Fui a la reunión de las ocho y media en San Pablo. Mientras me dirigía hacia allí, se me ocurrió que a lo mejor me encontraba a Peter Khoury, pero no apareció. Después de la reunión, ayudé a recoger las sillas plegables y luego me fui a tomar un café al Flame con unas cuantas personas. No me quedé mucho rato, sin embargo, porque a las once ya estaba en el Poogan’s Pub de la calle Setenta y dos Este, uno de los dos lugares en los que era probable encontrar a Danny Boy Bell entre las nueve de la noche y las cuatro de la madrugada. Durante el resto del día, no era demasiado probable encontrarlo en ninguna parte.
Su otro lugar favorito es un club de jazz llamado Mother Goose, en Amsterdam Street. El Poogan’s estaba más cerca, así que decidí intentarlo allí primero. Danny Boy estaba sentado en la mesa de siempre, al fondo del local, absorto en una conversación con un hombre negro de piel muy oscura, barbilla puntiaguda y nariz respingona. Llevaba unas gafas de sol con cristal de espejo que le tapaban media cara y vestía un traje de color azul pastel cuyos voluminosos hombros no eran obra ni de Dios ni de ningún gimnasio. Lucía también un pequeño sombrero de paja, de color chocolate, adornado con una cinta de color rosa flamenco.
Pedí una Coca-Cola en la barra y esperé a que aquel hombre terminara de hablar con Danny Boy. Al cabo de unos cinco minutos, se levantó de la silla, le dio una palmadita en el hombro a Danny Boy, soltó una alegre carcajada y se alejó hacia la puerta. Me di la vuelta un momento para recoger el cambio y, cuando volví a girarme, el lugar del primer hombre lo ocupaba ahora un tipo blanco, medio calvo, de generoso bigote y con una barriga que parecía a punto de reventarle la camisa. Al primer tipo no lo conocía, al menos en persona, pero a este sí: se llamaba Selig Wolf y era dueño de un par de aparcamientos, además de corredor de apuestas en acontecimientos deportivos. Lo había detenido en una ocasión, ya hacía muchos años, por agresión, pero al final la víctima retiró la denuncia.
Cuando Wolf se marchó, cogí mi segunda Coca-Cola y me senté.
—Una noche ajetreada —comenté.
—Lo sé —respondió Danny Boy—. Coge número y ponte a la cola, esto se empieza a parecer a Zabar’s. Me alegro de verte, Matthew. Te he visto antes, pero me ha tocado soportar la hora del lobo[3]. Supongo que conoces a Selig.
—Sí, pero no al otro tipo. Tiene pinta de ser el director de captación de fondos de la Fundación de Becas Universitarias para Negros, ¿no?
—Desperdiciar una mente es algo terrible[4] —dijo, en tono solemne—. A juzgar por las apariencias, podría decirse que has desperdiciado la tuya. Ese hombre llevaba todo un clásico de los trajes, Matthew, el llamado traje de pachuco. Eso era un traje de pachuco, ¿sabes? Con sus pliegues y su drapeado. Mi padre tenía uno en el armario, que conservaba como recuerdo de su extravagante juventud. De vez en cuando lo sacaba y amenazaba con ponérselo. A mi madre casi le daba algo.
—Es comprensible.
—Se llama Nicholson James —prosiguió Danny Boy—. En realidad tendría que llamarse James Nicholson, pero hace mucho tiempo le escribieron el nombre al revés en no sé qué documento oficial y él decidió que así tenía más clase. Podría decirse que pega más con su estilo retro. El señor James es un proxeneta.
—Imagínate. Jamás lo hubiera dicho.
