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El último jueves de marzo, en algún momento entre las diez y media y las once de la mañana, Francine Khoury le dijo a su esposo que iba a salir un rato, que tenía que ir a comprar.

—Llévate mi coche —le propuso él—. Yo no tengo que ir a ningún sitio.

—Es demasiado grande —dijo—. La última vez que lo cogí, me parecía estar conduciendo un barco.

—Como quieras —respondió él.

Los coches, el Buick Park Avenue de él y el Toyota Camry de ella, compartían el garaje situado en la parte trasera de la casa, una construcción de falso estilo Tudor cuya fachada era de entramado de madera y estuco. La casa se encontraba en Colonial Road, entre las calles Setenta y ocho y Setenta y nueve, en el barrio de Bay Ridge, en Brooklyn. Francine arrancó el Camry, dio marcha atrás para salir del garaje, pulsó el mando a distancia para cerrar la puerta del garaje y luego siguió retrocediendo hasta llegar a la calle. En el primer semáforo rojo, introdujo una cinta de música clásica en el radiocasete. Beethoven, uno de los últimos cuartetos. En casa escuchaba jazz, pues era la música preferida de Kenan, pero cuando conducía le gustaba escuchar música de cámara.

Era una mujer atractiva: metro sesenta y siete, cincuenta y dos kilos, de busto generoso, cintura estrecha y caderas estilizadas. Pelo oscuro, brillante y rizado, peinado hacia atrás. Ojos oscuros, nariz aquilina y boca de labios carnosos.

La boca siempre aparece cerrada en las fotografías. Deduzco que tenía los incisivos superiores algo prominentes y una considerable sobremordida, cosa que la avergonzaba y la hacía sonreír poco. En las fotos de la boda se la ve radiante y feliz, pero no enseña los dientes.

Era de piel aceitunada y sin duda conseguía enseguida un bronceado duradero. De hecho, ya estaba un poco morena: Kenan y ella se habían pasado la última semana de febrero en las playas de Negril, en Jamaica. Seguramente se habría puesto aún más morena, pero Kenan la había obligado a utilizar protección solar y le había controlado las horas de exposición.

—No es bueno —le había dicho—. La piel demasiado oscura no es atractiva. Pasar mucho tiempo al sol es lo que hace que una ciruela se quede como una pasa.

«¿Y qué tienen de bueno las ciruelas?», había querido saber ella. «Que son carnosas y jugosas», le había respondido él.

Cuando Francine ya se había alejado media manzana de la puerta de su casa, más o menos cuando estaba llegando a la esquina de la calle Setenta y ocho con Colonial, el conductor de una furgoneta azul puso en marcha su vehículo. Esperó a que Francine se hubiera alejado otra media manzana; luego se apartó del bordillo y empezó a seguirla.

Francine giró a la derecha en Bay Ridge Avenue y luego a la izquierda en la Cuarta Avenida, dirección norte. Aminoró la marcha al llegar al D’Agostino’s que está en la esquina de la Cuarta Avenida con la calle Sesenta y tres y dejó el Camry en un aparcamiento situado a media manzana del establecimiento.

La furgoneta azul pasó de largo, dio la vuelta a la manzana y aparcó junto a una boca de incendios, justo delante del supermercado.

Cuando Francine Khoury salió de su casa, yo aún estaba desayunando.

La noche anterior me había quedado levantado hasta tarde. Elaine y yo habíamos ido a cenar a uno de los restaurantes indios de la calle Seis Este, y luego a ver una reposición de Madre Coraje en el Public Theater de Lafayette Street. Las localidades no eran demasiado buenas, por lo que costaba oír a algunos de los actores. Nos habría gustado marcharnos durante el entreacto, pero uno de los actores era el novio de una vecina de Elaine, así que queríamos ir a los camerinos cuando bajara el telón y decirle que había estado genial. Terminamos tomando una copa con él en un bar de la esquina, que estaba abarrotado por algún motivo que no llegué a entender.

—Esta sí que es buena —le dije a Elaine cuando salimos del bar—. Me he pasado tres horas sin oír lo que decía en el escenario y media hora sin oír lo que decía desde el otro lado de la mesa. Me pregunto si este chico tendrá voz.

—La obra no ha durado tres horas —respondió Elaine—. Más bien dos y media.

—Pues a mí me han parecido tres.

—Y a mí cinco —replicó—. Vámonos a casa.

Fuimos a su casa. Preparó un café para mí y un té para ella, y nos pasamos una media hora viendo la CNN y charlando durante los anuncios. Luego nos fuimos a la cama, pero yo me levanté al cabo de una hora, más o menos, y me vestí a oscuras. Estaba a punto de salir de la habitación cuando Elaine me preguntó adónde iba.

—Lo siento —dije—. No quería despertarte.

—No pasa nada. ¿No puedes dormir?

—Es obvio que no. Estoy inquieto, pero no sé por qué.

—Ponte a leer en el salón. O a ver la tele. No me molesta.

—No —le respondí—, estoy demasiado nervioso. Un paseo por la ciudad me sentará bien.

El apartamento de Elaine se encuentra en la calle Cincuenta y uno, entre la Primera Avenida y la Segunda. Mi hotel, el Northwestern, está en la calle Cincuenta y siete, entre la Octava y la Novena. En la calle hacía bastante frío y al principio pensé en coger un taxi, pero después de haber recorrido una manzana ya prácticamente no lo notaba.

Mientras esperaba a que un semáforo se pusiera verde, vislumbré la luna entre dos edificios altos. Era una luna casi llena, lo cual no me sorprendió. En la atmósfera se respiraba el aire de las noches de luna llena, que hace que suba la marea en las venas. Me apetecía hacer algo, pero no sabía qué.

Si Mick Ballou hubiera estado en la ciudad, tal vez habría ido a su bar a buscarlo. Pero estaba en el extranjero, y un bar, en general, no era el lugar idóneo para mí, sobre todo sintiéndome tan inquieto como me sentía. Me fui a casa, cogí un libro y a eso de las cuatro apagué finalmente la luz y me fui a dormir.

A las diez en punto ya estaba en la esquina, en el Flame. Tomé un desayuno ligero y leí el periódico, concentrándome sobre todo en las páginas de sucesos locales y deportes. El mundo se hallaba entre dos crisis, así que no me interesaba mucho la perspectiva global. Las cosas tienen que ponerse feas de verdad para que yo me interese por las cuestiones nacionales o internacionales. Si no es el caso, esos temas me parecen demasiado lejanos y mi mente se niega a abordarlos.

