Avelyn y Bradwarden se emocionaron al reencontrarse con sus amigos, pero sus sonrisas se desvanecieron ante las lágrimas que bañaban la cara de Pony y el inequívoco velo que cubría los ojos de Elbryan.
—Tuntun —explicó Elbryan restregándose los ojos—. Acudió en nuestra ayuda y me salvó la vida a costa de la suya.
—A lo mejor no está muerta —repuso Avelyn, rebuscando torpemente en la bolsa de piedras—. A lo mejor la hematites…
—Cayó en el magma —lo interrumpió ceñudamente el guardabosque posando su mano en el monje y sacudiendo la cabeza.
—Una muchacha valiente hasta el final —comentó Bradwarden—. Así son los Touel’alfar: la gente más noble que jamás he conocido. —El centauro hizo una pausa, y dejó el elogio suspendido en el aire durante un momento—. ¿Y qué hay de Paulson y del pequeñajo? —preguntó.
—No sé si consiguieron escapar de la batalla con los gigantes —contestó el guardabosque.
—¿Y por qué no volvisteis a buscarlos? —inquirió el centauro, y los tres miraron a Bradwarden con expresiones sorprendidas. ¿Cómo se atrevía a acusar a Elbryan y Pony, si es que realmente era aquello lo que estaba haciendo?
—Nuestro objetivo era Aida, nuestra misión conseguir que Avelyn llegara aquí para destruir al Dáctilo —dijo Elbryan; y, mientras pronunciaba aquellas palabras, comprendió la astuta maniobra verbal de Bradwarden. Al recordarles con tanta crudeza a Elbryan y a los demás cuál era el objetivo supremo, el centauro los ayudaba a poner la pérdida de Tuntun en la adecuada perspectiva. La elfa se había ido para siempre, pero gracias a ella podrían proseguir y cumplir su objetivo.
Aquel pensamiento acompañó a los cuatro amigos mientras avanzaban veloces a lo largo de los pasadizos en busca de alguna pista que les indicara en qué dirección ir para llegar hasta el demonio. Los corredores se bifurcaban con frecuencia y tenían que elegir sin otra guía que sus propias intuiciones acerca de dónde se encontraban y de dónde podía hallarse la guarida del demonio.
Pero al llegar a una bifurcación, Avelyn se detuvo de pronto y alzó un brazo para impedir a Elbryan que bajara hacia la izquierda.
—A la derecha —indicó el monje.
Elbryan lo miró con curiosidad.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó, deduciendo por la firmeza de su tono que no se trataba de una mera suposición.
Avelyn no tenía una respuesta racional para ofrecer a sus amigos; era una sensación, nada más, pero una sensación nítida, como si estuviera captando las irradiaciones mágicas de aquel monstruo del más allá. Fuera cual fuera el origen de la sensación, Avelyn sabía en lo más profundo del corazón que estaba en lo cierto y por eso se dispuso a bajar por el corredor de la derecha.
Los demás lo siguieron sin titubear y sus esperanzas fueron en aumento cuando llegaron ante una pesada reja que cerraba el paso y cuyos barrotes iban desde el suelo hasta el techo.
El Dáctilo sabía que todo iba bien en el sur. Sus ejércitos, al mando de Maiyer Dek y Kos-kosio Begulne, avanzaban deprisa hacia Palmaris, mientras las fuerzas del norte de Ubba Banrock habían cruzado Alpinador y se dirigían hacia la costa, partiendo en dos aquel reino norteño. Los powris de Banrock se habían reunido el día previsto con la enorme flota powri, que había navegado desde las Julianthes, y ahora esa flota se había hecho a la mar otra vez con rumbo sur, hacia el golfo de Corona.
Pese a tan prometedores acontecimientos, el demonio paseaba ansioso ante su trono de obsidiana. Sentía la intrusión, el poder mágico; sabía que Quintall había sido destruido.
El Dáctilo no podía seguir subestimando a los enemigos que llegaron a Aida. Si alguno de ellos atravesaba las últimas defensas…
La demoníaca criatura entrecerró los ojos y sonrió perversamente ante tal idea, ante lo que disfrutaría encargándose personalmente de matar a aquellos intrusos. Pues Bestesbulzibar no había participado en persona en la calamidad, la muerte y la agonía sembradas por su ejército; sólo había matado a unos cuantos insolentes e incompetentes de sus propias filas.
Ansioso como estaba, el Dáctilo esperaba que al menos alguno de aquellos intrusos sobreviviera para llegar al salón del trono.
