Me quedé por allí mientras ella encandilaba a algún empleado de la fiscalía del distrito de Brooklyn, pero luego le pasé una lista de personas a las que llamar y me fui a la biblioteca. No era necesario que la supervisara. Lo suyo era innato.
En la biblioteca, me dediqué a hacer lo que había empezado a hacer la mañana del día anterior, revisar en microfilm los últimos seis meses del periódico The New York Times. No buscaba secuestros porque en realidad no esperaba encontrar nada publicado en ese sentido. Suponía que los tipos en cuestión habrían raptado a alguien en la calle sin que lo presenciara ningún testigo, o sin que los posibles testigos denunciaran los hechos. Buscaba más bien noticias sobre víctimas que hubieran aparecido muertas en parques o callejones; sobre todo, víctimas que presentaran mutilaciones y señales de agresión sexual. Para ser más exactos, que hubieran sido desmembradas.
El problema radicaba en que esa clase de detalles no suelen llegar a los periódicos. La política habitual de la policía es no revelar los detalles sobre mutilaciones, para ahorrarse de ese modo una gran variedad de follones: falsas confesiones, imitadores, falsos testigos… Por su parte, los periódicos tienden a ahorrarles a sus lectores los detalles más gráficos. Cuando la noticia llega finalmente al público, no resulta fácil saber qué ha ocurrido.
Hace unos cuantos años se conoció el caso de un asesino sexual que se dedicaba a matar niños en el Lower East Side. Se los llevaba con engaños a la azotea de algún edificio, y allí los estrangulaba o apuñalaba, les cortaba el pene y se lo llevaba. Estuvo actuando el tiempo suficiente como para que los polis encargados del caso le pusieran un nombre: Charlie el Trinchador, lo llamaron.
Como es lógico, los periodistas de sucesos lo llamaban igual… pero no en sus artículos. Ningún periódico de Nueva York estaba dispuesto a facilitarles ese pequeño detalle a sus lectores y, por otro lado, era imposible utilizar el apodo sin que el lector se hiciera una idea bastante clara de qué era lo que se trinchaba. Así que no lo llamaban de ningún modo y se limitaban a decir que el asesino había mutilado o desfigurado a sus víctimas, lo cual podía significar cualquier cosa, desde el desmembramiento ritual hasta un horrendo corte de pelo.
Hoy en día, no se mostrarían tan comedidos.
En cuanto le pillé el truco, fui pasando las semanas a una velocidad considerable. No tenía que leer todo el periódico, solo la sección local, en la que se concentraba la información de todos los crímenes cometidos en la ciudad. Lo que más me hacía perder el tiempo era lo mismo que me ocurre siempre en una biblioteca; es decir, la tendencia a distraerme con algo interesante pero que no tiene nada que ver con el asunto que me ha llevado allí. Por suerte, el Times no publica cómics, porque de ser así tendría que luchar con la tentación de tragarme seis meses enteros de Doonesbury.
Cuando finalmente salí de allí, había anotado media docena de posibles casos en el cuaderno. Uno de ellos tenía muchas papeletas: la víctima era una estudiante de contabilidad del Brooklyn College, que había desaparecido tres días antes de que un observador de aves la encontrara muerta en el cementerio de Green-Wood. Según la noticia, la habían violado de manera repetida y le habían mutilado los genitales, lo cual me hizo pensar que alguien se había cebado en ella con un cuchillo de trinchar. Las pruebas encontradas en el escenario del crimen indicaban que la habían asesinado en otro sitio y que luego habían abandonado el cuerpo en el cementerio. La policía había llegado a una conclusión similar en el caso de Marie Gotteskind; a saber, que ya estaba muerta cuando los asesinos abandonaron el cuerpo en el campo de golf de Forest Park.
Regresé a mi hotel hacia la seis. Encontré mensajes de Elaine y de los dos Khoury, además de tres notas en las que tan solo se me anunciaba que había llamado TJ.
Lo primero que hice fue llamar a Elaine, quien me dijo que había realizado todas las llamadas.
—Hacia el final, hasta yo me empezaba a creer la tapadera. Pensaba: «Esto es divertido, pero más divertido aún será cuando rodemos la película». Pero claro, no vamos a rodar ninguna película.
—Creo que eso ya se ha hecho.
—Me pregunto si llamará alguien.
