Avelyn montaba de lado sobre el lomo del centauro y miraba más hacia atrás que hacia adelante, mientras rezaba por sus compañeros.
Bradwarden, sin embargo, ni volvía la cabeza ni aflojaba la marcha. Con total determinación y resolución, el centauro galopaba por los senderos de montaña; sus cascos dejaban nítidas huellas e impulsaban con tremenda fuerza a él y a su importante pasajero. Poco después de abandonar el campamento, Avelyn había colgado el ojo de gato de la cabeza de Bradwarden, y de esta forma el centauro podía ver en la oscuridad y no se veía obligado a disminuir la marcha tal como tenían que hacer los gigantes que los perseguían… y también sus propios compañeros.
—¡Tenemos que encontrar un lugar adecuado para defendernos! —gritó el monje.
—¡No nos vamos a parar! —le contestó el centauro y, como para acentuar su respuesta, inclinó hacia adelante su torso humano y aumentó la velocidad.
—¡Necesitamos un lugar para defendernos! —insistió Avelyn—. ¡Para esperar a Elbryan y a Jilseponie, para darles ocasión de que nos alcancen y juntos poder defendernos de los gigantes!
—Ningún gigante nos alcanzará —le aseguró el centauro—, ni tampoco lo harán Elbryan y Pony, aunque lamento su pérdida.
—¡No están muertos! —replicó el monje.
—No —manifestó Bradwarden—. ¡Ambos están llenos de recursos! No están muertos, pero no pueden alcanzarnos; cuando mates al Dáctilo, regresaremos para buscarlos, ¡no lo dudes!
Avelyn, mudo de asombro, era incapaz de responder. No podía creer que Bradwarden dejara atrás a sus amigos, los abandonara en tan peligroso trance. El monje comprendió entonces hasta qué punto el centauro estaba convencido, al igual que todos sus compañeros, de que él era la esperanza, de que él podía combatir solo con el Dáctilo y vencer. Avelyn creía, y así lo había manifestado a menudo, que era su destino enfrentarse con la infernal criatura; por eso sus amigos se habían propuesto llevarlo hasta allí. Y, si todos ellos morían en la empresa por sus ideales, al menos… que se hicieran realidad.
Un peso enorme cayó sobre el monje cuando lo comprendió, una responsabilidad que sobrepasaba en mucho cualquier otra que Avelyn Desbris hubiera contraído hasta entonces: mayor incluso que los ocho años de dedicación que lo habían llevado a Saint Mere Abelle, al cumplimiento del sueño que su queridísima madre había acariciado durante toda su vida; mayor incluso que la tarea que Dios y la iglesia le habían asignado de ir a Pimaninicuit y preparar la última donación de piedras. Avelyn había estado a punto de discutir con Bradwarden, de insistirle para que se detuvieran y esperaran a sus amigos, aunque eso supusiera dejarse caer del lomo del centauro o usar algún poder mágico contra él. Pero el sensato monje permaneció callado y sin quejarse. Bradwarden se proponía llevarlo a su destino, y él debía dejarse conducir.
O todas las muertes habrían sido en vano.
Pasaron por el desfiladero de la imponente Barbacan en plena noche, después de haber recorrido muchos kilómetros a galope tendido. Bradwarden, obviamente exhausto, no pensaba pararse, aunque se sintió aliviado cuando Avelyn le anunció que caminaría un rato en lugar de cabalgar.
Al contemplar el valle encerrado en el anillo de montañas, los dos se sintieron abrumados, sobre todo Bradwarden, que no había visto hasta entonces el enorme campamento. Miles de fogatas salpicaban la llanura que se extendía abajo, miles y miles.
Y más allá de la imponente muchedumbre se cernía una silueta oscura, una montaña coronada por una constante columna de humo negro.
Aida.
—El hogar del Dáctilo —susurró Avelyn al centauro, y Bradwarden no necesitó ninguna explicación adicional pues ambos tenían los ojos clavados en la imponente montaña.
