29

Aida

Elbryan y Pony estaban descendiendo por la cara noroeste de la barrera montañosa cuando el alba rompió sobre Barbacan. Entonces vieron la magnitud del ejército reunido por el Dáctilo: una pululante muchedumbre oscura llenaba todo el valle entre los largos brazos de una solitaria y humeante montaña, a unos veinticinco kilómetros al norte.

—¿Cuántos son? —dijo Pony, casi sin aliento.

—Demasiados —repuso el guardabosque a falta de una respuesta mejor.

—¿Y cómo vamos a llegar a la montaña? —preguntó Pony—. ¿Cuántos miles tendremos que vencer para alcanzar sólo su base oscura y rocosa?

Elbryan sacudió la cabeza con determinación, seguro en cierto modo de que la valoración de su compañera no era correcta.

—Quizás unos pocos centinelas —contestó—. Nada más.

Pony lo miró escéptica.

—El demonio está seguro de sí mismo —explicó Elbryan—, nos invita a Barbacan. El Dáctilo no teme a ningún mortal ni a ningún monstruo, y no tiene motivo alguno para creer que ni tan siquiera nos atreveremos a atacarlo siendo tan pocos; tan pocos como para entrar en Barbacan sin ser vistos.

—Esa ha sido nuestra esperanza desde el principio —asintió Pony.

—Y sigue siendo nuestra única esperanza —dijo Elbryan—. Una esperanza a la que debemos aferrarnos. Si el demonio dispone su ejército para detenernos, nos detendrán; y ni mi espada, ni el poder mágico de Avelyn, ni la fuerza de Bradwarden, ni tu surtido de armas podrán conseguir que nos abramos paso entre tal cantidad de monstruos. Pero no llegará el caso —siguió diciendo el guardabosque—. Incluso en el caso de que el demonio Dáctilo crea que algunos enemigos han llegado a su morada, como parecen indicar los gigantes con armaduras y aquella terrible lanza, continuará estando segurísimo de que nadie en el mundo entero puede prevalecer ante él.

—¿Cómo lo sabes?

Esa sencilla pregunta pareció coger desprevenido a Elbryan. Desde luego, ¿cómo sabía tanto de un enemigo al que jamás había visto y con el que nunca había combatido? El guardabosque acabó dándose cuenta de que no se trataba de sabiduría, sino de hipótesis y de esperanzas. Se limitó a contestar a Pony con un encogimiento de hombros, y aquello pareció suficiente. Habían llegado demasiado lejos para preocuparse ahora por algo que escapaba a su control, y por tanto reanudaron la marcha tomando una senda que descendía por un lado de la montaña. Estaban cansados de la larga noche que habían pasado corriendo, pero a ninguno de los dos se les ocurrió detenerse a descansar teniendo en cuenta la cantidad de monstruos que veían ante ellos… y los que quizá los perseguían.

Una hora después, mientras avanzaban por un espacio descubierto de roca pelada —ambos se sentían expuestos, y con razón—, Elbryan se detuvo de pronto y se agachó. Creyendo que había un peligro cerca, Pony lo imitó y se llevó la mano al bolsillo para toquetear las piedras.

—¡Allí! —dijo con excitación el guardabosque, señalando al otro lado del valle, a la izquierda, hacia el brazo occidental de Aida. Más allá de la negra línea de piedra, un punto negro, una solitaria figura cruzaba sin detenerse la verde alfombra acercándose deprisa a una tupida arboleda.

No, advirtió Pony, no era una figura sola, sino dos, un hombre a lomos de un caballo… ¡Un hombre a lomos de un centauro!

—¡Avelyn y Bradwarden! —susurró.

—Corren hacia Aida —dijo Elbryan mirando a Pony con una amplia sonrisa—. No los persigue nadie y nadie les hace frente.

Pony asintió ceñudamente. Quizá su amado tenía razón, quizás el Dáctilo los estaba invitando a entrar en Aida. No pudo menos que preguntarse si aquello era bueno, aunque se abstuvo de verbalizarlo.

Acabaron de bajar la montaña al cabo de una hora y comenzaron a recorrer la base, zigzagueando entre los peñascos y las manchas de árboles. Esquivaron con facilidad a los pocos y aburridos centinelas trasgos que estaban apostados; de vez en cuando encontraban huellas que les indicaban que seguían exactamente el mismo camino que habían tomado Avelyn y Bradwarden.

