13

—Pasa —dijo Elaine—. Ya ha llegado. Pam, te presento al señor Scudder, Matthew Scudder. Matt, quiero presentarte a Pam.

Estaba sentada en el sofá y se levantó cuando nos acercamos. Era una mujer esbelta, más o menos de metro sesenta, pelo oscuro corto y ojos de un azul intenso. Llevaba una falda gris oscuro y un suéter de angora de color azul claro. Carmín, sombra de ojos. Zapatos de tacón alto. Tuve la sensación de que había elegido el atuendo para la entrevista y de que no estaba muy segura de haber acertado.

Elaine, que parecía muy tranquila y muy profesional con sus pantalones de estilo informal y su blusa de seda, dijo:

—Siéntate, Matt. Coge la silla. —Ella se sentó junto a Pam en el sofá y prosiguió—: Acabo de decirle a Pam que la he hecho venir con engaños. No va a conocer a Debra Winger.

—Le he preguntado quién iba a ser la protagonista —dijo Pam— y ella me ha contestado que Debra Winger, y yo he pensado: «Caray, ¿Debra Winger va a protagonizar un telefilme? Yo creía que no trabajaba para la tele». —Se encogió de hombros—. Pero imagino que no va a haber ninguna película, así que… ¿qué más da quién sea la protagonista?

—Pero los mil dólares sí son reales —dijo Elaine.

—Ya, bueno, eso me alegra —concedió Pam—, porque el dinero me irá muy bien. Pero no he venido por dinero.

—Eso ya lo sé, cariño.

—O no solo por el dinero.

Tenía el dinero: los mil para ella, los mil doscientos que le debía a Elaine y algo más para poder moverme por ahí. En total, había sacado tres mil dólares de mi caja de seguridad.

—Me ha dicho que eres detective —dijo Pam.

—Eso es.

—Y que vas tras esos tipos. Hablé mucho con la poli, creo que debí de hablar con tres o cuatro polis distintos…

—¿Cuándo fue eso?

—Justo después de que sucediera.

—¿Y sucedió en…?

—Ah, no he caído en que no lo sabíais. Fue en julio, en julio del año pasado.

—¿Y lo denunciaste a la policía?

—Dios —exclamó—, ¿acaso tenía otra opción? Tuve que ir al hospital, y los médicos, bueno, me preguntaron quién me había hecho aquello y… ¿qué les iba a decir? ¿Que había resbalado? ¿Que me había cortado? Así que, como es lógico, llamaron a la poli. O sea, habrían llamado de todos modos a la poli aunque yo no les hubiera contado nada.

Abrí mi cuaderno de notas.

—Pam —comencé—, creo que no he entendido tu apellido.

—Es que no lo he dicho. Bueno, tampoco tiene mucho sentido esconderlo, ¿verdad? Es Cassidy.

—¿Y cuántos años tienes?

—Veinticuatro.

—¿Tenías veintitrés cuando se produjeron los hechos?

—No, veinticuatro. Los cumplo a finales de mayo.

—¿Y a qué te dedicas, Pam?

—Soy recepcionista. Ahora mismo estoy en paro, por eso he dicho que el dinero me iría bien. Bueno, supongo que mil dólares le van bien a todo el mundo, pero sobre todo ahora, que estoy en paro…

—¿Dónde vives?

—En la calle Veintisiete, entre la Tercera Avenida y Lex.

—¿Es allí donde vivías cuando ocurrieron los hechos?

—Los hechos —dijo, como si estuviera paladeando la palabra—. Sí, claro, llevo allí casi tres años. Desde que llegué a Nueva York.

—¿De dónde eres?

—De Canton, en Ohio. Si habéis oído hablar de ese lugar, ya sé por qué es: el Salón de la Fama del Fútbol Americano Profesional.

—Estuve a punto de visitarlo una vez —reconocí—. Había ido a Massillon por trabajo.

—¡Massillon! Ah, lo conozco: iba muchísimo por allí. Tengo cientos de amigos en Massillon.

