27

Cazados

El terreno se va haciendo más agreste, tío Mather, más semejante a la naturaleza de nuestros enemigos. Los árboles son más viejos y más oscuros, y nunca han sido explotados por los hombres. Los animales no nos tienen miedo, ni les infunden respeto nuestras armas o nuestra astucia.

Elbryan permanecía apoyado en la raíz del árbol que cruzaba en diagonal aquella improvisada habitación del Oráculo, meditando sus propias palabras. Eran bastante exactas; en aquella región del norte tan alejada de cualquier asentamiento humano, todo parecía mayor y más impresionante. Las encumbradas montañas que constituían la espantosa Barbacan estaban a menos de un día de marcha; dominaban el horizonte septentrional y hacían que los viajeros se sintieran aun más empequeñecidos.

—Me encuentro en un mar de confusiones —prosiguió el guardabosque—. Temo por nuestra seguridad; ¿seré capaz de proteger a mis amigos, no ya de la amenaza que representa nuestro enemigo sino simplemente de la mera supervivencia en esta región? Y, no obstante, aquí soy en cierto modo más libre que nunca, pues puedo utilizar el adiestramiento de los elfos mejor que en ningún otro lugar. No cabe el menor error en el remoto norte, no hay margen de seguridad alguna, y esto me obliga a estar siempre alerta, en guardia, con un hormigueo provocado por la cautela. Tengo miedo, y por consiguiente estoy vivo.

Elbryan se sentó otra vez, sonriendo ante lo irónico que resultaba todo aquello. «Tengo miedo, y por consiguiente estoy vivo».

—Si pudieran elegir, la mayoría de la gente escogería una vida tranquila de lujo —dijo en voz baja—, se haría rodear de sirvientes, incluso de concubinas. Pero están en un error, pues aquí, en medio del peligro constante, estoy diez veces más vivo de lo que jamás podrían estar ellos. Y con el estímulo de Pony, y con el estímulo que espero ser yo para ella, me siento muchísimo más satisfecho. Creo que ahí estriba la diferencia entre la satisfacción física y el verdadero acto de amor, la diferencia entre el simple desahogo y la pasión. Quizá muera pronto en la tarea que me aguarda; pero aquí, en unidad con mi espíritu y mi naturaleza, al borde de la catástrofe, he vivido muchísimo más de lo que la mayoría experimentará jamás.

»Así pues, no lamento este viaje que me ha deparado el destino, tío Mather, ni lamento que los demás… Bradwarden y Avelyn, Paulson y Chipmunk, y sobre todo Pony… hayan sido arrastrados a esta tarea. Compadezco a Belli’mar Juraviel, siento que no haya podido participar en ella, que su deber lo haya llevado por otros derroteros.

Elbryan apoyó la barbilla en la palma de la mano y permaneció pensativo mirando fijamente la débil imagen en el rincón del espejo. Era verdad todo aquello; odiaba la muerte y el sufrimiento, naturalmente, pero no podía negar la excitación que sentía, ni la sensación de rectitud, ni el convencimiento de que sin duda estaba llevando a cabo una misión crucial para el mundo.

Observó detenidamente la imagen de Mather, en busca de una sonrisa de aprobación o de un ceño que le indicara que sus sentimientos no eran sinceros sino sólo una defensa contra la desesperación. Observó detenidamente y vio que en las profundidades del espejo una sombra comenzaba a abrirse paso hacia la reluciente superficie. El guardabosque suspiró, creyendo que era una señal de desaprobación, creyendo que quizás había caído en una trampa de justificaciones; pero poco a poco comprendió que aquello no era una nube que emanaba de Mather o de sus propios sentimientos. Comenzó a comprender que había algo más, algo mucho más tenebroso.

Se irguió en su asiento, sin parpadear.

—¿Tío Mather? —preguntó sin aliento, mientras un escalofrío le helaba el alma.

Frialdad, negrura, muerte viviente.

La mente del guardabosque empezó a dar vueltas tratando de hallar un sentido a tan evidente fenómeno. Cayó en la cuenta de que sólo una criatura era capaz de traer tanta oscuridad, y de repente comprendió. No sabía ni le importaba si Mather le había avisado desde el otro lado de la vida, o si se trataba simplemente de una conexión emanada del poder mágico del Oráculo. Lo que sí sabía era que el Dáctilo demoníaco lo buscaba, los buscaba a todos ellos, enviando su visión sobrenatural a todas partes.