—Podemos bajar y circunvalar el campamento —dijo Bradwarden poco después, tras una pausa para inspeccionar el terreno. El centauro señaló hacia la izquierda, hacia uno de los enormes brazos negros que bajaban de la montaña solitaria, cerca de la base de las montañas que Bradwarden y Avelyn acababan de atravesar—. Aunque nos espera todo un día de caminata —añadió el centauro.
—¿A plena luz del día y tan cerca de esa multitud? —preguntó Avelyn dubitativo.
—No tenemos otra elección —repuso Bradwarden—. Iremos por detrás del brazo de la montaña, y esperemos que nuestro enemigo no tenga ejército alguno al otro lado.
Avelyn asintió y siguió en silencio al indomable centauro, que sin admitir su evidente cansancio se puso en marcha de nuevo.
Elbryan sabía que iban en la dirección adecuada, tras sus amigos, aunque a buen seguro no estaban ganando terreno. A menudo la pareja cruzaba una depresión, una charca fangosa, y Elbryan advertía las profundas huellas de Bradwarden. Huellas muy separadas, observó con esperanza: el centauro galopaba velozmente.
Aquello era lo que Elbryan y Pony querían. El deber les decía que debían continuar, pero su objetivo más importante les recordaba que lo realmente imprescindible era que Avelyn llegara a su destino.
—Corre, Bradwarden —murmuraba a menudo Elbryan, y Pony asentía con la cabeza.
Elbryan quedó sorprendido de lo fácil que resultaba recorrer los senderos de montaña, incluso de noche. Barbacan era una imponente cadena de montañas rocosas, coronada de nieves perpetuas, con impresionantes precipicios, algunos con paredes de quinientos e incluso mil metros. Pero en aquella peculiar región, por el sendero cortado entre dos picos tan imponentes que llevaría a los caminantes a algún lugar cerca de la cumbre, la marcha era uniforme y bastante fácil. El guardabosque creía que antes del amanecer podrían ver el otro lado, la ladera que descendía hacia el valle situado más allá. Avelyn les había descrito la disposición general del terreno, les había hablado del valle y de la solitaria montaña que los mapas llamaban Aida. En aquella descripción, el monje había destacado que la barrera formada por la cadena montañosa, aunque alta e impresionante, no era ancha.
Así que, con ciertas esperanzas, Elbryan y Pony siguieron corriendo; y, aunque no podían de ningún modo igualar el ritmo del galope del centauro, encontraron a menudo afloramientos de rocas que ellos podían atravesar, pero que habrían obligado al centauro a dar un rodeo. Quizás al amanecer verían de nuevo a sus amigos y podrían seguir viaje juntos otra vez.
Incluso el peligro de la persecución parecía haber remitido, ya que los torpones gigantes no habían podido aguantar el ritmo. Lo que preocupaba a Elbryan era que las enormes criaturas conocían la región y quizás otro camino más corto.
El temor se transformó en realidad cuando Elbryan y Pony entraron en un desfiladero largo y estrecho lleno de rocas erosionadas y árboles escuálidos al resguardo de los fuertes vientos, del que no había la menor posibilidad de escapar. A medio camino del barranco apareció un imponente y familiar brillo anaranjado… delante de la pareja.
El gigante, Togul Dek, apretó el paso; todavía no llevaba casco y sus descomunales facciones se retorcieron de cólera. Rugiendo ante los humanos —y con más furor aun cuando Elbryan lo alcanzó con una flecha que no le atravesó el formidable peto—, arrojó su lanza incandescente primero al árbol situado a su izquierda y después al que tenía a su derecha; ambos se incendiaron de inmediato como dos antorchas. El bruto avanzó entre los árboles, flanqueado de fuego, sin preocuparse por este, y Elbryan y Pony distinguieron la oscura silueta de otro par de gigantes detrás de él.
—Atácalo frontalmente —indicó el guardabosque y, envolviéndose estrechamente en su capa, se revolcó en el fangoso suelo. Se puso en pie de un salto y subió a la carrera hacia un lado. Pony, llena de confianza en él, se apresuró a lanzarse inmediatamente al ataque blandiendo su espada amenazadoramente para llamar la atención del fomoriano que empuñaba la lanza.
