Regresé a mi hotel algo después de las nueve, tras una larga sesión con Kenan Khoury durante la cual yo había llenado las páginas de mi cuaderno con nombres de amigos, colegas y familiares. Había ido al garaje a inspeccionar el Toyota, y había encontrado la cinta de Beethoven aún en el radiocasete. Si había otras pistas en el coche de Francine, no las había descubierto.
El otro coche, el Tempo gris que habían utilizado para entregar los restos descuartizados, ya no se podía inspeccionar. Los secuestradores lo habían dejado mal aparcado y, en algún momento de la semana, una grúa de Tráfico se lo había llevado. Podría haber intentado dar con él, pero ¿de qué me iba a servir? Sin duda lo habían robado para la ocasión. Lo más probable, si se tenía en cuenta el estado en que se encontraba, era que se tratase de un vehículo abandonado antes de que los secuestradores lo robaran. La policía científica podría haber encontrado, en el maletero o en el interior del vehículo, manchas o fibras o marcas de algún tipo, que tal vez apuntaran hacia una línea de investigación más provechosa, pero yo no disponía de medios con los que hacer esa clase de análisis. Así que ¿de qué me servía patearme todo Brooklyn en busca de un coche en el que no iba a encontrar nada?
Subimos los tres al Buick para hacer un largo y tortuoso recorrido: pasamos por delante de D’Agostino’s y de la tienda árabe de Atlantic Avenue; luego nos dirigimos hacia el sur hasta la primera cabina telefónica en Ocean con Farragut, luego de nuevo al sur por Flatbush y al este por la avenida N hasta la segunda cabina, la de Veterans Avenue. En realidad, no me hacía ninguna falta ver esos escenarios, porque no es que se pueda recabar una tremenda cantidad de información contemplando un teléfono público, pero siempre he pensado que vale la pena pasar tiempo en la escena del crimen, pasear por la acera, subir los escalones y verlo todo de primera mano. Hace que parezca más real.
Y también fue una manera de conseguir que los hermanos Khoury revivieran lo ocurrido. En una investigación policial, los testigos casi siempre se lamentan de tener que relatar una y otra vez la misma historia ante una legión de personas distintas. A ellos les parece inútil, pero en realidad tiene sentido. Si uno cuenta la misma historia varias veces ante personas distintas, es probable que se le ocurra algo que antes no había mencionado, o tal vez que una de esas personas escuche algo que a todos los demás se les ha escapado.
En algún momento del recorrido, hicimos un alto en el Apollo, una cafetería de Flatbush. Los tres pedimos souvlaki. Estaba delicioso, pero Kenan apenas tocó su plato. Más tarde, en el coche, dijo:
—Tendría que haber pedido huevos o cualquier otra cosa. Desde la otra noche, no me apetece en absoluto comer carne. No me la puedo comer, me revuelve el estómago. Sé que lo superaré, pero de momento lo mejor es que me acuerde de pedir otra cosa. No tiene sentido pedir algo y luego no ser capaz de comérselo.
Peter me llevó al hotel en el Camry. Él se había instalado en la casa de Colonial Road. De hecho llevaba allí desde el secuestro, durmiendo en el sofá del salón, y necesitaba pasar por su casa a recoger algo de ropa.
De no haberme llevado él, habría llamado a alguna compañía de limusinas para que me enviaran un coche. El metro me gusta, no suelo tener sensación de inseguridad, pero me parecía un falso ahorro escatimar en taxis cuando llevaba diez mil dólares en el bolsillo. Me habría sentido bastante estúpido si me hubieran atracado.
Esa era mi iguala: dos montones de cincuenta papeles cada uno, dos fajos de billetes que no se distinguían en nada de los ochenta fajos que se habían pagado por el rescate de Francine Khoury. Siempre me ha costado mucho ponerles precio a mis servicios, pero en este caso me había ahorrado esa decisión. Kenan había dejado caer los dos fajos sobre la mesa y me había preguntado si con eso tenía bastante para empezar. Y yo le había contestado que tenía bastante tirando a demasiado.
—Me lo puedo permitir —dijo él—, tengo mucho dinero. No me han dejado sin blanca, ni de lejos.
—¿Podrías haber pagado el millón?
—No sin salir del país. Tengo una cuenta en las islas Caimán con medio millón de dólares. Y aquí, en la caja fuerte, tenía casi setecientos mil. De hecho, probablemente podría haber reunido los otros trescientos mil aquí en la ciudad, con unas cuantas llamadas de teléfono. Me pregunto…
—¿Qué?