Sin embargo, tenía tiempo de sobra para leerme todas las noticias, y hasta los anuncios clasificados y los de bufetes de abogados. La semana anterior había trabajado tres días en Reliable, una importante agencia de detectives cuyas oficinas se hallaban en el edificio Flatiron, pero desde entonces no me habían encargado nada más. Ya habían pasado siglos desde el último trabajito que yo había hecho por mi cuenta. Disponía de dinero suficiente como para no tener que trabajar y, por otro lado, siempre he sabido encontrar la manera de mantenerme ocupado, pero no me habría importado tener algo que hacer. La inquietud de la noche anterior no había desaparecido al ocultarse la luna. Seguía ahí, como una fiebre latente en la sangre, un picor justo debajo de la piel, donde uno no puede rascarse.

Francine Khoury estuvo media hora en D’Agostino’s y, durante ese tiempo, llenó un carrito. Pagó la compra en metálico. Un empleado le metió las tres bolsas llenas de nuevo en el carrito y la acompañó a la calle, hasta donde había aparcado el coche.

La furgoneta azul seguía estacionada junto a la boca de incendios, con las puertas traseras abiertas. Dos hombres habían descendido del vehículo y se encontraban en ese momento en la acera, al parecer comprobando algo en la tablilla con sujetapapeles que uno de ellos tenía en la mano. Cuando Francine pasó junto a ellos, seguida del empleado, los dos hombres la miraron de reojo. En el momento en que ella abría el maletero de su Camry, los dos hombres ya estaban de nuevo en la furgoneta, con las puertas cerradas.

El chico dejó las bolsas en el maletero. Francine le dio dos dólares, que era el doble de lo que la gente solía darle, por no hablar del porcentaje asombrosamente elevado de clientes que ni siquiera le daban propina. Kenan la había enseñado a dejar siempre buenas propinas; no ostentosas, pero sí generosas.

—Nos podemos permitir el lujo de ser generosos —le había dicho.

El muchacho regresó con el carrito al supermercado. Francine se sentó al volante, puso en marcha el motor y se dirigió hacia el norte por la Cuarta Avenida.

La furgoneta azul se mantuvo a media manzana de distancia.

No sé a ciencia cierta qué ruta siguió Francine para ir desde D’Agostino’s hasta la tienda de productos de importación situada en Atlantic Avenue. Podría haberse quedado en la Cuarta Avenida hasta llegar a Atlantic, o podría haber cogido una vía rápida como la Gowanus para dirigirse al sur de Brooklyn. Es imposible saberlo y, en el fondo, tampoco tiene mayor importancia. Por una u otra ruta, llegó con su Camry hasta el cruce de Atlantic Avenue con Clinton Street. En la esquina sudoeste de la intersección se encuentra un restaurante sirio, el Aleppo, y justo al lado, en Atlantic, un supermercado —una gran tienda de comidas preparadas, en realidad— llamado The Arabian Gourmet. (Francine, sin embargo, no lo llamaba así. Como la mayoría de los clientes que hacían allí sus compras, se refería al establecimiento con el nombre del anterior propietario, Ayoub, un hombre que había vendido el negocio diez años atrás y se había ido a vivir a San Diego).

Francine estacionó junto a un parquímetro en la acera norte de Atlantic, casi enfrente de The Arabian Gourmet. Se dirigió a la esquina, esperó a que el semáforo se pusiera verde y luego cruzó la calle. Cuando entró en la tienda, la furgoneta azul estaba aparcada en una zona de carga y descarga delante del restaurante Aleppo, justo al lado de The Arabian Gourmet.

Francine no permaneció mucho tiempo en el establecimiento. Solo compró unas pocas cosas y no necesitó ayuda para llevarlas al coche. Salió de allí a las doce y veinte, más o menos. Llevaba un abrigo tres cuartos, de pelo de camello, unos pantalones de color gris marengo y dos jerséis: un cárdigan beis de punto trenzado y, debajo, un jersey de cuello alto de color chocolate. Se había colgado el bolso al hombro; en una mano llevaba la bolsa de la compra y, en la otra, las llaves del coche.

Las puertas traseras de la furgoneta estaban abiertas, y los dos hombres que antes habían bajado del vehículo estaban de nuevo en la acera. Cuando Francine salió de la tienda, se situaron uno a cada lado de ella. En el mismo instante, un tercer hombre —el conductor de la furgoneta— puso en marcha el vehículo.

—¿La señora Khoury? —preguntó uno de los hombres.

Francine se volvió y el hombre le mostró una cartera, que abrió y cerró muy deprisa, permitiéndole vislumbrar una placa o tal vez nada.

—Tiene usted que acompañarnos —dijo el segundo hombre.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Francine—. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué quieren de mí?

La cogieron cada uno por un brazo y, antes de que pudiera entender lo que estaba pasando, la arrastraron por la acera y la metieron en la parte trasera de la furgoneta. En cuestión de segundos, las puertas del vehículo estaban cerradas y los dos hombres estaban dentro con ella. La furgoneta se alejó del bordillo y se perdió entre el tráfico.

Aunque era pleno día y el secuestro se había producido en una concurrida calle comercial, prácticamente nadie presenció el suceso. Los pocos testigos ni siquiera sabían muy bien qué habían visto. Todo debió de suceder de manera muy rápida.

Si Francine hubiera retrocedido y se hubiera puesto a gritar en cuanto se le acercaron…

Pero no lo hizo. Y antes de que tuviera tiempo de reaccionar, ya estaba dentro de la furgoneta con las puertas cerradas. Tal vez en aquel momento gritara o se resistiera, o lo intentara al menos, pero para entonces ya era demasiado tarde.

Sé exactamente dónde estaba yo cuando la secuestraron. Asistí a la reunión de mediodía del grupo de Fireside, que se celebra de doce y media a una y media entre semana, en la confluencia de la calle Y con la Sesenta y tres Oeste. Llegué temprano, así que seguramente estaba allí sentado tomando un café cuando los dos hombres arrastraron a Francine por la acera y la metieron en la parte trasera de la furgoneta.