—Bueno, no creo que haya conocido a ninguno de ellos —dije—. ¿En qué número de la calle Veintisiete vives, Pam?

—En el ciento cincuenta y uno.

—Es un edificio muy bonito —dijo Elaine.

—Sí, no está mal. Lo que pasa…, bueno, es una tontería…, pero el barrio no tiene nombre. Está al oeste de Kips Bay, por debajo de Murray Hill, por encima de Gramercy y, por supuesto, al este de Chelsea. Algunas personas han empezado a llamarlo Curry Hill, porque hay un montón de restaurantes indios.

—¿Estás soltera, Pam?

Asintió.

—¿Vives sola?

—Con mi perro. Es un perro pequeño, pero los ladrones no suelen entrar en una casa si hay un perro, da igual el tamaño que tenga. Les dan miedo los perros y punto.

—¿Quieres contarme lo que ocurrió, Pam?

—Te refieres a los hechos.

—Exacto.

—Vale. Supongo que sí. Para eso estamos aquí, ¿no?

Sucedió una cálida noche, a mediados de semana. Pam estaba a dos puertas de su casa, en la esquina de Park con las Veintiséis, esperando a que el semáforo de los peatones se pusiera verde. Se paró una furgoneta junto a ella y un tipo le preguntó por una dirección, pero no entendió el nombre de la calle.

El tipo bajó de la furgoneta, mientras explicaba que a lo mejor había anotado mal la dirección, que lo tenía en la factura y ella lo acompañó a la parte trasera de la furgoneta. El tipo abrió la puerta y dentro había otro hombre. Los dos iban armados con cuchillos. La obligaron a subir a la parte de atrás de la furgoneta con el segundo hombre. El conductor subió de nuevo al vehículo y se alejaron de allí.

La interrumpí en ese momento, pues quería saber por qué había accedido tan fácilmente a subir a la furgoneta. ¿Había más gente por allí cerca? ¿Alguien había presenciado el secuestro?

—No me acuerdo muy bien de los detalles —reconoció.

—No pasa nada.

—Es que fue todo tan rápido…

Elaine intervino en ese momento.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Pam?

—Claro.

—Eres del gremio, ¿verdad?

«Joder —pensé—, ¿cómo se me ha podido escapar algo así?».

—No sé qué quieres decir —respondió Pam.

—Esa noche estabas trabajando, ¿verdad?

—¿Cómo lo has sabido?

Elaine le cogió la mano a la chica.

—No pasa nada —la tranquilizó—. Nadie va a hacerte daño. No estamos aquí para juzgarte. No pasa nada.

—Pero… ¿cómo lo has…?

—Bueno, es una zona bastante popular, ¿no? Me refiero a ese trozo de Park Avenue South. Pero creo que ya me lo había imaginado antes. Cariño, yo nunca he hecho la calle, pero llevo en el gremio casi veinte años.

—¡No me digas!

—En serio. Precisamente en este apartamento, que compré cuando el edificio se convirtió en una cooperativa de propietarios. Ahora ya no me levanto maromos, sino que tengo clientes, y cuando estoy con gente aburrida a veces digo que soy historiadora de arte. Y sí, he sido lista y he ahorrado con los años, pero me dedico a lo mismo que tú, querida. Así que ahora ya puedes contarnos lo que ocurrió de verdad.

—Caray —se sorprendió Pam—. ¿Queréis saber algo? Es un alivio, porque no me apetecía venir aquí e inventarme un rollo, ¿vale? Pero creía que no tenía otra opción.

—¿Porque pensabas que lo desaprobaríamos?

—Supongo. Y por lo que les conté a los polis.

—¿Los polis no sabían que hacías la calle? —le pregunté.

—No.

—¿No lo mencionaron en ningún momento? ¿Ni siquiera teniendo en cuenta la zona en que te secuestraron?

—Eran polis de Queens —dijo Pam.

—¿Y por qué llevaba el caso la poli de Queens?

—Por el sitio al que fui a parar. Me atendieron en el hospital general Elmhurst. Eso está en Queens, y de allí eran los polis. ¿Qué iban a saber ellos sobre Park Avenue South?