Danny Boy se sirvió un poco de vodka. Su estilo, en lo que se refiere a la moda, era más bien de sobria elegancia: llevaba un traje oscuro hecho a medida, corbata y chaleco rojo y negro de llamativo estampado. Es un albino afroamericano, muy bajito y de constitución más bien endeble. Describirlo como negro sería inapropiado, puesto que es cualquier cosa menos negro. Se pasa las noches en los bares y adora las luces atenuadas y los ruidos bajos. Es tan estricto como Drácula con lo de no salir de día y, durante esas horas, no suele responder al teléfono ni abrir la puerta. Sin embargo, se pasa las noches en el Poogan’s o en el Mother Goose, escuchando a los demás y contándoles historias.
—Elaine no te acompaña —observó.
—Esta noche no.
—Dale recuerdos.
—De tu parte —dije—. Te he traído algo, Danny Boy.
—¿Sí?
Le puse un par de billetes de cien en la palma de la mano. Contempló el dinero sin exhibirlo y luego me observó con las cejas arqueadas.
—Tengo un cliente próspero —dije—. Quiere que vaya en taxi a todas partes.
—¿Y quieres que yo te llame uno?
—No, pero he pensado que podía hacer correr por ahí su dinero. Lo único que tienes que hacer tú es correr la voz.
—¿Qué voz?
Le conté la historia oficial sin mencionar el nombre de Kenan Khoury. Danny Boy me escuchó con atención. De vez en cuando fruncía el ceño. Cuando terminé de hablar, sacó un cigarrillo, lo contempló durante un instante, y luego lo volvió a guardar en el paquete.
—Se me plantea una pregunta.
—Adelante.
—La esposa de tu cliente está fuera del país, y se supone que a salvo de quienes querían hacerle daño. Y tu cliente da por sentado que esos tipos dirigirán su atención hacia otra persona.
—Exacto.
—Bueno, ¿y a él qué más le da? Me encanta la idea de que un narcotraficante sea tan solidario, como esos cultivadores de marihuana de Oregón que hacen generosos donativos anónimos a Primero la Tierra y a los ecosaboteadores. Bueno, a mí también me gustaba Robin Hood cuando era pequeño, pero ¿qué le importa a tu hombre que los malos secuestren al amorcito de otro tipo? Los malos se llevan el rescate y uno de sus competidores queda en una difícil situación económica. Y si no, que se jodan y listos. Mientras su mujer esté a salvo…
—Joder, era una historia perfecta hasta que te la he contado a ti, Danny Boy.
—Lo siento.
—Su mujer no ha salido del país. La secuestraron y la mataron.
—¿Él se hizo el duro? ¿No quería pagar el rescate?
—Pagó cuatrocientos mil. Y la mataron igualmente.
Danny Boy abrió mucho los ojos.
—Que no salga de aquí —añadí—. No se ha denunciado la muerte, así que esa parte de la historia no puede llegar a la calle.
—Lo entiendo. Bueno, ahora comprendo mejor los motivos de tu cliente. Quiere vengarse. ¿Se sabe quiénes son?
—No.
—Pero tú crees que volverán a hacerlo.
—¿Por qué retirarse en plena racha de buena suerte?
—Nadie lo hace —reconoció, al tiempo que se servía un poco más de vodka.
En los dos locales que visita con regularidad, le llevan una botella de vodka en una cubitera y se bebe una gran cantidad sin pestañear siquiera, como si no fuera más que agua. No sé dónde mete tanto vodka, ni cómo lo digiere su cuerpo.
—¿Cuántos malos? —preguntó.
—Tres, por lo menos.
—Y se van a dividir cuatro décimas parte de un millón. Seguro que estarán cogiendo un montón de taxis, ¿no?
—Eso mismo pensaba yo.
—O sea, que puede resultar útil saber que alguien va por ahí derrochando dinero.
—Puede.
—Y los traficantes, sobre todo los importantes, tienen que saber que se arriesgan a sufrir un secuestro. Porque también podrían secuestrar a uno de ellos, ¿no crees? No tiene por qué ser una mujer.
—De eso ya no estoy tan seguro.
—¿Por qué?
—Porque creo que les divirtió matarla. Creo que lo disfrutaron. Creo que abusaron sexualmente de ella y que la torturaron, y que cuando se cansaron de la novedad, la mataron.