No recuerdo ningún detalle de la reunión. Ya hace unos cuantos años que asisto con regularidad a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No voy a tantas como cuando dejé la bebida por primera vez, pero aún acudo a unas cinco reuniones semanales. Supongo que la reunión de ese día seguía el formato habitual; es decir, un orador dedicaba unos quince o veinte minutos a contarnos su historia y el resto de la hora consistía en un debate abierto. Creo que no hablé durante el período de debate, porque es probable que, de haberlo hecho, me acordara. Estoy convencido de que los demás dijeron cosas interesantes y puede que hasta divertidas. Siempre es así, pero no puedo recordar nada concreto.

Tras la reunión, fui a comer a alguna parte y, después de comer, llamé a Elaine. Me respondió el contestador automático, lo cual quería decir que o bien había salido o bien tenía compañía. Así es como se gana la vida Elaine, trabajando como chica de compañía.

La conocí en otra vida, cuando yo era un poli que bebía demasiado, llevaba una flamante placa dorada en el bolsillo y tenía esposa y dos hijos en Long Island. Durante un par de años mantuvimos una relación que nos resultaba muy conveniente a los dos. Yo la protegía en su trabajo y la ayudaba si tenía problemas. Una vez tuve que ir para encargarme de un cliente que se había muerto. Lo saqué de su cama y lo abandoné en un callejón del distrito financiero. Y ella era la amante perfecta: hermosa, alegre, divertida, con mucha experiencia profesional y, en definitiva, todo lo agradable y poco exigente que es una puta. ¿Qué más podría haber deseado?

Después de que yo dejara casa, familia y trabajo, Elaine y yo prácticamente perdimos el contacto. Pero resulta que un monstruo de nuestro pasado en común regresó para amenazarnos a ambos y las circunstancias volvieron a unirnos. Y, curiosamente, nos quedamos juntos.

Ella tenía su apartamento y yo mi habitación de hotel. Nos veíamos dos, tres o incluso cuatro noches por semana. Por lo general, esas noches terminábamos en su apartamento y la mayoría de las veces acababa quedándome a dormir. De vez en cuando, salíamos de la ciudad para pasar unos días fuera, o un fin de semana. En los días en que no nos veíamos, casi siempre hablábamos por teléfono, normalmente más de una vez.

Aunque no habíamos hablado en ningún momento de renunciar a otras personas, en la práctica lo habíamos hecho. Yo no salía con nadie más, ni ella tampoco…, sin contar a los clientes, claro. De vez en cuando se iba a alguna habitación de hotel o llevaba a alguien a su apartamento. No me había importado en absoluto al principio de nuestra relación —de hecho, era parte del atractivo—, así que no veía por qué habría de molestarme ahora.

Y si me molestaba, siempre podía pedirle que lo dejara. Elaine había ganado mucho dinero a lo largo de los años y lo había ahorrado casi todo. La mayor parte de ese dinero lo tenía invertido en rentables fondos inmobiliarios. Podía dejar lo que hacía sin tener que renunciar a su estilo de vida.

Pero algo me impedía proponérselo. Supongo que era reacio a admitir, ya fuera ante ella o ante mí mismo, que me molestaba lo que hacía, pero no más reacio que a hacer algo que pudiera perjudicar los términos de nuestra relación. Si funcionaba bien, ¿qué necesidad había de modificarla?

Sin embargo, las cosas cambian. Es inevitable. Como mínimo, se ven alteradas por el simple hecho de no cambiar.

Eludíamos usar esa palabra que empieza por A, pero sin duda lo que yo sentía por ella —y ella por mí— era amor. Evitábamos hablar de la posibilidad de casarnos, o de irnos a vivir juntos, aunque yo sí pensaba en eso, y me consta que ella también. Pero no lo hablábamos. Sobre este tema nunca hablábamos, como tampoco hablábamos de amor o de lo que hacía ella para ganarse la vida.

Como es lógico, tarde o temprano tendríamos que empezar a pensar en esas cosas e incluso afrontarlas. Mientras tanto, vivíamos al día, que era justo la manera en que me habían enseñado a tomarme las cosas desde que había dejado de beber whisky más rápido de lo que lo destilan. Como alguien había afirmado, lo mejor era vivir la vida entera al día, porque así es, al fin y al cabo, como nos la entrega el mundo.

Ese mismo jueves, a las cuatro menos cuarto de la tarde, sonó el teléfono en la casa que los Khoury tenían en Colonial Road. Cuando Kenan Khoury descolgó, oyó una voz masculina.

—Eh, Khoury, aún no ha vuelto a casa, ¿verdad?

—¿Quién es?

—¿Y a ti qué coño te importa quién es? Tenemos a tu mujer, árabe de mierda. ¿Quieres recuperarla o no?

—¿Dónde está? Déjeme hablar con ella.

—Vete a la puta mierda, Khoury —dijo el hombre, tras lo cual interrumpió la llamada.

Khoury se quedó allí unos instantes, gritándole «¿Oiga?» al silencioso teléfono y tratando de pensar en lo que debía hacer a continuación. Salió corriendo de la casa, fue al garaje y comprobó que su Buick estaba allí, pero no el Camry de su esposa. Recorrió el camino de entrada hasta la calle, miró en ambas direcciones, volvió a entrar en casa y cogió el teléfono. Escuchó el tono de línea y trató de pensar en alguien a quien llamar.

—Dios mío —dijo en voz alta. Después dejó el teléfono y empezó a gritar—. ¡Francey!

Subió corriendo la escalera y entró de manera precipitada en el dormitorio principal, llamándola. Como era lógico, no estaba allí, pero no pudo evitarlo. Tenía que comprobar todas las habitaciones, una tras otra. La casa era grande y fue entrando y saliendo de ellas, gritando el nombre de su esposa, convertido a la vez en espectador y protagonista de su propio pánico. Por último regresó al salón y se dio cuenta de que no había colocado el teléfono en su horquilla. Muy listo. Si estaban intentando localizarlo en ese momento, no lo conseguirían. Colgó de inmediato y deseó que sonara el teléfono, cosa que hizo casi al instante.

En esta ocasión era una voz masculina distinta, más calmada y educada.

—Hola, señor Khoury —dijo la voz—. Le estaba llamando pero comunicaba. ¿Con quién estaba hablando?

—Con nadie. Había dejado el teléfono descolgado.

—Espero que no haya llamado a la policía.

