Me quedé a desayunar y, cuando llegué a Atlantic Avenue, ya eran casi las once. Estuve allí cinco horas, casi todo el tiempo en la calle o dentro de las tiendas, pero también pasé un rato en una biblioteca o hablando por teléfono. A las cuatro y unos pocos minutos, recorrí un par de manzanas y cogí un autobús hasta Bay Ridge.
La última vez que lo había visto, Kenan Khoury tenía un aspecto desaliñado e iba sin afeitar, pero ese día me lo encontré tranquilo y sereno, vestido con unos pantalones grises y una camisa de cuadros en tonos apagados. Lo seguí a la cocina y me contó que su hermano se había ido a trabajar por la mañana, a Manhattan.
—Petey decía que quería quedarse aquí, que pasaba del trabajo, pero ¿cuántas veces vamos a mantener la misma conversación? Lo he obligado a coger el Toyota, así al menos tiene con qué ir y volver. ¿Qué me cuentas, Matt? ¿Has averiguado algo?
—Dos hombres más o menos de mi estatura —comencé— cogieron a tu mujer en la calle, delante de The Arabian Gourmet, y la obligaron a subir a un camión o furgoneta de color azul oscuro. Un camión muy parecido, tal vez el mismo, la siguió cuando salió de D’Agostino’s. El camión llevaba algo escrito en las puertas, en letras blancas según uno de los testigos. «Venta y reparación de TV», seguido del nombre de una compañía formado por unas iniciales indeterminadas: «B & L» o «H & M». Diferentes letras según diferentes testigos. Dos personas recuerdan una dirección de Queens, y una de ellas habla concretamente de Long Island City.
—¿Existe esa empresa?
—La descripción es lo bastante vaga como para que encajen al menos una docena de empresas. Un par de iniciales, reparación de televisores, una dirección en Queens… He llamado a seis o siete empresas, pero en ninguna de ellas conducen camiones de color azul oscuro ni han echado en falta un vehículo de un tiempo a esta parte. De hecho, ya me lo esperaba.
—¿Por qué?
—Porque no creo que fuera un camión robado. Intuyo que ya estaban vigilando tu casa el jueves por la mañana con la esperanza de que tu mujer saliera sola. Cuando salió, la siguieron. Lo más probable es que no fuera la primera vez que lo hacían. Tan solo estaban esperando la oportunidad de actuar. Como es lógico, no iban a robar un camión cada vez y dedicarse a circular durante todo el día en un vehículo que en cualquier momento puede aparecer en la lista de vehículos robados.
—Entonces ¿crees que el camión era suyo?
—Es muy probable. Creo que pintaron el nombre y la dirección de una compañía falsa en las puertas y, una vez realizado el secuestro, borraron ese nombre y pintaron uno nuevo. No me sorprendería que incluso hubieran pintado toda la furgoneta de otro color que no fuera el azul.
—¿Y la matrícula?
—Seguramente la habían cambiado para la ocasión; pero da igual, porque nadie anotó el número de matrícula. Uno de los testigos estaba convencido de que los tres acababan de atracar la tienda y eran ladrones, pero lo único que se le ocurrió fue entrar en el establecimiento y asegurarse de que todo el mundo estaba bien. Otro hombre pensó que estaba pasando algo raro y le echó un vistazo a la matrícula, pero solo recuerda que tenía un nueve.
—Eso sí que es útil.
—Mucho. Los dos hombres vestían igual, con pantalones oscuros y camisas de trabajo a juego, además de cazadoras a juego. Parecía que llevaban uniforme y, entre eso y el vehículo comercial que conducían, no levantaban sospechas. Hace muchos años, aprendí que puedes entrar prácticamente en cualquier sitio si llevas una tablilla sujetapapeles, porque da la sensación de que estás trabajando. Y ellos contaban con esa ventaja. Dos personas distintas creyeron estar viendo a dos agentes secretos de Inmigración que se llevaban a una inmigrante ilegal. Y ese es uno de los motivos de que nadie interviniera. Bueno, eso y el hecho de que todo sucedió tan rápido que no hubo tiempo de reaccionar.
—Muy astutos.