—Nada, solo es una idea estúpida. Supongamos que les hubiera pagado el millón. ¿Me la habrían devuelto viva? Supongamos que no les hubiera presionado por teléfono, que hubiera sido más educado, que les hubiera lamido el culo y todo eso.
—La habrían matado igualmente.
—Eso es lo que me digo, pero ¿cómo saberlo? No dejo de preguntarme si hubiera podido hacer algo más. Supongamos que me hubiera mostrado implacable y no les hubiera dado ni un centavo hasta tener una prueba de que estaba viva.
—Lo más probable es que ya estuviera muerta cuando te llamaron.
—Ojalá tengas razón —dijo—, pero la verdad es que no lo sé. Sigo pensando que podría haberla salvado de alguna manera. Sigo diciéndome que es culpa mía.
Cogimos vías rápidas para volver a Manhattan; en concreto, la Shore Parkway y luego la Gowanus Expressway hasta el túnel. El tráfico era bastante fluido a esa hora, pero Pete conducía despacio y no puso el Camry a más de sesenta y cinco kilómetros por hora. Al principio no hablamos mucho, por lo que los silencios tendían a alargarse.
—Hemos pasado unos días durillos —dijo al fin.
Le pregunté si lo llevaba bien.
—Ah, sí, estoy bien.
—¿Has ido a alguna reunión?
—Voy con bastante regularidad —dijo. Al cabo de un momento, añadió—: Desde que empezó toda esta mierda, no he tenido tiempo de acudir a ninguna reunión. He estado, ya sabes, muy ocupado.
—No le serás de ayuda a tu hermano a menos que estés sobrio.
—Eso ya lo sé.
—En Bay Ridge también hay reuniones, no hace falta que vengas a la ciudad.
—Ya lo sé. Anoche quería ir a una, pero no lo conseguí —se excusó, tamborileando con los dedos sobre el volante—. Pensaba que a lo mejor hoy volvíamos a tiempo de ir a la reunión en San Pablo, pero ya vamos tarde. Cuando lleguemos, serán más de las nueve.
—Hay una reunión a las diez en Houston Street.
—Pues no sé. Es que entre que voy a mi habitación y recojo lo que necesito…
—Si no llegas a la reunión de las diez, hay otra a medianoche. En el mismo sitio, en la calle Houston, entre la Sexta y Varick.
—Ya sé dónde es.
Algo en su tono me hizo comprender que no aceptaría más sugerencias. Al cabo de un instante, añadió:
—Ya sé que no tengo que dejar de lado las reuniones. Intentaré llegar a la de las diez. A la de medianoche, no sé qué decirte. Es que no quiero dejar a Kenan solo tanto tiempo.
—Bueno, a lo mejor puedes ir mañana, a lo largo del día, a alguna reunión en Brooklyn.
—Sí, a lo mejor.
—¿Y qué pasa con el trabajo? ¿Tampoco estás yendo?
—De momento, no. El viernes llamé y dije que estaba enfermo y hoy también, pero bueno, si me echan tampoco me voy a morir. Encontrar otro empleo así no es difícil.
—¿De qué trabajas, de mensajero?
—Reparto a domicilio de comida, en realidad. Para la delicatessen de la Cincuenta y siete con la Novena Avenida.
—Tiene que ser duro, ¿no? Me refiero a trabajar en un empleo de reinserción como ese mientras tu hermano está forrado.
Peter guardó silencio durante un instante.
—Tengo que mantener las cosas separadas, ¿sabes? —añadió al cabo de un rato—. Kenan quería que trabajara para él, o con él o como quieras decirlo. Pero no puedo trabajar en ese negocio y seguir sobrio. No es que te pases el día rodeado de drogas, porque en realidad no es así, no es que tengas mucho contacto con la mercancía. Es la actitud, el modo de pensar… ¿Sabes a qué me refiero?
—Claro.
—Llevas razón en lo que has dicho sobre las reuniones. Tengo muchas ganas de beber desde que me enteré de lo de Francine. Quiero decir, desde que supe que la habían secuestrado, antes de que le hicieran lo que le hicieron. No me he acercado siquiera a la bebida, pero me cuesta apartar esa idea de la mente. Yo la alejo, pero vuelve enseguida.
—¿Te has puesto en contacto con tu padrino?
—La verdad es que no tengo padrino. Me asignaron uno temporal al principio, cuando dejé la bebida, y en aquella época lo llamaba bastante, pero luego nos fuimos distanciando. De todas formas, es difícil localizarlo por teléfono. Tendría que buscarme un padrino normal, pero no termino de decidirme, no sé por qué.
