Esa noche me quedé despierto hasta tarde. Intenté dormir pero no pude, intenté leer y tampoco, de modo que terminé sentado en la oscuridad junto a la ventana, contemplando la lluvia que caía bajo la luz de las farolas. Me quedé allí sentado, reflexionando profundamente. «Las reflexiones de juventud son muy muy profundas». Era un verso de un poema que había leído en alguna ocasión, pero se pueden hacer reflexiones muy profundas a cualquier edad, sobre todo si uno no puede dormir y además cae una fina lluvia.
Aún estaba en la cama cuando sonó el teléfono, a eso de las diez.
—¿Tienes un boli, poli? —preguntó TJ—. Cógelo y apunta. Escribe lo que te voy a decir.
Recitó un par de números de siete dígitos.
—Apunta también siete uno ocho —añadió—, porque es lo que tendrás que marcar primero.
—¿Y quién me contestará?
—Pues te habría contestado yo, si hubieras estado en casa la primera vez que te llamé. ¡Tío, es más fácil que a uno le toque la lotería que encontrarte a ti! Te llamé el viernes por la tarde, te llamé el viernes por la noche, te llamé ayer durante todo el día y te estuve llamando hasta medianoche. Es difícil dar contigo.
—Había salido.
—Ya, bueno, eso más o menos me lo había imaginado. Tío, menudo paseíto me has hecho dar por Brooklyn. He tardado días.
—Es que es muy grande —convine.
—Más de lo necesario. Para llegar al primer sitio al que me mandaste, tuve que ir hasta el final de la línea de metro. El tren salía a la superficie y vi unas cuantas casas muy guapas. Parecía una ciudad antigua de esas que salen en la pelis, no tenía nada que ver con Nueva York. Llegué al primer teléfono y te llamé. No había nadie en casa. Luego me fui a buscar el segundo teléfono y tío, menudo paseíto. Pasé por ciertas calles en las que, bueno, la gente me miraba como si quisiera decir: «Eh, negro, ¿qué haces tú por aquí?». Bueno, nadie me dijo nada, pero tampoco hacía falta ser muy listo para saber lo que estaban pensando, ¿sabes, tío?
—Pero no tuviste ningún problema.
—Yo nunca tengo problemas, tío. Mi lema es ver los problemas antes de que los problemas me vean a mí. Total, que encuentro la segunda cabina y te vuelvo a llamar. No te encontré porque no estabas en casa para que yo te encontrara. Bueno, se me ocurrió que igual estaba más cerca de otra estación de metro, teniendo en cuenta que la parada en la que me había bajado quedaba a un montón de kilómetros. Así que entré en una tienda de chuches y le pregunté al tío: «¿Puede usted decirme dónde queda la parada de metro más cercana?». Lo dije así tal cual, tío, como si fuera un puto locutor de la tele. Y el tío me mira y dice: «¿Metro?». No como si fuera una palabra desconocida; más bien como si no pillara el concepto en sí. Total, que me tocó volver por el mismo camino, tío, hasta el final de la línea de Flatbush, porque al menos sabía dónde estaba esa parada.
—De todas formas, creo que seguía siendo la parada más cercana.
—Pues va a ser que sí, porque luego miré el mapa del metro y no vi ninguna otra parada que quedara más cerca. Razón de más para quedarse en Manhattan, tío. Aquí siempre tienes el metro cerca.
—Procuraré recordarlo.
—Estaba convencido de que estarías en casa cuando te llamé. Lo tenía todo pensado: te daba el número y te decía: «Llama ahora mismo». Y entonces descolgaba y te decía: «Aquí me tienes». Contártelo ahora no mola tanto, pero es que ya no podía esperar más.
—Deduzco, entonces, que en las cabinas estaba puesto el número.
—¡Ah, vale! Es que eso no te lo he contado. En la segunda, la que está en el quinto pino, en Veterans Avenue, donde todo el mundo te mira raro… En esa cabina sí estaba el número. En la otra, la de Flatbush con Farragut, no.
—Entonces, ¿cómo lo has averiguado?
—Ya te he dicho que soy un tío imaginativo. Te lo he dicho, ¿no?
