31

Destino

Una ola de lava fundida salpicó la esquina, y el grupo tuvo que retroceder; el calor era casi insoportable. Llegó una segunda ola y luego más, un auténtico río de magma fluía por el recodo, y el grupo huyó desordenadamente. Sin embargo, Avelyn permaneció en su sitio y rápidamente se puso a trabajar; invocó la magia de su piedra para activar un escudo que se alzara desde el suelo hasta el techo del corredor.

Los fuegos del demonio seguían su curso y avanzaban hacia el monje mientras este rezaba. Pony se detuvo al advertir que Avelyn no estaba con ella. Se dio la vuelta y lo llamó a gritos; incluso dio un paso hacia el monje, pero Elbryan la retuvo enseguida.

La fe de Avelyn fue puesta duramente a prueba mientras el flujo de magma se le acercaba y el calor se intensificaba. Había usado aquella gema, el crisolito, para sobrevivir en medio de una bola de fuego, pero no tenía idea de cómo funcionaría contra el magma del demonio. Suponía que podría neutralizar el efecto del calor, pero ¿qué pasaría con el enorme peso de la piedra fundida?

Avelyn no tenía tiempo para tales cavilaciones; se concentró en sus plegarias, en las interioridades de la piedra mágica. El magma estaba ya sólo a medio metro de distancia y avanzaba burbujeando.

Pero el monje no sintió calor ni se quemó con la piedra fundida puesto que, al pasar a través de la barrera de crisolito, el frente de lava se enfriaba inmediatamente, se ennegrecía y solidificaba; y el magma empezó a fluir por encima, hasta que también se enfrió y se endureció.

En aquel momento Avelyn advirtió la inminencia de un nuevo problema: si la lava continuaba apilándose, llegaría a demasiada altura y obstruiría el corredor, el único acceso que conocían para llegar hasta el demonio Dáctilo. Sin dudarlo, el monje avanzó resueltamente y se acercó al muro frontal de obsidiana; y su escudo mágico avanzó también, venciendo el calor del demonio.

Al ver el espectáculo y constatar que su amigo había superado el ataque del Dáctilo, los otros tres no tardaron en reunirse con él; Elbryan, con Ala de Halcón en la mano, se puso junto al monje. Avelyn acabó de detener por completo el río de lava y, al doblar el recodo, el demonio Dáctilo apareció ante su vista.

Elbryan alzó su arco y disparó. El Dáctilo, obviamente sorprendido al ver a sus enemigos, recibió un impacto frontal en el pecho, entre los dos brazos.

Los ojos de Bestesbulzibar llamearon; el demonio abrió su ancha boca y vomitó un chorro de magma hacia el grupo y, aunque el escudo de crisolito neutralizó el calor, la tremenda fuerza de aquel vómito, convertido en una especie de proyectil, estrelló a Avelyn y a Elbryan contra la pared. El guardabosque reaccionó con rapidez y, soltando un gruñido, lanzó una segunda flecha, que también dio en el blanco.

El Dáctilo aulló, más de rabia que de dolor, pues las flechas de Elbryan no eran más que una pequeña incomodidad para la terrorífica criatura.

No obstante, Avelyn podía causar mayores problemas.

Los brazos del demonio se proyectaron hacia adelante y de sus dedos extendidos emergieron zarcillos negros de crepitante electricidad que se trabaron a la pared y se desplazaron a lo largo del pasadizo; sus descargas produjeron calambres y chamusquinas a Avelyn y a Elbryan y a Pony y a Bradwarden, que acababan de doblar el recodo en pos de sus amigos. Avelyn no tenía ninguna réplica preparada, y la magia del demonio los atrapó a él y a Elbryan con su chispeante agarro durante un largo y doloroso momento; luego, ambos fueron lanzados hacia atrás hasta chocar violentamente contra el muro. Con los vestidos humeando, la pareja optó por una rápida retirada; empujaron a Pony y Bradwarden hacia atrás, por donde habían llegado, y doblaron el recodo.

Avelyn examinó desesperadamente su repertorio de magia, pero fue Pony quien atacó; se concentró intensamente en la barra de grafito y provocó la descarga de un rayo que rebotó en el muro, dobló perfectamente el recodo y alcanzó al demonio; la puntería fue buena a juzgar por el aullido que llegó hasta ellos, pero a aquel aullido siguió inmediatamente una segunda descarga negra y crepitante, que golpeó con un tronido a Pony y Avelyn y los lanzó violentamente al suelo; y lo mismo habría hecho con Elbryan si no se hubiera agarrado al robusto centauro.

—¡A correr! —gritó Bradwarden.

—¡Cógelo! —gritó Pony al monje, al tiempo que le lanzaba el grafito, pues sabía que él podría sacarle mayor partido.

—¡Pues yo digo que sigamos! —corrigió Avelyn al centauro, al tiempo que atrapaba al vuelo la piedra y ayudaba a Pony a ponerse en pie. Reflexionó un instante, considerando el hecho de que tenía en sus manos un montón de piedras pero ninguna de ellas era la que deseaba en aquella ocasión. Entregó rápidamente a Pony dos piedras, la malaquita y el luminoso diamante, y luego se precipitó hacia el recodo una vez más.

—¡La oscuridad está frente a nosotros, así que adelante, os digo! —gritó, al tiempo que metía la mano en el zurrón y sacaba otra gema, una piedra que había utilizado para rechazar la magia inspirada por el Dáctilo, en una lucha anterior con un general powri.