—No he llamado a nadie —se defendió Khoury—. He cometido un error. Creía haber colgado el teléfono, pero en realidad lo he dejado junto a la horquilla. ¿Dónde está mi esposa? Déjeme hablar con mi esposa.

—No debe usted dejar el teléfono descolgado. Ni tampoco debe usted llamar a nadie.

—No lo he hecho.

—Y menos a la policía.

—¿Qué quiere?

—Quiero ayudarle a recuperar a su esposa. Si es que quiere recuperarla, claro. ¿Quiere usted recuperarla?

—Dios, ¿de qué está usted…?

—Responda a la pregunta, señor Khoury.

—Sí, quiero recuperarla. Por supuesto que quiero recuperarla.

—Y yo quiero ayudarle. No ocupe la línea, señor Khoury. Me pondré en contacto con usted.

—¿Oiga? —dijo—. ¿Oiga?

Pero la conexión se había interrumpido.

Durante diez minutos, recorrió el salón de un lado a otro, esperando que sonara el teléfono. Después se apoderó de él una calma glacial y consiguió relajarse. Dejó de caminar de un lado a otro y se sentó en un sillón, al lado del teléfono. Cuando sonó por fin, descolgó pero no dijo nada.

—¿Khoury?

Era de nuevo el primer hombre, el grosero.

—¿Qué quiere?

—¿Que qué quiero? ¿Qué coño crees que quiero?

Khoury no respondió.

—Dinero —aclaró el hombre, al cabo de un momento—. Queremos dinero.

—¿Cuánto?

—¿A qué viene tanta pregunta, puto negro del desierto? ¿Me lo vas a decir o qué?

Khoury esperó.

—Un millón de dólares. ¿Qué te parece eso, gilipollas?

—Es absurdo —protestó—. Mire, no quiero hablar con usted. Que me llame su amigo. A lo mejor con él sí que hablo.

—Eh, árabe de mierda, ¿qué estás intentando…?

En esa ocasión, fue Khoury quien colgó.

Llegó a la conclusión de que el asunto consistía en mantener el control. Intentar controlar una situación como aquella, eso era lo que ponía de los nervios. Porque era imposible. Ellos tenían todas las cartas a su favor.

Si uno renunciaba a la necesidad de controlar la situación, al menos podía dejar de bailar al son que ellos tocaban, de arrastrar los pies como un oso domesticado en un circo búlgaro.

Se dirigió a la cocina y se sirvió una taza de café azucarado espeso, que calentó en un cazo de latón de mango largo. Mientras se enfriaba, fue en busca de la botella de vodka que guardaba en el congelador y se sirvió dos dedos, se lo bebió de un solo trago y notó la sensación de gélida calma que se apoderaba de él. Se dirigió con el café a la otra habitación y ya casi se lo había terminado cuando sonó de nuevo el teléfono.

Era el segundo hombre, el más amable.

—Ha hecho enfadar a mi amigo, señor Khoury —dijo—. Y no es fácil tratar con él cuando está enfadado.

—Creo que a partir de ahora sería mejor que hiciera usted las llamadas.

—No veo por qué…

—Porque de ese modo podremos manejar esta situación, en lugar de montar un drama —respondió Khoury—. Su amigo ha dicho algo de un millón de dólares. De eso ni hablar.

—¿Por qué? ¿Acaso cree que su mujer no lo vale?

—Mi mujer no tiene precio —dijo—, pero…

—¿Cuánto pesa su esposa, señor Khoury? ¿Cincuenta o cincuenta y cinco kilos, más o menos?

—No sé cuánto…

—Pongamos que unos cincuenta kilos.

Simpático.

—Cincuenta kilos, a veinte mil el kilo… A mí me salen las cuentas. ¿A usted no, señor Khoury? Sale un millón, ¿no?

—¿A qué viene todo esto?

—Viene a que usted pagaría un millón por ella si fuera mercancía, señor Khoury. Lo pagaría si fuera polvo. ¿Acaso no vale lo mismo en carne y hueso?

—No puedo pagar lo que no tengo.

—Tiene usted mucho dinero.

—No tengo un millón.

—¿Cuánto tiene?

Había tenido tiempo de sobra para pensar en la respuesta.

—Cuatrocientos.

—Cuatrocientos mil.

—Sí.

—Eso es menos de la mitad.

—Son cuatrocientos mil dólares —repitió—. Es menos que algunas cifras y más que otras. Es lo que tengo.

—Pero podría conseguir el resto.

—No veo cómo. Podría hacer unas cuantas promesas y pedir algunos favores que me deben para conseguir algo más, pero no un millón. Y me llevaría unos cuantos días, tal vez una semana.

—¿Deduce usted que tenemos prisa?

—Yo tengo prisa —contestó Khoury—. Quiero recuperar a mi esposa y quiero que ustedes desaparezcan de mi vida. En esas dos cosas, sí, tengo mucha prisa.

—Quinientos mil.

Estaba claro, ¿no? Al fin y cabo, había algunas cuestiones que sí podía controlar.

—No —dijo—, no pienso regatear y menos en lo que respecta a la vida de mi esposa. Ya le ha dado la cifra más alta que puedo ofrecer. Cuatrocientos.

Una pausa y luego un suspiro.

—Está bien. Qué tonto he sido al pensar que podría derrotar a uno de los suyos en cuestiones de negocios. Ustedes llevan muchos años jugando a este juego. Son tan malvados como los judíos.

Khoury no supo qué responder, así que dejó pasar el comentario.

—Cuatrocientos, entonces —zanjó el hombre—. ¿Cuánto tardará en reunir el dinero?

«Quince minutos», pensó Khoury.

—Un par de horas —dijo.

—Podemos hacerlo esta noche.

—De acuerdo.

—Esté preparado. Y no llame a nadie.

—¿Y a quién voy a llamar?

Media hora más tarde, Khoury estaba sentado a la mesa de la cocina, ante cuatrocientos mil dólares. Tenía una caja fuerte en el sótano, una Mosler que pesaba por lo menos una tonelada: se hallaba empotrada en la pared, oculta tras un panel de madera de pino y protegida por una alarma antirrobo y por su propio sistema de apertura. Todos los billetes eran de cien: cincuenta en cada fajo sujeto con una goma, ochenta fajos de cinco mil dólares cada uno. Los había contado y los había ido arrojando de tres en tres o de cuatro en cuatro al cesto que Francine utilizaba para hacer la colada.