El miedo lo paralizó al comprender que, usando el Oráculo, tal vez ayudaba a su enemigo a localizarlo a él y a sus amigos. Se puso en pie con tanta brusquedad que se golpeó la cabeza contra las raíces y el suelo que conformaban el techo de la cueva; se precipitó hacia el espejo y le dio la vuelta para romper toda conexión. Luego cogió la manta, envolvió el espejo en ella y se dirigió hacia la salida; después salió a gatas a la luz mortecina del día y llamó a Avelyn.

Del flujo de lava derretida, el Dáctilo demoníaco sacó su última creación —una resplandeciente pica, una afilada lanza— y la sostuvo en alto.

—Imbéciles, todos. —La bestia se echó a reír contemplando su obra de arte, un arma que localizaría y destruiría a los desgraciados humanos que se dirigían hacia Aida. En la pica el demonio concentró su visión para percibir mágicamente el rastro dejado por los humanos; concentró su poder, la fuerza del infierno, su fuerza para quemar.

La bestia llamó a sus guardias de elite, los gigantes con armadura, y a su jefe, Togul Dek.

Cuando aquel bruto se hubo presentado ante su tenebroso señor, Bestesbulzibar le tendió la resplandeciente lanza.

Togul Dek vaciló, pues sintió su calor y su intenso poder mágico.

Bestesbulzibar blandió la lanza de dos metros y gruñó una advertencia final, y Togul Dek, más temeroso del demonio que de la imponente herramienta, la cogió ya sin vacilación alguna, aunque hizo una mueca de dolor cuando su carne entró en contacto con el arma diabólica. La expresión de Togul Dek se convirtió en sorpresa pues la lanza estaba fría.

—Llévate contigo a diez guardias —le ordenó Bestesbulzibar—. Los humanos se acercan a mi trono. La lanza te conducirá.

—¿Quiere Bestesbulzibar, nuestro rey, a alguno con vida? —preguntó el gigante escupiendo cada palabra.

El Dáctilo soltó una risa burlona como si se tratara de una idea absurda, manifestando así que no creía que mereciera la pena desperdiciar ni su tiempo ni su energía con aquel puñado de miserables humanos.

—Tráeme sus cabezas —ordenó—. Os podéis comer el resto.

El gigante saludó marcialmente con un taconazo y se dio la vuelta; escogió a sus diez amigos más íntimos entre la guardia de elite y abandonó el salón del trono.

Tras despedir al resto de los guardias, el Dáctilo volvió junto a uno de los resplandecientes ríos de lava, y clavó las garras en la piedra ardiente. Sintió el poder mágico que sólo él podía gobernar y se puso de nuevo a meditar sobre la tenebrosidad de su absoluto poder.

—¿Cómo he podido ser tan imbécil? —se lamentó Avelyn apoyando la cabezota en las rollizas manos.

—¿Por qué te culpas? —preguntó Pony, consciente de que no tenían tiempo para dudas y culpas. Había que afrontar cada reto sin lamentar las decisiones anteriores.

—Debería haber sabido que el Dáctilo nos buscaría, debería haberme anticipado a su visión mágica —replicó Avelyn.

—No sabemos que el Dáctilo haya emprendido la búsqueda —intervino Elbryan—. Quizá la sombra en el Oráculo era sólo un aviso. Hemos topado con pocos enemigos desde que emprendimos el viaje, y sólo con un grupo organizado que formaba parte del ejército del demonio. ¿Por qué Bestesbulzibar…?

—¡No pronuncies ese nombre en voz alta tan cerca de la morada del Dáctilo! —lo previno Avelyn—. ¡Ni siquiera lo pienses, si es que puedes dominar tus pensamientos!

Elbryan asintió excusándose ante Avelyn y ante los demás, que estaban muy asustados.

—No sabemos si es demasiado tarde —dijo el guardabosque en voz baja.

—Entonces, ¿has tomado medidas? —preguntó Bradwarden.

Avelyn asintió. Con la piedra solar que le había quitado a Quintall había activado un escudo protector contra la magia de adivinación. No era realmente un hechizo difícil, y el poderoso Avelyn podía mantenerlo con la piedra solar durante mucho tiempo sin hipotecar su energía para otras magias.

Ahora caía en la cuenta de que debería haberlo activado justo al salir de la región de Dundalis.

—¡Estúpido! —gruñó Paulson, lanzando una amenazadora mirada al monje, para, acto seguido, marcharse hecho una furia.