—¿El cuerpo presentaba señales de violencia?
—El cuerpo volvió dividido en veinte o treinta pedazos, envueltos uno por uno. Y esto tampoco tiene que llegar a la calle. En realidad, no tenía pensado contártelo.
—Pues ojalá no lo hubieras hecho, si quieres que te diga la verdad. Matthew, ¿son imaginaciones mías, o el mundo se está volviendo cada vez más repugnante?
—No parece que la cosa mejore.
—Pues no, no lo parece. ¿Te acuerdas de la Convergencia Armónica, aquello de que los planetas se alineaban como si fueran soldados? ¿No se suponía que iba a marcar los albores de una Nueva Era o algo así?
—Ya, claro.
—Bueno, dicen que antes del amanecer llegan las tinieblas. De todas maneras, ya veo por dónde vas: si matar es parte de la diversión, si lo que les va es torturar y violar, no elegirán a un pobre camello, barrigón y sin afeitar. No creo que sean maricas.
—No.
Reflexionó durante un momento.
—Es lógico que vuelvan a hacerlo —añadió—. ¿Por qué iban a dejarlo después de un golpe así? Pero me pregunto…
—¿Si lo han hecho antes? Es lo mismo que me he preguntado yo.
—¿Y?
—Han actuado con mucha astucia —le respondí—. Me da la sensación de que tienen práctica.
Al día siguiente, después de desayunar, lo primero que hice fue dirigirme a la comisaría de Midtown North, en la calle Cincuenta y cuatro Este. Encontré a Joe Durkin sentado a su mesa y él me pilló desprevenido al alabar mi aspecto.
—Últimamente vistes mejor —observó—. Será cosa de esa mujer. Elaine, ¿no?
—Exacto.
—Bueno, pues creo que es una buena influencia.
—Sin duda —convine—, pero ¿de qué coño estás hablando?
—Pues de esa chaqueta tan bonita que llevas.
—¿Esta americana? Tendrá por lo menos diez años.
—Pues no te la pones nunca.
—Me la pongo siempre.
—Entonces será la corbata.
—¿Qué tiene de especial la corbata?
—Joder —dijo—. ¿No te han dicho nunca que eres un hijo de puta complicadísimo? Te estoy diciendo que tienes buen aspecto y tú me haces sentir como si estuviera en el puto estrado. ¿Y si volvemos a empezar? «Hola, Matt, me alegro de verte. Estás hecho un asco. Siéntate». ¿Te gusta más así?
—Mucho más.
—Me alegro. Siéntate. ¿Qué te trae por aquí?
—He sentido la imperiosa necesidad de cometer un delito grave.
—Conozco esa sensación. No hay día en que no sienta esa misma necesidad imperiosa. ¿Estabas pensando en algún delito grave en particular?
—Un delito de clase D.
—Bueno, de esos hay muchos. La posesión ilegal de material de falsificación es un delito de clase D y seguro que ahora mismo se te podría acusar de ello. ¿Llevas algún bolígrafo en el bolsillo?
—Dos bolígrafos y un lápiz.
—Caray, pues en ese caso será mejor que te lea tus derechos, formule cargos y te tome las huellas dactilares. Aunque imagino que esa no es la clase de delito D que tenías en mente.
Negué con la cabeza.
—Pensaba más bien en violar el artículo Doscientos Punto Cero Cero del Código Penal.
—Doscientos Punto Cero Cero. Me vas a obligar a consultarlo, ¿verdad?
—¿Por qué no?
Me fulminó con la mirada y luego fue en busca de un archivador de anillas y empezó a pasar las hojas.
