15

El martes dormí hasta tarde y, cuando me desperté, Elaine ya se había ido. Encontré una nota en la cocina en la que me decía que podía quedarme allí todo el tiempo que quisiera. Me preparé el desayuno y vi la CNN durante un rato. Luego salí y estuve caminando más o menos una hora. Terminé frente al edificio Citicorp, justo a tiempo de la reunión de mediodía. Después me fui a ver una peli en la Tercera Avenida, después al Frick a ver unos cuantos cuadros, luego cogí un autobús hasta Lexington y llegué por los pelos a una reunión que se celebraba a una manzana de la estación Grand Central, donde los usuarios de cercanías se abrían paso hacia el vagón restaurante.

La reunión trataba sobre el undécimo paso, el que decía que había que descubrir la voluntad de Dios a través de la oración y la meditación. Durante el debate se habló incansablemente de temas espirituales. Al salir, decidí darme un lujo y coger un taxi. Pasaron dos sin detenerse y cuando el tercero se paró, apareció una mujer vestida con traje entallado y vistosa pajarita que me apartó de un codazo y me robó el taxi. No había rezado ni meditado durante la reunión, pero tampoco me costó mucho imaginar cuál era la voluntad de Dios al respecto: quería que me fuera a casa en metro.

Encontré mensajes de que me habían llamado John Kelly, Drew Kaplan y Kenan Khoury. Me sorprendió que los tres compartieran la inicial del apellido, y eso que aún no había tenido noticias de los Kong. Encontré un cuarto mensaje de alguien que no había dado su nombre, solo había dejado un número. Decidí ser un poco cruel y devolver primero la llamada anónima.

Marqué el número, pero en lugar de sonar el teléfono al otro lado, solo se oyó un tono. Decidí que se había interrumpido la comunicación y colgué, pero luego lo pillé y marqué de nuevo el número. Al escuchar el tono, introduje mi propio número y colgué.

Al cabo de cinco minutos me sonó el teléfono. Descolgué y oí la voz de TJ:

—Hola, Matt, tío, ¿qué pasa?

—Tienes un busca.

—Sorprendido, ¿eh? Tío, he ganado quinientos pavos de una tacada. ¿Qué querías que hiciera, invertirlos en un plan de ahorro? Tenían una oferta especial, el busca y los primeros tres meses de servicio por ciento noventa y nueve dólares. Si quieres uno, te acompaño a la tienda. Me aseguraré de que te traten bien.

—Prefiero esperar un poco. ¿Y qué pasa después de esos tres meses? ¿Tienes que devolver el busca?

—No, tío, es mío. Pero tengo que pagar una pasta al mes para mantener la línea. Si dejo de pagar, seguirá siendo mío, pero cuando llames no pasará nada.

—Pues no es que tenga mucho sentido quedárselo.

—Hay un montón de tíos que lo tienen. Lo llevan todo el día, pero nunca lo oyes sonar porque no pagan.

—¿A cuánto asciende la cuota mensual?

—Me lo dijeron, pero no me acuerdo. Da igual. Lo tengo claro, tío, cuando hayan pasado esos tres meses tú me estarás pagando la cuota esa solo para tenerme a tu entera disposición.

—¿Y por qué iba a hacer yo eso?

—Porque soy indispensable, tío. Soy un factor clave para tu negocio.

—Porque eres imaginativo.

—¿Lo ves? Ya lo vas pillando.

Llamé a Drew, pero no estaba en el despacho y no quería molestarlo en casa. No llamé a Kenan Khoury ni a John Kelly, pues pensé que podían esperar. Bajé a la cafetería de la esquina para comer un trozo de pizza y tomarme un Coca-Cola y luego me fui a San Pablo para la tercera reunión del día. No recordaba la última vez que había asistido a tantas reuniones en un solo día, pero desde luego ya hacía bastante.

No era porque sintiera la tentación de beber. De hecho, la idea de beber nunca había estado más lejos de mi mente. Tampoco me sentía acosado por los problemas, ni me costaba tomar decisiones.