Avelyn controló la energía de la piedra solar y construyó un muro ante él, le dio forma y lo impelió hacia adelante; se tranquilizó un tanto al ver que Pony, situada detrás de él, mantenía el diamante con un brillo resplandeciente.

El Dáctilo lanzó otra tremenda descarga mientras Avelyn doblaba el recodo, pero la crepitante magia se quedó en nada al entrar en la zona protegida.

—¡Vaya, vaya! —rugió Avelyn, y todos sus amigos avanzaron dispuestos a atacar.

Bestesbulzibar estaba confuso; no había visto semejante despliegue para contrarrestar su magia en sus milenios de vida. Concentró su mirada en Avelyn, en la gema que el monje mantenía apretada en su mano extendida, y, haciendo caso omiso del ataque, ajeno por completo a la siguiente flecha que volaba hacia él, el Dáctilo reunió toda su energía mágica.

Apenas estaban a diez metros de distancia.

A siete metros… otra flecha zumbó y se desvió al chocar con el antebrazo de dureza ósea del Dáctilo.

A tres metros y medio, Avelyn rugía salvajemente; el guardabosque se colgó el arco del hombro y empuñó la espada con energía: ¡una espada élfica!

El chillido del Dáctilo resonó a través del laberinto de túneles de Aída, ensordeció a los cuatro amigos y los obligó a taparse los oídos. El demonio reconoció el poder de la hoja de silverel de Elbryan y, dado que no quería vérselas con un arma forjada por los elfos —¡Dinoniel había empuñado una de aquellas armas!—, descargó una corriente de su más pura fuerza mágica, una línea verde de fulminante y zumbante energía dirigida directamente a Avelyn, a la mano extendida del monje.

El rayo se detuvo justo delante del monje y, mientras las crepitantes chispas volaban por doquier, mantuvo a Avelyn en su sitio y forzó a Elbryan a frenar su avance y a protegerse los ojos.

Avelyn gritó; el Dáctilo volvió a aullar lanzando toda su fuerza mágica, hasta el último gramo, tras aquel rayo.

La línea verde rodeó la mano de Avelyn mientras la piedra solar brillaba intensamente; durante un largo momento lucharon el coraje del monje y los poderes infernales del demonio.

La piedra solar absorbió la energía del Dáctilo y arrebató el rayo de la mano del demonio. Pero poco duró la expresión de alegría y de victoria de Avelyn, pues la piedra no podía contener tanta energía y la expulsó por los aires, donde se dispersó en forma de humo verde; la brutal fuerza de la descarga impulsó a Elbryan y a Avelyn hacia atrás, hasta chocar con Pony y Bradwarden, mientras el humo verde llenaba el corredor.

Nadie del grupo resultó herido, pero la pasajera distracción proporcionó al frustrado Dáctilo tiempo suficiente para retirarse.

—¡Vaya, vaya! —bramó Avelyn cuando vio a la criatura medio corriendo, medio volando corredor abajo; y el enfurecido monje fue el primero en salir en su persecución.

Elbryan se irguió apresuradamente y salió corriendo en pos del monje; la mujer lo siguió y tras ella el corpulento Bradwarden.

Pasaron a toda velocidad ante varios pasadizos laterales y viraron varias veces corredor adelante. Avelyn iba a la cabeza con singular audacia, tratando de no perder la pista del demonio y manteniéndose alerta por si la criatura estuviera esperándolo detrás de algún recodo.

Subieron algunos peldaños, bajaron raudos y con gran estrépito por una pendiente larga y estrecha y, al llegar por fin a un corredor largo y recto, vieron al demonio. Elbryan trató con gran empeño de adelantar a su amigo monje a fin de encabezar la marcha y reducir la distancia que lo separaba del monstruo. Pero Avelyn estaba demasiado concentrado para advertir el intento de su compañero y para considerar siquiera la posibilidad de facilitarle el paso.

El monje trataba frenéticamente de invocar otra vez la magia de la piedra solar. Y, si no podía conseguirlo, ¡estaba dispuesto a alcanzar al Dáctilo, a atacar a aquel ser maligno y a golpearlo sólo con sus manos si era preciso!

Más adelante, el corredor se ensanchó, como la parte superior de un reloj de arena, y terminó en un muro que sólo interrumpía una amplia arcada por la que se precipitó el demonio Dáctilo. Al otro lado de aquella entrada, Avelyn vio una enorme sala, reforzada con columnas e iluminada por el flujo anaranjado de la lava fundida.

Supo que era la sala del trono, el mismísimo corazón del poder del demonio. Aquella constatación sólo sirvió para espolear aún más su furia; Avelyn inclinó la cabeza y corrió velozmente, al tiempo que lanzaba su habitual grito de «¡Vaya, vaya!». Cruzó a toda velocidad la arcada sin pensar que pudiera haber una trampa; Elbryan aflojó prudentemente un poco la marcha, pero aun así lo siguió tan sólo dos zancadas atrás.

El Dáctilo, en su trono de obsidiana, estaba preparado para combatirlos. Cuando Avelyn entró en la sala, fue golpeado con una fuerza brutal producida por la magia demoníaca: una imponente ráfaga de viento que lo detuvo en seco y que arrojó contra él las enormes hojas de la puerta de bronce.

También Elbryan sintió aquel viento y, viendo que las hojas de la puerta se cerraban, gritó y se precipitó hacia adelante, con el brazo extendido empuñando a Tempestad.

Las hojas se cerraron, rozando a Avelyn y haciéndolo girar, y con un terrible portazo oprimieron el antebrazo de Elbryan, aplastándole los huesos y desgarrándole la carne. Tempestad cayó al suelo; las hojas seguían presionando, amenazando con arrancar el brazo del guardabosque.