Elbryan fue tras él, lo alcanzó y, agarrándolo por el codo, lo condujo lejos del campamento, detrás de la protectora muralla de árboles, para hablar en privado.

—No dijiste nada acerca de que debíamos activar un escudo protector —indicó el guardabosque.

—No soy brujo —arguyó Paulson—. Ni siquiera había oído hablar de nada semejante.

—En ese caso, es bueno que tengamos a Avelyn con nosotros, ya que puede impedir la mirada del demonio.

—A lo mejor el condenado demonio nos está viendo ahora mismo —replicó con acritud Paulson, y lo miró rápida y nerviosamente mientras pronunciaba tan graves palabras.

—No estoy dispuesto a tolerar que se culpe a nadie durante este viaje —dijo Elbryan con tono severo.

Paulson lo miró largamente y después de haberlo meditado cedió bajo la mirada imperturbable del guardabosque. En lugar de asumir una postura defensiva, típica de su carácter, el hombrachón puso todo su empeño en ver las cosas desde el punto de vista de Elbryan. Finalmente, asintió.

—Está bien que Avelyn esté con nosotros —manifestó con sinceridad.

—Conseguiremos llegar allí —prometió Elbryan, y se fue.

—Oye, guardabosque —exclamó Paulson después de que Elbryan hubiera dado unos pasos.

Elbryan se dio la vuelta para mirarlo y advirtió su sonrisa burlona.

—Conseguiremos llegar allí, pero ¿estás seguro de que nos conviene? —bromeó Paulson.

—Estoy seguro de que no —replicó Elbryan, siguiendo la broma.

Desde lo alto de un elevado y rocoso risco, agazapados tras un peñasco, los compañeros observaban la última caravana que salía de Barbacan. Los trasgos constituían el grueso de aquella columna; caminaban penosamente, con la cabeza baja y aspecto extenuado, sobre todo los que tiraban de las diversas máquinas de guerra de los powris: catapultas, artefactos para lanzar pesadas piedras y enormes taladros destinados a abrir grandes agujeros en las murallas de las fortalezas.

La caravana proseguía su marcha; atravesó un desfiladero de la pared de la oscura montaña y formó una columna que, por el este, desapareció de la vista de los compañeros.

—También se proponen asaltar Alpinador —dedujo Elbryan.

—El Dáctilo aprovechará los meses de verano para dirigirse a la costa, donde sin duda más powris aguardan a sus ejércitos —añadió Avelyn y, al considerar sus propias palabras, soltó un sonoro bufido—. A menos, naturalmente, que los soldados del demonio ya se encuentren en la costa. ¡Vaya, vaya!

—En ese caso, no tenemos tiempo que perder —señaló Bradwarden, que estaba a unos pocos pasos detrás de los demás, en un punto algo más bajo. Obviamente el centauro no podía escalar la roca y agazaparse allí, y por eso había dedicado la última media hora a esperar con impaciencia, a escuchar las descripciones de las exóticas máquinas de guerra de los powris y el inacabable recuento de gigantes que realizaba Paulson.

—Tenemos que esperar a Pony —recordó Elbryan al ansioso centauro.

—Pues ya no tenéis que esperar más —dijo una voz delante de ellos, y el grupo se movió como un solo hombre para contemplar cómo la mujer avanzaba con ligereza por el sendero situado abajo—. Hay varios desfiladeros que nos permitirán entrar. Este sendero se bifurca a medio kilómetro de aquí; el camino de la izquierda serpentea hacia abajo y se aleja de la sierra, pero el otro sube y se interna en la cordillera, que no es demasiado ancha.

—¿Es posible resguardarse allí? —preguntó Elbryan.

Pony se encogió de hombros.

—Sí, dentro de lo que cabía esperar —contestó—. Una hilera de rocas erosionadas bordea el camino por ambos lados; pero, si nuestro enemigo dispone de vigías en lugares adecuados, nos pueden ver perfectamente.

—Entonces, tenemos que verlos antes nosotros a ellos —dijo Elbryan con determinación, cogiendo a Ala de Halcón. Ordenó a Ardilla que se apresurara a flanquearlos por la izquierda, confió a Pony la vigilancia por el lado derecho, y él mismo emprendió la marcha adelantándose considerablemente a Avelyn, Paulson y Bradwarden.