—Me suena el número —dijo—. Ah, mira, aquí está. «Doscientos Punto Cero Cero. Soborno en tercer grado. Una persona es culpable de soborno en tercer grado cuando concede, o bien acepta u ofrece conceder, cualesquiera prestación a un funcionario público sobre la base del acuerdo o entendimiento de que el voto, opinión, juicio, acto, decisión o criterio del citado funcionario público se verá de ese modo influenciado. El soborno en tercer grado constituye delito de clase D». —Continuó leyendo en silencio durante unos momentos y luego añadió—: ¿Seguro que no preferirías violar el Artículo Doscientos Punto Cero Tres?
—¿Qué dice?
—Soborno en segundo grado. Es lo mismo que te acabo de leer, pero constituye delito de clase C. Para que se clasifique como soborno en segundo grado, la prestación que concedes, o bien aceptas u ofreces conceder… Joder, es fascinante la forma que tienen de expresar estas cosas, ¿no? La prestación, decía, tiene que superar los diez mil dólares.
—Ah —dije—. No, creo que mi límite es la clase D.
—Me lo temía. ¿Puedo hacerte una pregunta, antes de que cometas tu delito de clase D? ¿Cuántos años hace que dejaste este trabajo?
—Unos cuantos.
—¿Y cómo es que te acuerdas de la clase de ese delito, por no hablar del número del artículo?
—Tengo buena memoria para estas cosas.
—Y un huevo. Con los años, han vuelto a numerar todos los artículos. Han cambiado medio Código Penal. Quiero saber cómo lo has hecho.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Lo he buscado en el libro de Andreotti mientras venía hacia aquí.
—Solo para tocarme los cojones, ¿no?
—Solo para que te mantengas alerta.
—En el fondo, lo has hecho por mi propio bien.
—Desde luego que sí.
Previamente, me había guardado un billete en el bolsillo de la chaqueta. En ese momento, lo cogí y se lo metí en el bolsillo donde Durkin suele llevar siempre los cigarrillos, excepto durante las épocas en que jura dejar el tabaco y se fuma los pitillos de los demás.
—Cómprate un traje —le dije.
Estábamos solos en el despacho, así que sacó el billete y lo observó.
—Vamos a tener que adaptar la terminología: un sombrero son veinticinco dólares, y un traje, cien. No sé lo que cuesta hoy en día un sombrero decente, ya ni me acuerdo de la última vez que me compré uno. Pero no tengo ni idea de dónde comprar un traje por cien dólares, a menos que vaya a una tienda de ropa usada. «Toma cien dólares, vete a cenar por ahí con tu mujer». En fin, ¿para qué es esto?
—Necesito un favor.
—¿Sí?
—He leído algo sobre un caso. Tuvo que ser hará unos seis meses, un año como mucho. Un par de tipos secuestraron a una mujer en la calle y se la llevaron en una furgoneta. Apareció unos cuantos días más tarde en un parque.
—Muerta, deduzco.
—Muerta.
—«La policía sospecha que se trata de un crimen». Pues la verdad es que no me suena. ¿Era uno de nuestros casos?
—Ni siquiera fue en Manhattan. Me parece recordar que la mujer apareció en un campo de golf en Queens, pero a lo mejor era en alguna parte de Brooklyn. No le presté mucha atención en su momento, la verdad, solo era una noticia breve que leí mientras me bebía una segunda taza de café.
—¿Y qué es lo que quieres ahora?
—Quiero que me refresques la memoria.
Se me quedó mirando.
—Parece que te sobra el dinero, ¿no? ¿Por qué hacer un donativo para renovar mi fondo de armario cuando podrías ir a la biblioteca y buscarlo tú mismo en el Times Index?
—¿Y cómo lo busco? No sé ni dónde ni cuándo sucedió, ni tampoco los nombres de los implicados. Tendría que revisar los números de todo un año, y ni siquiera recuerdo en qué periódico lo leí. Puede que no lo publicara el Times.
—Es más fácil que yo haga un par de llamadas, ¿no?
—Eso es justo lo que pensaba.
—¿Por qué no te vas a dar una vuelta? Tómate un café. Pilla una mesa en el griego de la Octava Avenida. Yo me dejaré caer por allí dentro de una hora o así, para tomar un café y comer un bollo.