Finalmente cruzaron el largo brazo de la montaña y se sorprendieron al notar muy caliente la tierra bajo los pies. Sólo entonces la pareja cayó en la cuenta de que aquella línea de piedra no era un sólido risco, sino más bien una cosa viva que crecía y cambiaba. La mayor parte de la cresta era dura, pero a menudo captaban un súbito destello de color naranja ardiente, pues la lava fluía burbujeante a la superficie y serpenteaba entre la endurecida piedra negra como una babosa anaranjada. Al cabo de unos minutos, las evoluciones cesaban y la lava poco a poco se enrollaba en sí misma o convergía en un hoyo y entonces se enfriaba rápidamente y su resplandor se desvanecía hasta ennegrecerse.

—Como una cosa viva —comentó Pony, poniendo sumo cuidado en dónde ponía los pies.

—Como el Dáctilo —replicó Elbryan—. Fluye desde Aida y abarca al mundo entero bajo su negrura.

No era un pensamiento agradable.

Cuando llegaron al fin al mismo espacio abierto por el que habían visto atravesar a sus amigos, Elbryan y Pony se dieron cuenta de que varias horas los separaban de ellos. No parecía haber resistencia: tras aquel brazo de Aida, tras aquella cresta de piedra negra de siete a diez metros de altura, no se veían monstruos ni centinelas de guardia.

Llegaron a un bosquecillo, un brusco contraste pletórico de vida en comparación con la negra pared de piedra, y encontraron de nuevo huellas del centauro. Poco después vieron junto a las de Bradwarden las de un hombre gordo, el hermano Avelyn, y no les costó deducir que el centauro debía de estar cansado.

Pero Bradwarden continuaba adelante, y también Avelyn; y otro tanto hicieron Pony y Elbryan, que apretaron el paso con la esperanza de alcanzar a sus amigos antes de que entraran en las cavernas de la montaña. Quizá, se dijo Elbryan, si Avelyn y Bradwarden fueran de un lado para otro buscando una forma de entrar en la montaña…

No sucedió así. El guardabosque y Pony salieron del bosquecillo, atravesaron un segundo y un tercero y treparon por las estribaciones más bajas de Aida. Tan pronto como salieron del último bosquecillo, vieron una entrada, un enorme agujero que desafiaba los rayos oblicuos del sol poniente. Si las apariencias no los engañaban, si aquello era un camino hacia el corazón de Aida, entonces hacía tiempo que Avelyn y Bradwarden habrían penetrado en la montaña e incluso en aquellos momentos, mientras Elbryan y Pony miraban fijamente la entrada, podrían estar ante el Dáctilo demoníaco. La angustiada pareja regresó al bosquecillo y cortaron ramas que envolvieron en trapos para procurarse antorchas.

Después, temerosos de llegar demasiado tarde, se separaron uno a la izquierda y otro a la derecha, y se dirigieron veloz y sigilosamente a la entrada de la caverna. Elbryan se acercó a la piedra y atisbó la oscuridad, mientras Pony hacía lo mismo desde el camino; y, en cierto modo, se sintieron aliviados al comprobar que efectivamente había una profunda caverna, aparentemente vacía.

Una vez dentro, Elbryan encontró las huellas dejadas por los cascos del centauro.

Sin separarse de la pared lateral ni atreverse a encender una antorcha, se desplazaron a tientas para que sus ojos se adaptaran a una escasa luz que menguaba por momentos; no tardó en planteárseles un dilema: encender la antorcha o caminar en una casi total oscuridad.

Elbryan se estremeció cuando el fuego se convirtió en llama viva, como si esperara que todos los secuaces del Dáctilo fueran a abalanzarse sobre él. Después de unos instantes tensos pero sin incidentes, hizo una seña a Pony y ambos siguieron avanzando con extrema cautela hasta llegar a un lugar donde el túnel se bifurcaba; un ramal iba hacia la derecha sin perder altura y el otro bajaba hacia la izquierda. Al mirar el de la derecha, Pony observó que el túnel se bifurcaba de nuevo a poca distancia, y que el túnel que seguía a la derecha de aquella segunda bifurcación mostraba además otro pasadizo lateral.

—Un verdadero laberinto —gruñó Elbryan; se arrodilló e inclinó la antorcha para buscar alguna pista del paso de sus amigos, pero en el suelo de piedra desnuda no se veía huella alguna.

—Todo recto —declaró Pony poco después, al ver la frustración de su compañero—, hacia el interior de la montaña; y luego hacia abajo y a la izquierda en la siguiente bifurcación.

