12

Entré en una cafetería de Broadway que está abierta toda la noche. Alguien había dejado en el reservado la primera edición del Times, así que la leí mientras desayunaba huevos y café, pero no me enteré de gran cosa. Estaba medio aturdido y la poca agudeza mental que me quedaba insistía en regresar una y otra a la vez a la ubicación de las seis cabinas en Sunset Park. Sacaba la lista del bolsillo una y otra vez y la estudiaba, como si el orden y la ubicación exacta de las cabinas ocultaran un mensaje secreto que solo podía descifrarse con una clave. Tenía que haber alguien a quien pudiera llamar con el pretexto de una emergencia de Código Cinco. «Deme su código de acceso —le exigiría—. Dígame la contraseña».

El amanecer empezaba a iluminar el cielo cuando finalmente llegué a mi hotel. Me duché y me metí en la cama, pero al cabo de una hora o así me di por vencido y encendí la tele. Vi el programa informativo de la mañana en una de las cadenas. El secretario de Estado acababa de regresar de una gira por Oriente Próximo y lo emitieron en la tele, seguido de las imágenes en las que aparecía con un portavoz palestino que comentaba las posibilidades de lograr una paz duradera en la región.

Eso me hizo pensar en mi cliente, aunque en realidad nunca estaba muy lejos de mis pensamientos. La siguiente entrevista era con el reciente ganador de uno de los premios de la Academia, así que silencié el volumen y llamé a Kenan Khoury.

No contestó, pero seguí intentándolo. Lo llamé cada media hora, aproximadamente, hasta que me respondió a las diez y media.

—Acabo de entrar por la puerta —dijo—. Y lo más espantoso del viaje ha sido ahora mismo, en el taxi que me ha traído desde el JFK. El conductor era un tío medio loco de Ghana, que llevaba un diamante en un diente y cicatrices tribales en las dos mejillas. Conducía como si creyera que morir en un accidente de tráfico te garantiza prioridad a la hora de subir al cielo, permiso de residencia incluido.

—Me parece que yo también lo cogí una vez.

—¿Tú? Yo pensaba que nunca cogías taxis. Creía que sentías debilidad por el metro.

—Pues anoche cogí un montón de taxis —dije—. El taxímetro estaba a punto de explotar.

—¿Qué?

—Es una manera de hablar. Estuve con un par de delincuentes informáticos que habían dado con la manera de obtener ciertos datos de los registros de la compañía telefónica, datos que según la propia compañía no podían obtenerse.

Le conté una versión abreviada de lo que habíamos hecho y de lo que había descubierto.

—No pude localizarte para que me dieras el visto bueno y no quería esperar, así que lo hice de todos modos.

Me preguntó de cuánto dinero estábamos hablando y se lo dije.

—No hay problema —dijo—. Pero ¿qué hiciste, poner tú el dinero de los gastos? Tendrías que habérselo pedido a Pete.

—No me importaba ponerlo. De hecho, se lo pedí a tu hermano, porque durante el fin de semana no podía acceder a mi propio dinero, pero él tampoco lo tenía.

—¿No?

—Pero me dijo que adelante, que tú no habrías querido que me esperara.

—Bueno, en eso tiene razón. ¿Cuándo hablaste con él? Yo lo he llamado nada más entrar, pero no me ha contestado.

—El sábado —dije—. El sábado por la tarde.

—Yo he intentado localizarlo antes de subir al avión, quería que viniera a buscarme al aeropuerto y me salvara del fitipaldi de Ghana. Pero no lo he encontrado. ¿Y qué hiciste, entonces? ¿Les diste largas a esos tipos a la hora de pagar?

—Bueno, alguien me dejó lo que me faltaba.

—Vale. ¿Quieres venir a buscar la pasta? Estoy hecho polvo, he subido a más aviones durante la última semana que el como se llame ese que acaba de volver también de Oriente Próximo. El secretario de Estado.

—Acaba de salir en la tele.