Sin embargo, me daba cuenta de que estaba experimentando una sensación de vacío, de agotamiento. La noche de picos pardos en el Frontenac me había pasado factura, aunque había mitigado los efectos con un par de comidas abundantes y nueve horas de sueño seguidas. Pero el caso aún me afectaba mucho. Había trabajado duro, me había dejado absorber por completo y, ahora, todo había terminado.

Aunque, en realidad, nada había terminado. Aún no se había identificado a los asesinos, y de detenerlos, nada de nada. Yo había realizado una, en mi opinión, excelente labor detectivesca que había producido resultados más que notables, pero el caso no estaba, ni de lejos, cerrado. Así que el agotamiento que sentía no formaba parte de la maravillosa sensación que se tiene al concluir algo. Estuviera cansado o no, debía cumplir ciertas promesas. Y me quedaba mucho camino por recorrer.

Así que acudí a otra reunión, porque allí me sentía seguro y tranquilo. Hablé con Jim Faber durante el descanso y salí con él cuando terminó la reunión. Jim no disponía de tiempo para tomar un café, pero lo acompañé un buen trecho camino de su casa y terminamos charlando en una esquina durante varios minutos. Luego me fui al hotel y, una vez más, no llamé a Kenan Khoury, pero sí a su hermano. Su nombre había surgido en la conversación con Jim, pues ninguno de los dos recordaba haberlo visto durante la última semana. Así que marqué el número de Pete, pero no obtuve respuesta. Luego llamé a Elaine y charlamos durante unos minutos. Me comentó que Pam Cassidy la había llamado para decir que no iba a llamar. Dicho de otra manera, que Drew le había pedido que de momento interrumpiera todo contacto con Elaine y conmigo. Quería que Elaine lo supiera para que no se preocupara.

Lo primero que hice al día siguiente por la mañana fue llamar a Drew. Me dijo que había ido todo bastante bien y que Kelly le había parecido un tipo un poco cerril, pero no irracional.

—Si tienes que pedir un deseo —dijo—, pide que ese tipo sea rico.

—¿Kelly? Uno no se hace rico en Homicidios. No es que se maten a trabajar…

—No, hombre, Kelly no. Ray.

—¿Quién?

—El asesino —aclaró—. El tío del alambre, por favor. ¿Es que no escuchas ni a tus propios clientes?

Pam no era mi cliente, pero Drew no lo sabía. Le pregunté de qué leches servía desear que Ray fuera rico.

—Para demandarlo y dejarlo en la puta ruina.

—Yo preferiría más bien verlo encerrado de por vida.

—Sí, es lo mismo que quiero yo —admitió Drew—, pero los dos sabemos lo que puede pasar en un juzgado de lo penal. Pero sí hay algo que te puedo prometer, es que si tenemos la suerte de que procesen a ese hijo de puta, le voy a interponer una demanda civil y le voy a quitar hasta el último centavo. Pero eso solo servirá de algo si el tipo tiene pasta.

—Nunca se sabe —dije.

Lo que yo sí sabía es que en Sunset Park no vivían precisamente muchos millonarios, pero no quería hablarle a Drew de Sunset Park. Por otro lado, tampoco tenía motivos para dar por sentado que los dos tipos —o los tres tipos, en el caso de que al final se tratara de tres— vivieran allí. Por lo que yo sabía, Ray podía estar viviendo tranquilamente en una suite del Pierre.

—Me gustaría de verdad poder demandar a alguien —dijo—. A lo mejor esos cabrones utilizaron un camión de empresa. Me gustaría poder dar con algún demandado subsidiario, porque así al menos podría conseguirle una indemnización decente. Se lo merece, después de todo lo que ha tenido que pasar.

—Y, de esa manera, tu tarea pro bono resultaría además rentable, ¿no?

—¿Y? ¿Qué tiene eso de malo? De todas formas, he de decirte que mi objetivo en esto no es el propio interés. De verdad.

—Vale.

—Es una buena chica —dijo—. Es fuerte y tiene agallas, de acuerdo, pero tiene un aura de inocencia… ¿Sabes lo que quiero decir?