Por el amor de Dios, no tenía ninguna necesidad de hacer la colada. Khoury le había repetido una y otra vez que podían pagar toda la ayuda que ella quisiera. Pero Francine era así, un poco chapada a la antigua: le gustaba cocinar, limpiar y encargarse de las tareas domésticas.

Khoury cogió el teléfono, sostuvo el auricular a cierta distancia del cuerpo y luego lo dejó de nuevo en la horquilla. «No llame a nadie», le había dicho el hombre. «¿Y a quién voy a llamar?», había respondido él.

¿Quién podía haberle hecho algo así? ¿Quién podía haberle tendido esa trampa y haberle arrebatado a su esposa? ¿Quién haría algo así?

Bueno, tal vez mucha gente. Tal vez cualquiera podía haberlo hecho, si creía que iba a salirse con la suya.

Cogió el teléfono de nuevo. Estaba limpio, no lo habían pinchado. De hecho, no había ni un solo micrófono en la casa. Tenía dos dispositivos, que se suponía eran lo último en tecnología. Tenían que serlo, a juzgar por lo que le habían costado. Uno de ellos era una alerta de teléfonos intervenidos, que se instalaba en la línea telefónica. Detectaba cualquier cambio de voltaje, resistencia o capacidad eléctrica en la línea. El otro era un Track-Lock, que escaneaba de forma automática el espectro de radiofrecuencia en busca de micrófonos ocultos. Había pagado cinco o seis mil dólares por ambos dispositivos, pero había valido la pena, pues le garantizaban que sus conversaciones privadas siguieran siendo privadas.

Sin embargo, le pareció una lástima que la poli no hubiera estado escuchando durante las dos últimas horas. Los polis podrían haber localizado las llamadas, pillar a los secuestradores y devolverle a Francine…

No, eso era lo último que necesitaba. La poli lo jodería todo, sin el menor género de duda. Tenía el dinero. Pagaría y o bien recuperaría a su mujer o bien no la recuperaría. Algunas cosas se podían controlar y otras no. Podía controlar el pago del dinero y hasta cierto punto controlar cómo se efectuaba la entrega, pero no podía controlar lo que iba a pasar después.

«No llame a nadie».

«¿Y a quién voy a llamar?».

Cogió de nuevo el teléfono y marcó un número que no le hacía falta buscar. Su hermano contestó tras el tercer tono.

—Petey —le dijo—, tienes que venir enseguida. Pilla un taxi, ya lo pagaré yo, pero ven de inmediato, ¿me oyes?

Una pausa. Y, a continuación:

—Niño, ya sabes que estoy dispuesto a hacer lo que sea por ti…

—¡Pues pilla un taxi, tío!

—… pero no quiero tener nada que ver con tu negocio. No puedo, niño.

—No se trata de mi negocio.

—¿De qué se trata, entonces?

—De Francine.

—Dios, ¿qué ha pasado? Da igual, ya me lo contarás cuando llegue. Estás en casa, ¿no?

—Sí, estoy en casa.

—Cojo un taxi. Enseguida estoy ahí.

Mientras Peter Khoury andaba en busca de un taxista que quisiera llevarlo a casa de su hermano, en Brooklyn, yo estaba viendo en la ESPN a un grupo de periodistas que debatían sobre la posibilidad de establecer un tope para los sueldos de los jugadores. No me entristeció especialmente que sonara el teléfono. Era Mick Ballou, que llamaba desde la localidad de Castlebar, en el condado de Mayo. La línea se oía perfectamente, como si me estuviera llamando desde la trastienda del Grogan’s.

—Esto es fantástico —dijo—. Si crees que los irlandeses de Nueva York están zumbados, tendrías que ver cómo son en su propio territorio. De cada dos casas, una es un pub y nadie se marcha antes de la hora de cierre.

—Pero cierran pronto, ¿verdad?

—Pronto no, prontísimo. Pero en el hotel están obligados a servir copas a todos los huéspedes que así lo deseen, sea la hora que sea. Bueno, eso es propio de un país civilizado, ¿no crees?

—Desde luego.

—Eso sí, aquí fuma todo el mundo. No hacen más que encender cigarrillos y ofrecer a los demás. Aunque los franceses son peores en ese sentido. Cuando estuve allí visitando a la familia de mi padre, me miraban mal porque no fumaba. Creo que los estadounidenses somos los únicos que hemos tenido el sentido común de dejarlo.

—Bueno, aún quedan unos cuantos fumadores en este país, Mick.

—Pues les deseo mucha suerte, con lo que tienen que sufrir en los aviones y en los cines, y con tanta norma que prohíbe fumar en lugares públicos.

Mick me contó una larga historia sobre un hombre y una mujer a quienes había conocido unas cuantas noches atrás. Era una historia graciosa y los dos nos reímos. Luego me preguntó cómo estaba y le dije que bien.

—¿De verdad? —preguntó.

—Un poco inquieto, tal vez. De un tiempo a esta parte tengo mucho tiempo libre. Y hay luna llena.

—Es verdad —asintió—. Aquí también.

—Qué casualidad.

—Creo que en Irlanda siempre hay luna llena. Por suerte, llueve casi cada día, así que no tengo que estar mirándola todo el rato. Matt, se me ha ocurrido una idea: coge un avión y vente.

—¿Qué?

—Me juego lo que quieras a que nunca has estado en Irlanda.

—Nunca he salido del país —dije—. Espera, no es verdad. He ido un par de veces a Canadá y otra a México, pero…

—¿Nunca has estado en Europa?

—No.

—Bueno, pues ya estás cogiendo un avión para venir. Tráetela si quieres —dijo, refiriéndose a Elaine— o ven tú solo, da igual. He hablado con Rosenstein y me ha dicho que lo mejor es que permanezca fuera del país durante una temporada. Dice que podrá arreglarlo todo, pero que ronda por ahí no sé que grupo operativo de los federales y que es mejor que no pise territorio estadounidense hasta que la cosa esté despejada. Igual tengo que quedarme en este agujero inmundo durante otro mes o más. ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

—Creía que te encantaba el sitio, pero ahora es un agujero inmundo.

—Cualquier sitio es un agujero inmundo si no tienes cerca a tus amigos. Ven a verme, tío. ¿Qué dices?