Bradwarden apartó a Pony a un lado y se lanzó como un rayo contra la puerta, pero el gran peso del centauro y su enorme fuerza sólo pudieron entreabrirlas ligeramente, lo justo para que Elbryan pudiera sacar el brazo y desplomarse, medio inconsciente, en el corredor. Bradwarden lo cogió y retrocedió con él a toda prisa, mientras la puerta de bronce se cerraba violentamente y dejaba a Avelyn solo en la sala del trono frente a Bestesbulzibar.

O así lo creía el monje. Bestesbulzibar seguía concentrado en la puerta, utilizando su magia para mantenerla cerrada ante los insistentes empujones del tenaz Bradwarden. Pero enseguida se evidenció el siguiente ardid del demonio: un sonido rechinante inundó la sala y las macizas columnas de piedra empezaron a torcerse y a desplazarse.

Aprovechando la ocasión, Avelyn se apresuró a coger a Tempestad, aunque no era un espadachín. Sintió la energía de la gema del arma; no obstante, creyó que se trataba simplemente de un poder mágico que fortalecía y robustecía la espada pero que él no podría utilizar para nada más.

Las dos columnas más cercanas extendieron sus pétreos brazos, rompieron la inanimada piedra que sostenía firmemente sus piernas y salieron al paso del monje. Con un aullido, Avelyn brincó hacia un lado, empuñando la insignificante espada en actitud defensiva. Pero las dos enormes criaturas no iban en su busca, sino hacia la puerta de bronce.

Avelyn contuvo la respiración, pensando que los pétreos gigantes derribarían la puerta sobre sus amigos. Para su alivio no lo hicieron sino que se dejaron caer sobre la puerta de metal y con su enorme masa impidieron cualquier posibilidad de entrada. El hecho de que el instigador de tales maniobras apartara del combate a aquellos dos gigantes de obsidiana no sirvió de consuelo a Avelyn, pues aún quedaban otros dieciocho gigantes de piedra negra; en aquel momento todos ellos echaron a andar, y, con la puerta así atrancada, el Dáctilo estaba en disposición de enfrentarse sin interferencias al intruso.

El demonio miró perversamente al monje desde su trono de obsidiana.

—Destruidlo —ordenó Bestesbulzibar, y los monstruos de piedra se dirigieron hacia Avelyn, excepto los dos que vigilaban la puerta.

Avelyn estudió con sumo cuidado su avance; no se movían con rapidez, y el monje calculó que, por lo menos durante un tiempo, podría mantenerse a cierta distancia. Decidió hacerlo así, y lanzar contra Bestesbulzibar toda la magia que fuera capaz de invocar; pero, para su sorpresa, el demonio no se quedó sentado en el trono sino que saltó hacia un lado del estrado, se tiró de cabeza al flujo de lava, y desapareció a través del suelo.

Avelyn soltó un gruñido de frustración y consideró la posibilidad de utilizar el escudo de crisolito para atrapar a Bestesbulzibar. Vio entonces que tenía problemas mucho más acuciantes, pues dos macizas columnas avanzaban amenazadoramente hacia él. Pensó en utilizar la piedra solar para contrarrestar la magia y deshacer el hechizo de la obsidiana, pero tuvo miedo de que la piedra no hubiera tenido tiempo de recuperarse del desgaste sufrido en el corredor. Sacó, pues, el grafito y provocó la tremenda explosión de una descarga eléctrica, un atronador rayo bífido que chocó con ambas columnas y las hizo retroceder un paso, a la vez que las agrietaba de arriba abajo en toda la longitud de sus fustes.

Avelyn se precipitó entre los dos gigantes evitando con facilidad sus torpes intentos de agarrarlo; mientras pasaba, asestó con Tempestad golpes a diestro y siniestro, por precaución; la espada cortó una buena tajada de piedra de la parte posterior de la pierna de un gigante. Pero aquel golpe certero apenas le sirvió de consuelo al monje, pues, a juzgar por la magnitud del daño producido, se dio cuenta de que tendría que propinarle como mínimo cien golpes parecidos para acabar con él, y probablemente unos veinte en el mismo sitio de la pierna para conseguir derribarlo.

Así que aquello se convirtió en un juego del gato y el ratón, en el que Avelyn era el ratón. Corrió de un lado a otro por la inmensa sala, encendió una bola de fuego y, como resultó ineficaz, volvió a sacar el grafito, se sumergió en su magia una y otra vez y la utilizó contra los gigantes para resquebrajar la negra piedra.

Después de unos minutos, el monje, sorprendentemente, había derribado a tres enormes criaturas, que habían quedado reducidas a un enorme montón de cascotes; pero Avelyn se dio cuenta de que no podría mantener aquel ritmo pues sus energías mágicas se estaban agotando por momentos.

Entonces adoptó una táctica distinta y, dirigiéndose hacia el estrado, subió a toda prisa los peldaños. No le resultó difícil la retirada, pues los gigantes eran incapaces de gobernar sus enormes cuerpos para perseguirlo.

Luego Avelyn concentró toda su energía en el par de monstruos que obstruían la puerta, con la intención de franquear el paso a sus amigos.

Pero sus amigos hacía tiempo que se habían ido, aunque él no lo sabía.