Hablé con Kenan Khoury, que quería saber qué tal iban las cosas. Le conté que había conseguido abrir unas cuantas líneas de investigación, pero que no esperaba obtener resultados de inmediato.
—Pero crees que tenemos algo —dijo.
—Sin duda —afirmé.
—Bien —contestó—. Mira, te llamaba porque voy a estar fuera del país durante un par de días, por trabajo. Tengo que ir a Europa. Mañana cojo un avión en el JFK y volveré el jueves o el viernes. Si hay algo, llama a mi hermano. Tienes su número, ¿verdad?
Lo tenía anotado en un papel, justo delante de mí, y lo llamé en cuanto terminé de hablar con Kenan. Peter parecía algo aturdido cuando contestó y le pedí disculpas por haberlo despertado.
—No, tranquilo, mejor que me hayas despertado. Estaba viendo un partido de baloncesto y me he quedado frito delante de la tele. Me da mucha rabia cuando me pasa, porque luego me despierto con el cuello dolorido. Te he llamado antes porque quería preguntarte si esta noche habías pensado ir a alguna reunión.
—La verdad es que sí.
—Bueno, pues ¿qué te parece si te recojo y vamos juntos? Los sábados por la noche hay una reunión en Chelsea, y yo suelo ir. Es un grupo agradable, se reúnen a las ocho en la iglesia española de la calle Diecinueve.
—Creo que no la conozco.
—Pilla un poco lejos, pero cuando dejé la bebida entré en un programa de pacientes ambulatorios en ese barrio y me acostumbré a ir a esa reunión los sábados por la noche. De un tiempo a esta parte no voy mucho por allí, pero en vista de que tengo el coche y eso… Bueno, ya sabes que tengo el Toyota de Francine…
—Sí.
—¿Qué te parece entonces si te recojo delante del hotel a eso de las siete y media? ¿Te va bien?
Le dije que me iba bien y, cuando salí del hotel, a las siete y media, tenía el coche aparcado justo delante. Me alegró no tener que ir andando a ninguna parte, pues había estado lloviznando a ratos toda la tarde y, en ese momento, la lluvia caía con fuerza.
Hablamos de deportes durante el trayecto hasta la reunión. Los equipos de béisbol ya llevaban un mes inmersos en los entrenamientos de primavera. Esa temporada, sin embargo, aún no había conseguido interesarme demasiado por el asunto, aunque sabía que acabaría poniéndome al día en cuanto empezara la liga. No obstante, de momento solo se hablaba de negociaciones y contratos. Un jugador se había enfurruñado porque estaba convencido de que valía más de ochenta y tres millones de dólares por temporada. No sé, a lo mejor sí vale más de eso, a lo mejor todos valen más de eso, pero después de leer algo así me importa un huevo que ganan o que pierdan.
—Creo que Darryl por fin está listo para entrenar a tope y jugar —dijo Peter—. Ha estado corriendo rapidísimo durante las últimas semanas.
—Sí, ahora que ya no lo tenemos.
—Eso es lo que pasa siempre, ¿no? Nos hemos pasado años esperando a que sacara todo su potencial y, cuando por fin lo hace, resulta que es del equipo de los Dodgers.
Aparcamos en la calle Veinte y recorrimos una manzana hasta llegar al templo. Era una iglesia pentecostal, que ofrecía servicios religiosos en inglés y español. La reunión se celebraba en el sótano y había, aproximadamente, una cuarentena de asistentes. Vi algunas caras conocidas, que me sonaban de otras reuniones en otros lugares de la ciudad, y Pete saludó a unas cuantas personas. Una mujer le dijo que hacía mucho que no lo veía. Él respondió que había estado yendo a otras reuniones.
El formato de la reunión no era el habitual en Nueva York. Después de que el orador contara su historia, el público asistente se dividió en pequeños grupos, de entre ocho y diez personas cada uno, repartidos en cinco mesas. Una mesa para principiantes, otra que era una especie de foro de debate, otra para hablar de alguno de los Doce Pasos, y ya no recuerdo qué más. Peter y yo terminamos en la mesa dedicada al foro de debate, donde los participantes hablaban de los problemas que tenían en ese momento y de cómo conseguían mantenerse sobrios. Por lo general, me resulta más útil esa clase de debate que las charlas centradas en un único asunto o en alguno de los pilares filosóficos del programa.