Peter Khoury llegó a casa de su hermano justo después de que Kenan mantuviera otra conversación con el más cordial de los secuestradores. El hombre, sin embargo, se había mostrado ahora bastante menos amable, sobre todo hacia el final de la conversación, cuando Khoury había intentado exigirle una prueba de que Francine seguía con vida. La conversación había ido más o menos así:

KHOURY: Quiero hablar con mi mujer.

SECUESTRADOR: Imposible. Está en un lugar seguro. Yo estoy en una cabina.

KHOURY: ¿Y cómo sé que está bien?

SECUESTRADOR: Porque teníamos buenos motivos para cuidarla. Fíjese en todo el dinero que vale.

KHOURY: Joder, ¿y cómo sé que la tienen de verdad?

SECUESTRADOR: ¿Conoce usted bien sus pechos?

KHOURY: ¿Qué?

SECUESTRADOR: ¿Podría reconocer uno de sus pechos? Porque eso sería lo más fácil. Le corto una teta y se la dejo en la puerta de casa. Así se queda usted tranquilo, ¿no?

KHOURY: Por Dios, no diga eso. No diga eso.

SECUESTRADOR: Pues entonces no hablemos más de pruebas, ¿de acuerdo? Debemos confiar el uno en el otro, señor Khoury. Créame, la confianza lo es todo en este mundillo.

«Y esa es la cuestión», le dijo Kenan a Peter. Que tenía que confiar en ellos, pero ¿cómo hacerlo? Si ni siquiera sabía quiénes eran.

—He intentado pensar a quién podía llamar —dijo Kenan—. Ya sabes, la gente del negocio. Alguien que pueda apoyarme y ponerse de mi parte. Sin embargo, por lo que yo sé, cualquiera de ellos podría estar implicado. ¿Cómo sé a quién puedo descartar y a quién no? Alguien habrá tenido que preparar todo esto.

—Pero ¿cómo lo han…?

—No lo sé. No sé nada, solo que Francine ha salido a comprar y ya no ha vuelto. Ha salido, se ha llevado el coche y cinco horas más tarde ha sonado el teléfono.

—¿Cinco horas?

—No lo sé, más o menos. Petey, no sé qué hacer, no tengo experiencia en esta mierda.

—Te pasas el día haciendo tratos, niño.

—En el mundo de las drogas es completamente diferente. Lo organizas de manera que todo el mundo esté a salvo, que todo el mundo quede cubierto. Pero en este caso…

—En el tráfico de drogas siempre acaba muriendo alguien.

—Sí, pero por lo general hay un motivo. Primer motivo, trabajar con gente a la que no conoces. Eso es lo peor. La cosa tiene buena pinta y luego acaba en estafa. Segundo motivo, o quizá debería decir motivo uno y medio: trabajar con gente a la que crees conocer cuando en realidad no es así. Y otra cosa, ponle el número que quieras, es que a veces la gente se mete en líos porque intenta robar. Pretenden cerrar el trato sin llevar el dinero y piensan que pueden pagar más adelante. Se lo acaban creyendo y se salen con la suya, hasta el día en que no se salen con la suya. En nueve de cada diez casos, te puedes imaginar por qué pasa eso: porque es gente que consume su propia mercancía y acaba perdiendo el mundo de vista.

—O lo hacen todo bien pero luego llegan seis jamaicanos que echan la puerta abajo y se cargan a todo el mundo.

—Bueno, eso también pasa —dijo Kenan—. Y no tienen por qué ser jamaicanos de mierda. El otro día leí algo de unos tíos de Laos en San Francisco. Todos los días aparece un nuevo grupo étnico dispuesto a cargarse a quien sea —añadió, meneando la cabeza—. Y la cuestión es que, en una operación honrada, siempre puedes largarte si ves algo que te parece raro. No tienes por qué concluir la operación. Si tienes el dinero, puedes ir a gastarlo a cualquier otro lado. Y si lo que tienes es la mercancía, siempre puedes vendérsela a otro. Solo participas en la operación mientras la cosa funcione, mientras tengas la posibilidad de dar marcha atrás, de protegerte con garantías y mientras tengas la ventaja de conocer a la gente y saber si puedes fiarte de ellos.

—En cambio, aquí…

—En cambio, aquí no tenemos nada. No tenemos una mierda. Les he dicho: «Os llevamos el dinero y vosotros me entregáis a mi mujer», y me han dicho que no. Que así no se hacen las cosas. ¿Qué tengo que decirles, entonces? ¿Que se queden a mi mujer? ¿Que se la vendan a otro, si no les gusta mi forma de negociar? No puedo hacer eso.

—No.

—Aunque de hecho, podría. El tipo ha dicho un millón. Yo le he dicho que cuatrocientos mil. Que te jodan, le he dicho, es todo lo que tengo. Y se lo ha tragado. Imagínate que le hubiera dicho…

En ese momento, sonó el teléfono. Kenan habló durante unos cuantos minutos, mientras tomaba notas en un bloc.

—No iré solo —dijo, en un momento determinado—. Mi hermano está aquí y me acompañará. Nada de discusiones.

Siguió escuchando un poco más. Se disponía a decir algo cuando oyó el clic de la línea al interrumpirse.

—En marcha. Quieren el dinero en dos bolsas de basura. Bueno, eso no es complicado, pero me pregunto por qué en dos… A lo mejor es que no saben cuánto abultan cuatrocientos mil, cuánto espacio ocupan.

—O a lo mejor el médico les ha dicho que no carguen mucho peso.

—A lo mejor. Se supone que tenemos que ir a la esquina de Ocean Avenue con Farragut Road.

—Eso está en Flatbush, ¿no?

—Diría que sí.

—Sí, estoy seguro. Farragut Road está a un par de manzanas del Brooklyn College. ¿Qué hay por ahí?

—Una cabina telefónica.

Una vez que hubieron dividido el dinero y lo hubieron metido en las dos bolsas de basura, Kenan le entregó una pistola a Peter, una automática de 9 mm.

—Cógela —insistió—. No es buena idea ir desarmados.

—Ir en sí no es buena idea. ¿De qué me va a servir una pistola?

—No lo sé, pero cógela por si acaso.

Cuando salían por la puerta, Peter agarró a su hermano del brazo.

—Se te ha olvidado conectar la alarma —le advirtió.

—¿Y qué? Ellos tienen a Francey y nosotros llevamos el dinero. ¿Qué más pueden robarme?