Habló con determinación, aunque sólo se trataba de una suposición, una suposición que a Elbryan la pareció tan buena como cualquier otra. Se adentraron en el interior de la montaña, y después empezaron a bajar por un pasadizo en suave pendiente. Elbryan había desistido de buscar huellas, pues sabía que aquello les haría perder tiempo. Avelyn y Bradwarden erraban por allí, probablemente tan perdidos como ellos. Más tarde o más temprano, una de las dos parejas —o quizás ambas— tropezaría con el Dáctilo o con alguno de sus mortíferos secuaces.

Era una situación desesperada, y tanto Elbryan como Pony tenían con frecuencia que recordarse a sí mismos que habían sabido que así sería desde el momento en que habían salido de Dundalis.

Bestesbulzibar estaba indignado pero en cierto modo también divertido; lo acompañaban Quintall y un par de gigantes muy nerviosos, que miraban la ladera destruida de una montaña. ¡Cuán potente era la lanza forjada por el demonio! ¡Qué devastación había causado, simplemente porque se había desprendido de la mano del lancero moribundo y había caído por las rocas!

Uno de los gigantes prosiguió su tartamudeo sobre la mala suerte y otras tonterías parecidas, empeñado a toda costa en inventar una excusa que pudiera conservarle el pellejo sobre el cuerpo. Bestesbulzibar no lo escuchaba.

—¿Han coronado la montaña? —preguntó el Dáctilo a Quintall, señalando hacia Aida.

El hombre roca escrutó el terreno y calculó la distancia. Se llevó una mano a la barbilla con un gesto singularmente humano. Y, desde luego, Quintall parecía físicamente humano. Los toscos bordes de su cuerpo pétreo se habían suavizado y redondeado, y habían ido adquiriendo la exacta forma humana que el espíritu había abandonado hacía tiempo. Ahora, en aquel hombre de piedra se podía reconocer a Quintall; los rasgos, el tamaño y las dimensiones del cuerpo eran los mismos, como si el espíritu del hombre estuviera de alguna manera determinando la forma de aquella nueva envoltura pétrea. Por supuesto, su «piel» era de obsidiana, tanto por la consistencia como por el color, y todavía destacaban en las articulaciones rayas rojas de piedra derretida; los ojos también eran cuencas rojas de piedra fundida. Pero el hombre de roca se parecía a Quintall y se moría de impaciencia por mostrar al hermano Avelyn la fortaleza de su nuevo cuerpo.

—¡La han coronado! —indicó Bestesbulzibar.

Quintall asintió.

—Si corrieron toda la noche —respondió— y si nadie les hizo frente.

—Quizás a mi regreso los encuentre sentados en mi trono —ironizó con desprecio el Dáctilo mirando perversamente a los dos gigantes.

—Ma… mala suerte —tartamudeó uno de los monstruos.

—Nosotros los… —empezó a prometer el otro, pero el Dáctilo lo interrumpió bruscamente.

—Vosotros iréis a ocupar vuestro lugar en el ejército —les ordenó.

El demonio tenía muchísimas ganas de arrancar el pellejo a aquellos dos y al resto de la expedición de caza que habían sobrevivido al encuentro con los intrusos y que estaban ahora escondidos en las inmediaciones, temerosos de la cólera del demonio. También podía llevárselos a Aida y arrojarlos en el camino del mortífero Pájaro de la Noche. O quizás, meditaba el demonio, encomendaría la tarea de castigarlos a Quintall, para poder presenciar el poder de su arma más reciente. Pero el Dáctilo no era una criatura estúpida y sabía dominar sus impulsos, incluso los que lo incitaban a la destrucción, cosa que el demonio amaba por encima de todo. Había perdido a demasiados gigantes de su guardia de elite, teniendo en cuenta el esfuerzo que había hecho para equiparlos con armaduras; pero, en realidad, el demonio suponía que había perdido poco con el fracaso de los gigantes. El hermano Avelyn y el tal Pájaro de la Noche quizás habían entrado en Aida, pero eso sólo significaba que Bestesbulzibar podría disfrutar del placer de matarlos.

—Vámonos —ordenó el Dáctilo a Quintall. El hombre de roca se acercó, y Bestesbulzibar se elevó del suelo, acopló sus poderosas piernas sobre Quintall y azuzó al instrumento de su cólera hacia el otro lado del valle, por encima de las cabezas de sus medrosos secuaces, camino de Aida.

Quintall, que poseía sentidos hipersensibilizados y cuyos resplandecientes ojos podían iluminar el camino a lo largo de los oscuros túneles, fue enviado a encontrar el rastro.

—Estamos demasiado abajo —se lamentó Avelyn, apoyándose contra la pared de la mal ventilada e impermeable caverna. Mantenía tenue la luz del diamante encantado, con la esperanza de que sería menos visible y no atraería a otros guardianes como los dos powris que él y Bradwarden acababan de dejar fuera de combate. Con esa idea en mente, Avelyn apartó de una patada la sanguinolenta pierna de uno de los enanos y cambió de posición para mirar el camino por donde habían venido.