—Más de una vez.
—Pues lo que hice fue llamar a la operadora. Le dije: «Hola, chata, mira, es que alguien ha destrozado la cabina, aquí no hay ningún número. ¿Cómo puedo saber desde qué número estoy llamando?». Y va y me dice que ella no tiene manera de saber qué número es el de la cabina desde la que llamo, que no me puede ayudar.
—Parece poco probable.
—Eso mismamente pensé yo. Con todos esos aparatos que tienen… Si llamas a Información y preguntas un número, te lo dicen casi tan rápido como tú lo pides, así que… ¿cómo no te van a poder dar el número del teléfono desde el que llamas? Y me dije: «TJ, no seas gilipollas, han quitado todos los números para joder a los camellos y tú hablas como si fueras un camello». Así que vuelvo a marcar el cero, porque te puedes pasar el día llamando a la operadora y no pagas ni un centavo, la llamada es gratuita. Y bueno, ya sabes, cada vez que llamas te sale alguien diferente, ¿no? Total, que se pone otra tía y esta vez me dejo de acentos callejeros y le digo: «¿Sería usted tan amable de ayudarme, señorita? Estoy ahora mismo en una cabina telefónica y necesito dejarle este número al personal de mi oficina para que me llamen, pero alguien ha tachado el número con pintura de grafitis y resulta imposible leerlo. Me pregunto si sería usted tan amable de comprobar el número y facilitármelo». Y aún no había acabado de hablar y la tía ya me estaba dictando el número. ¿Matt? Joder, tío.
Había saltado la voz grabada que pedía más monedas.
—Se había acabado la moneda —me explicó—. He tenido que meter otra.
—Dame el número y ya te llamo yo.
—No puedo. Ahora no estoy en Brooklyn y no he conseguido engañar a nadie para que me dé el número de esta cabina. —El teléfono emitió un pitido cuando cayó la moneda—. Bueno, ya está. Fui muy astuto, ¿no? En la manera de conseguir el otro número. ¿Estás ahí, tío? ¿Cómo es que no dices nada?
—Me has dejado de piedra —dije—. No sabía que pudieras hablar así.
—¿Te refieres a hablar bien? Pues claro que puedo. Que sea un tío de la calle no significa que sea un ignorante. Son dos idiomas diferentes, tío, y aquí tu colega es bilingüe.
—Estoy impresionado, la verdad.
—¿Sí? Ya me imaginaba que te impresionaría saber que había ido hasta Brooklyn y había vuelto yo solito. ¿Qué quieres que haga ahora?
—De momento, nada.
—¿Nada? Tío, algo podré hacer. Lo he hecho bien hasta ahora, ¿no?
—Lo has hecho genial.
—Tío, que tampoco hace falta ser una lumbrera para ir hasta Brooklyn y volver, ¿no? Pero mola la forma en que le saqué el número a la operadora, ¿verdad?
—Sin la menor duda.
—He demostrado que soy imaginativo.
—Muy imaginativo.
—Aun así no tienes nada para mí.
—Me temo que no —reconocí—. Dame un toque de aquí a un par de días.
—Que te dé un toque —dijo—. Tío, te daría un toque a cualquier hora si estuvieras ahí para darte un toque. ¿A que no sabes quién tendría que comprarse un busca? Tú tendrías que comprarte un busca, tío. Así te podría llamar y tú dirías: «Ah, este es TJ, que intenta localizarme. Debe de ser importante». ¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada.
—Y entonces, ¿por qué te estás riendo? Te daría un toque todos los días, tío, porque necesitas a alguien como yo que trabaje para ti. Y no es broma, paloma.
—Oye, esa me ha gustado.
—Ya lo sabía —dijo—. La reservaba especialmente para ti.
El domingo llovió durante casi todo el día, así que me quedé en la habitación. Tenía la tele puesta e iba cambiando de canal, del tenis de la ESPN al golf de una de las cadenas públicas. Hay días en los que me engancho a ver un partido de tenis, pero el domingo no era uno de esos días. El golf no me engancha, pero los paisajes son muy bonitos y los anuncios no son tan pesados como en las retransmisiones de otros deportes, así que tampoco está tan mal tener puesto el golf mientras me dedico a pensar en otras cosas.