—Lo sé.

—Y esos hijos de puta se cebaron con ella. ¿Te ha enseñado lo que le hicieron?

—Me lo ha contado.

—A mí también me lo ha contado, pero además lo he visto. Pensaba que estaba preparado porque sabía lo que le habían hecho, pero créeme, el impacto visual fue espeluznante.

—¿En serio? —pregunté—. ¿Y también te enseñó lo que le quedaba, para que pudieras apreciar mejor la magnitud de la pérdida?

—Estás enfermo, ¿sabes?

—Sí, lo sé —admití—. Todo el mundo me lo dice.

Llamé al despacho de John Kelly y me dijeron que estaba en los juzgados. Cuando le di mi nombre al poli que había cogido el teléfono, me dijo:

—Ah, seguro que quiere hablar con usted. Deme su número y le mando un mensaje al busca.

Algo más tarde, Kelly me devolvió la llamada y acordamos vernos en un sitio llamado The Docket, justo en la esquina del Borough Hall. Era un sitio nuevo para mí, pero se parecía a otros muchos sitios que conocía en el bajo Manhattan, bares restaurante con una clientela formada básicamente por polis y abogados, y una decoración con muchos detalles dorados, mucho cuero y mucha madera oscura.

Kelly y yo no nos conocíamos en persona, detalle que ninguno de los dos había mencionado cuando habíamos acordado vernos, pero en realidad no me costó mucho reconocerlo: era igual que su padre.

—No sé cuántas veces me lo habrán dicho en mi vida.

Cogió su cerveza de la barra y nos dirigimos a una mesa del fondo. Nuestra camarera tenía la nariz respingona y un buen humor contagioso, y además conocía a mi acompañante. Cuando él le preguntó por el pastrami, le respondió:

—No es lo bastante magro para ti, Kelly. Pide el rosbif.

Pedimos bocadillos de rosbif: dos rebanadas de pan de centeno y, entre ellas, un montón de finas lonchas de carne. Lo acompañamos todos con crujientes patatas fritas y una salsa de rábanos, tan picante que habría hecho llorar a una estatua.

—Está bien este sitio —reconocí.

—Es insuperable. Siempre vengo aquí a comer.

Kelly se bebió una segunda botella de Molson’s con el sándwich. Yo pedí una gaseosa de vainilla y, cuando la camarera me dijo que no con la cabeza, pedí una Coca-Cola. A Kelly no se le pasó por alto el detalle, aunque en ese momento no dijo nada. Después de que la camarera nos trajera las bebidas, dijo:

—Antes bebías.

—¿Te lo ha dicho tu padre? En la época en que nos conocíamos, yo tampoco bebía tanto.

—No me lo ha dicho mi padre. Hice una cuantas llamadas, estuve preguntando por ahí… He oído decir que tuviste problemas con la bebida y que luego lo dejaste.

—Podríamos decirlo así.

—Alcohólicos Anónimos, ¿no? Una estupenda organización, por lo que cuentan.

—Tiene sus cosas buenas. Pero no es el mejor sitio para tomarse una copa como Dios manda.

Tardó un par de segundos en darse cuenta de que estaba bromeando. Al final se echó a reír y dijo:

—¿Es ahí donde lo conociste? Al novio misterioso, quiero decir.

—No voy a contestar a eso.

—No piensas contarme nada sobre él.

—No.

—De acuerdo, no te voy a dar la paliza con ese tema. Has conseguido que ella venga, eso lo tengo que admitir. No es que me entusiasme ver llegar a un testigo de la mano de su abogado, pero si tenemos en cuenta las circunstancias, creo que es lo mejor para ella. Y Kaplan no es que sea un sinvergüenza. Si puede, te hace quedar como un payaso en los tribunales, pero qué cojones, es su trabajo, y todos los abogados son así. Qué le vamos a hacer, no podemos colgar a todos los abogados, ¿verdad?

—Pues a mucha gente no le parecería tan mala idea.