—¿Y por qué fuiste a parar al Elmhurst? Bueno, da igual, ya nos lo contarás cuando sea el momento. ¿Por qué no empiezas desde el principio?

—Claro —dijo.

Sucedió una cálida noche, a mediados de semana. Pam estaba a dos manzanas de su casa, en la esquina de Park con la Veintiséis, esperando a que se le acercara algún tipo, cuando paró una furgoneta y un hombre le hizo señas de que se acercara. Ella rodeó la furgoneta y subió al asiento del pasajero. El tipo recorrió un par de manzanas, luego giró hacia una bocacalle y aparcó junto a un hidrante.

Pam creyó que sería una mamada rápida mientras el tipo seguía sentado al volante, que se llevaría veinte o veinticinco dólares por un servicio de unos cinco minutos como mucho. Los tipos que iban en coche casi siempre querían que se la chuparan y tenía que ser allí mismo, en el coche. A veces le pedían que se la chupara mientras seguían circulando, lo cual a ella le parecía una locura, pero en fin. Los clientes que iban a pie solían buscar una habitación de hotel, y el Elton, que estaba en la Veintiséis con Park, resultaba muy cómodo y práctico en ese sentido. Siempre le quedaba su apartamento, pero casi nunca llevaba allí a nadie a menos que estuviera desesperada, porque no le parecía seguro. Además, ¿quién quería trabajar en la misma cama que usaba para dormir?

No vio al tipo de la parte de atrás hasta que la furgoneta estuvo aparcada. Ni siquiera sabía que estaba allí hasta que el tipo le rodeó el cuello con un brazo y le tapó la boca.

—¡Sorpresa, Pammy!

Joder, qué miedo sintió entonces. Se quedó inmóvil mientras el conductor se echaba a reír, le metía una mano bajo la blusa y le empezaba a tocar las tetas. Tenía unas buenas tetas y había aprendido a lucirlas en la calle, con camisetas de tirantes o blusas reveladoras, porque los tipos obsesionados con las tetas no pueden resistirse cuando ven un buen par, así que… ¿por qué no enseñarles la mercancía? El conductor le cogió directamente el pezón y se lo retorció. Le hizo daño y fue entonces cuando supo que aquellos dos no estaban para bromas.

—Vamos todos atrás —dijo el conductor—. Más intimidad, más sitio para movernos. Es mejor que nos pongamos cómodos, ¿no, Pammy?

No le gustaba nada la manera en que pronunciaban su nombre. Ella se había presentado como Pam, no Pammy, y ellos pronunciaban ese nombre en un tono burlón, muy desagradable.

Cuando el tipo que estaba detrás le destapó la boca, Pam dijo:

—No seáis brutos, ¿de acuerdo? Haré lo que queráis y pasaréis un buen rato, en serio, pero nada de hacer el bruto, ¿vale?

—¿Tomas drogas, Pammy?

Dijo que no, porque no las tomaba. No le interesaban especialmente. Podía fumarse un porro si alguien se lo pasaba, y la coca no estaba mal, aunque en realidad no compraba nunca. Había tíos que la invitaban a una raya y se ofendían si la rechazaba, así que la esnifaba. De todas formas, tampoco le desagradaba. A lo mejor creían que así se ponía cachonda, que se empleaba más a fondo. De vez en cuando se encontraba con algún tío que se ponía coca en la polla, como si pensara que así ella disfrutaría más chupándosela, que se la mamaría mejor solo por la coca.

—¿Eres yonqui, Pammy? ¿Por dónde te metes la droga, por la nariz? ¿Entre los dedos de los pies? ¿Conoces a algún traficante importante? ¿A lo mejor tu novio trafica con caballo?