Jim Faber llamó a media tarde para cancelar nuestra habitual cena de los domingos por la noche. Se había muerto un primo de su mujer y tenían que ir a presentar sus respetos.
—Podríamos quedar ahora para tomar un café si quieres, pero la verdad es que hace un tiempo horrible.
En lugar de quedar, nos pasamos diez minutos al teléfono. Le conté que estaba un poco preocupado por Peter Khoury, que parecía a punto de volver a beber o de drogarse.
—Tal y como hablaba de la heroína, hasta a mí me entraron ganas de probarla.
—Eso es propio de los yonquis, ya me he dado cuenta —comentó—. Suelen tener ese aire nostálgico, como si fueran ancianos que hablan de su juventud perdida. Sabes que no está en tu mano conseguir que se mantenga sobrio.
—Lo sé.
—No eres su padrino, ¿verdad?
—No, pero es que tampoco tiene padrino. Y anoche me utilizó como si lo fuera.
—Es mejor que no te lo pida formalmente. Ya mantienes una relación profesional con su hermano y, hasta cierto punto, con él.
—Ya lo he pensado.
—Pero aunque lo hiciera, eso no le convierte en responsabilidad tuya. ¿Sabes cuál es el buen padrino? El que se mantiene sobrio.
—Me suena haberlo oído antes.
—Me lo habrás oído decir a mí. Pero nadie puede conseguir que otra persona se mantenga sobria. Yo soy tu padrino. ¿Te mantienes sobrio gracias a mí?
—No —respondí—, me mantengo sobrio a pesar de ti.
—¿A pesar de mí o a mi pesar?
—Supongo que ambas cosas.
—De todas formas, ¿cuál es el problema de Peter? ¿Que siente lástima de sí mismo porque no puede beber ni pincharse?
—Esnifar.
—¿Qué?
—Que no se inyectaba. Pero sí, viene a ser eso. Y está cabreado con Dios.
—Joder, ¿y quién no lo está?
—Porque… ¿qué Dios permitiría que a una persona tan maravillosa como su cuñada le pasara lo que le pasó?
—Dios nos lanza mierda de esa clase todos los días.
—Lo sé.
—Y a lo mejor Dios tenía sus motivos. A lo mejor Jesús quería que fuera un rayo de sol. ¿Te acuerdas de esa canción?
—No me suena haberla oído.
—Bueno, pues le ruego a Dios que nunca me la oigas cantar a mí, porque para cantarla tendría que estar borracho. ¿Crees que se la tiraba?
—¿Que si creo que quién se tiraba quién?
—A quién. ¿Crees que Peter se tiraba a su cuñada?
—Joder —le recriminé—, ¿y por qué iba a pensar una cosa así? Estás enfermo, ¿sabes?
—Es la gente con la que me relaciono.
—Eso será. No, no creo que se la tirara. Creo que lo que le pasa es que está triste, que quiere beber y drogarse, pero espero que no lo haga. Eso es todo.
Llamé a Elaine y le dije que estaba libre esa noche, pero ella ya había quedado con su amiga Monica, que iba a verla a casa. Dijo que tenían pensado pedir comida china y que podía pasarme por allí si me apetecía, que así podrían pedir más platos. Le dije que mejor sería que no.
—Lo dices porque crees que solo vamos a hablar de cosas de chicas —me dijo—. Y supongo que tienes razón.
Mick Ballou me llamó mientras estaba viendo 60 Minutos y hablamos durante diez o doce de esos minutos. Le conté sin apenas pararme a coger aliento que había reservado billete para Irlanda pero que luego había tenido que cancelarlo. Lamentó que no fuera a hacerle una visita, pero se alegró de que tuviera algo en que ocupar mi tiempo.
Le conté por encima lo que estaba haciendo, pero no le especifiqué para qué clase de persona estaba trabajando. No le gustaban los traficantes de droga y, de vez en cuando, completaba sus ingresos asaltando la casa de algún que otro narco para llevarse toda la pasta.
