yo fuera Petey, probablemente lo habría hecho.
De vuelta en Manhattan, me dijo:
—Quiero ir a su casa y llamar a la puerta. ¿Te apetece acompañarme?
La cerradura de la puerta de la pensión estaba rota. Kenan abrió y dijo:
—Muy buena la seguridad. Muy buen sitio, en conjunto.
Entramos y subimos dos tramos de escalones, entre el típico olor a ratones y sábanas sucias, tan habitual en las pensiones sórdidas. Kenan se acercó a una puerta y escuchó durante unos segundos. Luego llamó con los nudillos y pronunció el nombre de su hermano. No obtuvo respuesta, así que repitió el proceso con los mismos resultados. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada.
—Me da miedo lo que pueda encontrarme ahí dentro —dijo— y, al mismo tiempo, me da miedo marcharme de aquí.
Encontré una Visa caducada en mi cartera y forcé la puerta con ella. Kenan me observó con una mirada de respeto.
La habitación estaba vacía y desordenada. Las sábanas estaban medio caídas en el suelo y, sobre una silla de madera, se amontonaba toda clase de ropa. Vi una biblia y un par de trípticos de Alcohólicos Anónimos sobre la cómoda de madera de roble. No vi, no obstante, ninguna botella ni artilugio alguno para drogarse. Sin embargo, sobre la mesilla de noche había un vaso. Kenan lo cogió y lo olisqueó.
—No sé —dudó—. ¿Qué te parece?
El vaso estaba seco por dentro, pero me pareció oler restos de alcohol. Aun así, podía tratarse de simple sugestión. No sería la primera vez que me parecía oler alcohol donde no lo había.
—No me gusta hurgar entre sus cosas —dijo Kenan—. Aunque no tenga gran cosa, tiene derecho a mantenerlo en privado. Es que me lo acabo de imaginar poniéndose azul con la aguja aún clavada en el brazo, ¿sabes a qué me refiero?
Ya en la calle, Kenan dijo:
—Bueno, tiene dinero. Al menos no le hará falta robar. A no ser que empiece a tomar cocaína, que te deja sin blanca, pero nunca le ha gustado mucho la coca. A Petey le va más el rollo sórdido, caer hasta lo más profundo que se pueda.
—Me identifico con eso.
—Ya. Si se le acaba la pasta, siempre puede vender el Camry de Francey. No tiene los papeles, pero está tasado en ocho o nueve mil dólares, así que no le costará venderlo sin documentación por unos cuantos cientos de dólares. Es la economía del yonqui, pura lógica.
Le conté a Kenan el chiste de Peter sobre la diferencia entre un yonqui y un alcohólico. Los dos te roban la cartera, le dije, pero el yonqui te ayuda a buscarla después.
—Sí —asintió Kenan—. Eso lo dice todo.