Unos cuarenta minutos más tarde, se reunió conmigo en la cafetería de la Octava Avenida con la Cincuenta y tres.
—Hace poco más de un año. Una mujer llamada Marie Gotteskind. ¿Qué significa ese apellido? ¿«Dios es bueno»?[5]
—Creo que significa «hijo de Dios».
—Mejor, porque Dios no fue precisamente bueno con Marie. Según el informe, la secuestraron a plena luz del día mientras compraba en Jamaica Avenue, en Woodhaven. Dos hombres se la llevaron en una furgoneta y, tres días más tarde, un par de chavales que paseaban por el campo de golf de Forest Park encontraron el cadáver. Agresión sexual y múltiples heridas de arma blanca. Se hizo cargo del caso la comisaría Uno cero cuatro, pero después de identificar a la víctima lo pasó a la comisaría Uno doce, porque allí era donde se había producido el secuestro.
—¿Averiguaron algo?
Durkin negó con la cabeza.
—El tipo con el que he hablado recordaba el caso bastante bien. Tuvo a medio barrio en vilo durante un par de semanas. Una mujer respetable va paseando por la calle y un par de payasos la raptan. Es como si te hubiera caído un rayo, ¿sabes lo que te quiero decir? Si le pasó a ella, le puede pasar a cualquiera y nadie está seguro ni en su propia casa. Todo el mundo temía que se repitiera, que el grupo motorizado cometiera más violaciones. En fin, rollo asesino en serie. ¿Cómo era aquel caso de Los Ángeles? Sí, que luego hicieron una miniserie.
—No lo sé.
—Dos italianos, me parece que eran primos. Se cargaban a prostitutas y luego las dejaban tiradas en las colinas. El Estrangulador de la Colina, me parece que lo llamaron. En realidad, tendría que haber sido «los estranguladores», pero creo que la prensa bautizó el caso antes de saber que los asesinos eran dos.
—La mujer de Woodhaven —dije.
—Vale. Se temía que fuera la primera de una serie, pero luego no hubo más crímenes y todo el mundo se relajó. Siguieron trabajando a conciencia en el caso, pero no consiguieron averiguar nada. El caso sigue abierto, pero la sensación es que solo se podrá resolver si los autores vuelven a actuar y los pillan in fraganti. Me ha preguntado si teníamos algo que pudiera estar relacionado. ¿Lo tenemos?
—No. ¿Por casualidad sabes a qué se dedicaba el esposo de la mujer?
—Creo que no estaba casada. Me parece que era maestra de escuela. ¿Por qué?
—¿Vivía sola?
—¿Y eso qué más da?
—Me gustaría ver el informe, Joe.
—Así que te gustaría, ¿eh? ¿Y por qué no te vas a la comisaría Uno doce y les pides que te lo enseñen?
—Me temo que eso no funcionaría.
—No, ¿eh? ¿Quieres decir que en esta ciudad hay polis que no están dispuestos a cualquier cosa para hacerle un favor a un detective privado? Joder, no me lo puedo creer.
—Te estaría muy agradecido.
—Una cosa es hacer un par de llamadas —dijo—. No he tenido que quebrantar descaradamente la normativa del departamento, ni tampoco ha tenido que hacerlo el tipo de Queens. Pero me estás pidiendo que revele información confidencial. Ese expediente no puede salir de la comisaría.
—Es que no tiene por qué salir. Lo único que tiene que hacer el tipo de Queens es dedicar cinco minutos a enviarlo por fax.
—¿Quieres todo el expediente? Investigación de homicidio completa. Ese expediente tendrá por lo menos veinte o treinta páginas.
—El departamento se puede permitir el gasto de enviarlo por fax.
—Pues no lo sé. El alcalde no hace más que decirnos que la ciudad no tiene dinero. Además, ¿por qué te interesa tanto?
—No puedo decírtelo.
—Joder, Matt, lo quieres todo sin ofrecer nada a cambio, ¿no?