—Un día de estos…
—Ya lo sé. ¿Tú tienes padrino?
Asentí.
—Precisamente nos vimos ayer. Por lo general, cenamos juntos el domingo y charlamos acerca de cómo ha ido la semana.
—¿Te da consejos?
—A veces. Pero luego yo sigo a mi rollo y hago lo que quiero.
Cuando regresé a mi habitación de hotel, la primera persona a la que llamé fue a Jim Faber.
—Hace un momento que estaba hablando de ti —le dije—. Un amigo me ha preguntado si mi padrino me da consejos y le he dicho que siempre hago exactamente lo que tú sugieres.
—Tienes suerte de que Dios no te haya fulminado allí mismo.
—Ya lo sé. Pero he decidido no ir a Irlanda.
—¿Cómo? Pero si ayer parecías tan convencido… ¿Has cambiado de idea después de consultarlo con la almohada?
—No —admití—, seguía igual de convencido esta mañana, así que me he ido a una agencia de viajes y he encontrado un vuelo barato para el viernes por la tarde.
—¿Pero…?
—Pero esta tarde me han ofrecido un trabajo y lo he aceptado. ¿Quieres irte a Irlanda tres semanas? No creo que me devuelvan el dinero del billete.
—¿Estás seguro? Es una lástima perderlo.
—Ya, pero me han dicho que no es reembolsable y ya lo he pagado. No pasa nada, me han pagado lo bastante como para poder renunciar a doscientos dólares. Solo quería decirte que no estoy de camino al país de Sodoma y Begorrah[2].
—Ayer daba la sensación de que te la estabas jugando —dijo—. Y por eso me preocupé. Has conseguido ir al bar de tu amigo y no beber…
—Él ya bebe por los dos.
—Bueno. Sea como sea, funciona. Pero al otro lado del océano, separado por miles de kilómetros de tu sistema de apoyo habitual, y teniendo en cuenta que estás inquieto…
—Lo sé. Pero ahora ya puedes dormir tranquilo.
—Aunque no pueda atribuirme los méritos.
—Ah, pues no sé. A lo mejor sí es obra tuya. Los designios de Dios son inescrutables.
—Sí —dijo—, alabado sea.
Elaine dijo que era una lástima que finalmente no me fuera a Irlanda.
—Supongo que no era posible aplazar el trabajo —dijo.
—No.
—Ni terminarlo antes del viernes.
—El viernes apenas lo habré empezado.
—Es una lástima, pero no pareces muy decepcionado.
—No lo estoy. Por lo menos, aún no había llamado a Mick, así que me ahorro tener que volver a llamarlo para decirle que he cambiado de idea. Si quieres que te diga la verdad, me alegra tener trabajo.
—Ya tienes algo a lo que hincarle el diente.
—Exacto. Y eso es justamente lo que necesito, más que unas vacaciones.
—¿Es un buen caso?
No le había contado nada al respecto. Reflexioné durante un instante y luego dije:
—Es un caso terrible.
—¿Por?
—Joder, la gente es capaz de hacerles cosas verdaderamente horribles a los demás. Se supone que tendría que haberme acostumbrado ya, pero no es así.
—¿Quieres hablar de ello?
—Cuando nos veamos. ¿Sigue en pie lo de mañana por la noche?
—A menos que se interponga tu trabajo…
—No veo por qué tendría que ser así. Pasaré a buscarte a eso de las siete. Si veo que llego tarde, te llamaré.
Me di un baño caliente y luego dormí a pierna suelta. Por la mañana, fui al banco y añadí siete mil dólares al dinero que tenía guardado en mi caja de seguridad. Ingresé otros dos mil dólares en mi cuenta y me guardé los otros mil dólares en el bolsillo trasero del pantalón.
En otra época, me habría faltado tiempo para regalarlo. Solía pasar muchas horas ociosas en iglesias vacías y pagaba religiosamente mi diezmo, por así decirlo, pues depositaba justo el diez por ciento de lo que ganaba en la primera alcancía que encontraba. Esa extraña costumbre se había ido perdiendo con la sobriedad. No sé por qué dejé de hacerlo, pero lo cierto es que tampoco puedo explicar por qué empecé a hacerlo.
Podría haber depositado mi billete de Aer Lingus en la alcancía más próxima, teniendo en cuenta que tampoco me iban a devolver nada. Fui a la agencia de viajes y confirmé lo que ya sospechaba, es decir, que el importe del billete no era reembolsable.