Una mujer contó que acababa de empezar a trabajar como consejera de alcohólicos y relató lo difícil que le resultaba demostrar entusiasmo en las reuniones después de pasarse ocho horas tratando los mismos temas en el trabajo.
—No es fácil separar las cosas —afirmó.
Un hombre dijo que acababa de saber que era seropositivo y que estaba intentando asimilarlo. Yo hablé sobre la naturaleza cíclica de mi trabajo: acerca de lo nervioso que me ponía cuando pasaba mucho tiempo entre un encargo y otro, y de la presión a la que yo mismo me sometía cuando tenía trabajo.
—Cuando bebía, me resultaba fácil encontrar el equilibrio —dije—, pero ahora ya no puedo. Las reuniones me ayudan.
Pete habló cuando le llegó el turno, pero se limitó básicamente a comentar cuestiones de las que ya habían hablado los demás. No dijo gran cosa sobre sí mismo.
A las diez en punto nos colocamos en círculo, nos cogimos de la mano y rezamos. En la calle, ya no llovía tan fuerte. Fuimos andando hasta el Camry, y Peter me preguntó si tenía hambre. En ese momento me di cuenta de que sí, pues no había cenado, tan solo había comido un trozo de pizza cuando volvía de la biblioteca.
—¿Te gusta la comida de Oriente Próximo, Matt? No me refiero a los chiringuitos de falafel, sino a la comida de verdad. Lo digo porque conozco un restaurante buenísimo en el Village.
Le dije que me parecía bien.
—O si no…, ¿sabes qué podríamos hacer? Una escapadita a mi antiguo barrio. A menos que hayas pasado demasiado tiempo en Atlantic Avenue y estés harto de la zona.
—Nos pilla un poco lejos, ¿no?
—Ya, pero tenemos un coche, ¿no? Y ya que lo tenemos, podemos aprovecharlo.
Cruzó el puente de Brooklyn. Estaba yo pensando en lo bonito que resultaba bajo la lluvia cuando Pete dijo:
—Me encanta este puente. El otro día leí no sé dónde que todos los puentes se están deteriorando. No se puede abandonar un puente, hay que mantenerlo. Y el ayuntamiento lo hace, pero no lo bastante.
—No hay dinero.
—¿Y cómo hemos llegado a esto? Durante años, el ayuntamiento de esta ciudad podía pagar todo lo que hiciera falta, pero ahora de repente no hay dinero para nada. ¿Por qué? ¿Lo sabes?
Negué con la cabeza.
—No creo que sea solo Nueva York. Pasa lo mismo en todas partes.
—¿En serio? Porque lo único que yo veo es Nueva York y tengo la sensación de que la ciudad se está desmoronando. Las…, cómo se llaman…, las infraestructuras, ¿no? ¿Es así como se llaman?
—Supongo.
—Las infraestructuras se están cayendo a pedazos. El mes pasado hubo otro reventón en una tubería. ¿Qué es lo que pasa? Pues que el sistema es viejo y se está consumiendo. ¿Quién oía hablar de reventones en tuberías hace diez o veinte años? ¿Tú recuerdas que pasaran todas esas cosas?
—No, pero eso no quiere decir que no pasaran. Pasaban muchas cosas de las que yo ni siquiera me enteraba.
—Ya, supongo que en eso tienes razón. Yo podría decir lo mismo de mí. Y siguen pasando cosas de las que no me entero.
El restaurante que Pete había elegido estaba en Court, a media manzana de Atlantic Avenue. Me recomendó que pidiera el pastel de espinacas como entrante y me dijo que no tenía absolutamente nada que ver con el spanakopita que solían servir en las cafeterías griegas. Tenía razón. El segundo plato, un guiso a base de trigo burgol y carne picada salteada con cebolla, era también exquisito, pero no conseguí terminármelo.
—Pues te lo puedes llevar a casa —dijo—. ¿Te gusta el sitio? No es que sea especialmente bonito, pero la comida es excelente.
—Me sorprende que esté abierto tan tarde.
—¿Un sábado? La cocina está abierta hasta medianoche, puede que incluso hasta más tarde. —Se reclinó en su silla—. Bueno, si quisiéramos rematar esta cena como Dios manda… ¿Sabes lo que es el arak?
—¿No es parecido al ouzo?
—Sí, se parece al ouzo. Es distinto, pero sí, se parece. ¿Te gusta el ouzo?