—Pero ya que tienes alarma, conéctala. No será más inútil que llevar las putas pistolas.

—Vale, tienes razón —convino Kenan, y volvió a entrar en la casa. Cuando salió de nuevo, añadió—: Lo último en sistemas de seguridad. Nadie puede entrar en mi casa, ni pinchar los teléfonos ni colocar micrófonos. Pero sí pueden quitarme a mi mujer y obligarme a recorrer media ciudad con cuatrocientos mil dólares metidos en dos bolsas de basura.

—¿Cuál es la mejor ruta, niño? Estaba pensando que lo mejor será ir por Bay Ridge Parkway y luego coger Kings Highway hasta Ocean.

—Sí, supongo. Se puede ir de muchas maneras, lo mismo da una que otra. ¿Quieres conducir, Petey?

—¿Quieres que conduzca?

—Sí, ¿por qué no? Tal y como estoy ahora, igual le doy por detrás a un coche de la poli, o atropello a una monja.

Se suponía que tenían que estar en la cabina telefónica de Farragut Road a las ocho y media. Llegaron tres minutos antes de esa hora, según el reloj de Peter. Este se quedó en el coche mientras Kenan se acercaba al teléfono y se quedaba allí, esperando a que sonara. Poco antes, Peter se había metido la pistola bajo el cinturón, en la espalda. Mientras conducía, había notado la presión del arma contra el cuerpo. La cogió y se la colocó sobre el regazo.

Sonó el teléfono y Kenan descolgó. Las ocho y media, según el reloj de Peter. ¿Se guiaban por la hora que marcaba el reloj o en realidad estaban presenciando la operación, es decir, tenían a alguien que seguía toda la escena apostado en la ventana de alguno de los edificios situados al otro lado de la calle?

Kenan regresó corriendo al coche y se apoyó en él.

—Veterans Avenue —dijo.

—Ni idea de dónde está.

—En alguna parte entre Flatlands y Mill Basin, por esa zona. Me ha dado indicaciones. Tenemos que ir por Farragut hasta Flatbush y luego seguir por Flatbush hasta la avenida N, que nos lleva directos hasta Veterans Avenue.

—Y luego, ¿qué?

—Otra cabina telefónica en la esquina de Veterans Avenue con la calle Sesenta y seis Este.

—¿A qué viene tanto hacernos correr de un lado para otro? ¿Tienes idea?

—Querrán volvernos locos. O asegurarse de que no hemos traído refuerzos. No lo sé, Petey, a lo mejor es que solo quieren tocarnos los cojones.

—Pues les está funcionando.

Kenan rodeó el coche para dirigirse al asiento del copiloto y se sentó.

—Por Farragut hasta Flatbush y luego por Flatbush hasta la avenida N. O sea, que tenemos que girar a la derecha en Flatbush y luego supongo que a la izquierda en la avenida N, ¿no?

—Eso es. A la derecha en Flatbush y a la izquierda en la avenida N.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—No me lo han dicho. Creo que no me han hablado de ninguna hora en concreto. Solo han dicho que nos demos prisa.

—O sea, que no podemos parar a tomar un café.

—Pues no —respondió Kenan—. Me temo que no.

La historia se repitió en la esquina de Veterans Avenue con la calle Sesenta y seis. Peter esperó en el coche y Kenan se acercó al teléfono, que sonó casi al momento.

—Muy bien —dijo el secuestrador—. No ha tardado mucho.

—Y ahora, ¿qué?

—¿Dónde está el dinero?

—En el asiento trasero. En dos bolsas de basura, como me ha dicho.

—Bien. Ahora quiero que usted y su hermano vayan a pie por la calle Sesenta y seis hasta la avenida M.

—¿Que vayamos a pie, dice?

—Sí.

—¿Con el dinero?

—No, dejen el dinero exactamente donde está.

—En el asiento trasero del coche.

—Sí. Y no cierren el coche.

—Dejamos el dinero en un coche abierto y caminamos una manzana…

—En realidad, son dos manzanas.

—Y luego, ¿qué?

—Esperen durante cinco minutos en la esquina de la avenida M. Luego regresan al coche y se van a casa.

—¿Y qué pasa con mi esposa?

—Su esposa está bien.

—¿Y cómo sé que…?

—Les estará esperando en el coche.

—Más le vale.

—¿Qué ha dicho?

—Nada. Mire, hay algo que me preocupa, lo de dejar el dinero en un coche abierto. Lo que me preocupa es que alguien llegue antes que ustedes y lo coja.

—No se preocupe —lo tranquilizó el hombre—. Este es un buen barrio.

Dejaron el coche abierto, con el dinero dentro, y recorrieron una manzana corta y luego otra larga hasta llegar a la avenida M. Esperaron cinco minutos, según el reloj de Peter, y luego se dirigieron de vuelta al Buick.

Creo que aún no los he descrito, ¿verdad? Kenan y Peter parecían hermanos. Kenan medía poco más de metro setenta y cinco, lo cual lo hacía apenas un par de centímetros más alto que su hermano. Ambos tenían la constitución de un peso medio tirando a larguirucho, aunque Peter había empezado a echar un poco de barriguita. Los dos tenían la piel aceitunada y el pelo negro y liso, con raya a la izquierda y pulcramente peinado hacia atrás. A sus treinta y tres años, Kenan ya tenía entradas y, en consecuencia, la frente algo más amplia. Su hermano, dos años mayor, aún conservaba todo el pelo.

Los dos eran atractivos, de nariz larga y recta y ojos oscuros bajo una frente pronunciada. Peter llevaba un bigote perfectamente recortado. Kenan iba muy bien afeitado.

Si alguien que se dejara llevar por las apariencias tuviera que enfrentarse a ambos, eliminaría primero a Kenan. O lo intentaría, al menos. Algo en él hacía pensar que era el más peligroso de los dos, que sus reacciones eran más imprevisibles y certeras.

Ese era el aspecto que tenían mientras regresaban con prisa pero sin pausa a la esquina en la que seguía aparcado el coche de Kenan. El vehículo aún estaba allí, abierto. Las bolsas llenas de dinero ya no estaban en el asiento trasero. Francine Khoury tampoco estaba allí.

—¡Me cago en la puta, tío! —maldijo Kenan.

—¿En el maletero?