—Estás hablando de la mitad de los aquí presentes —me advirtió—. La otra mitad son fiscales. Pero qué cojones… Kaplan y yo hemos acordado mantener el tema en secreto en lo relativo a la prensa. Y estaba convencido de que a ti te parecería bien.

—Desde luego.

—Si tuviéramos un buen retrato robot de los dos autores, la cosa sería distinta, pero la chica se entrevistó con un retratista y lo máximo que averiguamos fue que los tipos tienen dos ojos, una nariz y una boca. No está muy segura en cuanto a las orejas, cree que tenían dos cada uno, pero no pondría la mano en el fuego. Es como publicar una foto de un smiley en la página cinco del Daily News con la leyenda: «¿Ha visto a este hombre?». Lo que tenemos ahora es un vínculo entre tres casos, que ahora consideramos de manera oficial como asesinatos en serie, pero ¿crees que conlleva alguna ventaja hacer público el asunto? Además, ¿qué vamos a conseguir acojonando a la gente?

No alargamos mucho la comida. Kelly tenía que estar de vuelta a las dos para testificar en el juicio de un asesinato relacionado con las drogas, que era precisamente la clase de tarea que le impedía aligerar un poco el papeleo de su mesa.

—Y lo más chungo —dijo— es que al final te importa un huevo que se maten entre ellos. Ni siquiera te apetece matarte a trabajar para que los trinquen. Ojalá legalizaran las drogas de una puta vez, y te juro por Dios que ni se me pasaba por la cabeza que algún día pudiera decir algo así.

—A mí me sorprende que un poli pueda decir algo así.

—Pues ahora no se habla de otra cosa. Los polis, los agentes de la DEA… Todo el mundo. Aún quedan agentes de la DEA que repiten la misma cantinela: «Le estamos ganando la partida a las drogas, dadnos las herramientas necesarias y lo conseguiremos». No sé, a lo mejor se lo creen, pero en mi opinión les saldría más a cuenta creer en el Ratoncito Pérez. Al menos de vez en cuando podrían encontrarse alguna monedita debajo de la almohada.

—¿Cómo puedes justificar que legalicen el crack?

—Lo sé, es una mierda. Mi favorita es el polvo de ángel. Un tipo que por lo general es pacífico se coloca y luego entra en una especie de trance y se vuelve violento. Horas más tarde se despierta y resulta que alguien ha muerto y que él no se acuerda de nada, ni siquiera recuerda si le ha molado estar colocado. ¿Que si me gustaría que vendieran droga en la tienda de chuches de la esquina? Joder, claro que no, pero ¿venderían más droga de la que venden ahora mismo, en plena calle y delante de esa misma tienda de chuches?

—No lo sé.

—No lo sabe nadie. De hecho, hoy en día ya no se vende tanto polvo de ángel, pero no es porque la gente pase de esa droga, sino porque el crack está acaparando el mercado del polvo de ángel. Así que nos llegan buenas noticias desde el mundo de las drogas, amigos del deporte: el crack nos está ayudando a ganar la guerra.

Pagamos a medias y, ya en la acera, nos estrechamos la mano. Accedí a contactar con él si se me ocurría algo que él debiera saber, y él dijo que me informaría si conseguían averiguar algo sobre el caso.

—Te aseguro que le vamos a dedicar recursos —me dijo—. Hay que sacar a esos tipos de la calle como sea.

Le había dicho a Kenan Khoury que pasaría por su casa más tarde, así que me dirigí hacia allá. The Docket está en Joralemon Street, justo donde Brooklyn Heights empalma con Cobble Hill. Me dirigí hacia el este, hasta Court Street, y luego bajé por Court hasta Atlantic, y pasé por delante del bufete de Drew Kaplan y del restaurante sirio al que había ido con Peter Khoury. Doblé por Atlantic para poder pasar por delante de Ayoub’s y visualizar el secuestro in situ, que era otra de las expresiones latinas que Drew podía meter en una misma frase con pro bono. Pensé en coger un autobús para dirigirme al sur, pero justo en el momento en que llegué a la Cuarta Avenida vi el autobús que se alejaba de la parada y pensé que hacía un radiante día de primavera y que estaba disfrutando del paseo.