Preguntas realmente absurdas. Como si no tuvieran objetivo alguno, como si se excitaran haciendo esas preguntas. Al menos uno de ellos, sí. El conductor. Era el que estaba más entusiasmado haciéndole preguntas sobre el tema de la droga. Al otro le iba más el rollo de insultarla. «Zorra asquerosa, puta de mierda», y cosas así. Repugnante, si una dejaba que la afectara, pero en realidad muchos tipos actuaban así, sobre todo cuando estaban excitados. Había un tío en concreto —se lo había hecho cuatro, tal vez cinco veces, siempre en su coche— que siempre era muy educado antes y después, siempre muy considerado, pero cuando ella se la estaba chupando y él estaba a punto de correrse, siempre le decía lo mismo: «Oh, puta, más que puta, ojalá estuvieras muerta. Oh, me gustaría verte muerta, me gustaría que te murieras, puta de mierda». Asqueroso, asqueroso de verdad, pero por lo demás era todo un caballero, le pagaba cincuenta dólares cada vez y nunca tardaba mucho en correrse, así que… ¿qué más daba que fuera un malhablado? Como se suele decir, a palabras necias…

Pasaron a la parte de atrás de la furgoneta, que estaba equipada con un colchón. Resultaba cómodo, en realidad, o lo hubiera resultado si ella hubiera podido relajarse, pero no podía, al menos no en compañía de aquellos dos tipos. Eran demasiado raros. ¿Cómo iba a relajarse?

La obligaron a desnudarse, por completo, lo cual era una putada, pero no le pareció buena idea discutir. Y luego, bueno, se la tiraron por turnos, primero el conductor y luego el otro. Esa parte era bastante rutinaria, excepto porque se trataba de dos tíos y, mientras uno se la follaba, el otro le pellizcaba los pezones. Le hacía daño, pero era mejor no decir nada. De todas formas, el tipo ya sabía que le dolía. Por eso lo hacía.

Se la follaron los dos y se corrieron los dos, lo cual resultaba alentador, porque cuando a un tío no se le levanta o no consigue correrse, es cuando la cosa se pone fea, cuando el tío se enfada como si ella tuviera la culpa. Cuando el segundo de los tíos emitió un gruñido y se dejó caer a una lado, Pam dijo:

—Eh, ha estado muy bien. Sois muy buenos, chicos. Ahora dejad que me vista, ¿vale?

Fue entonces cuando le enseñaron el cuchillo.

Era una navaja automática, muy grande, que daba miedo. El segundo tipo, el malhablado, era el que tenía el cuchillo.

—No vas a ninguna parte, zorra de mierda —dijo.

Y Ray añadió:

—Vamos todos a alguna parte: iremos a dar una vuelta, Pammy.

Así se llamaba. Ray. El otro tipo lo llamaba Ray, y por eso lo sabía. Del nombre del otro tipo no tenía ni idea. Si lo había oído, no se le había quedado grabado. Pero el conductor se llamaba Ray.

Pero se intercambiaron, de modo que Ray ya no era el conductor. El otro tipo trepó a la cabina y se colocó al volante, mientras Ray se quedaba en la parte trasera con ella. Tenía el cuchillo en la mano y, como era de esperar, no la dejó vestirse.

Lo que sucedió a partir de ese momento ya no lo recordaba tan bien. Estaba en la parte trasera de una furgoneta, a oscuras, prácticamente no veía nada y seguían conduciendo. No tenía ni idea de adónde se dirigían. Ray empezó a hacerle más preguntas sobre drogas, estaba entusiasmado con el tema: le dijo que los yonquis se buscaban la muerte, que la droga era un viaje letal y que todos, sin excepción, deberían encontrar esa muerte que buscaban.

La obligó a chupársela. Mejor así, se dijo, al menos él se callaría y ella estaría, bueno, haciendo algo.

Y entonces aparcaron de nuevo, a saber dónde. Hubo mucho sexo. Se turnaron para follársela, y así estuvieron durante mucho tiempo. A ratos se sentía aturdida, como si no estuviera allí al cien por cien. Estaba bastante segura de que ninguno de los dos se corrió. Se habían corrido los dos la primera vez, en la calle Veinticuatro o donde fuera, pero ahora era como si no quisieran correrse, como si creyeran que eso les estropearía la diversión. Se lo hicieron por…, bueno, los lugares tradicionales; pero, además de determinadas parte de su anatomía, también le metieron otras cosas. No sabía muy bien qué clase de cosas habían utilizado. En algunos momentos le habían hecho daño y en otros no. Lo que le hacían era espantoso, horrible, pero entonces recordó algo. Hasta entonces no lo había recordado, pero hubo un momento en que se sintió en paz.