—El uniforme les daba otra ventaja, además. Los hacía invisibles, porque lo único que veía la gente era la ropa que llevaban, y lo único que recuerdan es que los dos se parecían mucho. ¿He dicho ya que también llevaban gorra? Los testigos hablan de gorras y chaquetas, prendas que seguramente se pusieron para realizar el trabajo y de las que luego se deshicieron.
—O sea, que en realidad no tenemos nada.
—Eso no es del todo cierto. No tenemos nada que nos lleve directamente a ellos, pero sí tenemos algo. Sabemos qué hicieron y cómo lo hicieron. Sabemos que tienen recursos y que planearon el secuestro. ¿Cómo crees que te eligieron?
Kenan se encogió de hombros.
—Sabían que era traficante, porque lo mencionaron. Y eso lo convierte a uno en un blanco perfecto, porque saben que tienes dinero y que no vas a llamar a la policía.
—¿Qué más sabían de ti?
—Mis orígenes étnicos. Uno de ellos, el primero, me insultó varias veces.
—Sí, recuerdo que lo mencionaste.
—«Árabe de mierda» y «puto negro del desierto». Ese es bonito, ¿no? «Puto negro del desierto». Les faltó llamarme camellero, que es lo que me decían los niños italianos en San Ignacio. «¡Eh, Khoury, camellero de mierda!». Los únicos camellos que he visto en mi vida son los que salen en los paquetes de cigarrillos.
—¿Crees que el hecho de ser árabe te convirtió en su objetivo?
—Ni se me había pasado por la cabeza. Es cierto que existen muchos prejuicios, no lo dudo, pero por lo general no soy muy consciente de ello. La familia de Francine es de Palestina, ¿te lo había dicho?
—Sí.
—Ellos lo tienen más difícil. Conozco a palestinos que dicen que son libaneses o sirios solo para ahorrarse problemas. Comentarios propios de ignorantes, en plan: «¡Ah, de Palestina! Pues seguro que eres terrorista». Hay mucha gente que tiene muchos prejuicios contra los árabes en general —dijo, al tiempo que hacía un gesto de impaciencia—. Mi padre, por ejemplo.
—¿Tu padre?
—No voy a decir que estuviera en contra de los árabes, pero él tenía la teoría de que, en realidad, nosotros no éramos árabes. Mi familia es cristiana, ¿sabes?
—Ahora entiendo por qué no me cuadraba lo de San Ignacio.
—Hubo una época en que a mí tampoco me cuadraba. No, éramos cristianos maronitas y, según mi viejo, descendíamos de los fenicios. ¿Has oído hablar de los fenicios?
—Me suena a los tiempos bíblicos, ¿no? ¿No eran exploradores, o comerciantes, o algo así?
—Tú lo has dicho. Grandes navegantes: viajaron alrededor de toda África, colonizaron España, y es muy probable que llegaran hasta Gran Bretaña. Fundaron Cartago, en el norte de África y, según dicen, en Inglaterra se han encontrado muchas monedas cartaginesas enterradas. Fueron los descubridores de Polaris, más conocida como la Estrella Polar. Bueno, quiero decir que fueron los primeros en descubrir que estaba siempre en el mismo sitio y que podía usarse como guía para la navegación. Desarrollaron un alfabeto que sirvió como base del alfabeto griego. —Se interrumpió, algo incómodo—. Mi padre se pasaba la vida hablando de ellos, así que supongo que algo se me debió de quedar.
—Eso parece.
—Tampoco es que estuviera obsesionado con el asunto, pero sabía mucho. Y de ellos viene mi nombre. Los fenicios se llamaban a sí mismos Kena’ani, o cananeos. Mi nombre se pronuncia Keh-nahn, pero siempre me han llamado Ki-nan.
—«Ken Curry», según el mensaje que me dejaron ayer.
—Sí, es lo típico. Cuando he pedido algo por teléfono lo suelen enviar a nombre de Keane & Curry, que suena a bufete de abogados irlandeses. Total, que según mi padre, los fenicios y los árabes eran dos pueblos completamente distintos. Los fenicios eran los cananeos, un pueblo que ya existía en tiempos de Abraham, mientras que los árabes descienden de Abraham.