—Gustar, lo que se dice gustar… Yo no diría eso. Había un bar en la esquina de la calle Cincuenta y siete con la Novena que se llamaba Antares and Spiro’s, un local griego…
—No me digas. Con ese nombre…
—… y a veces me dejaba caer por allí, tras una larga noche bebiendo bourbon en el Jimmy Armstrong’s, para tomarme un par de chupitos de ouzo antes de acostarme.
—¿Ouzo después del bourbon?
—Como digestivo —dije—. Para apaciguar el estómago.
—Para apaciguarlo definitivamente, diría yo. —Buscó con la mirada al camarero y le pidió más café—. El otro día me entraron muchas ganas de beber —añadió.
—Pero no lo hiciste.
—No.
—Pues eso es lo importante, Pete. Querer beber es normal. Supongo que no es la primera vez que te apetece beber desde que lo dejaste, ¿verdad?
—No —reconoció.
El camarero llegó en ese momento y nos llenó las tazas. Una vez que se hubo alejado, Pete prosiguió:
—Pero sí es la primera vez que he pensado en la posibilidad.
—¿Te refieres a pensar en ella en serio?
—Sí, diría que en serio. Sí, diría que sí.
—Pero no lo hiciste.
—No —respondió, al tiempo que contemplaba su taza de café—. Lo que estuve a punto, a punto de hacer fue comprar.
—¿Drogas?
Asintió.
—Caballo —dijo—. ¿Has tenido alguna experiencia con la heroína?
—Ninguna.
—¿Ni siquiera la has probado?
—Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza esa posibilidad. Nunca he conocido a nadie que la consumiera, ni siquiera en la época en que aún bebía. Sin contar, claro, a las personas a las que detenía de vez en cuando.
—El caballo era únicamente para la gente de los bajos fondos, en aquella época.
—Así es como yo lo veía.
Sonrió con dulzura.
—Seguro que conocías a alguien que la consumía, solo que no te lo decían.
—Es posible.
—A mí siempre me ha gustado. Nunca me he pinchado, solo la esnifaba. Me dan miedo las agujas, lo cual es una suerte, porque de lo contrario ya me habría muerto de sida. Sabes que no hace falta que uno se pinche para volverse adicto, ¿no?
—Eso tengo entendido.
—Tuve el mono un par de veces y me asusté. Dejé el caballo con la ayuda del alcohol y, bueno, ya conoces el resto de la historia. Vamos, que dejé la droga por mi cuenta, pero tuve que ir a rehabilitación para dejar de beber. Así que lo que me jodió de verdad fue el alcohol, pero en el fondo soy tan yonqui como alcohólico.
Bebió un sorbo de café.
—Y la cuestión —añadió— es que cuando ves la ciudad con los ojos de un yonqui, te parece un lugar completamente distinto. Quiero decir, que tú eras poli y todo eso, te conocías muy bien la calle, pero… Si tú y yo salimos a pasear juntos por ahí, yo veré a más traficantes que tú. Yo los veré a ellos, ellos me verán a mí y nos reconoceremos mutuamente. Puedo ir a cualquier rincón de esta ciudad y te aseguro que no tardaría ni cinco minutos en encontrar a alguien dispuesto a venderme una papelina.
—¿Y qué? Yo paso por delante de un montón de bares todos los días, como tú. Viene a ser lo mismo, ¿no?
—Supongo. Pero la heroína me llama mucho de un tiempo a esta parte.
—Nadie ha dicho que tenga que ser fácil, Pete.
—Lo fue durante un tiempo. Ahora me cuesta más.
Ya en el coche, sacó de nuevo el tema.
—Pienso, ¿para qué esforzarse? O voy a una reunión y me digo: «¿Quién es esta gente? ¿De dónde han salido?». Todo el rollo ese de encomendarse a un poder superior, y que luego la vida será pan comido. ¿Tú te lo crees?
—¿Que la vida es pan comido? No del todo.
—Es más bien un sándwich podrido, ¿no? ¿Tú crees en Dios?
—Depende de cuándo me lo preguntes.
—Bueno, pues hoy. Te lo estoy preguntando hoy. ¿Crees en Dios?
No respondí enseguida, por lo que Pete dijo:
—Da igual, no tengo derecho a entrometerme. Lo siento.
—No, estaba intentando dar con una respuesta. Supongo que tengo problemas para responder porque no creo que la pregunta sea importante.