Caminé durante un par de horas. En realidad, no había planeado ir andando hasta Bay Ridge, pero eso fue lo que acabé haciendo. Al principio pensé en recorrer ocho o diez manzanas y luego pillar el primer autobús que pasara por allí; pero, al llegar a la primera de las calles numeradas, me di cuenta de que estaba solo a un kilómetro y medio del cementerio de Green-Wood. Giré en la Quinta Avenida y me dirigí al cementerio. Entré y estuve paseando unos diez o quince minutos entre las tumbas. La hierba resplandecía como no resplandece nunca excepto a principios de la primavera y, junto a las lápidas, ya habían brotado muchas de las flores propias de la estación, que hacían compañía a otras flores depositadas en jarrones.

El cementerio ocupa una vasta extensión de terreno y yo no tenía ni idea de en qué parte de él se había abandonado y descubierto el cadáver de Leila Álvarez, aunque era posible que las noticias publicadas en la prensa especificaran ese detalle. Si era así, a mí ya se me había olvidado pero, de todas formas, ¿acaso importaba? Tampoco iba a averiguar nada tratando de sintonizar con las vibraciones que emitiera el rincón de césped en el que la habían encontrado. Estoy dispuesto a aceptar que algunas personas son capaces de trabajar así, que pueden utilizar ramitas de sauce para encontrar objetos perdidos o niños desaparecidos, incluso que hay quien puede ver auras que escapan a mi campo de visión (aunque no estaba muy seguro de que ese fuera el caso de la amiguita de Danny Boy). Pero yo no soy de esas personas.

Aun así, el simple hecho de estar en un sitio puede hacer que encaje una idea, puede facilitar una conexión mental que, de otra forma, no se habría establecido nunca. ¿Quién sabe cómo funciona ese proceso?

Tal vez fui allí en busca de alguna conexión con aquella chica, Álvarez. O tal vez solo fui al cementerio porque me apetecía pasear durante unos minutos sobre la hierba verde y contemplar las flores.

Entré en el cementerio por la calle Veinticinco y salí casi un kilómetro más al sur, en la calle Treinta y cuatro. Para entonces, ya había cruzado todo Park Slope y estaba en el extremo norte del sector de Sunset Park, apenas a un par de manzanas del pequeño parque que daba nombre al barrio.

Me dirigí hacia el parque y lo crucé. Y luego, una a una, recorrí las seis cabinas que se habían utilizado para llamar a casa de los Khoury, empezando por la que estaba en New Utrecht Avenue con la calle Cuarenta y uno. La que más me interesaba era la que se hallaba en la Quinta Avenida, entre las calles Cuarenta y nueve y Cincuenta: era el teléfono que habían utilizado en dos ocasiones, el que según imaginaba yo se hallaba más cerca de su base de operaciones. A diferencia de los otros teléfonos, no estaba situado en la calle, sino junto a la entrada de una lavandería automática abierta las veinticuatro horas.

En el interior del establecimiento vi a dos mujeres. Las dos eran gordas. Una de ellas estaba doblando la ropa limpia, mientras la otra se sentaba en una silla, inclinada contra la pared de cemento, leyendo un ejemplar de la revista People en cuya portada aparecía una foto de Sandra Dee. Ninguna de la dos le prestaba la menor atención a la otra, como tampoco me la prestaron a mí. Introduje una moneda en el teléfono y llamé a Elaine. Cuando descolgó, le pregunté:

—¿Todas las lavanderías automáticas tienen teléfono? O sea, ¿es algo normal, se encuentra un teléfono público en cualquier lavandería automática?

—¿Tienes la menor idea de los años que me he pasado esperando a que me hicieras esa pregunta?

—¿Y bien?

—Me resulta halagador que creas que lo sé todo, pero debo confesarte algo: hace años que no pongo los pies en una lavandería automática. De hecho, creo que nunca he pisado una, porque tenemos lavadoras en el sótano. Así que no puedo responder a tu pregunta, pero puedo hacerte yo una. ¿Por qué?