En menos de media hora habían subido por la ladera sur de las oscuras montañas hasta el límite de los árboles, donde soplaba un viento helado. Elbryan, en funciones de guía y fuera de la vista de los demás, dejaba pistas para mostrar por dónde había pasado, pero, pese a ello, temía que se separaran y se perdieran. Barbacan era un lugar agreste, más salvaje que ninguna otra tierra conocida por el guardabosque, plagada de enormes afloramientos rocosos, piedras dentadas y gruesos troncos de oscuros árboles muertos. Los senderos podían terminar abruptamente en un precipicio de más de treinta metros, y rocas erosionadas podían caer de repente sobre la cabeza de un desprevenido viajero. Era un lugar en el que se respiraba el peligro más primario, un lugar que hacía sentirse al guardabosque más vivo.

Un ligero ruido a su derecha lo alertó; su mano pasó del arco a la espada. Se deslizó detrás de una roca, se tumbó boca abajo y atisbó por el borde de un pequeño barranco, un corte en la montaña lleno de árboles y maleza.

El ruido sonó otra vez: unas pisadas ligeras. Elbryan observó hasta descubrir su causa: una sombra que se movía ágilmente a través del entresijo de ramas. El guardabosque cogió de nuevo a Ala de Halcón, sin dejar de mirar el objetivo.

Y entonces se tranquilizó cuando la sombra penetró en un claro del bosque.

—Pony —susurró, para llamar su atención. El hombre observó la sigilosa manera de acercarse de la chica y se mantuvo alerta.

—Trasgos —dijo ella en voz baja cuando estuvo cerca, sin atreverse a cruzar el resto del claro para llegar hasta Elbryan—, hacia arriba y a la izquierda, más allá de los pinos gemelos y detrás del peñasco que sobresale.

Elbryan exploró en aquella dirección, pero tuvo que salir de detrás de la roca para poder ver aquel peñasco que sobresalía. Asintió cuando vio el lugar, aunque no el trasgo.

—¿Cuántos?

—Sólo he visto uno —contestó Pony—; podría haber otros, más lejos, hacia la izquierda y hacia abajo.

Elbryan echó una ojeada atrás, a lo largo del sendero. Se había movido de sombra en sombra y era poco probable que el trasgo lo hubiera visto desde aquella distancia; pero Avelyn, y en particular Bradwarden, podían tener problemas si no se daban cuenta. Según los cálculos del guardabosque, el trío de cola pronto estaría dentro del campo visual del trasgo.

Notó un movimiento arriba, una oscura sombra que apareció por el peñasco que sobresalía. Inquieto e inseguro, el guardabosque puso una flecha en Ala de Halcón.

—Si hay más, pronto tendrán noticia de nosotros —susurró.

—Quizá pueda sorprenderlo por detrás —replicó Pony.

Elbryan estaba comenzando a considerar tal posibilidad cuando notó que la atención del trasgo estaba concentrada… atrás, en el sendero que había seguido Elbryan.

—Nos ha visto —explicó el guardabosque alzando el arco. La distancia era de casi cien metros y el único blanco era la cabeza y los hombros del trasgo; para peor, el viento soplaba en contra. Aun así, la flecha dio en el centro del blanco, y la oscura silueta desapareció.

Se oyó un grito, y una segunda forma salió de detrás del peñasco y emprendió la fuga.

—¡Saben que estamos aquí! —gritó a Pony el guardabosque, y los dos se lanzaron en su persecución, aunque con pocas esperanzas de dar alcance a la criatura entre la enmarañada maleza. Sin embargo, a los pocos pasos, se pararon en seco al ver que el trasgo salía tambaleante de un soto y retrocedía a través de una extensión de piedra pelada.

Contemplaron con curiosidad cómo el monstruo se estremecía de repente y luego se desplomaba; poco después Ardilla surgió entre la maleza situada detrás de la criatura y se apresuró a recuperar sus dagas.

—Buen trabajo —alabó Elbryan, aunque el hombre estaba demasiado lejos para poder oírlo.

—Y beneficioso —añadió Pony.

—En marcha nosotros tres —les indicó el guardabosque—, y también Paulson. Tenemos que explorar la zona para asegurarnos de que no hay más centinelas por los alrededores que puedan ser testigos de las muertes.

Los cuatro recorrieron la zona y la escudriñaron desde todos los ángulos posibles, buscando trasgos o cualquier señal que delatara su presencia, Cuando al fin se convencieron de que nadie había descubierto las muertes, Elbryan los condujo con premura hasta una depresión en forma de cuenco mientras la noche caía sobre las salvajes montañas. El guardabosque hubiera preferido ir más lejos, pero no podían cruzar aquel terreno difícil y peligroso de noche y, naturalmente, no podían encender antorchas.