—Hemos pasado por los mismos aeropuertos, pero no puedo decir que me haya cruzado con él. Me pregunto qué hará con todas las bonificaciones de viajero frecuente que va acumulando. A estas alturas, seguro que a mí ya me llegan para un viaje a la luna. ¿Quieres pasarte por aquí? Estoy que me caigo y tengo jet lag, pero de todas formas tampoco creo que pueda dormir ahora mismo.

—Pues yo creo que sí podría —le respondí—. De hecho, será mejor que duerma un poco. No estoy acostumbrado a estar de juerga toda la noche, como decían mis amigos los delincuentes. Ellos estaban tan panchos, pero también es verdad que son unos cuantos años más jóvenes que yo.

—La edad lo cambia todo. Yo antes ni sabía lo que era el jet lag, pero ahora podría ser la imagen de una campaña nacional para erradicarlo. Me parece que yo también intentaré dormir un poco, me tomaré una pastilla o algo que me ayude. ¿Sunset Park, dices? Estaba intentando pensar si conozco a alguien por allí.

—No creo que se trate de ningún conocido tuyo.

—No, ¿verdad?

—No es la primera vez que lo hacen —le informé—, pero estrictamente como aficionados. Sé unas cuantas cosas que no sabía hace una semana.

—¿Nos estamos acercando, Matt?

—No sé hasta qué punto nos estamos acercando —respondí—, pero estamos llegando a alguna parte.

Llamé a recepción y le dije a Jacob que iba a dejar el teléfono descolgado.

—No quiero que me molesten —dije—. Si llama alguien, dile que puede localizarme a partir de las cinco.

Puse el despertador a esa hora y me metí en la cama. Cerré los ojos y traté de visualizar el mapa de Brooklyn, pero me quedé frito antes incluso de poder concentrarme en la zona de Sunset Park.

El ruido del tráfico me despertó ligeramente en algún momento y me dije que sería buena idea abrir los ojos y comprobar la hora, pero en lugar de eso me sumí en un complicado sueño lleno de relojes, ordenadores y teléfonos, cuyo origen no era muy difícil de adivinar. Estábamos en una habitación de hotel y alguien empezaba a aporrear la puerta. En el sueño, me dirigía hacia la puerta y la abría. No había nadie, pero el ruido continuaba. De repente, el sueño se había acabado y yo estaba despierto y, sí, alguien estaba llamando a mi puerta.

Era Jacob. Me dijo que la señorita Mardell estaba al teléfono y que le había dicho que era urgente.

—Ya sé que querías dormir hasta las cinco —se excusó— y se lo he dicho, pero me ha dicho que te despertara igualmente. Parecía hablar muy en serio.

Colgué el teléfono y él regresó a recepción para pasarme la llamada. Me invadieron los nervios mientras esperaba a que sonara. La última vez que Elaine me había llamado y había dicho que era urgente, había aparecido un hombre decidido a matarnos a los dos. Cogí rápidamente el teléfono en cuanto sonó y la oí decir:

—Matt, no quería despertarte, pero es que no podía esperar.

—¿Qué pasa?

—Resulta que al final sí que había una aguja en el pajar. Acabo de hablar por teléfono con una mujer que se llama Pam. Ahora mismo viene hacia aquí.

—¿Por?

—Es la mujer que estábamos buscando. Conoció a esos hombres, estuvo en la furgoneta con ellos.

—¿Y ha sobrevivido para contarlo?

—A duras penas. Una de las asesoras a las que conté la historia de la película la llamó enseguida y la pobre estuvo toda la semana pasada intentando reunir el valor para llamarme. Me ha contado lo bastante por teléfono como para saber que no podía dejarla escapar. Le he dicho que podía garantizarle mil dólares si venía y me contaba su historia en persona. ¿He hecho bien?

—Desde luego.

—Pero no tengo el dinero. El sábado te di todo lo que tenía en efectivo.

Consulté mi reloj. Si me daba prisa, tenía tiempo de hacer una parada en el banco.

—Voy a sacar la pasta —le dije—. Enseguida estoy ahí.