—Es un asunto confidencial.
—No me jodas, hombre. Lo tuyo es confidencial, pero los expedientes del departamento son un libro abierto, ¿no? —Encendió un cigarrillo y tosió—. Supongo que todo esto no tendrá nada que ver con ese amiguito tuyo, ¿verdad?
—No te sigo.
—Tu colega Ballou. ¿Todo esto tiene algo que ver con él?
—Pues claro que no.
—¿Estás seguro?
—Está fuera del país —dije—. Ya hace más de un mes que se ha marchado y no sé cuándo vuelve. Y no se caracteriza precisamente por violar a mujeres y dejarlas tiradas en mitad de un campo de golf.
—Eso ya lo sé, es un caballero que siempre arregla las zonas de césped dañadas del campo de golf. Están tratando de interponer una demanda por pertenencia a organización criminal, pero supongo que ya lo sabes.
—Algo he oído.
—Pues espero que sigan adelante y que se pudra en una prisión federal durante los próximos veinte años, aunque imagino que tú no piensas lo mismo.
—Es mi amigo.
—Sí, eso me han dicho.
—De todas maneras, no tiene nada que ver con este asunto. —Durkin se limitó a mirarme, hasta que añadí—: Tengo un cliente cuya esposa desapareció. El modus operandi es similar al del crimen de Woodhaven.
—¿La secuestraron?
—Eso parece.
—¿Lo denunció?
—No.
—¿Por qué no?
—Supongo que tiene sus motivos.
—Esa respuesta no sirve, Matt.
—Supongamos que se encuentra ilegalmente en el país.
—La mitad de los habitantes de esta ciudad se encuentran ilegalmente en el país. ¿Crees que si nos enfrentamos a un caso de secuestro lo primero que hacemos es entregar a la víctima a los Servicios de Inmigración? ¿Y quién es ese tío que no puede conseguir un permiso de residencia y trabajo, pero sí puede pagarle a un detective privado? Me da la sensación de que no es un asunto del todo limpio.
—Piensa lo que quieras.
—Que piense lo que quiera, dices. —Apagó el cigarrillo y me observó con el ceño fruncido—. ¿La mujer está muerta?
—Cada vez parece más claro que así es. Si se trata de los mismos tipos…
—Ya, pero ¿por qué tiene que tratarse de los mismos tipos? ¿Qué relación existe entre uno y otro caso? ¿El modus operandi del secuestro?
En vista de que yo no decía nada, Durkin cogió la cuenta, le echó un vistazo y la empujó hacia mí.
—Toma. Invitas tú. ¿Sigues teniendo el mismo número? Te llamo esta tarde.
—Gracias, Joe.
—No, no me des las gracias. Primero tengo que pensar bien si hay alguna posibilidad de que esto me cause problemas algún día. Si no es el caso, haré la llamada. Pero si no, ya puedes irte olvidando.
Acudí a la reunión de mediodía en Fireside y luego regresé a mi habitación. No tenía ningún mensaje de Durkin, pero sí una nota en la que se me comunicaba que había recibido una llamada de TJ. Solo eso, sin número ni información adicional. Arrugué la nota y la tiré.
TJ es un adolescente negro a quien conocí hará un año y medio en Times Square. TJ es el nombre que utiliza en las calles; si tiene otro, no me lo ha dado. Me pareció un tipo alegre, descarado e irreverente, un soplo de aire fresco en esa ciénaga fétida que es la calle Cuarenta y dos, y la verdad es que conectamos enseguida. Al cabo de cierto tiempo, le encargué un trabajo en un caso situado en el entorno de Times Square y, desde entonces, se ha mantenido más o menos en contacto. Aproximadamente cada dos semanas, recibía una llamada suya o una serie de llamadas. Jamás dejaba ningún número, así que yo no tenía manera de contactar con él. Sus mensajes, pues, no eran más que una forma de hacerme saber que se acordaba de mí. Cuando tenía verdadero interés en contactar conmigo, seguía llamando hasta que me encontraba en casa.