Elbryan estaba casi inconsciente, mientras Pony lo sostenía y le mantenía el brazo herido separado del cuerpo, tratando de conseguir la máxima inmovilidad. Al menor movimiento, el guardabosque se veía asaltado por oleadas de dolor, se le revolvía el estómago y se le nublaba la vista. Vio a Bradwarden, golpeando la puerta con insistencia y tenacidad, sin conseguir siquiera entreabrirla, y se sintió impotente. Después de haber recorrido un camino tan largo, había fracasado. ¡Fracasado!

Reuniendo hasta la última migaja de la energía que le quedaba, se las arregló para soltarse de Pony y dar un par de tambaleantes pasos hacia Bradwarden con la intención de ayudarlo a abrir la puerta.

—¡Golpéala con la descarga de uno de tus rayos! —sugirió el centauro a Pony.

—Le he dado la piedra a Avelyn —replicó ella, mientras levantaba las manos y mostraba sólo el reluciente diamante.

Aquello pareció desalentar al centauro.

—Entonces, todo queda entre Avelyn y el demonio —dijo Bradwarden—, tal como el monje sabía que tenía que ser.

Elbryan se desmayó y se cayó al suelo; sus amigos acudieron presurosamente a su lado, y Pony le sostuvo la cabeza.

—Deberías darle esto —propuso el Bradwarden, indicando la venda roja.

Pony lo consideró durante breves instantes; pero, cuando retiró un poco el vendaje, se dio cuenta de que la espectacular herida de Bradwarden no estaba curada ni mucho menos, y de que se volvería a abrir otra vez si le quitaba la venda. La herida del brazo de Elbryan era muy dolorosa, pero su vida no corría peligro, y Pony conocía a su amor lo suficiente para saber cuánto se enojaría si ella arriesgaba la vida del centauro para aliviarle el dolor.

La mujer sacudió la cabeza y miró de nuevo a Elbryan.

—Pasadizos laterales —murmuró el guardabosque.

Pony se volvió hacia Bradwarden, el cual echó otro vistazo hacia la gran puerta de bronce sin ninguna esperanza.

—No se me ocurre nada mejor —asintió el centauro; así que los tres se pusieron en marcha. Elbryan se apoyaba en Pony, y Bradwarden encabezaba el grupo. Descendieron por los túneles, subieron la pendiente y bajaron los peldaños, siempre en busca de un pasadizo lateral que pudiera conducirlos a la sala del trono por otra entrada.

Sus esperanzas se acrecentaron poco después al escuchar una voz —la voz de Avelyn— que maldecía al demonio y luego gritaba de dolor. Echaron a correr a toda velocidad; el hecho de que su amigo estuviera en peligro infundió tanta fuerza a Elbryan que se soltó de Pony para avanzar solo y, aunque tropezaba a menudo, con la ayuda de Ala de Halcón a guisa de muleta consiguió ir más rápido que apoyado en la mujer.

Bajaron por el siguiente pasadizo lateral, estrecho y serpenteante; seguían oyendo la voz, y eso los espoleaba a proseguir.

Al doblar un recodo advirtieron su error, pues no fue la sala del trono lo que surgió ante ellos ni tampoco Avelyn, sino el demonio Dáctilo, que, erguido en medio de un amplio ensanchamiento del corredor, los miraba perversamente.

—Bienvenidos —dijo la bestia con una voz que parecía la de Avelyn.

Pony miró desesperada el diamante y se preguntó si podría aumentar su luz hasta conseguir un resplandor que aquella criatura de las tinieblas no pudiera soportar. El método de Bradwarden fue, no obstante, más expeditivo; el centauro se lanzó a la carga en línea recta, cantando a voz en grito. Elbryan trató de seguirlo, pero no tenía la menor posibilidad de lograrlo.

Con una carcajada, la bestia levantó los brazos invocando su magia infernal. Pony gritó al pensar que iba a destruirlos a los tres.

Bestesbulzibar no dirigió el ataque hacia ellos sino hacia el suelo bajo sus pies: un estallido de energía hizo añicos la piedra y el suelo del corredor se hundió.

El demonio soltó una risa aguda y, considerando el trabajo acabado, desapareció.

Y así parecía, pues las piedras y los tres amigos se precipitaron en una prolongada caída —treinta metros, más, sesenta— hacia un suelo erizado de estalagmitas.

El demonio apareció veloz por el agujero del suelo junto al estrado y atravesó rápidamente el río de lava, arrojando piedras incandescentes por doquier. Se elevó sobre el suelo y luego descendió para aterrizar pesadamente sobre sus musculosas piernas.

El monje no perdió la concentración, aunque el demonio Dáctilo, la oscuridad del mundo, estaba sólo a unas pocas zancadas de distancia. Avelyn gruñó y se sumergió profundamente en la piedra, tomó todo el poder que el grafito podía proporcionarle y lo proyectó en forma de tres rápidas explosiones contra la pareja de gigantes pétreos que guardaban la puerta.

Explotaron transformados en cascotes: el camino estaba despejado para los amigos de Avelyn; el único problema era que estos no se veían por ningún lado.

—¡Buen trabajo! —lo felicitó Bestesbulzibar aplaudiendo—. Pero ¿para qué?

—¡Pájaro de la Noche! —gritó Avelyn; el monje pensó correr hacia la puerta, pero había demasiadas columnas vivientes agrupadas alrededor del estrado esperando a que bajara.

Avelyn gritó de nuevo, pero la carcajada del Dáctilo ahogó su voz.

—No pueden oírte, estúpido —le explicó Bestesbulzibar—. ¡Ya están muertos!

Aquellas palabras casi paralizaron a Avelyn y le desgarraron el corazón. Sus labios se movieron para negarlo, pero supuso que Bestesbulzibar no le mentiría; dado el horrible poder del demonio, no tenía necesidad alguna de hacerlo.