Instalaron el campamento con el convencimiento de que su avance no había sido detectado; no podían saber que un gigante portaba un arma que había advertido las muertes y había dirigido a quien la empuñaba directamente hasta el lugar donde estaban los cadáveres de los trasgos, un lugar no demasiado lejos del campamento.

La noche era fría y silenciosa, salvo el quejido del viento a través de los peñascos de la montaña. Elbryan y Pony se sentaron juntos, acurrucados bajo una manta. A su lado se cernía la enorme sombra de Bradwarden, que protegía a Avelyn del viento con su corpulencia. Paulson y Ardilla hacían la ronda vigilando el campamento.

—Mañana treparemos por laderas más escarpadas —dijo Elbryan con cierta preocupación.

—Oh, no te inquietes —lo tranquilizó Bradwarden—. Encontraré mi camino.

—Me preocupa sobre todo Avelyn —comentó el guardabosque.

Como si lo hubiera oído, el dormido monje se giró y se puso a roncar sonoramente.

—No está en forma para hacerlo —añadió Elbryan.

—Lo conseguirá —afirmó Pony—. He viajado con Avelyn durante muchos meses y jamás lo he oído quejarse. Considera que esto es su destino; no lo detendrá ninguna montaña.

Elbryan observó a Avelyn durante largo rato, reflexionando acerca de las experiencias que había compartido con él, y no pudo menos que asentir.

—Además —comentó el centauro—, está sacando buen provecho del sueño.

Otra vez como si lo hubiera oído, el monje se movió y soltó un ronquido.

—¿Ardilla? —susurró Paulson, y su voz fue enseguida ahogada por el quejido del viento—. ¿Eres tú?

El hombrachón se agachó escrutando cuidadosamente un grupo de árboles, de los que surgía el inequívoco rumor de unos pasos.

Sólo entonces Paulson se dio cuenta de que parecía haber otro árbol en el grupo.

—Maldición —susurró dándose la vuelta y echando a correr.

Un destello plateado, que centelleó en la luz mortecina, y un zumbido junto a su cabeza lo hicieron gritar y perder el equilibrio. Cayó al suelo, miró atrás, hacia el gigante, y lo vio hacer un movimiento espasmódico de sorpresa al tiempo que la daga de Ardilla le acertaba en el pecho con un sonido metálico.

—¡Adelante! —gritó el hombrachón apresurándose a ponerse en pie, animado por la certeza de que su fiel compañero estaba cerca. Pero el vibrante sonido del último impacto retumbó en su mente: ¡los gigantes eran unos enemigos muy duros, y qué decir con armadura metálica!

Y aquel llevaba desde luego armadura; Paulson lo comprobó cuando el monstruo se le acercó aún más. De nuevo aparecieron otras dos dagas girando en rápida sucesión, esta vez dirigidas más arriba, hacia la cabeza del monstruo. Ambas alcanzaron su objetivo pero fueron repelidas por un casco de metal.

—¡No te detengas a luchar! —gritó Paulson; al darse la vuelta para reemprender la huida, advirtió un resplandor naranja al costado del gigante. Hipnotizado, el hombrachón vaciló y soltó un grito al advertir que el resplandor era una especie de lanza que llevaba un segundo gigante. Alzó su arma para defenderse, pero la lanza forjada por el demonio la atravesó, asimismo su antebrazo levantado y se le hundió profundamente en el vientre.

Se sintió desgarrado por oleadas de un dolor abrasador. Nunca había imaginado que pudiera existir un sufrimiento semejante. Apenas consciente, se sintió levantado por los aires y, con un ligero movimiento de los enormes brazos del gigante, salió volando, lanzado hacia la noche, hacia la muerte.

Ardilla corría pidiendo auxilio a gritos; lágrimas de miedo y de horror y de dolor por la muerte de su otro amigo le surcaban las mejillas. Había gigantes por todas partes. Sentía el calor del resplandor naranja siguiendo sus pasos. Tenía que regresar al campamento y, sin embargo, se daba cuenta de que hacerlo pondría a todos en peligro, supondría el final de la expedición.

Encontró un agujero y, a toda prisa, se metió en él y se enterró bajo un montón de hojas al pie de un grueso árbol. Su confianza creció al ver pasar de largo a un par de gigantes que no advirtieron su presencia. Un tercero apareció corriendo a toda velocidad, seguido por el que llevaba la lanza resplandeciente.