—La noche del secuestro, dos de las llamadas a Khoury se hicieron desde un teléfono público en una lavandería automática de Sunset Park.

—Que es justo donde te encuentras ahora mismo. Me estás llamando desde ese teléfono.

—Exacto.

—¿Y? ¿Qué más da que las lavanderías automáticas tengan o no teléfono? No, no me lo digas, a ver si lo adivino. No, no soy capaz de adivinarlo. ¿Por qué?

—Estaba pensando que tienen que vivir muy cerca de aquí, si se les ocurrió usar este teléfono. No se ve desde la calle, así que a menos que uno viva a una o dos manzanas de aquí, no se le ocurriría utilizar este teléfono si tuviera que hacer una llamada. A menos que todas las lavanderías automáticas del mundo tengan teléfono.

—Bueno, no sé qué decirte de las lavanderías automáticas, pero nosotros no tenemos teléfono en el sótano. ¿Tú dónde haces la colada?

—¿Yo? Tengo una lavandería justo en la esquina.

—¿Y tienen teléfono?

—No lo sé. Yo les dejo la ropa por la mañana y la recojo por la noche, si me acuerdo. Ellos lo hacen todo: les llevo la ropa sucia y me la devuelven limpia.

—Seguro que no la separan por colores.

—¿Qué?

—Déjalo.

Salí de la lavandería automática y me tomé un café con leche[6] en el bar cubano de la esquina. Aquel hijo de puta había usado ese teléfono. Me encontraba muy cerca de él.

Tenía que vivir en aquel barrio. Y no en cualquier parte del barrio, sino a una o dos manzanas de la lavandería automática, como mucho. No me resultó difícil empezar a creer que podía percibir su presencia en un radio de unos pocos centenares de metros, aunque en realidad eso era una gilipollez. No me hacía falta captar vibraciones, lo único que tenía que hacer era tratar de imaginar qué había ocurrido.

La habían empezado a seguir cuando ella había salido de casa, habían ido tras ella hasta D’Agostino’s, habían aguardado mientras el empleado le llevaba la compra al coche y luego la habían seguido hasta Atlantic Avenue. La habían secuestrado justo cuando salía de Ayoub’s y se habían marchado de allí, con Francine en la parte trasera de la furgoneta. Pero ¿adónde habían ido?

A cualquier sitio. Una bocacalle en Red Hook, un callejón detrás de algún almacén, un garaje…

Existía un lapso de varias horas entre el secuestro y la primera llamada telefónica, pero suponía que habían dedicado al menos una buena parte de aquellas horas a hacerle a Francine lo que le habían hecho a Pam Cassidy. Una vez muerta Francine, probablemente se habían dirigido a su casa y habían dejado la furgoneta en su propia plaza de aparcamiento, a no ser que ya estuvieran allí antes. La furgoneta, que llevaba pintado en los laterales el nombre de una empresa de venta y reparación de TV de Queens, había recibido cuidados estéticos. Probablemente habían cubierto las letras con pintura, o las habían borrado en el caso de haber utilizado pintura lavable. En el caso de que tuvieran el material adecuado en el garaje, hasta podían haber vuelto a pintar todo el vehículo.

Y luego, ¿qué? ¿Un curso acelerado de corte y despiece de carnes para principiantes? Tal vez lo habían hecho entonces o tal vez habían esperado hasta más tarde. En el fondo, daba igual.

Y entonces, a las 15.38, la primera llamada. A las 16.01 la segunda —que era la primera de Ray—, desde la lavandería automática. Más llamadas, hasta que a las 20.01 la sexta llamada hacía salir a los Khoury de casa para entregar el rescate. Una vez hecha esa llamada, Ray u otro hombre se apostaba en algún lugar para vigilar la cabina de Flatbush con Farragut y marcar el número cuando se aproximara Kenan.

En realidad, ¿era necesario? Le habían dicho a Kenan que estuviera allí a las ocho y media. Podrían haber estado llamando a la cabina a intervalos de un minuto, desde varios minutos antes de la hora acordada. De haberlo hecho así, cuando Khoury llegara y contestara al teléfono, tendría la impresión de que la llamada se había producido nada más bajar del coche él y su hermano.