—¿El demonio no debería estar en el corazón? —preguntó despreocupadamente Bradwarden mientras despedazaba al segundo powri—. ¿Y el corazón de una montaña no debería estar abajo?

Avelyn sacudió la cabeza; no estaba seguro del camino. Habían bajado y torcido a la izquierda en la primera bifurcación, quizá demasiado pronto, y se habían internado en las cámaras inferiores de aquella montaña cruzada por túneles.

—Nuestro enemigo debe de estar más arriba —dijo—, cerca del cono humeante, desde donde puede salir volando para reunirse con sus secuaces.

Cuando acabó de exponer su argumento, miró a Bradwarden y sintió haberlo hecho.

—Bah, eso no son más que suposiciones —dijo el centauro dando un mordisco a la pierna de un powri.

Avelyn cerró los ojos.

—Creo que debemos seguir —continuó el centauro con la boca llena—, y decidir qué camino tomar a medida que los vayamos encontrando. Es una simple conjetura; tú sabes tanto como yo.

El monje suspiró y no dijo nada. Cualquiera que fuera la dirección que siguieran, avanzarían al azar. Había demasiado en juego; el monje estaba al borde del ataque de nervios.

—Vamos a ver, ¿por qué estás aquí? —preguntó simplemente Bradwarden—. Has venido para enfrentarte a tu destino, eso dijiste, y así lo harás. Conseguiremos llegar allí, amigo mío, y si eso te asusta, no voy a culparte; pero volver atrás no nos conduciría a ningún lado, y cada paso perdido da a nuestros enemigos una mayor oportunidad de tropezarse con nosotros. —Escupió después de la última frase, y tiró al suelo la dura pierna del powri—. ¡Y estas malditas criaturas ni siquiera se pueden comer!

Avelyn consiguió esbozar una sonrisa y se acercó al centauro, poniendo sumo cuidado en no tropezar con los restos de su comida. Reemprendieron la marcha, uno al lado del otro; sus abultadas formas llenaban el estrecho pasadizo.

—No me gusta el panorama —susurró Elbryan, al mirar hacia abajo la larga y estrecha pendiente, un camino excavado en la roca; a la izquierda se levantaba una pared irregular y a la derecha se abría un precipicio de setenta metros, cuya profundidad iba reduciéndose gradualmente a medida que el sendero descendía. No obstante, la altura no era lo más peligroso, sino lo que había al fondo: un estanque de fuego rojo, un lago con remolinos de piedra fundida. Incluso desde aquella altura, Elbryan y Pony percibían el intenso calor; el hedor sulfúrico era casi sofocante.

—Y a mí no me gusta la perspectiva de volver sobre nuestros pasos constantemente —replicó Pony—. ¡Decidimos ir hacia abajo, y este camino va hacia abajo!

—El humo… —protestó el guardabosque, y vio sus temores reflejados en la mujer. Pony hurgó en su mochila y sacó una tira de tela, para usarla a modo de vendaje. La partió en dos, las empapó con el agua de su pellejo, y se ató una alrededor de la cara después de haber dado la otra a Elbryan.

El guardabosque, no obstante, tuvo una idea mejor. Se quitó del brazo derecho el brazal verde, que los elfos le habían dicho que servía para neutralizar cualquier veneno, lo partió en dos y dio una mitad a Pony. La mujer se ajustó la máscara con un nudo y otro tanto hizo Elbryan; el hombre la contemplaba admirado de su sentido común. No era fácil disuadir a una mujer tan brava.

No necesitaban antorchas en aquel sitio gracias al resplandor de la lava, así que, cuando empezaron a bajar, tenían las manos libres; al principio se ceñían mucho a la pared, pues, aunque el sendero no era demasiado estrecho, la posibilidad de resbalar y caer en la lava fundida era demasiado horrible. Poco a poco, se fueron separando del muro y aligeraron el paso; no tardaron en recorrer unos setenta metros, aproximadamente la mitad de la longitud de la pendiente.

Pony, que encabezaba la marcha, se llenó de esperanza al ver una sombra oscura en el muro a cierta distancia, más abajo; era un corredor lateral que se adentraba en la montaña y se alejaba de aquel lugar. La emoción le impidió ver la grieta que atravesaba el sendero delante de ella.

La chica dio un paso por encima de la grieta y con su peso la piedra cedió bajo sus pies.