Kenan abrió la guantera y tiró de la palanca del maletero. Luego rodeó el coche y abrió la puerta del maletero. No había nada, aparte de la rueda de recambio y el gato. Acababa de cerrar la puerta cuando el teléfono de la cabina, que estaba a unos diez metros, empezó a sonar.

Kenan corrió y lo cogió.

—Váyanse a casa —dijo el hombre—. Lo más seguro es que ella llegue antes que ustedes.

Fui, como de costumbre, a la reunión de la tarde en la iglesia de San Pablo apóstol, a pocos metros de mi hotel, pero me marché durante el descanso. Regresé a mi habitación, llamé a Elaine y le conté mi conversación con Mick.

—Creo que deberías ir —me animó—. Me parece una idea estupenda.

—¿Y si fuéramos los dos?

—Ay, no sé, Matt. Tendría que perderme unas cuantas clases.

Se había apuntado a un curso los jueves por la tarde en el Hunter College. De hecho, acababa de regresar de clase cuando yo la llamé. «Arte y arquitectura indios durante el Imperio mongol».

—La idea sería que nos marchásemos una semana o diez días —le dije—. Solo te perderías una clase.

—Por una clase no pasa nada.

—Exacto, así que…

—Así que supongo que no me queda más remedio que admitir que en realidad no quiero ir. No sería más que un estorbo, ¿no crees? Es que os imagino a Mick y a ti correteando por el campo, enseñando a los irlandeses a liarla.

—Bonita imagen.

—Lo que quiero decir es que sería más bien una juerga de tíos, ¿no? ¿Por qué cargar con una chica? No, en serio, no me apetece especialmente ir, pero sé que de un tiempo a esta parte estás nervioso y que te sentaría de maravilla. ¿Tú nunca has estado en Europa?

—Nunca.

—¿Cuánto hace que se marchó Mick? ¿Un mes?

—Más o menos.

—Creo que deberías ir.

—Puede —asentí—. Me lo pensaré.

No estaba allí.

En ningún rincón de la casa. Kenan registró de manera compulsiva una habitación tras otra a sabiendas de que era inútil: si hubiera entrado, se habría disparado la alarma, a menos que la hubiera desconectado antes. Cuando se quedó sin habitaciones que registrar, regresó a la cocina, donde Peter estaba haciendo café.

—Petey, esto es una puta mierda.

—Lo sé, niño.

—¿Estás haciendo café? Creo que no me apetece. ¿Te molesta que me tome una copa?

—Me molestaría si me la tomara yo, pero no que te la tomes tú.

—Es que pensaba que… Da igual. De hecho, tampoco me apetece.

—Eso es lo que nos hace distintos, niño.

—Sí, supongo. —Kenan giró sobre sus talones—. ¿Por qué coño me están tomando el pelo de esta manera, Petey? Me dicen que estará en el coche y luego no está. Me dicen que estará en casa y luego no está. ¿Qué coño está pasando aquí?

—A lo mejor han pillado tráfico.

—Bueno, tío, ¿y ahora qué hacemos, joder? ¿Nos quedamos aquí sentados, esperando? Es que ni siquiera sé qué estamos esperando. Ellos tienen el dinero y nosotros… ¿qué tenemos? Una mierda, eso es lo que tenemos. No sé ni quiénes son ni dónde están, no sé nada de nada y… Petey, ¿qué hacemos?

—No lo sé.

—Creo que está muerta —dijo Kenan.

Peter guardó silencio.

—¿Por qué no iban a matarla, esos hijos de puta? Podría identificarlos, ¿no? Es más seguro matarla que devolvérmela. La matan, la entierran y adiós muy buenas. Caso cerrado. Eso es lo que haría yo si estuviera en su lugar.

—No, tú no harías tal cosa.

—He dicho si estuviera en su lugar. Pero no lo estoy. Para empezar, yo no secuestraría a una mujer, a una pobre chica inocente que jamás le ha hecho el menor daño a nadie, que jamás ha pensado mal de…

—Tranquilo, niño.

Guardaban silencio un rato y luego retomaban la conversación, porque… ¿qué otra cosa podían hacer? Tras una media hora o así, sonó el teléfono y Kenan se abalanzó sobre él.

—¿Señor Khoury?

—¿Dónde está mi esposa?

—Le pido disculpas. Ha habido un ligero cambio de planes.

—¿Dónde está?

—Justo en la esquina de su casa, en…, a ver…, la calle Setenta y siete, creo que en la acera sur de la calle, a unas tres o cuatro casas de la esquina…

—¿Qué?

—Verá un coche mal aparcado junto a una boca de incendios. Un Ford Tempo de color gris. Su esposa está dentro.

—¿Dentro del coche?

—En el maletero.

—¿La ha metido en el maletero?

—Tiene aire de sobra. Pero esta noche hace mucho frío, así que le conviene sacarla de ahí lo antes posible.

—Pero ¿hay alguna llave? ¿Cómo voy a…?

—La cerradura está rota. No le hace falta llave.

Mientras corría calle abajo y doblaba la esquina, Kenan le dijo a Peter:

—¿Qué ha querido decir con eso de que la cerradura está rota? Si el maletero no está cerrado, ¿por qué no sale y ya está? ¿De qué estaba hablando ese tío?

—No lo sé, niño.

—A lo mejor está atada. Cinta aislante, o esposas, o algo para que no pueda moverse.

—A lo mejor.

—Oh, Dios, Petey…

El coche estaba donde se suponía que tenía que estar: era un destartalado Tempo bastante viejo, con el parabrisas rajado y la puerta del pasajero abollada. Ni siquiera tenía cerradura en el maletero. Kenan abrió la puerta al instante.

Allí no había nadie. Solo unos cuantos paquetes, bultos o algo así. Bultos de distintos tamaños envueltos en plástico negro y sujetos con cinta aislante.

—No —dijo Kenan.

Se quedó allí, repitiendo «No, no, no». Al cabo de un momento, Peter cogió uno de los paquetes del maletero, sacó la navaja que llevaba en el bolsillo y cortó la cinta aislante. Desenrolló el plástico negro —que no era muy distinto del de las bolsas de basura en las que habían entregado el dinero— y extrajo un pie humano, cercenado unos cuantos centímetros por encima del tobillo. En tres de las uñas se advertían círculos de esmalte rojo. Los otros dos dedos habían desaparecido.

Kenan dejó caer la cabeza hacia atrás y aulló como un perro.