—Alejaos de aquí —ordenó Avelyn rebuscando en su bolsa, pero a Elbryan se le ocurrió otra idea.
—No —dijo el guardabosque—. Me temo que tu magia hará mucho ruido. Hay otra manera. —Elbryan se quitó la mochila y rebuscó en ella hasta dar con la gelatina roja que los elfos le habían dado, la misma sustancia con la que Belli’mar Juraviel había untado el helecho oscuro años atrás, en Andur’Blough Inninness, para que Elbryan pudiera cortar fácilmente la resistente planta. Elbryan sabía cuán fuerte y elástico era su arco e imaginaba que, si la gelatina suavizante había funcionado con el helecho oscuro, quizá pudiera también debilitar el metal.
Trazó una raya en el barrote central, cerca del techo, poco elevado, del corredor. Luego desenvainó a Tempestad, llamó a Bradwarden y se encaramó a él para poder cortar horizontalmente a ras del techo. Esperando que su instinto no le fallara y no dañar su maravillosa espada, Elbryan asió la empuñadura firmemente con ambas manos, llevó el arma hacia atrás y asestó un golpe tremendo en el punto marcado.
Tempestad cortó limpiamente el barrote de metal y rebotó con un sonido metálico en el barrote siguiente. Elbryan desmontó de un salto, examinó la hoja de la espada y exhaló un suspiro de alivio cuando vio que el arma no había sufrido daño alguno, ni tan sólo una muesca.
Bradwarden cogió el barrote cortado y lo dobló hacia un lado lo bastante para que los demás pudieran pasar.
—Buen trabajo —lo felicitó Pony.
—Sí —asintió el centauro—, pero no voy a poder pasar mi voluminoso corpachón por esa estrecha abertura.
Elbryan guiñó un ojo al centauro.
—Tengo más gelatina —le aseguró, y el barrote siguiente no tardó en soltarse del techo.
Así que de nuevo se pusieron en marcha, con mayor premura aun, al considerar que la verja era señal de que estaban en una zona importante, probablemente la zona reservada al Dáctilo.
El corredor seguía avanzando; a veces se ensanchaba de modo que podían avanzar los cuatro en fondo, y luego se estrechaba de modo que sólo Pony y Elbryan podían avanzar a la cabeza, seguidos por Avelyn mientras el centauro cerraba la marcha. Pasaron de largo varios túneles laterales, pero el que estaban siguiendo parecía el mejor, el más liso y sin duda el más ancho; por eso decidieron continuar por él. Avelyn ponía buen cuidado en graduar la luz del diamante; colocaba la mano a modo de pantalla sobre la gema para que el resplandor sólo se proyectara hacia adelante, en tanto que él, con la ayuda del crisoberilo ojo de gato, miraba constantemente hacia atrás para escrutar las tinieblas.
Por eso Avelyn fue el primero en captar las enormes y oscuras siluetas que, desde un pasillo lateral, se deslizaron en el corredor central a considerable distancia.
—Tenemos visita —susurró el monje. Mientras hablaba, el revelador parpadeo de una antorcha se reflejó en la pared del muro, en una curva del túnel a unos treinta pasos por delante de Elbryan.
El guardabosque se apresuró a inspeccionar la zona y luego condujo al grupo hasta un punto en que el pasadizo se estrechaba; si los atacaban a la vez por delante y por detrás, era preferible luchar en una zona angosta que sólo permitiera que se les acercaran uno o dos enemigos por cada lado.
La luz dibujó la curva y otra llameó detrás de ellos revelando que los enemigos eran gigantes fomorianos, cuatro por delante y cuatro por detrás, todos ellos con armaduras, como los que los habían perseguido por el desfiladero de entrada a Barbacan.
Elbryan incluso se alegró de no estar en campo abierto, pues hubieran tenido que luchar cada uno con dos a la vez; y habrían tenido muy escasas posibilidades de éxito. En aquel paraje tan angosto, los gigantes, tanto los que se acercaban por delante como los que lo hacían por detrás, tenían que avanzar de dos en fondo.
—Pony y yo nos encargamos de los que vienen por delante —exclamó el guardabosque.
—¡Y yo de los que vienen por detrás! —respondió Bradwarden dando torpemente la vuelta a su voluminoso corpachón en las estrecheces del túnel.
—No estarás solo —le aseguró Avelyn, colocándose junto al centauro tan rápido como su gordura le permitió. Metió la mano en su pequeño zurrón y sacó un puñado de pequeños prismas de celestita de color azul pálido, y se dispuso a invocar su poder mágico.