El gigante estaba a punto de pasar de largo también pero, impelido por el arma demoníaca, se detuvo en seco.

Ardilla intentó gritar cuando el gigante apartó las hojas y él vio al imponente monstruo de más de cuatro metros de altura y la enorme y horrible lanza. Intentó gritar, pero no emitió ningún sonido, sólo un gorgoteo entrecortado que cesó de pronto cuando la monstruosa lanza se le vino encima.

Los gritos de los dos desdichados habían alertado del peligro a Elbryan y a los demás, de modo que estaban preparados cuando el primer gigante irrumpió entre la maleza y se lanzó hacia el borde del campamento en forma de cuenco. La bestia, pensando al parecer que el centauro era un simple caballo, pasó pesadamente junto a Bradwarden, que tenía la cabeza y el torso inclinados.

En el preciso instante en que el gigante pasaba junto a él, Bradwarden se dio la vuelta, alzó su pesado arco y disparó. La flecha chocó con fuerza, melló y atravesó la chapa de la armadura pero no con la suficiente profundidad para causar una herida de consideración. Con tres rápidos pasos, el centauro alcanzó al gigante y lo golpeó enérgicamente en la espalda; el pesado arco de Bradwarden, manejado a modo de porra, resonó contra la armadura de metal y se astilló. El gigante tropezó y se derrumbó; maldiciendo su estupidez por usar el arco de aquel modo, el centauro cogió la porra para seguir acosándolo. Pero aparecieron otros dos gigantes tras su compañero y se abalanzaron sobre Bradwarden.

—¿Para qué sirve? —preguntó Pony a Avelyn, mientras el monje sostenía en alto una piedra que la mujer jamás había visto antes, un conjunto de cristales octaédricos de color negro.

—Es una piedra imán —explicó Avelyn—. Magnetita.

Acto seguido guardó silencio y, concentrando sus pensamientos en la piedra, empleó su energía mágica para encender los poderes contenidos en ella. Los gigantes se precipitaban contra Bradwarden en línea recta; Elbryan se había ido hacia un extremo del campamento y, en aquellos momentos, anunciaba a gritos la presencia de más gigantes fomorianos.

Pony se alejó de Avelyn y corrió a reunirse con Elbryan.

Otras tres gigantescas criaturas se acercaban nimbadas por un resplandor anaranjado. Inmediatamente Ala de Halcón entró en acción, disparando una flecha tras otra que chocaron con fuerza contra la armadura de metal, contra el peto y repetidamente contra la visera; varias puntas rebotaron y se clavaron en la cara del gigante y lo hicieron aullar de dolor.

Uno de los tres renunció al ataque y se llevó las manos a la cara, cegado por las punzantes heridas.

Elbryan soltó el arco y empuñó a Tempestad mientras Pony se le acercaba. Le ordenó que fuera hacia la izquierda, hacia el gigante que no llevaba la lanza incandescente, pues intuyó que aquella lanza tenía algún poder diabólico.

Pony se apresuró a obedecerlo, pensando que podría matar con mayor rapidez al otro monstruo, no tan grande como el que empuñaba la lanza, aunque ningún gigante era presa fácil. Se precipitó contra él simulando una finta hacia un lado mientras el monstruo levantaba su enorme espada. Pony, que era con diferencia más rápida y ágil, dio un paso a la izquierda, luego otro a la derecha y avanzó en línea recta, mientras el espadazo del gigante caía sobre ella; entonces se lanzó de cabeza para meterse entre las piernas abiertas del monstruo.

Reaccionando con rapidez, el gigante se irguió en toda su imponente altura y cerró las piernas para atrapar a la estúpida humana.

No obstante, el grafito de Pony hizo fracasar aquella maniobra, al enviar una crepitante descarga de energía por la parte interior de los muslos, que hizo que el gigante se tambaleara y abriera las piernas, mientras la mujer lograba escabullirse por detrás. Entonces Pony empleó una táctica más convencional: desenvainó la espada, se dio la vuelta hacia el monstruo y descargó su arma con fuerza en la parte más baja de la espalda, buscando una abertura entre las placas protectoras.

No encontró ninguna, pero permaneció detrás del tambaleante bruto y salió disparada tan pronto como el gigante trató de girar para agarrarla.