Pony chilló; Elbryan la agarró y tiró de ella hacia atrás para salvarla. Ambos cayeron sobre el camino hechos un revoltijo. El guardabosque se arrastró hasta el borde del saliente y vio cómo se derrumbaba un bloque de piedra de casi tres metros; el bloque rebotó contra un saliente del muro, salió disparado dando una vuelta y se precipitó en el magma, donde fue engullido y desapareció con un fuerte chapoteo.

Pony, horrorizada y respirando profundamente, tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominarse; lo consiguió, pero las profundas inspiraciones habían surtido efecto y los vapores sulfúricos la sofocaban, pues al caer se le había desprendido la máscara de los elfos. Rodó hasta el borde de la plataforma, se quitó la máscara por completo y vomitó.

—Debemos regresar —dijo Elbryan, poniendo una mano sobre el hombro de la chica para darle ánimos.

—Es más corto hacia abajo que hacia arriba —dijo con tenacidad la mujer, y vomitó de nuevo. Luego se sentó rápidamente, con decisión; sacó su pellejo de agua y se lavó la cara con energía, tras lo cual volvió a ponerse la máscara y la aseguró firmemente.

—Un gran salto —observó Elbryan, mirando la brecha abierta en el sendero.

—Un brinco fácil —corrigió Pony, y, para demostrarlo, tomó impulso de una sola zancada, voló por encima de la brecha y con un controlado resbalón aterrizó ágilmente en el nivel inferior.

Elbryan la miró por unos instantes, admirado otra vez de su tenaz determinación, pero se preguntó sinceramente si con su temeridad la joven no pretendía tan sólo demostrar que tenía razón. Después de todo, no sabían en absoluto si aquel corredor inferior llevaba a alguna parte, y sería decididamente más difícil dar un salto de tres metros hacia arriba en aquel escarpado camino.

—Un brinco fácil —repitió Pony. El guardabosque esbozó una sonrisa; al fin y al cabo, iban a enfrentarse a un demonio, así que ¿cómo iba a censurarla por lo que él consideraba una temeridad?

Los ojos de Pony se abrieron desmesuradamente y Elbryan se dio cuenta de que estaba a punto de gritar.

El guardabosque se dio la vuelta, desenvainando a Tempestad, pero el peligro no venía por detrás, sino por el lado: surgía del sólido muro. Se desprendieron violentamente muchas piedras; Elbryan dio precipitadamente unas zancadas pendiente arriba y se echó al suelo. Se volvió asombrado y, cuando vio la causa, se quedó más asombrado aun.

Quintall emergió de la pared y se plantó en el sendero.

Elbryan adoptó una posición defensiva, medio agachado, y adelantó a Tempestad para protegerse, aunque no sabía qué hacer contra aquel hombre de roca, la imagen en obsidiana del hermano Justicia.

Era fácil averiguar las intenciones de Quintall. El hombre de roca miró a Pony y luego se volvió completamente hacia Elbryan, apretando amenazadoramente en un puño sus dedos con rayas rojas.

—¿Crees que esta vez puedes ganar, Pájaro de la Noche? —preguntó el lacayo del demonio, con voz tan áspera como el roce de una piedra con otra.

—¿Qué eres? —preguntó Elbryan sin aliento—. ¿Qué clase de ser, qué alma atormentada?

—¿Atormentada? —se mofó Quintall—. ¡Soy libre, estúpido mortal, y viviré siempre, mientras que tú estás perdido!

El hombre de roca se le acercó con paso majestuoso. Elbryan lanzó un golpe cruzado con la espada, que consiguió hacer saltar lascas pero que ni tan sólo frenó el avance de Quintall. El guardabosque dio un salto atrás y luego se lanzó hacia adelante; Tempestad chirrió al ser desviada por la cara de Quintall. Elbryan se alegró al constatar que este golpe había sido más eficaz, pues la afilada espada forjada por los elfos produjo una raja de color naranja pálido en la dura piel del hombre de roca.

Pero la raja se enfrió y ennegreció casi inmediatamente y, si Quintall había sufrido algún daño, no lo mostró. Se abalanzó furiosamente y propinó un gancho de izquierda de amplio vuelo.

Elbryan hurtó el cuerpo y esquivó el golpe por poco, mientras la mano de Quintall se estrellaba contra la pared. El guardabosque miró el lugar del impacto y su respeto por aquel enemigo aumentó, pues donde había golpeado la mano de Quintall la piedra había quedado resquebrajada y humeante.

—¿Te marcharás de una vez y me dejarás la mujer para mí? —se burló el hombre de roca—. Puedo llegar hasta donde está ella, no lo dudes.