Aquello lo dejaba a él solo frente al diablo; solos los dos, a cinco pasos de distancia. De repente, Avelyn se sobrepuso al dolor y al miedo. Había llegado hasta Aida, hasta aquella sala, para luchar con Bestesbulzibar, para oponer su Dios al infernal poder del demonio. Y ahora se encontraba en la mejor situación que racionalmente cabía esperar. Si ganaba, sus amigos, todos ellos, no habrían muerto en vano.

Aquel pensamiento serenó y calmó los nervios del monje. Repasó mentalmente las piedras que poseía y se preguntó cuál sería la más efectiva contra la bestia; decidió utilizar la que tenía en la mano, el grafito.

—¡Bestia perversa! —tronó Avelyn, y su voz resonó en toda la sala—. ¡Yo te maldigo!

Extendió el brazo y provocó la tremenda descarga de un rayo azul y crepitante, un destello cegador que alcanzó de lleno el pecho de Bestesbulzibar y lo hizo retroceder un par de pasos hacia atrás.

—Eres poderoso, Avelyn Desbris —gruñó el diablo, mientras todo su cuerpo se estremecía a causa de las continuas descargas eléctricas. El demonio desplegó sus anchas alas negras y alargó su brazo de aspecto humano con la garra extendida hacia el flujo de lava, para absorber el poder y canalizarlo.

Luego apretó estrechamente los brazos sobre el pecho, justo en el lugar donde el rayo de Avelyn incidía con más fuerza, y las manos provistas de garras de Bestesbulzibar dispararon rojas crepitaciones para contrarrestar el rayo azul de Avelyn; una aparatosa lluvia se derivó del choque de ambas descargas.

Avelyn emitió un sordo gruñido e invocó a Dios para pedirle más energía, y la canalizó con tanta pureza como jamás en Corona lo había logrado un instrumento del poder de Dios. Y aquella energía hizo tambalear a Bestesbulzibar, casi lo derribó.

Casi… pues Bestesbulzibar no era un instrumento de poder sino una fuente de poder: sus rayos rojos resistieron de forma terrorífica, agarraron los extremos del rayo de Avelyn y lo obligaron a retroceder hacia el monje; cubrieron la mitad de la distancia entre ellos dos y siguieron avanzando. Avelyn cerró los ojos y emitió un sonoro gruñido, mientras concentraba toda la fuerza interior que le restaba en el rayo azul, que con aquella nueva energía se recuperó y se dirigió otra vez hacia el demonio.

Pero entonces el rayo rojo se reforzó y volvió a empujar al azul, impulsando el crepitante punto de unión de forma inexorable hacia Avelyn. El monje abrió los ojos desorbitadamente, esforzándose, esforzándose; pero entonces supo que no sería suficiente.

El diabólico rayo rojo se iba acercando más y más.

No era probable en absoluto que Pony fuera capaz de hacerlo; ni el adiestramiento de Avelyn ni sus propias experiencias con las piedras permitían suponer que conseguiría invocar tanta energía. Pero pudo lograrlo nada menos que por puro terror, puro instinto y una abnegación rayana en la temeridad.

Pony cogió la malaquita, extendió el brazo que la sostenía y de algún modo proyectó su magia, no sólo hacia Elbryan, que estaba junto a ella, sino también hasta Bradwarden, el cual se encontraba a considerable distancia de la pareja. Los tres, que caían con el suelo hundido del corredor, de repente se encontraron flotando suavemente, bajando como podría hacerlo una pluma, de modo que les costó muy poco esfuerzo apartarse de los dientes de las estalagmitas cuando llegaron al nivel inferior.

—Soy incapaz de entender cómo lo has hecho, muchacha —la felicitó un visiblemente desconcertado Bradwarden—, pero desde luego me alegro de que lo hicieras.

No obstante, a pesar de su alegría, a pesar de la gratitud del centauro hacia Pony, los tres se dieron cuenta de que se encontraban en una precaria situación. Pony sabía que podía sumergirse en el interior de la malaquita una vez más y devenir casi ingrávida, pero las posibilidades de conseguir que alguno pudiera subir de nuevo hasta el reborde roto parecían remotas, pues no disponían de ninguna cuerda para colgar de semejante altura.

—Tan bueno es un camino como otro —se apresuró a afirmar el centauro, al tiempo que señalaba hacia un túnel que partía de la cámara llena de estalagmitas y serpenteaba por los túneles más profundos de Aida.

Por allí se fueron; Pony aferraba el luminoso diamante y sostenía con firmeza al pobre Elbryan, mientras Bradwarden, porra en mano, abría la marcha. Para su desencanto, aquel complejo túnel resultó ser no menos laberíntico que los pasadizos superiores, y la mayor parte de los corredores parecían ir aún más hacia abajo en lugar de subir.

—Tan bueno es un camino como otro —seguía repitiendo Bradwarden, pero a sus compañeros les pareció que el centauro trataba sobre todo de convencerse a sí mismo.

Avelyn no pudo mantenerlo a raya. El rayo rojo del demonio lo golpeó con la fuerza del puñetazo de un gigante y lo lanzó a un extremo del elevado estrado. Una de las enormes criaturas de piedra llegó hasta allí casi de inmediato, se inclinó sobre el desvalido monje y con su enorme mano se dispuso a golpearlo hasta aplastarlo por completo.

El monje gritó, pensando que estaba perdido definitivamente, que había fracasado y que la misión había terminado.