Me preguntó qué tiempo hacía y le dije que llevaba todo el día lloviendo. Me respondió que allí llovía siempre, que ya casi ni se acordaba de cómo era el sol. Y, ah, por cierto, ¿aún no me había enterado? Habían encontrado pruebas de que el Señor era irlandés.
—¿En serio?
—En serio —aseguró—. Piensa en lo siguiente: vivió con sus padres hasta los veintinueve años. Se fue de borrachera con sus amigotes la última noche de su vida. Creía que su madre era virgen y ella, la pobre, creía que Él era Dios.
La semana empezó muy lenta. Avancé a trancas y barrancas, por así decir, en el caso Khoury. Conseguí el nombre de uno de los agentes encargados del homicidio de Leila Álvarez, la estudiante del Brooklyn College cuyo cadáver había aparecido en el cementerio de Green-Wood. El caso no pertenecía a la comisaría Setenta y dos, sino a la Brigada de Homicidios de Brooklyn. Un tal John Kelly, detective, había llevado la investigación, pero no pude dar con él, ni tampoco quise dejar mi nombre y mi número.
Vi a Elaine el lunes y se mostró decepcionada porque su teléfono no había recibido un aluvión de llamadas de mujeres que habían sido violadas. Le dije que tal vez no obtuviera ninguna respuesta, que a veces era así, que lo normal era tener que lanzar un montón de anzuelos al agua y que, a veces, pasaba mucho tiempo antes de que picara algún pez. Además, era pronto. Era poco probable que las personas con las que había hablado empezaran a hacer llamadas antes de que pasara el fin de semana.
—Pues ya ha pasado —me recordó.
Le dije entonces que, aunque empezaran a hacer llamadas, a lo mejor les costaba un poco localizar a la gente y que tal vez las víctimas tardaran uno o dos días en decidirse a llamar.
—O a no llamar —dijo ella.
Se desanimó aún más cuando pasó el martes y no había recibido ninguna llamada. Cuando hablé con ella el miércoles por la tarde, sin embargo, estaba entusiasmada. La buena noticia era que la habían llamado tres mujeres. La mala, que ninguna de las llamadas parecía guardar relación con los hombres que habían matado a Francine Khoury.
Una era de una mujer a la que había asaltado un único hombre en el vestíbulo de su edificio de apartamentos. La había violado y le había robado el bolso. Otra de las llamadas era de una mujer que había aceptado que la acompañara a casa un hombre, a quien había tomado por un estudiante de su universidad. El hombre en cuestión la había amenazado con un cuchillo y la había obligado a pasar al asiento trasero, pero la joven había conseguido huir.
—Ha dicho que era un chaval flacucho y que estaba solo —dijo Elaine—, así que me ha parecido un poco forzado considerarlo una posibilidad. La tercera llamada era de una mujer a la que violaron durante una cita. O la violó un ligue, no sé cómo lo definirías tú. Según la chica, ella y una amiga ligaron con un par de tipos en un bar de Sunnyside. Fueron a dar una vuelta en el coche de los tíos y la amiga se mareó, así que pararon para que pudiera bajar y vomitar. Y entonces se largaron y la dejaron allí. ¿Te lo imaginas?
—Bueno, es bastante desconsiderado, pero creo que yo no lo definiría como violación.
—Qué gracioso. Total, que siguieron dando vueltas durante un rato y luego fueron a casa de la chica. Querían acostarse con ella, pero la chica les dijo que nanay, que por qué clase de chica la habían tomado, y blablablá. Al final accedió a follar con uno de los tipos, con el que más o menos había estado tonteando toda la noche, mientras que el otro esperaba en el salón. Pero el segundo tío no hizo caso, claro: entró en la habitación mientras los otros dos se lo montaban y se quedó allí mirando, cosa que, como puedes imaginar, no contribuyó precisamente a aplacar su ardor.
—¿Y?
—Y después le pidió a la chica que se acostara con él, por favor, por favor y ella que no y que no, pero al final le hizo una mamada porque era la única manera de quitárselo de encima.
—¿Eso te contó?