El gigante separó mucho los enormes pies y se dio un palmetazo con la lanza obra del demonio en la palma abierta de la mano. No prestó atención al hombre, pues sabía que no tenía ninguna posibilidad de huir, sino a la estúpida mujer, que con gran coraje y firmeza caminaba hacia su definitiva perdición.
Cada paso que daba le resultaba a Pony más difícil. Oyó un lejano estruendo detrás, a considerable distancia, y entonces comprendió que los otros gigantes —probablemente tres o cuatro, si sus cálculos en la anterior batalla habían sido correctos— habían cerrado aquel extremo del barranco. ¿Adónde se había dirigido Elbryan, y para qué? ¿Por qué, simplemente, no había utilizado a Ala de Halcón disparando una flecha tras otra a la cabeza desprotegida del lancero hasta derrumbarlo herido de muerte? Entonces habrían podido luchar dos contra dos, y luego tratar de escapar en la oscuridad de la noche.
Pony desechó tan confusas posibilidades de su cabeza: se trataba de Pájaro de la Noche, el guardabosque, adiestrado por los elfos.
Apenas empezaba a aumentar de nuevo su firmeza, cuando lo vio corriendo a través del fuego, sobre una rama baja del árbol a la derecha del gigante. Las llamas lo lamían a él y a la empapada y fangosa capa, pero seguía corriendo, oculto por el resplandor del fuego, avanzando hacia su desprevenido enemigo.
Pony aulló y atacó, captando por completo la atención del monstruo. De repente se frenó y lanzó un crepitante rayo en forma de horca, que alcanzó violentamente al jefe y a los otros dos gigantes que lo seguían.
Entonces, antes de que Togul Dek se recuperara de la descarga, Elbryan llegó corriendo hasta el extremo de la rama, y dio un tremendo salto con la espada preparada y los brazos abiertos para dejar atrás la capa en llamas. Tempestad se hundió en la cara del gigante, mientras las botas de Elbryan chocaban violentamente con el pecho de la enorme criatura.
Sólo podía dar otro golpe rápido; no podía fallar. Y así fue: la temible Tempestad partió hueso y carne y se hundió en el cerebro del gigante.
Togul Dek intentó responder, intentó levantar la lanza y apuntar, pero el arma se le cayó de las manos, súbitamente débiles, dibujando una línea brillante en el aire. Fue a caer lejos, sobre una piedra que rápidamente quedó convertida en una fluida y blanda lava, y esta empezó a deslizarse ladera abajo arrastrando con ella la lanza, que fue fundiendo las piedras que encontraba a su paso de modo que la ardiente avalancha fue ganando ímpetu.
Elbryan tiró con energía de la espada pero mantuvo los pies firmes mientras el gigante caía hacia atrás, montado sobre el monstruo como sobre un árbol talado. Ante aquel panorama, los dos gigantes que seguían a su jefe no supieron qué hacer, pues ni siquiera habían visto a Elbryan hasta que Togul Dek comenzó a caer hacia atrás. Y entonces era demasiado tarde.
Elbryan saltó al suelo con una grácil voltereta, atacó, pinchó con furia hasta encontrar el pliegue entre el enorme peto de un gigante y su armadura pélvica. Descargando todo su peso en la espada la hundió hasta la empuñadura; luego se precipitó entre los dos brutos al tiempo que desclavaba a Tempestad. Giró repentinamente sobre sí mismo y se lanzó de cabeza con otra voltereta, esta vez debido a que el segundo gigante lo amenazaba con su porra. El arma silbó por encima del blanco, sin producir daño alguno… a Elbryan, por lo menos. El gigante herido, que se aguantaba los desgarrados intestinos, se encorvó, quedó justo en la trayectoria del arma y fue alcanzado en plena frente. Se vino abajo gimiendo, intentando dominar el vértigo y gruñendo a causa del punzante dolor.
Elbryan propinó otro golpe al bruto que todavía se mantenía en pie y luego se precipitó en la oscuridad de la noche. Sin embargo no creía haber sido lo bastante rápido y temió que el gigante lo alcanzaría con un golpe, pero inexplicablemente el monstruo dejó caer la porra y empezó a aullar, llevándose las manos a la visera.