Esas palabras hicieron que Elbryan mirara hacia abajo, hacia Pony, y vio con horror que la joven se estaba preparando para volver a salvar la brecha.

—¡Quédate ahí! —le gritó el guardabosque—. ¡Enseguida me reuniré contigo!

—Nunca lograrás pasar —dijo Quintall, enfatizando sus palabras con un golpe aún más fuerte contra el muro de piedra.

Aquel movimiento dejó libre un hueco que el guardabosque no pudo menos que aprovechar. Se precipitó como el rayo, lanzó a Tempestad con violencia, golpeó con todas sus fuerzas y, atravesando el caparazón negro, la clavó en el magma interior del monstruo.

Quintall aulló y propinó una serie de golpes, pero Elbryan fue más rápido; retiró la resplandeciente espada —y le satisfizo comprobar que la delicada arma había sobrevivido a la inmersión en el calor interior de aquel perverso enemigo— e impelió a Tempestad hacia arriba, primero a la izquierda, luego a derecha, y otra vez a la izquierda, en tres rápidos quites; después se lanzó hacia adelante para alcanzar al hombre de roca otra vez en la cara.

Pero incluso la herida en el vientre del monstruo se cerró enseguida, mientras los movimientos de Quintall se volvían más precavidos, más peligrosos.

Desde abajo, Pony no cesaba de gritar, sin embargo, Elbryan no tenía tiempo de considerar sus palabras. Debía encontrar algún modo de herir a aquella criatura y, aunque pudiera infligirle algún pinchazo con la espada, la herida tendría que ser muy profunda para ser eficaz.

La respuesta parecía evidente, y en consecuencia el guardabosque no perdió tiempo considerando los inconvenientes de la táctica y urdió el ataque adecuado. Se precipitó de nuevo hacia adelante atacando con violencia y luego se giró como si fuera a abalanzarse por la izquierda del monstruo, por la parte exterior del saliente.

Instintivamente Elbryan se dejó caer sobre una rodilla, mientras el pesado brazo de Quintall le pasaba silbando por encima de la cabeza: ¡un golpe que habría propulsado al guardabosque fuera del sendero! Entonces Elbryan se irguió dando un giro en sentido contrario que lo colocó frente al hombre de roca, y se precipitó hacia la pared en diagonal, para conseguir situarse entre Quintall y el muro.

El monstruo disparó violentamente el otro brazo hacia la pared, ante Elbryan, para impedirle el paso. No obstante, el hombre no tenía la menor intención de pasar por allí, pues se detuvo en seco a escasa distancia del obstáculo, se apoyó contra el muro y empujó con todas sus fuerzas.

El hombre de roca apenas se movió; Quintall, seguro de su solidez y de su fuerza, soltó una carcajada.

Entonces Elbryan sintió que el monstruo lo agarraba y percibió el calor que se desprendía, intenso y abrasador, de aquellas partes del hombre de roca que no eran lava endurecida. El guardabosque dio puñetazos y se retorció, pero la presión del agarro no hizo más que aumentar. Oía gritar a Pony, pero su voz parecía llegar de muy lejos.

De pronto una repentina ráfaga de aire sopló encima del angustiado guardabosque; el hombre de roca dio un grito y luego aflojó su agarro.

Elbryan retrocedió sendero arriba dando traspiés; cuando se dio la vuelta, vio que Quintall se había llevado las manos a los ojos fundidos y que gotas de magma caliente brillaban en sus mejillas. Se le planteó un segundo enigma al ver una cuerda, delgada pero resistente, tendida a su izquierda a lo largo del muro y que iba más allá de donde estaba él y de donde estaba Quintall. Con un rápido tirón Elbryan comprobó que la habían sujetado a corta distancia sendero arriba.

El guardabosque no tuvo tiempo de detenerse y averiguar qué había ocurrido, porque los ojos de Quintall, al igual que sus otras heridas, sanaban con rapidez. Pájaro de la Noche volvió a la carga, pues no tenía más respuestas que atacar salvajemente con la esperanza de encontrar un punto débil con la espada. Pegó un espadazo a la izquierda, luego otro a la derecha, otro en línea recta hacia adelante y después otro a la derecha; la espada chasqueaba sonoramente y hacía saltar lascas a cada impacto contra el hombre de roca.

A pesar de que Tempestad no representaba para él una amenaza real, Quintall reaccionaba instintivamente y utilizaba sus sólidos brazos para rechazar los ataques, siguiendo las estratagemas marciales que había aprendido en Saint Mere Abelle hacía mucho tiempo.