—Bueno, con términos más propios de una dama, pero sí, eso fue lo que pasó. Luego se lavó los dientes y llamó a la poli.
—¿Y lo denunció como una violación?
—Bueno, yo lo llamaría así. La cosa fue subiendo del tono, del «Por favor, por favor» al «Chúpamela hasta que me corra o te parto los dientes y te obligo a tragártelos». Así que sí, puede considerarse una violación.
—Desde luego, si los tipos fueron tan agresivos.
—Pero no parece que se trate de nuestros hombres.
—No, en absoluto.
—Tengo los números de las mujeres, por si quieres investigar más, y les he dicho que ya las llamaremos si el productor decide seguir adelante, que ahora mismo el proyecto estaba un poco parado. ¿He hecho bien?
—Desde luego que sí.
—Total, que no he obtenido nada que nos sirva de ayuda, pero al menos resulta alentador haber recibido tres llamadas, ¿no crees? Y supongo que mañana llamará alguien más.
El jueves hubo otra llamada, que al principio había parecido prometedora. Se trataba de una mujer de treinta y pocos años que estudiaba un curso de posgrado en la Universidad de Saint John’s: tres hombres la habían secuestrado a punta de navaja cuando ella estaba abriendo su coche, situado en uno de los aparcamientos del campus. Se habían subido los tres al coche con ella y la habían llevado hasta Cunningahm Park, donde la habían obligado a mantener sexo vaginal y oral, la habían intimidado con uno o más cuchillos y la habían amenazado con distintas formas de mutilación. De hecho, la mujer había sufrido un corte en un brazo, aunque cabía la posibilidad de que le hubieran infligido la herida de manera accidental. Tras terminar con ella, la habían abandonado en el parque y habían huido en su coche, que aún no había aparecido a pesar de que ya habían transcurrido casi siete meses desde el ataque.
—Pero no puede tratarse de ellos —dijo Elaine—, porque los tipos eran negros. Los de Atlantic Avenue eran blancos, ¿verdad?
—Sí, todos los testigos están de acuerdo en eso.
—Bueno, pues estos tipos eran negros. He insistido una y otra vez en ese punto, ¿sabes? La mujer debe de haber pensado que yo era racista o algo así, o que la consideraba racista a ella, o vete tú a saber. Porque… ¿qué sentido tenía que yo la machacara tanto con el color de piel de los violadores? Pero desde mi punto de vista era fundamental, claro, porque eso la descarta a efectos de nuestra investigación. A menos que esos tipos hayan encontrado, desde el pasado agosto, la manera de cambiar de color.
—Si la han descubierto, seguro que para ellos vale mucho más de cuatrocientos mil dólares.
—Qué majo. En fin, que me he sentido como una idiota, pero he anotado su nombre y su número y le he dicho que ya la llamaremos si al final nos dan luz verde en el proyecto. ¿Quieres oír algo gracioso? Me ha dicho que, aunque la cosa no llegue a ninguna parte, se alegraba de haber llamado, porque le ha ido bien contarlo. Habló mucho del tema justo después del ataque e incluso hizo terapia, pero ya hacía tiempo que no lo contaba y le ha sido de gran ayuda.
—Supongo que te habrá alegrado oírlo.
—Pues sí, porque hasta entonces me había sentido culpable por hacerle pasar un mal rato con engaños. Ha dicho que le resultaba fácil hablar conmigo.
—Vaya, eso no le sorprende en absoluto a este reportero.
—La chica creía que yo era terapeuta. Creo que incluso estaba a punto de preguntarme si podía acudir a terapia una vez por semana. Le he dicho que era ayudante de producción y que, en el fondo, se necesitan más o menos las mismas aptitudes.
Ese mismo día conseguí, por fin, localizar al detective John Kelly de la Brigada de Homicidios de Brooklyn. Recordaba el caso de Leila Álvarez y dijo que era una historia terrible. Era muy guapa y, en opinión de todo los que la conocían, una muchacha muy agradable y muy aplicada en los estudios.