Pero la enorme criatura pétrea crujió y se retorció, movió el brazo hacia atrás, contra su macizo pecho, y juntó las piernas; en breves segundos, se convirtió de nuevo en una simple columna que se ladeó y empezó a caer.

Avelyn la esquivó echándose a rodar, mientras la inanimada piedra se derrumbaba con estrépito.

—¡Es mío! —chilló el Dáctilo a la enorme criatura impertinente, al gigante convertido en columna que había estado a punto de robarle la presa más codiciada.

Las demás columnas se retiraron hacia la puerta, con lo cual disuadieron a Avelyn de cualquier idea de escapar.

Con enorme obstinación, el monje se puso de rodillas y luego logró ponerse en pie ante el monstruo. El Dáctilo avanzó imponente, mostrando respeto pero no temor por Avelyn.

Quizá no sería una batalla de poderes mágicos, pensó de repente el monje. Al fin y al cabo tenía la espada de Elbryan, la más poderosa de las armas. Quizá tenía que ser una prueba cuerpo a cuerpo, una lucha de fuerza física.

Con un rápido movimiento, Avelyn levantó a Tempestad y, lanzándose contra su enemigo, le propinó un violento espadazo.

Falló, pues el astuto Dáctilo se apartó hacia un lado con agilidad y contraatacó batiendo sus curtidas alas; el impetuoso Avelyn recibió un golpe en el hombro que lo lanzó de bruces al extremo opuesto del estrado.

—No eres un espadachín —observó el diablo, y Avelyn no pudo menos que admitirlo. Sin embargo, inasequible al desaliento, el monje se incorporó y avanzó hacia el monstruo, esta vez con más cautela, manejando a Tempestad con cortos y controlados ataques.

Bestesbulzibar empezó a describir lentamente un círculo en torno a Avelyn, hacia su derecha.

Con la mano libre, Avelyn le arrojó un puñado de cristales de crisolito que provocaron pequeñas explosiones en plena cara del demonio. Creyendo disponer así de una oportunidad, el monje se lanzó al ataque.

En un abrir y cerrar de ojos del sorprendido monje, el Dáctilo desapareció en una nube de humo. Avelyn se detuvo en seco, comprendió su comprometida posición y se dio la vuelta bruscamente.

El demonio, que estaba detrás de él, lo golpeó de nuevo con sus alas y lo arrojó al suelo sin darle tiempo a que lo alcanzara con la espada.

Avelyn se apresuró a levantarse otra vez y avanzó dando traspiés hacia la parte posterior de la elevada plataforma.

Desternillándose de risa, Bestesbulzibar se le acercó y lo acorraló contra la pared, impidiéndole la única escapatoria posible.

Avelyn no sabía qué hacer y era incapaz de forjar un plan. Dio un paso hacia adelante y blandió a Tempestad con golpes cortos para mantener al diablo a raya y ganar tiempo, aunque sin esperanza alguna de vencerlo.

Sin embargo, la paciencia del demonio se había acabado, y Bestesbulzibar se precipitó hacia adelante en un repentino y tremebundo ataque.

Tempestad arremetió con un rápido movimiento dirigido al corazón del Dáctilo; pero, a pesar de su entrenamiento en los años de Saint Mere Abelle, Avelyn no era Terranen Dinoniel, y el Dáctilo recibió un golpe de escasa importancia, desvió el desmañado ataque con un antebrazo y se apresuró a contraatacar.

Siempre dispuesto a improvisar, Avelyn lanzó un contundente puñetazo con su mano libre que fue a estrellarse contra el poderoso pecho de la bestia.

Antes de que el monje pudiera felicitarse, notó cómo la mano libre del Dáctilo le atenazaba la garganta y lo levantaba del suelo. Avelyn intentó un golpe con Tempestad, pero el demonio conocía el poder de la espada del guardabosque y no iba a permitírselo.

—Estúpido —tronó Bestesbulzibar, mientras le oprimía la garganta con más fuerza.

Avelyn creyó que iba a estallarle la cabeza.

—¿Creíste que podías herirme? ¿Herirme a mí, herir a Bestesbulzibar, que ha vivido durante siglos, durante milenios? ¡Todos los días destruyo criaturas que valen diez veces más que tú!

—¡Reniego de ti! —masculló Avelyn.

—¿Reniegas de mí? —repitió el demonio—. Dime que soy bello.

Avelyn miró con incredulidad la angulosa cara del demonio, los ojos ardientes, los caninos blancos y afilados. Había algo en Bestesbulzibar, el brillo de su piel, la firmeza de sus duros rasgos, que impresionaba profundamente a Avelyn por su evidente belleza. El monje sintió la desbordante premura de hacer lo que el demonio le pedía, de admitir la belleza de Bestesbulzibar.

Pero Avelyn vio la falacia, la tentación, el objeto de aquello. Clavó su mirada en los ojos de Bestesbulzibar.

—Reniego de ti —dijo con voz serena.

El Dáctilo empujó a Avelyn a través del estrado hasta hacerlo chocar bruscamente contra el muro posterior.

El monje se desplomó, se le nubló la visión y en su nuca estallaron punzantes explosiones. Trató de incorporarse, pero se volvió a caer y empezó a perder de vista la sala.

Intentó coger la piedra solar, con la esperanza de neutralizar la magia en aquella zona tal como había hecho en el vestíbulo. ¿Pero de qué serviría? Comprendió lo absurdo de sus atolondrados pensamientos, pues Bestesbulzibar no necesitaba poder mágico alguno para destruirlo.