—¿No es importante saber si existe Dios o no?
—Bueno, ¿eso qué cambia? Exista o no exista, yo tengo que superar un día tras otro. Con Dios o sin Dios, sigo siendo un alcohólico que no puede tomar ni una copa. ¿Dónde estriba la diferencia?
—Todo el programa gira en torno a ese poder superior.
—Sí, pero funciona con independencia de si Dios existe o no, y de si yo creo en Él o no.
—¿Y cómo puedes entregarle tu voluntad a algo en lo que no crees?
—Pues dejándome llevar. No empeñándome en controlar las cosas. Tomando las medidas adecuadas y dejando que las cosas salgan tal y como Dios quiere que salgan.
—Exista o no.
—Eso es.
Se lo estuvo pensando durante un momento.
—No lo sé —dijo al fin—. Me crie creyendo en Dios. Iba a un colegio privado religioso, aprendí lo que allí enseñaban y jamás lo puse en duda. Dejé la bebida, me dijeron que creyera en un poder superior y yo dije: «Vale, ningún problema». Pero cuando esos hijos de puta nos devolvieron a Francey cortada en trocitos… Tío, ¿qué clase de dios permite que ocurra algo así?
—Es una mierda, pero así es la vida.
—Tú no llegaste a conocerla, tío. Era una mujer buena de verdad. Dulce, honrada, inocente… Un ser humano excepcional. Cuando uno estaba a su lado, sentía el deseo de convertirse en mejor persona. No, es más que eso: te hacía sentir que podías lograrlo. —Frenó al llegar a un semáforo en rojo, miró a ambos lados y luego siguió—. Una vez me pusieron una multa por hacer esto. Iba conduciendo en plena noche, me paré en el semáforo pero no se veía a nadie en kilómetros a la redonda… ¿Qué idiota se queda ahí parado esperando a que cambie el semáforo? Pero resulta que había un puto poli escondido en la otra esquina, con las luces apagadas, y me multó.
—Creo que esta vez nos hemos librado.
—Eso parece. Kenan consume caballo de vez en cuando, no sé si lo sabías.
—¿Por qué iba a saberlo?
—Ya suponía que no. Esnifa alguna que otra papelina, puede que una vez al mes, puede que menos. Hace un uso recreativo: no sé, si va a un club de jazz, a lo mejor esnifa una papelina en el lavabo para compenetrarse mejor con la música. Total, que no quería que Francey lo supiera. Estaba convencido de que no lo aprobaría y no quería hacer nada que lo rebajara a ojos de ella.
—¿Francine sabía que él traficaba?
—Eso era distinto. Era trabajo, era lo que él hacía para ganarse la vida. Y, además, no quería quedarse mucho tiempo en el negocio. Pensaba estar unos cuantos años y dejarlo después.
—Es lo que piensan todos.
—Ya sé lo que quieres decir. En fin, que a ella le parecía bien. Era lo que él hacía para ganarse la vida, era su trabajo, era algo que había quedado relegado a un mundo aparte. Pero no quería que ella supiera que también consumía de vez en cuando. —Guardó silencio durante un instante y luego añadió—: El otro día estaba colocado. Se lo dije, pero lo negó. Joder, tío, ¿es que se cree que puede engañar a un yonqui en cuestiones de droga? El tío está colocadísimo y va me dice que no es verdad. Vale, supongo que es porque estoy limpio y porque ya no bebo, porque no quiere ponerme la tentación delante de las narices, pero por lo menos podría concederme el beneficio de la inteligencia, ¿no?
—¿Te molesta que él se pueda colocar y tú no?
—¿Que si me molesta? Joder, pues claro que me molesta. Mañana se marcha a Europa.
—Ya me lo ha dicho.
—¿Qué necesidad tenía de cerrar un trato tan pronto, de aumentar su capital? Ponerse a hacer tratos corriendo es la mejor forma de que te detengan, o algo peor.
—¿Estás preocupado por él?
—Joder, estoy preocupado por todos nosotros.
En el puente de vuelta a Manhattan, dijo:
—De niño, me encantaban los puentes. Coleccionaba fotos de puentes. Y a mi viejo se le metió en la cabeza que yo iba a ser arquitecto.
—Aún podrías serlo, ¿sabes?
Se echó a reír.