Le conté que estaba preparando un reportaje sobre cadáveres que habían aparecido en escenarios poco frecuentes, y le pregunté si el cadáver presentaba alguna señal extraña cuando lo habían encontrado. Dijo que presentaba algunas mutilaciones y, cuando le pregunté si podía darme más detalles, me respondió que mejor no. En parte porque ciertos detalles del caso seguían siendo confidenciales, pero también para ahorrarle más dolor a la familia de la joven.
—Estoy seguro de que lo entiende —dijo.
Intenté sonsacarle más información con distintas tácticas, pero me estrellaba una y otra vez contra el mismo muro. Al final, le di las gracias y ya me disponía a colgar cuando se me ocurrió preguntarle si había trabajado alguna vez en la Siete ocho. Me preguntó por qué quería saberlo.
—Porque conozco a un John Kelly que trabajaba allí, pero no creo que sea usted porque el hombre al que me refiero ya debe de estar jubilado.
—Es mi padre —me respondió—. ¿Cómo ha dicho usted que se llamaba? ¿Scudder? ¿De qué trabajaba usted, de reportero?
—No, yo también era poli. Estuve en la Siete ocho durante un tiempo y luego me trasladaron a la Seis, en Manhattan, donde estuve como detective.
—Como detective, ¿eh? ¿Y ahora es usted escritor? Mi padre siempre hablaba de escribir un libro, pero eso fue todo lo que hizo, hablar. Se jubiló hará unos…, a ver…, unos ocho años. Ahora vive en Florida y se dedica a cultivar pomelos en el jardín trasero de su casa. Conozco a un montón de polis que están trabajando en un libro; o eso dicen, al menos. O dicen que están pensando en ello. Pero usted está escribiendo un libro de verdad, ¿no?
Había llegado el momento de cambiar de táctica.
—No —le respondí.
—¿Disculpe?
—Era una bola —admití—. Trabajo como detective privado. Me dedico a eso desde que dejé el departamento.
—¿Y qué es lo que quiere saber del caso Álvarez?
—Quiero saber en qué consistió exactamente la mutilación.
—¿Por qué?
—Quiero saber si hubo alguna clase de amputación.
Se produjo una pausa, lo bastante larga como para que lamentara haber adoptado esa línea de interrogación.
—¿Sabes lo que quiero saber yo, amigo? —dijo al fin, tuteándome—. Quiero saber de dónde coño has salido tú.
—Hubo un caso en Queens, hará poco más de un año —le respondí—. Tres hombres secuestraron a una mujer en Jamaica Avenue, en Woodhaven, y la dejaron en un campo de golf de Forest Park. Además de otras salvajadas, le cortaron dos dedos y se los metieron en…, bueno, determinados orificios corporales.
—¿Y tienes motivos para pensar que fueron los mismos tipos los que atacaron a ambas mujeres?
—No, pero tengo motivos para pensar que los que atacaron a Gotteskind no se detendrán ahí.
—¿Era ese el nombre de la mujer de Queens? ¿Gotteskind?
—Marie Gotteskind, sí. Estoy intentando relacionar a sus asesinos con otros casos y Álvarez parecía encajar, pero lo único que sé es lo que se publicó en la prensa.
—Álvarez tenía un dedo metido en el culo.
—Lo mismo que Gotteskind. Y también le habían metido otro por delante.
—En la…
—Sí.
—Tú eres como yo, no te gusta utilizar esas palabras cuando se trata de una persona muerta. Cuando uno habla con los médicos forenses, en cambio… Son unos auténticos cabronazos irreverentes. Imagino que lo hacen para no implicarse emocionalmente.
—Es probable.
—Pero a mí me parece una falta de respeto. Las pobres víctimas… ¿Es que no se les puede mostrar ni un poco de respeto una vez muertas? La persona que les quitó la vida no les ofreció ni una pizca.
—No.
—Le faltaba un pecho.
—¿Disculpa?
—A Álvarez. Le cortaron un pecho. Y, a juzgar por la hemorragia, parece que estaba viva cuando se lo hicieron.
—Por Dios bendito.