El Dáctilo se le acercaba, se cernía sobre él.

Avelyn se desvaneció, y sus pensamientos volaron hacia el pasado, hacia los momentos gloriosos de su vida, hacia Pimaninicuit, el lugar donde se había sentido más cerca de Dios. Vio de nuevo la isla cuando había comenzado la lluvia sagrada, vio al hermano Thagraine, al desgraciado Thagraine, corriendo desesperadamente para llegar hasta la cueva, hasta Avelyn.

Entonces lo vio caer muerto, y se vio a sí mismo corriendo hacia él, vio su propio horror, que no tardó en transformarse en curiosidad…

Avelyn rebuscó en su segundo zurrón y sacó el enorme cristal de amatista, la piedra misteriosa que zumbaba con energía mágica.

El Dáctilo vaciló al ver el brillo de la piedra rebosante de poder mágico.

—¿Qué es eso? —preguntó.

A decir verdad, Avelyn Desbris no conocía la respuesta a aquella pregunta. Gimiendo a cada movimiento, venció el dolor y, doblando las piernas, se apoyó en el muro y fue impulsándose hacia arriba hasta quedar en pie ante el diablo.

El Dáctilo gruñó y se le abalanzó.

Avelyn, siguiendo una intuición que sólo podía esperar que proviniese de Dios, lanzó la piedra al aire; entonces tanto él como el Dáctilo se quedaron vacilantes, sorprendidos, pues el pesado cristal no cayó al suelo sino que se quedó flotando.

De nuevo, sin ninguna razón lógica para tal movimiento, Avelyn entró en acción: agarró a Tempestad con ambas manos y la hizo girar con fiereza mientras Bestesbulzibar trataba de alcanzar la tentadora piedra.

La temible Tempestad chocó de lleno contra el cristal, que se hizo añicos y quedó reducido a polvo, a miles de partículas.

El demonio miró atónito la nube de polvo, y luego a Avelyn, como para preguntarle lo que había hecho; tampoco esta vez Avelyn conocía la respuesta.

Desde el interior de la nube de polvo salió un ruido grave y zumbante, casi un gruñido; y, como una onda en un estanque, surgió un anillo púrpura que envolvió a Avelyn y al Dáctilo y se propagó por toda la sala rebotando una y otra vez en la piedra y cruzando su propia trayectoria.

Surgieron más anillos que se propagaron, zumbaron, crecieron.

—¿Qué has hecho? —preguntó Bestesbulzibar.

Avelyn, cuya cabeza parecía de nuevo a punto de estallar, apretó desesperadamente la piedra solar, aunque creía que de nada iba a servir frente aquella creciente energía.

Aquel siniestro gruñido aumentó diez, cien veces, y ensordeció a Avelyn, de modo que dejó de oír los chillidos del Dáctilo. El demonio miraba atónito las columnas de piedra, que se pulverizaban como si las profundas vibraciones hubiesen hecho añicos la obsidiana.

Bestesbulzibar se volvió hacia Avelyn con una mirada asesina en sus llameantes ojos.

El estrado se tambaleó; en el suelo se abrió una gran grieta y surgió un silbante chorro de vapor.

—¡Estúpido! —chilló salvajemente el Dáctilo—. ¡Estúpido! ¿Qué has hecho?

—No he sido yo —contestó Avelyn sin aliento, aunque sabía que el demonio no podía oírlo—. No he sido yo. —El monje comprendió entonces que había llegado su hora y lo aceptó de buen grado.

Colgó en la hoja de Tempestad el zurrón con las piedras, todas salvo la piedra solar que seguía apretando firmemente. Se fijó en la piedra de la empuñadura de Tempestad, y cayó en la cuenta de que era una especie de piedra solar, una gema accesible. Sin embargo, era demasiado tarde para él, de modo que agarró la espada por la mitad, y la levantó por encima de su cabeza.

La pared izquierda de la sala del trono se desmoronó; los ríos de lava crecieron y esparcieron la lava fundida por toda la sala.

El Dáctilo chilló y lanzó un rayo negro hacia Avelyn, pero el monje estaba protegido por el escudo de piedra solar y el poder mágico se esfumó antes de alcanzarlo.

Bestesbulzibar dio un salto y recorrió volando la habitación en busca de algún lugar por donde escapar. Al no encontrar ninguno, se dirigió hacia Avelyn con la intención de castigarlo, de descuartizarlo y darle muerte.

Pero entonces empezó a caer, pues el rugido retumbante y ensordecedor lo aturdió a medio vuelo, lo privó de concentración y le robó la energía. Bestesbulzibar se arrastró por el estrado hacia uno de los ríos de lava, alejándose de Avelyn, que se erguía resplandeciente, rezando.

Cientos y cientos de anillos púrpura convergieron en el centro de la sala.

Aida, la mismísima montaña de Aida, explotó.

Mucho más abajo, en el interior del túnel, la explosión lanzó por los aires a los tres amigos, incluso al pesado Bradwarden. Elbryan, con el brazo roto, se estrelló violentamente contra el muro del estrecho pasadizo; lo asaltaron profundas oleadas de dolor y, a pesar de todo el coraje y la determinación que pudo reunir, se hundió en la oscuridad.

Pony también se quedó aturdida pero no hasta el punto de no poder sostener con fuerza el diamante y mantener encendida su preciosa luz, aunque ante la repentina invasión de polvo parecía más bien un pobre candil. Volvió a ponerse en pie con gran esfuerzo mientras proseguía el estruendo, y los muros y el suelo bajo sus pies se sacudían. Como pudo, llegó hasta Elbryan, lo sostuvo y lo abrazó estrechamente pensando que, por lo menos, sería bonito morir uno en brazos del otro.