Porque, por así decirlo, supo que iba a morir. No es que ella quisiera morir, porque no era así, no quería morir en absoluto, pero por algún motivo pensó que eso era justo lo que iba a ocurrir, que eso era todo lo que iba a ocurrir. Y entonces pensó que podría soportarlo. Que podría vivir con ello, vamos, lo cual era absurdo, porque de eso se trataba precisamente: de que si se moría, no podía vivir.

«Vale, puedo soportarlo». Así, sin más.

Y entonces, justo cuando ya lo había aceptado, cuando empezaba a disfrutar de la sensación de paz, Ray dijo:

—¿Sabes qué, Pammy? Vas a tener una oportunidad. Te vamos a dejar vivir.

A continuación se pusieron a discutir entre ellos, porque el otro hombre quería matarla, pero Ray le dijo que podían dejarla marchar, que no era más que una puta, y que las putas no le importaban a nadie.

Pero no era una puta cualquiera, dijo Ray. Tenía el mejor par de tetas de toda la calle.

—¿Te gustan, Pammy? —le preguntó—. ¿Estás orgullosa de tus tetas?

No supo qué era lo que tenía que contestar.

—¿Cuál te gusta más? Vamos, a ver, pinto pinto gorgorito, Pammy. Pammy —añadió canturreando, como un niño travieso—, elige una tetita, Pammy. ¿Cuál te gusta más?

Y entonces vio que tenía algo en la mano, una especie de cerco de alambre, que despedía un brillo cobrizo en la penumbra.

—Elige la que quieras quedarte, Pammy. Una para ti y la otra para mí. Es justo, ¿no, Pammy? Tú te quedas una y yo me llevo la otra. Te dejo elegir, Pammy. Tienes que elegir, putita, tienes que decidirte por una. Es la decisión de Pammy, como en La decisión de Sophie, ¿te acuerdas? Pero ella tenía que elegir entre críos y tú entre tetas, Pammy, y será mejor que te decidas ya o me las llevo las dos.

Dios, estaba loco, pero ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Cómo iba a elegir entre sus pechos? Tenía que existir la forma de ganar aquel juego, pero a ella no se le ocurría cuál era.

—Mira, mira… Las toco y se te ponen los pezones duros. Te pones cachonda incluso cuando estás asustada, incluso cuando estás llorando, zorra. Elige una, Pammy. ¿Cuál te quedas? ¿Esta? ¿O mejor esta? ¿A qué esperas, Pammy? ¿Intentas ganar tiempo? ¿O es que quieres que me enfade? Vamos, Pammy. Vamos. Toca la que quieras quedarte.

Dios, ¿qué se suponía que debía hacer?

—¿Esta? ¿Estás segura, Pammy?

Dios…

—A mí me parece una buena elección, una elección excelente. Así que esa para ti y esta para mí. Un trato es un trato. Los negocios son los negocios. No vale echarse atrás, Pammy.

El alambre formaba un círculo en torno al pecho y tenía una especie de asa en cada uno de los extremos, como las que meten bajo el cordel de un paquete para poder cargarlo. Ray sujetó las asas, separó ambas manos y…

Y Pam sintió como si hubiera abandonado su cuerpo, tal cual, como si se hubiera vuelto incorpórea y flotara en el aire por encima de la furgoneta, como si pudiera ver a través del techo… y desde allí vio cómo el alambre le atravesaba la carne como si esta fuera líquida, vio cómo el pecho se separaba lentamente del resto de su cuerpo, vio cómo empezaba a manar la sangre.

Y siguió allí mirando, hasta que la sangre le tapó por completo la visión, hasta que todo se fue oscureciendo cada vez más y, por último, el mundo se volvió negro.