Y cuando me encontraba, hablábamos hasta que se le acababan las monedas. Otras veces quedábamos por su barrio o por el mío y yo lo invitaba a comer. En dos ocasiones le he encargado trabajos relacionados con casos que yo estaba investigando y, en ambas ocasiones, ha demostrado un gran entusiasmo, no justificado por la mísera suma que tanto una como la otra vez le he pagado.
Subí a mi habitación y llamé a Elaine.
—Danny Boy te manda recuerdos —le dije—. Y Joe Durkin dice que eres una buena influencia para mí.
—Pues claro que lo soy —respondió—, pero ¿él cómo lo sabe?
—Dice que visto mejor desde que tú y yo nos frecuentamos.
—Ya te dije que el traje nuevo es muy elegante.
—Pues no es lo que llevaba hoy.
—Ah.
—Llevaba la americana, esa que tengo desde hace siglos.
—Bueno, te sigue quedando bien. ¿Con los pantalones grises? ¿Qué camisa y qué corbata te has puesto?
Se lo dije.
—Bueno, es un conjunto que está bien.
—Pero tampoco es nada del otro mundo, ¿no? Anoche vi un traje de pachuco.
—¿En serio?
—Con sus pliegues y su drapeado, según Danny Boy.
—No creo que Danny Boy llevara un traje de pachuco.
—No, era un colega suyo que se llama… Bueno, da igual cómo se llame. También llevaba un sombrero de paja con una cinta de color rosa chillón. Si yo me hubiera vestido así para ir al despacho de Durkin…
—Lo habrías impresionado. A lo mejor es algo en tu postura, cariño, o a lo mejor es que Durkin ha captado algo distinto en tu actitud. Vistes con un aire más autoritario.
—Porque mi corazón es puro.
—Será eso.
Charlamos durante un rato más. Esa noche Elaine tenía clase y hablamos sobre vernos después, pero al final decidimos que no.
—Mejor mañana —dijo Elaine—. ¿Te parece que vayamos a ver una peli? Aunque no me gusta ir al cine en fin de semana, está siempre a tope. Ya sé, ¿qué te parece si vamos al cine por la tarde y luego a cenar? Siempre que no tengas que trabajar, claro.
Le respondí que me parecía bien. Colgué y el recepcionista llamó para decir que había recibido una llamada mientras estaba al teléfono con Elaine. Han cambiado ya unas cuantas veces la centralita desde que estoy en el Northwestern. Al principio, todas las llamadas pasaban por la centralita. Luego cambiaron el sistema para que se pudiera llamar al exterior directamente desde las habitaciones, pero las llamadas entrantes seguían pasando por la centralita. Ahora dispongo de línea directa para hacer y recibir llamadas, pero si no contesto después del cuarto tono, la llamada salta directamente a recepción. Yo le pago la factura a NYNEX, el hotel no me cobra ningún recargo y, además, es como si tuviera un servicio gratuito de contestador automático.
La llamada era de Durkin, de modo que marqué su número.
—Te has dejado algo aquí —dijo—. ¿Pasas a buscarlo o lo tiro?
Le dije que iría enseguida. Estaba al teléfono cuando llegué a la sala de policías. Tenía la silla inclinada hacia atrás y estaba fumando un cigarrillo, mientras que otro se iba consumiendo en el cenicero. En la mesa contigua, un detective llamado Bellamy contemplaba la pantalla de su ordenador por encima de las gafas.
Joe tapó el auricular del teléfono y dijo:
—Creo que este sobre es tuyo. Tiene tu nombre. Te lo habrás dejado antes, cuando has venido.
Reanudó su conversación sin esperar respuesta. Pasé una mano por encima de su hombro y cogí un sobre de papel manila, de veintidós por treinta, en el que figuraba mi nombre. Detrás de mí, Bellamy le dijo a su ordenador:
—Joder, no tiene ningún sentido.
No se lo discutí.