Elbryan no sabía qué hacer contra aquel enemigo protegido por una armadura, ni mucho menos contra su lanza incandescente. ¿Por qué el monstruo no se quemaba las manos?, se preguntaba, pues era evidente que la lanza estaba terriblemente caliente.

Como el gigante pinchaba en línea recta hacia adelante, Elbryan abandonó tales pensamientos para concentrarse y evitar que su cuerpo se convirtiera en un colador de grandes agujeros. Se desplazó hacia un lado blandiendo a Tempestad para detener la agresiva lanza; cada golpe provocaba una lluvia de destellos anaranjados en el aire.

Elbryan sabía que tenía que ganar una posición más elevada para poder alcanzar la cabeza del gigante; conocía el terreno, pues lo había grabado en su mente antes de que cayera la noche. Corrió veloz hacia un lado y se encaramó en lo alto de un peñasco erosionado; se situó en un punto estable y se dio la vuelta en disposición de ataque para enfrentarse al monstruo que se precipitaba contra él.

Tempestad, a la misma altura que los ojos del gigante, propinó un potente golpe. El monstruo levantó la lanza para detenerlo, pero demasiado tarde; la espada se estrelló con violencia contra la visera, y la potencia del impacto torció la cabeza del gigante.

La estocada de la lanza voló en línea recta; Elbryan giró las caderas para esquivarla. Luego saltó hacia adelante y propinó un golpe lateral mientras la peligrosa y pesada lanza retrocedía. Alcanzó de pleno al gigante en un lado de la cabeza, quitándole el yelmo; la enorme criatura se tambaleó y dio una larga zancada hacia un lado.

—Ante el próximo golpe no estarás tan protegido —prometió el guardabosque.

No obstante, el gigante también conocía trucos. Se precipitó hacia Elbryan, pero se desplazó porque Tempestad se alzó para rechazarlo, mientras los pies de Elbryan giraban defensivamente hacia afuera permitiéndole retirarse hacia atrás o hacia cualquiera de los lados. El gigante clavó la lanza en la roca erosionada, pero Elbryan se quedó demasiado sorprendido para aprovechar aquella instantánea oportunidad de atacar.

En lugar de hacerlo, se vio obligado a saltar hacia un costado, aplastando en su caída ramas y arbolitos, pues la roca sobrecalentada se volvió roja y empezó a fluir justo por debajo de él.

El guardabosque estaba aturdido pero sabía que tenía que continuar moviéndose mientras aquella masa de piedras fundidas rodaba hacia abajo, encendiendo pequeños fuegos entre las ramitas.

A la luz del repentino resplandor, Elbryan vio que otras figuras gigantescas se movían en torno; y, ante aquellos refuerzos y aquella terrible lanza incandescente, el guardabosque supo que él y sus amigos estaban perdidos.

Avelyn se sumergió en la piedra más profundamente y sintió que su energía crecía hasta alcanzar una masa crítica. La piedra imán era muy magnética; su encantamiento la lanzaría a gran velocidad hacia una superficie metálica, a una velocidad increíble, mayor que la de la flecha de una ballesta.

El monje retrocedió y por poco perdió el equilibrio, mientras la piedra de repente silbó y voló certera hacia la armadura que protegía el pecho del gigante más cercano a Bradwarden. Lo golpeó con un tremendo impacto y lo derribó al suelo; entonces, para sorpresa de Avelyn, que en realidad nunca había utilizado antes la magnetita, el siguiente gigante fue alcanzado con similar violencia.

Bradwarden ya había conseguido quitarle el casco al gigante caído, y su porra hizo puré la cabeza del monstruo antes de que pudiera levantarse. El centauro oyó el estruendo muy cerca detrás de él y, al volverse, vio cómo dos gigantes se desplomaban; un agujero atravesaba limpiamente la armadura, el pecho y la espalda del más cercano.

—¡Vaya disparo! —felicitó Bradwarden a Avelyn.

El monje ya había echado a correr hacia el centauro, hacia los gigantes caídos, para recuperar la piedra. Pero en aquel momento otros gigantes aparecieron por doquier; eran sombras enormes que destacaban contra el horizonte.

—¡Súbete a mi espalda! —gritó el centauro.

—¡Mi piedra!

—¡No hay tiempo!

—¡Vayámonos! —gritó la voz de Elbryan—. ¡Avelyn con Bradwarden! ¡Pony conmigo! ¡Paulson con Ardilla! —«Si los dos están todavía con vida», añadió para sí—. ¡Huid por donde podáis!