—Creía que eran los judíos los que descendían de Abraham.
—Exacto, a través de Isaac, que era el hijo legítimo de Abraham y Sara. Los árabes, en cambio, son hijos de Ismael, que es el hijo que Abraham tuvo con Agar. Joder, ahora me acuerdo de algo en lo que no había pensado desde hace mucho tiempo. Cuando yo era niño, mi padre estaba peleado con un tendero que vivía muy cerca, en Dean Street, y se refería a él como «el bastardo ismaelita». Sí, mi padre era todo un personaje.
—¿Sigue vivo?
—No, murió hace tres años. Era diabético y, con los años, la enfermedad le fue debilitando el corazón. Cuando tengo un mal día, me digo que se murió de pena por los disgustos que le habíamos dado sus hijos. Él quería un arquitecto y un médico, y se encontró con un alcohólico y un narcotraficante. Pero no fue eso lo que acabó con él. Fue la comida. Era diabético y le sobraban al menos veinte kilos. Por mucho que Petey y yo hubiéramos sido Jonas Salk y Frank Lloyd Wright, a él no le habría servido de nada.
A eso de las seis, Kenan hizo la primera de una serie de llamadas telefónicas después de que entre los dos hubiéramos planeado una maniobra de aproximación. Marcó un número, esperó un tono, luego tecleó su propio número y colgó.
—Ahora, a esperar —dijo.
Sin embargo, no tuvimos que esperar mucho, puesto que el teléfono sonó cuando aún no habían transcurrido cinco minutos.
—Hola, Phil —dijo—. ¿Qué tal? Genial. Escúchame bien. No sé si conoces a mi mujer, pero resulta que hemos recibido una amenaza de secuestro y la he enviado fuera del país. No sé de qué va la historia, pero creo que tiene algo que ver con el negocio, ¿me sigues? Lo que he hecho es contratar a un tío para que investigue, en plan profesional. Y quería, ya sabes, correr la voz, porque tengo la sensación de que esta gente va en serio, de que son asesinos de verdad. Exacto. Eso es, tío, somos objetivos fáciles, tenemos mucha pasta y no podemos llamar a la poli, lo cual nos convierte en el blanco perfecto de asaltos y quién sabe qué más… De acuerdo. Lo único que te digo es que tengas cuidado, ya sabes, y que mantengas los ojos y los oídos bien abiertos. Y haz correr la voz, ya me entiendes, díselo a quien consideres que debe saberlo. Y si pasa algo, tío, llámame, ¿vale? De acuerdo.
Colgó y se volvió a mirarme.
—No sé. Creo que lo único que he conseguido es convencerlo de que me estoy volviendo paranoico. «¿Por qué la has mandado fuera del país, tío? ¿Por qué no te limitas a comprar un perro, o a contratar a un guardaespaldas?». Porque está muerta, gilipollas… Pero no podía decírselo, claro. Si se corre la voz, tendremos problemas. Mierda.
—¿Qué pasa?
—¿Qué le cuento a la familia de Francine? Cada vez que suena el teléfono, me temo que sea alguno de sus primos. Sus padres están separados y su madre volvió a Jordania ya hace tiempo, pero su padre sigue viviendo en el barrio de siempre y Francine tenía familia desperdigada por todo Brooklyn. ¿Qué les voy a decir?
—No lo sé.
—Tarde o temprano, les tendré que poner al corriente. De momento, les diré que se ha ido a hacer un crucero o algo así. ¿Sabes lo que pensarán?
—Que tenéis problemas conyugales.
—Exactamente. Acabábamos de volver de Negril, así que… ¿por qué iba a irse de crucero? Seguro que los Khoury tienen problemas. Bueno, pues que piensen lo que quieran. La verdad es que jamás nos enfadamos, jamás tuvimos un mal día. Joder.
Volvió a coger el teléfono, marcó un número y, tras esperar el tono, tecleó su propio número. Colgó y tamborileó sobre la mesa con impaciencia. Cuando el teléfono sonó, descolgó enseguida y dijo:
—Hola, tío, ¿cómo te va? ¿Ah, sí? No jodas. Bueno, escúchame bien…