—No podemos darles la oportunidad de atacar —dijo el guardabosque a Pony.
Entonces, de repente, la pareja se lanzó al ataque confundiendo momentáneamente a los gigantes, que no estaban acostumbrados a que unos seres tan insignificantes como ellos les hicieran frente.
La furia de Elbryan se desató y su espada golpeó muchas veces la hoja de la espada del gigante; al fin pudo mover el arma con suficiente amplitud para propinar un potente tajo que produjo un corte dentado en el peto del monstruo.
Pony empezó a luchar con igual ferocidad, aunque sus ataques no tuvieron tanta efectividad y sólo pudo conseguir algún golpe de poca importancia.
No obstante, fue Elbryan y no Pony el primero en perder el ímpetu del ataque; en efecto, el guardabosque miraba involuntariamente hacia el lado para observar a su amada, casi tan a menudo como examinaba a su oponente. Por eso no tardó en tener que hacer una desesperada finta para esquivar a duras penas un barrido de la espada del gigante que con facilidad hubiera cercenado su frágil cabeza.
—Me gustaría que os incorporarais —gruñó el centauro, mirando a los gigantes que iban a la cabeza.
Los enormes brutos no podían ir erguidos uno al lado del otro en el estrecho pasadizo, pero de hecho no les hacía ninguna falta, pues el que iba en segundo lugar empuñaba una larga lanza.
—¡Oh, será como luchar dos contra uno! —rugió el centauro, y balanceó la porra hacia atrás y hacia adelante, relajando sus articulaciones.
—Ya veremos —murmuró el hermano Avelyn, mientras proseguía con sus invocaciones mágicas.
Los gigantes se precipitaron al ataque; Bradwarden se preparó para resistir y aseguró sus patas en el suelo. Entonces Avelyn hizo su lanzamiento y, delante del centauro, el corredor entró en erupción con una sucesión de ruidosas explosiones y una docena o más de estallidos bruscos que detuvieron el ataque de los gigantes y provocaron su retirada entre gritos de dolor.
Bradwarden recuperó la calma y aprovechó la oportunidad; cargó en línea recta hacia adelante, chocó contra el primer gigante y con un golpe lo hizo caer al suelo de espaldas; entonces, con su mano libre apartó la lanza del segundo y le golpeó con su porra que alcanzó la parte lateral del casco, se lo arrancó de la cabeza, y arrojó al monstruo contra la pared del pasadizo.
El segundo golpe de Bradwarden fue aun más violento: toda la enorme fortaleza del centauro se concentró en aporrear la vulnerable cabeza del gigante, que todavía estaba apoyado contra el muro. El macizo cráneo resonó con un terrible crujido y el gigante se desplomó al suelo.
Pero los otros fomorianos estaban atrás y preparados, aunque uno de ellos parecía parcialmente cegado a causa de las explosiones de celestita, y Bradwarden contuvo su ímpetu para tomarse un breve respiro.
Pony se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, y no le gustaba. Sabía que Elbryan tenía confianza en ella; ¿cómo podía ser de otra manera después de haber luchado tantas veces juntos? Pero, a pesar de todo, al pelear tan cerca de ella, el hombre no podía evitar estar pendiente de la seguridad de la mujer.
La joven no podía tolerar aquella situación, más por el hecho de que no podían tener ninguna esperanza de ganar con tal actitud que por una cuestión de orgullo. Pony tenía que golpear rápido y con fuerza para recordar a su amado su destreza y su valor. Deslizó la barra de grafito en la mano que asía la espada y la apretó estrechamente contra la empuñadura, mientras se preguntaba si su plan funcionaría.
Elbryan se agachó para esquivar otro ataque, una clara ocasión para conseguir un agresivo golpe; pero, en lugar de aprovecharla, se fue hacia un lado para rechazar un espadazo dirigido contra Pony, que ella sola hubiera podido evitar con facilidad.
Sin embargo, la acción del guardabosque proporcionó una oportunidad pues el gigante se quedó mirándolo sorprendido. Pony se abalanzó entonces sobre el monstruo y le clavó con fuerza la espada en el vientre; el arma encontró una pequeña grieta en la armadura, pero no se hundió lo suficiente para producir una herida decisiva.
Aunque no hizo falta; el gigante y Elbryan no tardaron en descubrirlo cuando Pony liberó la energía mágica de la piedra. Un crepitante arco negro surgió del arma y saltó desde su punta hasta el vientre del fomoriano; el gigante se estremeció violentamente una y otra vez y, cuando la descarga eléctrica cesó, soltó la espada y cayó hacia atrás sin sentido, si no muerto.