—¿Qué quieres, que me ponga a estudiar otra vez? No, tío, yo nunca he querido ser arquitecto. Nunca he sentido el deseo de construir puentes. Solo me gustaba mirarlos. Si algún día siento la tentación de abandonarlo todo, me tiraré desde ese puente. Tiene que ser la leche cambiar de idea a mitad del salto, ¿no?
—Un tío me contó en cierta ocasión que le había pasado algo así. Salió de una especie de trance en un puente, creo que era este, cuando ya estaba al otro lado de la barandilla, con un pie en el vacío.
—¿En serio?
—A mí me pareció que hablaba muy en serio. No recordaba haber ido allí; pero, de repente, ¡zas!, se encuentra agarrado a la barandilla con una mano, con un pie en el aire. Volvió a saltar la barandilla y se fue a casa.
—Y se tomó una copa, seguro.
—Supongo que sí. Pero imagínate que hubiera salido del trance cinco segundos más tarde.
—¿Quieres decir después de haber dado otro paso? Qué sensación más horrible, ¿no? Lo único bueno es que la caída no duraría mucho. Mierda, tendría que haberme metido en el otro carril. Bueno, no pasa nada, tendremos que recorrer unas cuantas manzanas más. Me gusta esta zona. ¿Vienes mucho por aquí, Matt?
Íbamos por South Street Seaport, una zona restaurada en las inmediaciones de la lonja del pescado de Fulton Street.
—El verano pasado —comenté—, mi novia y yo pasamos una tarde aquí, de compras, y luego cenamos en uno de los restaurantes.
—Se ha vuelto un barrio un poco pijo, pero me gusta. En verano no, de todas formas. ¿Sabes cuando es más bonito? En las noches como esta, cuando hace frío, no hay nadie y cae una fina llovizna. En noches así es bonito de verdad. —Se echó a reír—. ¿Me oyes? —dijo—. Hablo como un yonqui colocado. Muéstrame el Jardín del Edén y te diré que lo prefiero oscuro, frío y triste. Y que quiero estar allí completamente solo.
Ya delante de mi hotel, dijo:
—Gracias, Matt.
—¿Por qué? Tenía pensado ir a una reunión, así que soy yo quien debe darte las gracias por llevarme.
—Sí, vale, pero gracias por la compañía. Antes de que te vayas, hay una cosa que hace rato que quiero preguntarte. El trabajo que haces para Kenan… ¿Crees que existen posibilidades de que conduzca a alguna parte?
—No lo estoy haciendo por quedar bien.
—Ya, ya, sé que te lo estás currando. Solo quiero saber qué posibilidades hay de que valga la pena.
—Hay una posibilidad —respondí—. No sé si es muy buena o no, pero la verdad es que no tenía mucho con lo que empezar a trabajar.
—Eso lo puedo entender perfectamente. Empezaste casi desde cero, tal y como yo lo veo. Como es lógico, contemplas todas y cada una de las cosas desde un punto de vista profesional, las ves de forma distinta.
—El resultado depende en gran parte de si los pasos que estoy dando conducen o no a alguna parte. Y los pasos que ellos den en el futuro también son un factor a tener en cuenta y, como es lógico, son imprevisibles. ¿Que si soy optimista? Depende de cuándo me lo preguntes.
—Lo mismo que con el poder superior, ¿eh? El caso es que si llegas a la conclusión de que es inútil, no hace falta que corras a contárselo a mi hermano, ¿vale? Sigue trabajando una o dos semanas más. Para que Kenan piense que ha hecho todo lo que estaba en su mano.
Guardé silencio.
—Lo que quiero decir es que…
—Sé lo que quieres decir —le respondí—. Pero es algo que no hace falta que me digan, porque a cabezota no me gana nadie. Cuando empiezo algo, me cuesta un huevo soltarlo. Y creo que eso es lo que me ayuda a resolver las cosas, si quieres que te diga la verdad. Si llego hasta el final de un asunto no es porque sea brillante, sino porque a veces me aferro como un bulldog hasta que se suelta algo.
—Y siempre se suelta, tarde o temprano, ¿no? Según se decía, nadie puede salir impune de un asesinato.
—¿Eso se solía decir? Pues me temo que ya no se dice. Todos los días alguien comete un asesinato y sale impune de ello.
Bajé del coche y luego me incliné para concluir mi razonamiento.
—En un sentido, al menos, pero no en otro. Para serte sincero, no creo que nadie salga impune de nada.