—En circunstancias normales, le diría que se fuera usted a un médico y le pidiera un certificado para justificar que cancela el viaje por motivos de salud —me recomendó el agente—. Pero en este caso no le serviría de nada, porque usted no trata directamente con la aerolínea, sino con una empresa que compra espacio al por mayor a las aerolíneas y luego lo vende con descuento.
El hombre se ofreció a revenderme el billete, así que se lo dejé y me dirigí al metro.
Me pasé todo el día en Brooklyn. Me había llevado una foto de Francine Khoury al marcharme de la casa de Colonial Road y la estuve enseñando en los alrededores del D’Agostino’s de la Cuarta Avenida y de The Arabian Gourmet de Atlantic Avenue. El rastro se había enfriado más de lo que a mí me habría gustado —estábamos a martes y el secuestro se había producido el viernes—, pero eso ya no tenía remedio. Habría estado bien que Pete me hubiera llamado el viernes en lugar de haberse esperado todo el fin de semana, pero entiendo que los Khoury tenían otras cosas que hacer.
Además de la foto, enseñaba también una tarjeta de Reliable, en la que figuraba mi nombre. Estaba investigando un parte, decía. Un vehículo había chocado contra el coche de mi clienta y luego se había dado la fuga. Según les explicaba, identificar a la otra parte me serviría para agilizar la tramitación del parte.
En D’Agostino’s hablé con una cajera que recordaba a Francine como una clienta habitual que siempre pagaba en efectivo, cosa admirable en nuestra sociedad pero absolutamente normal en el círculo de los narcotraficantes.
—Y puedo decirle algo más sobre ella —afirmó la mujer—. Me juego lo que quiera a que es buena cocinera.
Supongo que debió de advertir mi perplejidad.
—Nada de comidas preparadas, ni congelados de esto o de lo otro. Siempre ingredientes frescos. No hay muchas mujeres tan jóvenes como ella que se dediquen a cocinar… Nunca llevaba en el carro ningún plato preparado.
El empleado que le había llevado las bolsas también la recordaba y me informó de que siempre daba dos dólares de propina. Le pregunté si había visto algún camión y recordó haber visto una furgoneta azul que estaba aparcada justo delante y que se marchó justo detrás de ella. No se había fijado en la marca ni en la matrícula, pero estaba bastante seguro del color y le parecía recordar que en el lateral ponía algo sobre reparación de televisores.
En Atlantic Avenue recordaban más cosas porque también habían ocurrido más cosas. La mujer que estaba tras el mostrador reconoció de inmediato la foto y supo decirme qué había comprado Francine: aceite de oliva, tahini, ful medames y otros productos que yo ni siquiera conocía. No había presenciado el secuestro porque en ese momento estaba atendiendo a otras personas. Sin embargo, sabía que había ocurrido algo grave, porque un cliente había entrado enseguida en el establecimiento y había dicho algo de que dos hombres y una mujer habían salido corriendo de la tienda y habían subido a toda prisa a la parte trasera de una furgoneta. El cliente creía que habían atracado la tienda y que estaban huyendo.
Conseguí entrevistar a unas cuantas personas más antes de mediodía, momento en el cual pensé que sería buena idea ir a comer algo allí al lado. Sin embargo, recordé los consejos que tanto me había preocupado de darle a Peter Khoury: yo tampoco había ido a ninguna reunión desde el sábado. Estábamos a martes y, además, tenía previsto salir esa noche con Elaine, así que llamé a la Oficina Intergrupal y me dijeron que había una reunión programada a las doce y media en Brooklyn Heights, a unos diez minutos de donde me hallaba. La oradora era una anciana menuda, con un aspecto de lo más pulcro y recatado, pero a través de su historia quedó claro que no siempre había sido así. Había sido una vagabunda que dormía en los portales y no se bañaba nunca, ni se cambiaba de ropa. Insistió una y otra vez en lo sucia que iba siempre y en lo mal que olía. Resultaba difícil cuadrar aquella historia con la persona que se sentaba a la cabecera de la mesa.