Pony apenas daba crédito a lo que sucedía. Juntos habían llegado muy lejos, y de pronto se veían forzados a retirarse sin orden ni concierto. Esperó a que su gigante acabara de darse la vuelta y, de nuevo, se escabulló por entre las piernas. Otra vez se produjo aquel estallido de energía, y esta vez los músculos del gigante lo traicionaron al tensarse con la corriente y el bruto se desplomó.

Pony, sin embargo, no podía perder tiempo en aprovechar la ventajosa situación y corrió a toda prisa hacia el centro del campamento en busca de Avelyn y Bradwarden, esperando contra toda esperanza que podrían reunirse todos una vez más.

Vio al monje a lomos de Bradwarden; las potentes patas del centauro martilleaban el suelo hacia la cara norte del cuenco, en la misma dirección por la que habían llegado los primeros gigantes. Alcanzaron el borde y siguieron adelante; segundos después, todo el cielo se encendió con las deslumbrantes llamas de una tremebunda bola de fuego.

Pony retrocedió, mientras la lucha cesaba por un momento. Cuando recobró el aliento, la mujer se alegró al oír el martilleo de los cascos: al menos, Avelyn y Bradwarden habían escapado.

Pero, mientras bajaba a toda prisa por la pendiente rocosa perseguida por un par de gigantes, Pony no podía menos que preguntarse cómo lo conseguirían ella y Elbryan. Por puro instinto, se lanzó de cabeza por encima del gigante que Bradwarden había matado. Sintió una ráfaga de viento y oyó un crujido detrás de ella: era la porra de un gigante al estrellarse contra la armadura.

Siguió arrastrándose a toda prisa, temiendo que su vida llegaría a su fin en cualquier momento con una explosión abrasadora.

Se dirigió hacia el siguiente gigante y trató de ponerse en pie; pero tropezó, se tambaleó y cayó sobre la tercera criatura muerta. La mano de la mujer se desgarró con el borde dentado de la armadura del monstruo, y luego resbaló en la sangre derramada de las tripas destrozadas del gigante.

¡Estaban luchando detrás de ella! Se dio la vuelta y vio a Elbryan combatiendo con dos gigantes, manejando furiosamente a Tempestad. ¡Pero no podía ganar! Aunque lograra vencerlos, otros acudían a toda velocidad, entre ellos el que llevaba la lanza resplandeciente.

Instintivamente la mano de Pony se cerró en torno a algo duro, la retrajo y vio que era la piedra que Avelyn había utilizado. La miró con curiosidad un breve instante tratando de percibir su energía.

—¡Corre! —oyó que le gritaba Elbryan.

Mientras se levantaba, Pony miró a los contendientes y vio que Elbryan, con Ala de Halcón en una mano y Tempestad en la otra, daba un brinco para ponerse a salvo de una porra que caía como el rayo; luego saltó hacia atrás para esquivar un espadazo cruzado. Pony soltó un grito, creyendo que su amado había sido partido por la mitad, pero Elbryan había sido lo bastante ágil para eludir el golpe.

El guardabosque aseguró los pies tras el salto y echó a correr hacia adelante gritando salvajemente; su espada resplandecía con un color blanco azulado mientras asestaba golpes a diestro y siniestro y hacía saltar chispas al chocar contra las inflexibles armaduras.

Pero la táctica del guardabosque dio resultado y el súbito ataque obligó a los gigantes a retroceder un tanto y les hizo perder el equilibrio. Uno tropezó con un cuerpo caído y tendió la mano para agarrarse a su compañero. Con otro rápido salto, Elbryan atacó de nuevo e hizo tambalearse también a este último, de modo que ambos se derrumbaron.

El guardabosque desistió de arremeter contra ellos, pues otros gigantes se acercaban corriendo. Dándose la vuelta, echó a correr tras Pony; la alcanzó y juntos subieron por la ladera norte en pos de las huellas de sus amigos. Cuando la coronaron vieron los efectos de la bola de fuego de Avelyn: pequeños fuegos encendidos por doquier, el más grande de los cuales aún ardía sobre el retorcido y ennegrecido cadáver de un gigante. La pareja siguió corriendo pendiente abajo entre el calor y el humo, dando traspiés pero apoyándose uno en otro. Detrás oían los rugidos de los monstruos; sabían que detenerse significaba la muerte.

Los cuatro supervivientes siguieron adelante en plena noche, a ciegas, dando tumbos, separados en grupos de dos. La tercera parte de la expedición había muerto.