Irrelevante. Lo hicieran como lo hicieran, habían llamado a esa cabina y Kenan había contestado. Luego, los Khoury se habían dirigido a Veterans Avenue, donde uno (o tal vez más) de los secuestradores ya estaba apostado. Se producía otra llamada, probablemente coordinada con la llegada de los Khoury porque, en este caso, lo que les interesaba a los secuestradores era comprobar que los dos hermanos se alejaran del dinero.

Una vez conseguido, es decir, una vez despejado el camino, una vez convencidos los secuestradores de que nadie se había quedado atrás para vigilar el coche, Ray y su amigo —o amigos— habían cogido las bolsas de dinero y se habían largado.

No.

Al menos uno de ellos se había quedado en la zona y había visto a los Khoury volver al coche y no encontrar en él a Francine. Luego otra llamada a la cabina para decirles que se fueran a casa, que Francine ya los estaría esperando allí cuando llegaran. Y entonces, mientras los Khoury regresaban a Colonial Road, los secuestradores volvían a la base de operaciones, aparcaban la furgoneta y…

No. No, la furgoneta se había quedado en el garaje. Todavía no habían terminado de disfrazarla y, seguramente, el cuerpo de Francine Khoury aún estaba dentro. Habían utilizado otro vehículo para ir hasta Veterans Avenue.

¿El Ford Tempo, robado para la ocasión? Era posible. O un tercer coche. El Tempo tal vez ya lo hubieran robado con anterioridad y lo tenían oculto para utilizarlo con un único propósito: la entrega de los restos.

Cabían tantas posibilidades…

De una u otra forma, sin embargo, habían personalizado el Tempo con el cuerpo descuartizado de Francine. Habían cortado el cadáver, habían envuelto en plástico cada pedazo y habían sellado cada paquete con cinta adhesiva. Luego habían forzado la cerradura del maletero, lo habían llenado como si de una despensa de carne se tratara, habían ido en dos coches hasta Colonial Road y se habían detenido en la esquina. Habían aparcado el Tempo, y el conductor, fuera quien fuese, había subido al otro coche con su colega. Y luego se habían ido a casa.

A brindar por sus cuatrocientos mil dólares y por la satisfacción de saber que habían cometido un crimen perfecto.

Ya solo les quedaba hacer una cosa. Llamar a Khoury para decirle que se dirigiera al Ford aparcado en la esquina. El trabajo estaba hecho, y ellos, ebrios de triunfo. Aun así tenían que restregárselo por las narices a Khoury. Resultaba tentador usar el teléfono de casa, el que estaba allí mismo, encima de la mesa. Khoury no había llamado a la policía, no había llevado refuerzos, había entregado el dinero sin rechistar, así que… ¿cómo iba a averiguar desde dónde se había realizado la última llamada?

Qué coño…

Pero no, un momento, hasta entonces lo habían hecho todo muy bien, habían actuado como auténticos profesionales. ¿Por qué joderlo todo en el último momento? ¿Qué sentido tenía?

Por otro lado, tampoco era necesario ser tan obsesivos. Habían utilizado un teléfono distinto para cada llamada y se habían asegurado de que cada cabina estuviera por lo menos a seis manzanas de distancia de la siguiente. Por si acaso quedaba algún rastro, por si acaso tenían vigilada alguna de aquellas cabinas.

Pero no. Estaba claro que los Khoury no habían hecho tal cosa, así que tampoco hacía falta tomar más precauciones de las que exigían las circunstancias. Utilizar una cabina, sí, hasta ahí vale, pero era suficiente con la que quedara más cerca, la que habrían escogido como primera, aquella desde la cual habían realizado la segunda llamada.

Y, ya puestos, ¿por qué no aprovechar también para hacer la colada? Habían realizado una tarea sangrienta y la ropa estaba asquerosa. ¿Por qué no poner una lavadora mientras tanto?