Pero entonces, después de lo que pareció más de una hora pero que en realidad sólo fueron algunos minutos, el estruendo cesó y el techo no se les vino encima.

El respiro de Pony duró sólo hasta que consiguió divisar a Bradwarden a través de la polvareda; el centauro, con mucho, se había llevado la peor parte. Estaba apuntalado contra la pared derecha del corredor, asegurándola a modo de cuña, con el torso humano muy doblado hacia atrás, los brazos completamente abiertos y los músculos en tensión para aguantar el mayor bloque de piedra imaginable, para aguantar toda la montaña…

Pony recostó a Elbryan con suavidad en el suelo y corrió hacia el centauro gritando su nombre. Sacó la malaquita mientras iba hacia él, con la intención de hacer levitar el bloque y que el centauro pudiera escapar.

Ni tan sólo pudo empezar a moverlo; el mismo Avelyn, con una pieza de malaquita diez veces más potente que aquella, no habría conseguido mover un bloque tan enorme. Para sorpresa de Pony, Elbryan se levantó, aturdido y apenas consciente, apoyado en Ala de Halcón. Con gran esfuerzo, el magullado guardabosque introdujo en la pared el arco a modo de cuña y trató de utilizarlo como palanca para disminuir el peso que soportaba el centauro.

—Ah, muchacho, no podrás moverlo —rugió el sentenciado centauro—. ¡Me ha atrapado y me matará, no lo dudes!

Elbryan cayó hacia atrás, mareado, destrozado, sin saber qué decir.

—Bradwarden —susurró Pony desamparadamente—. Oh, amigo mío, la montaña entera habría caído sobre nosotros de no ser por tu enorme fuerza.

—Y la montaña entera no tardará en caer —replicó el centauro—. Corred hacia el exterior y hacia vuestra libertad.

La expresión horrorizada de Pony fue la única respuesta que recibió Bradwarden.

—¡Marchaos! —gritó el centauro, y el esfuerzo le costó un par de centímetros pues la enorme roca se deslizó un poco y lo dobló aún más—. Marchaos —repitió con más calma—. ¡No podéis mover esta maldita montaña! No hagáis que mi muerte carezca de sentido, amigos míos. ¡Os lo ruego, largaos!

Pony miró a Elbryan para saber qué pensaba al respecto, pero el hombre no estaba en condiciones de razonar y de nuevo se desvaneció. La mujer miró fijamente al centauro y pensó que aquella era la más cruel de las experiencias. ¿Cómo podía abandonar a un amigo tan noble? ¿Cómo podía esperarse que ella hiciera eso?

Aun así, Pony se dio cuenta de la sinceridad del centauro, la percibió claramente en la serenidad de sus facciones. Se imaginó a ella misma en el lugar de Bradwarden y supo lo que hubiera esperado que hicieran sus amigos.

Pony se acercó al centauro, se inclinó y lo besó en la mejilla.

—Amigo mío —dijo.

—Para siempre —replicó el centauro y su voz se endureció—. Ahora corred. ¡Me lo debéis!

Pony asintió. Era lo más difícil que había tenido que hacer en su vida, pero ya no dudaba. Levantó a Elbryan pasándole un brazo por debajo del hombro y ambos se marcharon sin mirar atrás. Apenas hubieron abandonado el corredor, les llegó el ruido de otro desplazamiento de la roca, y oyeron el resignado gemido del centauro.

Pony vagó durante horas por aquellas laberínticas oscuridades, con la única guía de la luz del diamante, pero incluso el brillo de este fue menguando a medida que se iba extinguiendo su energía. Encontró túneles obstruidos por ríos de lava, otros por espesas concentraciones de humos sulfurosos, e incluso otros que simplemente estaban cegados por una sólida pared o que terminaban en un profundo abismo imposible de franquear.

Elbryan se esforzaba para ir al paso de ella, para no ser una carga, pero tenía las piernas muy débiles y sentía un dolor demasiado intenso. Varias veces susurró a Pony que lo dejara atrás, pero ella, no estaba dispuesta a hacerlo. Entonces la chica tuvo otra idea, cogió la malaquita y proporcionó un poco de su levitadora magia al cuerpo de Elbryan, con lo que alivió sensiblemente su carga.

Y entonces, por fin, cuando la esperanza empezaba a convertirse en vacía desesperación y la energía mágica estaba a punto de convertirse en la nada más absoluta, la mujer sintió una brisa, fresca y suave, muy distinta de los remolinos calientes de lava.

Pony hizo acopio de fuerzas. El diamante estaba poco menos que agotado y no era más que una luminosa cabeza de alfiler, incapaz de dejarle ver nada en un aire tan denso. El poder de la malaquita se había consumido por completo, y Elbryan se apoyaba pesadamente contra ella. Siguió adelante dando traspiés en pos de aquella agradable brisa. Tropezó otra vez y se cayó; avanzó a gatas arrastrando a Elbryan y tropezó de nuevo. Cuando, exhausta, más allá del límite de sus fuerzas, se dejó caer de espaldas, se dio cuenta de que estaba fuera de la montaña, bajo un cielo oscurecido por el humo.

Justo antes de que Pony fuera vencida por el sueño, el cielo se abrió un poco y mostró una única y brillante estrella; después una segunda, y luego una tercera.

—Avelyn, Bradwarden y Tuntun —susurró la mujer, y la invadió un sueño misericordioso.