—Quiero coger a esos hijos de puta, ¿sabes? Cuando uno trabaja en Homicidios, los quiere pillar a todos porque no existe el asesinato menor, pero a veces hay casos que te afectan de verdad, y este era uno de ellos. Investigamos a fondo, comprobamos todos los movimientos de la chica, hablamos con todas las personas que la conocían, pero ya sabes cómo funciona esto. Cuando no existe relación alguna entre la víctima y su asesino, y tampoco hay demasiadas pruebas físicas, no se llega muy lejos. En el escenario del crimen apenas había pruebas porque se la cargaron en otro sitio y luego la abandonaron allí.
—Eso salió en la prensa, sí.
—¿Hicieron lo mismo con Gotteskind?
—Sí.
—Si hubiera sabido algo del caso Gotteskind… ¿Dices que fue hace poco más de un año? —Le di la fecha—. O sea, que ese caso está muerto de asco en un expediente de Queens… ¿Cómo iba yo a saberlo? Dos cadáveres con dedos amputados y reintroducidos y yo aquí, rascándome el culo. Joder, no quería decir eso.
—Espero que la información te ayude.
—Ya, esperas que me ayude. ¿Qué más tienes?
—Nada.
—Si me estás ocultando…
—Todo lo que sé de Gotteskind está en su expediente. Y todo lo que sé de Álvarez es lo que tú me acabas de contar.
—¿Y cuál es la relación? La tuya con todo esto, me refiero.
—Ya te lo he dicho, me…
—No, no, no. ¿Por qué tienes tanto interés?
—Eso es confidencial.
—Y una mierda. No tienes derecho a ocultarme información.
—No te la estoy ocultando.
—Entonces, ¿cómo lo llamarías tú?
Respiré hondo.
—Creo que te he dicho todo lo que estoy obligado a decirte. No conozco a fondo ninguno de los dos homicidios, ni el de Gotteskind ni el de Álvarez. He leído el expediente de uno de los casos y tú me has hablado del otro. Hasta ahí llegan mis conocimientos.
—Para empezar, ¿por qué has leído el expediente?
—Por una noticia de prensa de hace un año. Y te he llamado a ti a raíz de otra noticia periodística. Eso es todo.
—Tienes un cliente al que estás encubriendo.
—Si tengo un cliente, desde luego no es el autor de los hechos, y no veo que eso sea asunto de nadie excepto mío. ¿No preferirías comparar los dos casos para ver si encuentras alguna pista?
—Desde luego que lo voy a hacer, pero me gustaría conocer tu punto de vista.
—Eso no es importante.
—Podría pedirte que vinieras a comisaría. O hacer que fueran a detenerte, si prefieres ir por ese camino.
—Podrías —le respondí—, pero no conseguirías más de lo que ya te he dicho. Me harías perder el tiempo, de acuerdo, pero tú también lo perderías.
—Tienes mucho morro, ¿sabes? Eso lo reconozco.
—Venga ya —le dije—. Ahora tienes algo que no tenías antes de que yo llamara. Si quieres guardarme rencor, pues estás en tu derecho, supongo, pero ¿de qué te va a servir?
—¿Y qué quieres que haga entonces?, ¿que te dé las gracias? —Pues no se iba a morir por ello, pensé, pero no lo dije—. A la mierda —dijo—. Pero será mejor que me des tu teléfono y tu dirección, por si acaso necesito ponerme en contacto contigo.
Darle mi nombre había sido un error. Podía limitarme a comprobar si era un buen detective y me buscaba en el listín de Manhattan, pero ¿para qué? Le di mi dirección y mi número de teléfono y le pedí disculpas por no haber respondido a todas sus preguntas, pero tenía ciertas responsabilidades para con mi cliente.
—Cuando estaba en el cuerpo —le dije—, me habría cabreado si alguien me hubiera dicho algo así, de modo que entiendo que tú sientas exactamente lo mismo. Pero debo hacer lo que debo hacer.
—Sí, ya, eso lo he oído en alguna parte. Bueno, a lo mejor se trata de los mismos tipos en los dos casos y a lo mejor encontramos algo si los contrastamos. Eso estaría bien.
Era lo más parecido a un «gracias» que se podía esperar, así que me conformé sin más. Le dije que sí, que estaría bien, y le deseé suerte. Le pedí también que saludara a su padre de mi parte.