Elbryan no desaprovechó la lección; se quedó maravillado de la poderosa combinación de espada y piedra, mientras se culpaba por haber pensado que Pony necesitaba su protección. Para no ser menos —y con otro gigante listo para ocupar el lugar del caído— el guardabosque saltó hacia adelante y lanzó una serie de furiosos ataques a derecha, a izquierda y de frente, moviendo a Tempestad con tal velocidad que la pesada espada del fomoriano no podía frenarla. La temible arma élfica consiguió golpear una y otra vez haciendo saltar chispas al chocar con fuerza contra la armadura metálica. Al fin, Elbryan encontró el pliegue entre el peto y el cinto, y grabó aquel punto en la memoria.
El guardabosque dejó de atacar por un instante y, tal como suponía, el gigante rugió y pasó al contraataque. Elbryan se puso en cuclillas antes de que la hoja consiguiera acercársele, y se desplazó con rapidez mientras la espada le pasaba silbando por encima. El guardabosque se levantó de pronto y apuntó con la máxima precisión hacia aquel estrecho pliegue.
Tempestad atravesó la armadura, desgarró las tripas y se hundió profundamente. Elbryan se dejó caer con todas sus fuerzas hacia adelante, como queriendo integrarse completamente en la trayectoria de la monstruosa espada, y empujó la hoja hasta la empuñadura. Con la mano libre, el gigante lo agarró por la espalda, pero con escasa energía; Elbryan se removió con violencia una y otra vez, y sus sacudidas acabaron con el agonizante fomoriano. Entonces, al ver que había terminado con aquel monstruo, el guardabosque desclavó la espada y el bruto se desplomó.
El último de la fila no tardó en hacerle frente, balanceando su enorme antorcha a guisa de arma.
Pony, en lo más reñido de la batalla con el tercer gigante, sacó una piedra para llevar a cabo otro truco. Pero entonces oyó con mayor claridad lo que ocurría al fondo, donde Bradwarden gruñía y recibía golpes.
—¡Avelyn! —gritó la mujer, y le tiró la piedra por encima del hombro; sabía que el monje podía conseguir efectos mucho más devastadores que ella.
Avelyn estaba tratando de conseguir la magia de otra gema, pero la piedra rebotó contra el pecho del monje captando así su atención. Al darse cuenta del regalo que Pony le hacía, interrumpió su encantamiento y se apresuró a coger del suelo la piedra, una piedra imán.
—¡Vaya, vaya! —vociferó alegremente, y se dispuso a trabajar con la peligrosa piedra—. ¡Esto va a hacer daño!
—¡Bueno, date prisa! —rogó Bradwarden, y después soltó un gruñido al recibir el golpe de un pesado palo en su flanco izquierdo, por estar demasiado ocupado manteniendo a raya la espada de su otro oponente. El centauro ya había recibido un golpe de aquella espada, y así lo evidenciaba una enorme cuchillada en su torso humano.
Avelyn invocó con toda su energía el poder de la piedra y la disparó, más veloz que una flecha, más poderosa que una catapulta. Al chocar frontalmente contra el pecho del gigante que empuñaba la espada frente a Bradwarden, le abrió un enorme agujero, lo levantó del suelo y lo arrojó hacia atrás; el monstruo arrolló al gigante que llevaba el palo y se estrelló pesadamente contra el último de la fila, de tal modo que ambos se cayeron formando un enorme amasijo.
Bradwarden aprovechó el momento de distracción para dar una vuelta completa y, mientras el gigante que blandía el palo recuperaba el equilibrio, el centauro le propinó una terrible doble coz en el peto que lo lanzó otra vez sobre su compañero.
—¡Adelante! —gritó Avelyn al grupo.
Elbryan asintió entusiasmado y brincó hacia atrás para situarse fuera del alcance de la silbante antorcha; luego se precipitó hacia adelante, haciendo una finta para meterse entre los dos gigantes que quedaban en vanguardia; sobre la marcha, lanzó a Tempestad contra el enemigo de Pony. El gigante tuvo que girar para hacer frente al ataque y recibió un golpe de la mujer mientras eludía la hoja del guardabosque. Luego las cosas todavía fueron peor para el fomoriano, pues fue alcanzado por la antorcha de su compañero mientras este trataba de coger al esquivo guardabosque.
Pony se precipitó hacia adelante, golpeó con fuerza, hundió su espada y volvió a invocar el poder convulsivo del grafito; aunque esta vez el rayo fue más débil, su energía mágica bastó para dejar aturdido al gigante y obligarlo a retroceder.