Tras la reunión, me dirigí de nuevo a Atlantic Avenue y retomé la investigación donde la había dejado. Me compré un sándwich y una lata de refresco en una tienda de comida para llevar. Aproveché que estaba allí para entrevistar al propietario. Comí de pie, delante de la tienda, y luego hablé con el encargado de un quiosco y con un par de clientes. Después entré en el Aleppo y hablé con la cajera y con dos de los camareros. Cuando terminé, regresé a Ayoub. Me había acostumbrado a llamar así al establecimiento The Arabian Gourmet, pues todas las personas con las que hablaba utilizaban ese nombre para referirse a él. Cuando volví a entrar, la mujer ya había conseguido recordar el nombre del cliente que había creído que los hombres de la furgoneta azul habían atracado la tienda. Localicé el número del hombre en cuestión a través del listín telefónico, pero nadie me respondió cuando llamé.
Había dejado de lado la historia de la compañía de seguros al llegar a Atlantic Avenue, porque no parecía cuadrar mucho con lo que la gente había visto. Por otro lado, no quería dar a entender ni por asomo que se habían producido un secuestro y un asesinato, pues siempre podría haber alguien que creyera que informar a la policía era su deber como ciudadano. La historia que me inventé, y que podía variar ligeramente en función de quién me estuviera escuchando, era más o menos la siguiente:
Mi clienta tenía una hermana, la cual estaba planteándose un posible matrimonio de conveniencia con un inmigrante ilegal que quería quedarse en el país. Sin embargo, el futuro novio tenía una novia cuya familia se oponía con uñas y dientes a dicho matrimonio de conveniencia. Dos hombres, parientes de la novia, llevaban varios días acosando a mi clienta, con la intención de conseguir que los ayudara a impedir el matrimonio. Mi clienta entendía su postura, pero en realidad no quería verse implicada en el asunto.
El jueves, los dos hombres la habían vigilando y la habían seguido hasta Ayoub. En cuanto ella salió, se inventaron una excusa para hacerla subir a la parte trasera de su furgoneta y se la llevaron a dar una vuelta para intentar convencerla. Cuando por fin la dejaron marchar, mi clienta estaba bastante nerviosa y, en su deseo de alejarse de ellos, no solo se había olvidado la compra (el aceite de oliva, el tahini y todo lo demás), sino también su monedero, en cuyo interior llevaba ese día un valioso brazalete. No sabía cómo se llamaban esos hombres, ni cómo localizarlos, así que…
Supongo que la historia no tenía mucho sentido, pero tampoco pretendía presentársela a ninguna cadena de televisión para hacer el episodio piloto de una serie, tan solo la utilizaba para tranquilizar a los ciudadanos honrados y hacerles ver que era tan seguro como noble ayudar en lo que pudieran. Es cierto que me ofrecieron un montón de consejos gratuitos —«Esos matrimonios no son buenos, su clienta tendría que decirle a su hermana que no vale pena», por ejemplo—, pero también una considerable cantidad de información.
Paré a eso de las cuatro y poco y cogí el metro en dirección a Columbus Circle. Me libré de la hora punta por los pelos. Al llegar al hotel, me encontré el correo. Era publicidad en su mayor parte. Un día se me ocurrió comprar algo por correo y ahora recibo docenas de catálogos todos los meses. Vivo en una habitación pequeña y no tengo sitio para los catálogos, y menos aún para los productos que quieren venderme.
Una vez arriba, lo tiré todo a la basura menos la factura del teléfono y dos notas en las que se me informaba de que «Ken Curry» había llamado dos veces, una a las 14.30 y la otra a las 15.45. No lo llamé de inmediato, pues me sentía agotado.
La jornada me había dejado para el arrastre. No es que físicamente hubiera hecho gran cosa, pues no me había pasado ocho horas cargando sacos de cemento, pero tanta conversación con tanta gente me había pasado factura. Hay que mantener muy bien la concentración y la cosa resulta especialmente estresante cuando uno se ha inventado una historia. Excepto en el caso de los mentirosos patológicos, es más difícil inventarse un cuento que decir la verdad: los detectores de mentiras se basan en ese principio, y mi propia experiencia lo confirma. Pasarse un día entero mintiendo e interpretando un papel lo deja a uno para el arrastre, sobre todo si encima se está casi todo el rato de pie.
Me duché y me retoqué el afeitado. Luego puse las noticias en la tele y me tumbé quince minutos a escucharlas, con los ojos cerrados y los pies en alto. Hacia las cinco y media llamé a Kenan Khoury y le conté que había hecho algunos avances, aunque en realidad no podía decirle nada concreto. Quiso saber si podía ayudarme en algo.
—Ahora mismo no —le contesté—. Mañana por la mañana volveré a Atlantic City, para ver si consigo completar un poco más la escena. Cuando termine, me pasaré por tu casa. ¿Estarás allí?