Elbryan intensificó el ataque, y los golpes de Tempestad arreciaron tanto que los chasquidos se convirtieron en una ininterrumpida canción. El guardabosque propinaba al hombre de roca golpe tras golpe con la vana esperanza de partirlo en dos.

—¡Átala ahí! —ordenó Tuntun a la asombrada Pony, mientras tensaba la resistente cuerda de los elfos y le señalaba una gran roca erosionada y solitaria a unos cuatro metros pendiente abajo—. ¡Y hazlo rápido! —la apremió.

Pony echó a correr sin saber lo que Tuntun se proponía, pero sin arriesgarse a perder el tiempo en averiguaciones. Cualquier plan, por desesperado que fuera, era mejor que nada, y hasta aquel momento a Pony no se le había ocurrido absolutamente nada. Cuando la mujer procedió a atar la cuerda, sintió la tensión del otro extremo y supuso que estaba dentro del hombre roca; entonces, empezó a comprender.

Empuñando sus pequeñas dagas, que aún goteaban magma de los ojos de Quintall, Tuntun regresó volando hacia donde estaban los combatientes.

Elbryan persistía en su ataque cuando las alas de la elfa se acercaron zumbando; los contundentes golpes del guardabosque caían una y otra vez y eran parados por los brazos del hombre roca, aunque en algunas ocasiones lograban alcanzar al monstruo en el torso o incluso en la cabeza. Pero Elbryan no sabía cuánto tiempo podría proseguir el ataque y comprendía que, si no lograba infligirle pronto un daño de consideración, perdería su ocasión y entonces Quintall contraatacaría.

Pero, de repente, el hombre de roca aulló otra vez cuando los brazos de Tuntun se le acercaron a la cabeza y las afiladas dagas se le clavaron en los incandescentes ojos. Quintall alzó con violencia los brazos, propinando un golpe oblicuo que obligó a la elfa a aletear hacia arriba y a soltar una de las dagas, que cayó dando vueltas y desapareció en el magma.

Elbryan empuñó a Tempestad con ambas manos y, lanzándose hacia adelante, propinó un tajo por encima del hombro con toda la fuerza de que fue capaz. Quintall bajó un brazo para detenerlo, y Tempestad chocó contra él y se lo cercenó entre la muñeca y el codo.

El hombre de roca soltó otro aullido; de la herida le brotaba magma ardiente que, del mismo modo que en ocasiones anteriores, se endureció y ennegreció al enfriarse formando un muñón bajo la articulación del codo.

Sin dejar de rugir, Quintall se lanzó hacia adelante enloquecido. Por encima de él, Tuntun gritaba con toda la potencia que le permitía su melódica voz:

—¡Ahora! ¡Ahora!

Elbryan no tenía idea de lo que la elfa quería decir, pero Pony sí. La joven apoyó la espalda en la roca en la que había atado la cuerda, se deslizó entre ella y la pared, aseguró firmemente los pies y empujó con todas sus fuerzas. Los potentes músculos de las piernas se le tensaron; gimió por el enorme esfuerzo, pero la roca apenas se deslizó un centímetro.

Hasta Pony llegaba el fragor de la lucha: el sonido metálico de la espada, los rugidos del monstruo. La fuerza física no bastaría para hacer caer aquella pesada roca; tenía que usar la inteligencia. Movió los hombros con objeto de desplazar la presión ligeramente hacia arriba y empujó de nuevo. Sintió que el borde de la piedra más cercano a ella se levantaba del suelo, y supo que sólo tenía que porfiar un poco más para lograr volcarla del todo.

Tuntun se lanzó en picado hacia los combatientes pero viró en el último segundo cuando Quintall, sin dejarse sorprender esta vez, se dio la vuelta. El giro le costó al hombre de roca otro golpe, pues Elbryan aprovechó la oportunidad y, precipitándose hacia adelante, le propinó violentos espadazos.

—¡Salta la cuerda! —le gritó Tuntun al guardabosque—. ¡Salta la cuerda!

Elbryan entendió lo que quería decirle justo cuando Pony lograba volcar la roca y la pesada piedra empezaba a rodar hacia el precipicio. El guardabosque se dispuso a saltar la cuerda, repentinamente tensada y en movimiento, pero sólo lo consiguió a medias. Dejó caer a Tempestad sobre el sendero y se agarró con desesperación a la cuerda mientras la roca caía a plomo y en su caída arrastraba la cuerda élfica atada a la pared; la cuerda se precipitó al vacío, y con ella Quintall y Elbryan.