En aquel momento se produjeron una serie de secas explosiones en el aire, justo delante de Pony; eran los efectos de otro estallido de celestita de Avelyn, que dejó a la pareja de fomorianos chamuscada y confusa.
Pony miró con curiosidad a la criatura con la que había estado luchando Elbryan: la postura de repente demasiado rígida, las caderas hacia adelante, los hombros hacia atrás. Comprendió lo que ocurría cuando la antorcha cayó al suelo y el bruto se derrumbó hacia adelante, mientras Tempestad se deslizaba empapada en sangre.
Avelyn se aplanó contra la pared y ordenó a Bradwarden que se marchara, pues sólo uno de los cuatro gigantes que habían llegado por la parte de atrás reunía las mínimas condiciones para proseguir la lucha. Bradwarden, más seriamente herido de lo que al principio había creído, no discutió, sino que pasó por delante del voluminoso monje y se acercó a Pony, que se empeñaba en emprenderla con el último gigante que había atacado por la vanguardia.
El último del amasijo de gigantes de retaguardia consiguió al fin incorporarse y, al ver a Avelyn solo y sin armas, se dirigió hacia él salvajemente.
Avelyn esperó hasta el último momento y entonces liberó en el corredor la magia de su última piedra, la malaquita.
Súbitamente, el gigante perdió el equilibrio y sus pies apenas rozaron el suelo. Cada movimiento del ingrávido monstruo forzaba otro en sentido contrario, y de este modo, cuando el estúpido fomoriano alzó su palo por encima de la cabeza para asestar un tremendo golpe, la energía lo levantó del suelo y le hizo dar una vuelta de campana, un salto mortal a cámara lenta. El monstruo trató desesperadamente de alcanzar al astuto monje, pero cada torsión y cada giro no hacían más que dificultar su empeño, y no tardó en verse dando tumbos, flotando sin remedio corredor abajo. Tan pronto como el fomoriano pasó por encima de los gigantes caídos, Avelyn fue hacia allí para recuperar su mortal malaquita, que había quedado en el pecho de uno de ellos. Levantó la vista y vio que el último gigante, se debatía en vano cabeza abajo, y flotaba alejándose cada vez más.
Avelyn soltó un bufido ante semejante espectáculo y se dio la vuelta para ver cómo sus compañeros daban buena cuenta del último monstruo de aquel grupo. Constatando que el gigante estaba suficientemente lejos de sus compañeros, corrió hacia él mientras activaba el escudo de crisolita y luego invocó la magia de su poderoso rubí.
Elbryan se estremeció al ver la tremenda herida del centauro; sangraba profusamente y se llevaba con rapidez la vida del pobre Bradwarden.
—Necesitamos la hematites —dijo Pony mirando hacia Avelyn.
—Intenta con esto —propuso Elbryan quitándose su otro brazal, el rojo, que los elfos habían empapado con inalterables bálsamos curativos.
Pony lo cogió y se puso manos a la obra, mientras Elbryan se adelantaba corriendo; ambos se quedaron inmóviles y casi perdieron el equilibrio al oír la tremenda explosión de la bola de fuego de Avelyn.
El monje apareció corriendo al fondo del túnel; el gigante, chamuscado y todavía cabeza abajo, había quedado muy atrás.
El túnel continuaba en línea recta una docena de pasos y luego trazaba una curva cerrada hacia la derecha, por donde Elbryan había desaparecido corriendo.
—Adelante —ordenó Avelyn a sus fatigados amigos, y ellos asintieron comprendiendo que aún les quedaba mucha tarea por hacer. Pony miró a Bradwarden, pero el centauro estaba sonriendo y los bálsamos curativos habían empezado a actuar bajo el vendaje rojo.
Así pues, siguieron adelante con Avelyn a la cabeza. De pronto los tres se detuvieron cuando Elbryan apareció en la curva retrocediendo a toda prisa. El guardabosque chocó contra la pared y aprovechó el impulso para girar sobre sí mismo de forma que pudo tirarse de cabeza corredor abajo; cuando se puso en pie, los demás miraron con curiosidad más allá de él y vieron unas piedras incandescentes que se endurecían rápidamente en el suelo.
—¡Un hombre rojo enorme! —explicó Elbryan—, con alas negras de murciélago…
—No es un hombre —lo interrumpió Avelyn, con la certeza de conocer la identidad de su nuevo enemigo, con la convicción de que por fin habían dado con el Dáctilo demoníaco.