No. ¿Para qué? Cuando uno tiene cuatrocientos mil dólares en la mesa de la cocina, no se molesta en lavar la ropa. Se deshace de ella y se compra otra nueva.

Recorrí a pie, de un lado a otro, todas las calles situadas en un radio de dos manzanas desde la lavandería automática, y delimité un rectángulo formado por la Cuarta y la Sexta Avenida y las calles Cuarenta y ocho y Cincuenta y dos. No tengo muy claro si estaba buscando algo en concreto, aunque seguramente me hubiera fijado en cualquier furgoneta azul con letras de aspecto tosco en los laterales. Lo que más me interesaba era hacerme una idea de cómo era el barrio y ver si algo me llamaba la atención.

El barrio era diverso, tanto en el aspecto económico como en el étnico: casas desperdigadas que amenazaban ruina por falta de mantenimiento, y otras reformadas y convertidas en hogares unifamiliares por sus nuevos y prósperos propietarios. Vi manzanas enteras de casas alineadas, algunas aún cubiertas por un irregular revestimiento de aluminio y asfalto, y otras despojadas de esa mejora, con los ladrillos y el rejuntado de mortero a la vista. También vi manzanas de casas de madera con su jardín delantero. Algunos de esos jardines se usaban simplemente para aparcar, pero otras casas tenían su camino de entrada y su garaje. Durante todo el trayecto, vi mucha gente en la calle, muchas madres con niños pequeños, muchos críos cargados de energía, muchos hombres que arreglaban sus coches o estaban sentados en la entrada de su casa, bebiendo de latas ocultas en bolsas de papel marrón.

Cuando terminé de recorrer todas las calles de aquella zona, no creía haber conseguido nada, pero sí estaba bastante seguro de haber pasado por delante de la casa en la que se habían desarrollado los hechos.

Un poco más tarde, estaba delante de otra casa en la que había tenido lugar un asesinato.

Tras una visita a la cabina situada más al sur, en la esquina de la calle Sesenta con la Quinta Avenida, me había dirigido a la Cuarta Avenida, había pasado por delante de D’Agostino’s y había entrado en Bay Ridge. Al llegar a Senator Street, me sobresaltó pensar que me hallaba a tan solo dos manzanas del lugar en que Tommy Tillary había asesinado a su mujer. Me pregunté si sería capaz de encontrar la casa después de tantos años y, al principio, me costó un poco, pues estaba buscando en la manzana equivocada. Pero una vez subsanado el error, la encontré rápidamente.

Era un poco más pequeña de lo que yo recordaba, como suele pasar con las clases del colegio de primaria, pero por lo demás coincidía exactamente con mis recuerdos. Me quedé allí delante y contemplé la ventana de la buhardilla, en la tercera planta. Tillary había escondido allí a su esposa, luego la había bajado y la había asesinado. Después lo había arreglado todo para que pareciera que alguien había entrado a robar y la había matado.

Margaret, así se llamaba. Recordé el nombre enseguida. Margaret, pero Tommy la llamaba Peg.

La había matado por dinero. A mí siempre me ha parecido un motivo muy triste para matar, pero quizá es porque no le doy demasiada importancia al dinero y sí mucha a la vida. Eso sí, matar por dinero es mejor que matar por pura diversión.

Durante aquel caso había conocido a Drew Kaplan. Era el abogado de Tommy Tillary en la primera acusación de asesinato. Más tarde, después de que lo soltaran y lo volvieran a trincar por haber asesinado a su novia, Kaplan lo había invitado a buscarse otro representante legal.

La casa parecía estar en buenas condiciones. Me pregunté quién la habría comprado y si conocía la historia. Si había cambiado de dueños una cuantas veces desde los hechos, era posible que el propietario actual desconociera la historia. Pero aquel era un barrio bastante estable, la gente solía quedarse.

Permanecí allí unos cuantos minutos, pensando en la época en que aún bebía. En la gente que conocía por entonces y la vida que llevaba.

Había pasado mucho tiempo. O no tanto, dependiendo de cómo se calculara.