Cayeron gritando. Luego la caída se interrumpió violentamente cuando la cuerda hubo dado de sí cuanto permitía su longitud; la roca se soltó del nudo de Pony y fue cayendo dando vueltas hasta hundirse en el magma.

Elbryan seguía agarrado a la cuerda y también Quintall, metro y medio más abajo; el hombre de roca se aferraba a ella con su única mano, pero lo hacía con tanta fuerza que su agarro era más sólido que el del hombre, que, un poco más arriba, empleaba ambas manos para asirse.

—¡Trepa! —gritó Pony a su amado, y así lo hizo Elbryan a toda velocidad y con todas sus fuerzas.

Sin embargo, Quintall era más rápido, pues el hombre de roca, dándose impulso con una fuerza tremenda, subía un palmo y medio o más y se agarraba otra vez. A fuerza de impulsarse y agarrarse se iba acercando rápidamente a Elbryan, al que todavía le faltaban por trepar unos siete metros.

Pony seguía animándolo con sus gritos. Echó a correr y salvó de un salto la brecha de tres metros; se dio un golpe muy fuerte en la espinilla con el borde superior, pero siguió adelante corriendo hacia su amado.

El guardabosque continuaba trepando por la cuerda, y Pony creyó que lo iba a conseguir. El joven logró apoyar un brazo y un hombro sobre el borde del sendero y la mujer se inclinó hacia él y tiró con fuerza; pero entonces, con un tremendo impulso, Quintall agarró de nuevo la cuerda apenas unos centímetros por debajo de los pies de Elbryan. Un brinco más y lo atraparía.

Tuntun se lanzó al vacío; Elbryan intuyó el desesperado intento de la elfa y, a gritos, le pidió que regresara. Soltó una mano de la cuerda, confiando en que Pony lo ayudaría a sostenerse, y trató de atrapar a la elfa mientras pasaba por debajo de él.

La delgada cuerda élfica era muy resistente, pero también lo era la daga de Tuntun, hecha asimismo por los elfos, y con un movimiento rápido de muñeca cortó la cuerda justo debajo de los pies de Elbryan.

El hombre agarró a la elfa por el antebrazo; Quintall la agarró por un pie.

Entonces quedaron colgando, torciéndose y girando; Pony se pasó la cuerda en torno para asegurar su posición y tiró de la capa de Elbryan desesperadamente. La mano del guardabosque apretaba estrechamente el antebrazo de la pobre Tuntun y sus músculos se hincharon a causa del esfuerzo; pero, más abajo, el potente agarro de Quintall era todavía más fuerte.

—¡Tira! —pidió Elbryan a Pony, pues el guardabosque advirtió que resbalaba por el borde hacia el vacío.

Tuntun, sometida a dos tensiones opuestas, temiendo que acabarían desgarrándola en dos, reconoció el dilema en el que se encontraba y comprendió que sus amigos no podrían izarla a ella y al pesado hombre de roca. Levantó la mano libre que sostenía la daga y clavó su mirada en los brillantes ojos de Elbryan.

—No —suplicó el hombre con una voz que era apenas un susurro por el nudo que le atenazaba la garganta; y sacudió la cabeza.

Tuntun lo apuñaló con fuerza en la muñeca, y ella y Quintall se precipitaron al vacío. El hombre de roca no la soltó; ¡no dejaría que la elfa, aquella miserable criatura que lo había condenado, utilizara sus alas para salvarse! Tuntun intentó darse la vuelta, intentó usar la daga…

Elbryan y Pony desviaron la mirada, incapaces de contemplar el final de la caída en la lava derretida, incapaces de presenciar la muerte de Tuntun.

Permanecieron largo rato tendidos en el sendero hasta que los vapores empezaron a ahogarlos.

—Tenemos que darnos prisa —dijo el guardabosque.

—Por Tuntun —asintió Pony.

Saltaron la brecha y echaron a correr, aliviados al comprobar que el pasadizo lateral no era un callejón sin salida sino que se prolongaba casi en línea recta.

Encendieron de nuevo la antorcha y siguieron adelante, contentos de dejar atrás los vapores mareantes y la terrible pesadilla vivida. Sin embargo, poco después se detuvieron al vislumbrar en el túnel un lejano resplandor. Elbryan miró indeciso la antorcha que llevaba en la mano; si él podía ver aquel resplandor…

De pronto, la luz distante se intensificó y se concentró al precipitarse corredor abajo y caer sobre ellos, que tuvieron que levantar rápidamente los brazos para protegerse los ojos.

Sus pensamientos se poblaron de imágenes de monstruos demoníacos, imágenes que rápidamente desaparecieron al grito de «¡Vaya, vaya!», que resonó al otro lado de la luz.