—Claro —respondió—. No tengo adónde ir.
Puse el despertador y volví a cerrar los ojos. El reloj me sacó de un sueño a las seis y media. Me vestí con traje y corbata y me fui a casa de Elaine. Me sirvió un café, mientras ella se bebía un agua Perrier, y luego cogimos un taxi para ir a la Sociedad de Asia, donde acababan de inaugurar una exposición cuyo protagonista era el Taj Mahal, por lo que guardaba una estrecha relación con el curso que Elaine estaba haciendo en el Hunter College. Tras recorrer las tres salas de exposición y emitir los apropiados murmullos, seguimos a la multitud hasta otra sala, donde nos sentamos en sillas plegables y escuchamos la interpretación de un solista que tocaba el sitar. No tengo ni idea de si fue o no una buena interpretación. No habría sabido decirlo, ni tampoco entiendo cómo sabe el intérprete cuándo su instrumento está desafinado.
Tras la actuación, se ofreció un picoteo de vino y queso.
—No hace falta que nos quedemos mucho rato —murmuró Elaine.
Tras unas cuantas sonrisas y murmullos de aprobación, salimos a la calle.
—Te lo has pasado en grande —observó Elaine.
—Ha estado bien.
—Ay, señor. Las cosas que es capaz de soportar un hombre con la esperanza de echar un polvo.
—Venga ya —la corté—. Tampoco ha estado tan mal. Es la misma música que ponen en los restaurantes indios.
—Pero allí no tienes que escucharla.
—¿Y quién dice que estaba escuchando?
Fuimos a un restaurante italiano y, cuando nos sirvieron el café, le hablé de Kenan Khoury y de lo que le había ocurrido a su esposa. Cuando terminé el relato, Elaine se quedó inmóvil durante unos segundos, contemplando el mantel como si en él hubiera algo escrito. Luego levantó muy despacio la cabeza y me miró a los ojos. Elaine es una mujer de recursos, y fuerte además, pero en ese momento me pareció conmovedoramente vulnerable.
—Santo Dios —acertó a decir.
—De lo que es capaz la gente.
—No tiene límites, ¿verdad? Es infinita. —Bebió un sorbo de agua—. La crueldad, quiero decir, el sadismo más absoluto. ¿Por qué iba alguien a…? En fin, ¿para qué preguntarse por qué?
—Supongo que les causaba placer —aventuré—. Que disfrutaban con ello, y no me refiero solo al acto de matarla, sino al hecho de restregárselo a él por las narices, de hacerlo ir de un lado para otro, de decirle que estaba en el coche y luego que estaría en casa cuando él llegara, para después dejar que la encontrara cortada a trocitos en el maletero del Ford. No tenían que ser necesariamente unos sádicos para matarla. Lo más probable es que les pareciera más seguro que dejar una testigo que pudiera identificarlos. Pero lo que no tiene mucho sentido es hurgar aún más en la herida como hicieron ellos. Se tomaron muchas molestias para descuartizar el cuerpo. Lo siento, no es una conversación de sobremesa muy apropiada, ¿verdad?
—Pues imagínate lo agradable que resulta como cuento para irse a la cama…
—Le pone a uno a tono, ¿verdad?
—No hay nada tan excitante. No, en serio, no me importa. O sea, sí que me importa, claro que me importa, pero no soy muy aprensiva. Es muy bestia descuartizar a alguien, pero en realidad eso es lo de menos, ¿no? Lo que sorprende de verdad es que exista tanta maldad en el mundo y que pueda aparecer así de repente y acabar con alguien sin motivo alguno. Eso es lo terrible, y sienta igual de mal con el estómago vacío que con el estómago lleno.
Regresamos a su apartamento y Elaine puso un disco de solos de piano, de Cedar Walton, que nos gustaba mucho a los dos. Nos sentamos en el sofá, sin hablar demasiado. Cuando terminó el disco, le dio la vuelta y, a mitad de la segunda cara, nos fuimos al dormitorio e hicimos el amor de una forma extrañamente intensa. Al terminar, los dos guardamos silencio durante un buen rato, hasta que Elaine lo interrumpió.
—Te voy a decir una cosa, chico. Como sigamos así, el día menos pensado se nos acabará dando bien.
—Conque eso crees, ¿eh?
—No me extrañaría. ¿Matt? Quédate a dormir.
La besé.
—Eso tenía planeado.
—Ajá. Buen plan. No quiero estar sola.
Yo tampoco quería.