Pony apareció corriendo, pinchó al gigante con fuerza en la corva y se apresuró a reunirse con Elbryan.
—¿Qué le hiciste en los ojos? —preguntó el guardabosque, pero Pony no respondió; se limitó a encogerse de hombros y siguió corriendo.
La persecución, apremiante y rápida, los obligaba a correr a toda velocidad. Llegaron hasta una pared de piedra, escalable, pero Elbryan temió que los gigantes lo tendrían más fácil, los alcanzarían y simplemente los arrancarían de la pared antes de que pudieran llegar arriba.
No había otra opción, decidió el guardabosque, y empezó a escalar con la esperanza de hallar un agarre firme para poder empujar a Pony por encima de él, por encima de la roca, de forma que pudiera ponerse a salvo en la oscuridad de la noche. Casi había llegado arriba cuando oyó que Pony, algunos palmos por debajo de él, gritaba de pavor.
Elbryan se dio la vuelta y soltó un grito al ver que un gigante se abalanzaba sobre su amada. Pony no tenía a mano arma alguna —arma alguna que viera Elbryan, por lo menos— aunque la joven había extendido el brazo hacia el gigante.
Pony gritó otra vez, y algo voló de su mano y chocó como un cohete contra la visera del gigante con un sonido metálico; aunque el proyectil no atravesó el yelmo sino que rebotó, lo golpeó con una fuerza tan tremenda, que el metal se dobló y se clavó en la cara del gigante, de modo que el monstruo cayó. Pony se apresuró a recuperar la piedra pues no quería perder un arma tan poderosa.
Elbryan agarró a Pony por el hombro y, alzándola por encima de él, la empujó hasta que la joven se encaramó al borde del risco. El guardabosque trepó desesperadamente y coronó el borde en el preciso momento en que los dedos de un segundo gigante iban a agarrarlo.
Pony acudió presurosa y de un espadazo cortó un par de dedos; luego los dos echaron a correr de nuevo, esta vez sin perseguidores.
—¿Qué le hiciste al primero? —le preguntó el guardabosque.
—La piedra imán —repuso Pony—. La gema se precipita hacia el metal. ¡Ojalá tuviera cien como esta!
Elbryan miró hacia atrás, en dirección al risco, y se estremeció ante el asombroso poder de la piedra. Había creído que su espada era impresionante, se había creído a sí mismo un maravilloso guerrero, y sin duda lo era, pero ¿cómo compararse con el poder de las piedras?
Elbryan estaba contento de contar con Pony y de contar con Avelyn, aun más poderoso que la mujer. Ese pensamiento aumentó la esperanza de que su amigo monje vencería al demonio que había aparecido en Corona.
Aunque no conocía su origen, Tuntun contemplaba con satisfacción el espectáculo de la ardiente avalancha. La elfa había desempeñado sólo un papel secundario en la batalla, pues había disparado una única flecha. ¡Pero qué disparo! Tuntun había clavado la flecha en la visera del gigante, justo a través de la raja. Mentalmente, volvió a oír el aullido del monstruo y vio a Elbryan y Jilseponie corriendo hacia el refugio seguro de la oscuridad de la noche.
Convencida de que por el momento estaban sanos y salvos, la elfa había retrocedido dando un rodeo hasta más abajo del lugar de la lucha para reunirse con su compañero.
—No te haré ir más lejos —le dijo a Sinfonía, acariciando el belfo del animal que tan útil le había sido. Aunque los caminos parecían tranquilos, por lo menos a corta distancia, Tuntun había decidido que sería mejor tomar precauciones. Sola podría llegar hasta el final sin peligro de ser descubierta.
»Sé que eres lo bastante inteligente para marcharte —susurró Tuntun, y el imponente caballo bufó como si la entendiera. La elfa cogió su mochila y sus armas, un arco y una larga daga, y, después de una última mirada a Sinfonía y de una inclinación de cabeza en señal de agradecimiento, se apresuró a internarse en la noche.