—Tú y tus amigos nos habéis salvado, no lo discuto —dijo Jingo Gregor, con la voz quebrantada por el agotamiento de las últimas semanas y el peso de las sorpresas y los horrores—. Sin embargo, ¿cómo vamos a ir de buen grado hasta un lugar de encantamiento?
Miraba suplicante hacia las ramas, hacia el guía apenas entrevisto que los había conducido a él y a sus compañeros a través de una región sin senderos, en dirección sur hacia las imponentes montañas que aparecían ahora a la vista.
—Es mejor que enfrentarse a las hordas de los trasgos —respondió Belli’mar Juraviel—. Os ofrezco refugio, un lugar tan seguro como ningún otro en el mundo. Y no os lo ofrezco a la ligera, te lo aseguro, maese Jingo Gregor. Tú eres tan extraño a los Touel’alfar como lo somos nosotros para vosotros, y el valle que alberga a mi pueblo no está abierto a los humanos. Aun así os llevo allí porque, si no lo hiciera, seguramente tú y todos tus compañeros pereceríais.
—No soy un desagradecido, buen Juraviel —replicó Jingo Gregor.
—Sólo cauteloso —se le adelantó Juraviel bajando del árbol para que el hombre pudiera verlo claramente; era una de las escasas ocasiones en que el elfo había permitido a los humanos que lo vieran—. Y es comprensible, teniendo en cuenta las tragedias que habéis padecido tú y tu gente. Pero no soy tu enemigo.
—Lo has demostrado sobradamente —asintió Jingo Gregor.
—En este caso, tranquilízate, pues Andur’Blough Inninness no está tan lejos —le dijo Juraviel—. Considérate afortunado si llegas a contemplar el valle de niebla de los elfos.
Había una prevención inconsciente en la última frase, que reflejaba las propias dudas de Juraviel acerca de su decisión de llevar humanos al valle secreto. Era cierto que Elbryan había sido llevado allí y había sido adiestrado; era cierto que la señora Dasslerond había permitido a Juraviel, a Tuntun y a los demás salir en busca del guardabosque para ayudarlo en su lucha. Pero llevar humanos a Andur’Blough Inninness sin la autorización expresa de la señora Dasslerond era forzar su compasión, y Juraviel no estaba seguro de que aquel grupo no se acabara perdiendo; quizás habían modificado y camuflado los senderos en el valle de niebla sin siquiera advertírselo. Sabía que la señora Dasslerond era compasiva; pero, ante todo, era pragmática y protectora de su reino. Para ella, el bienestar de los Touel’alfar estaba por encima de cualquier otra consideración, tal vez incluso por encima de las vidas de una veintena de humanos.
A pesar de que en el tono de Juraviel era perceptible la sombra de la duda, Jingo Gregor pareció satisfecho con sus palabras, un discurso que el elfo le había repetido varias veces durante los últimos días. Juraviel no podía menos que compadecer a aquel grupo de desgraciados, muchos de los cuales habían perdido a sus seres queridos cuando los trasgos atacaron sus casas, y la mayoría de estos habían sido torturados y violados por aquellas perversas criaturas. El elfo les ofrecería palabras de consuelo a todos y cada uno de ellos tan a menudo como necesitaran escucharlas, y tranquilizaría a aquella pobre gente aun cuando no estuviera seguro de cómo iba a acabar la aventura.
Jingo Gregor regresó entonces al calor del fuego del campamento, junto a sus dieciocho compañeros. También Juraviel volvió al campamento y estrechó la vigilancia en torno, aunque los humanos no tenían ni idea de los movimientos del elfo, pues era en extremo sigiloso cuando pasaba por las ramas más elevadas de aquellos árboles llenos de yemas.
El fuego ardía lánguidamente, de hecho nunca había sido muy vivo, pues Juraviel así lo decidió por precaución, pese a que estaba completamente seguro de que no había fomorianos en la zona, o, por lo menos, ningún grupo organizado. En aquel momento no quedaban más que rescoldos; su brillo anaranjado iluminaba pálidamente las formas humanas que descansaban, con una luz que parecía acompasarse a la rítmica respiración de los durmientes.
Juraviel también estaba a punto de dormirse, cómodamente acurrucado en la horqueta de una rama alta. Sabía que debería haberse situado mirando hacia el suelo; pero, dada la naturaleza pensativa de los de su raza, sus ojos se dirigían hacia el cielo, hacia las estrellas y sus misterios. Y en aquel momento se dirigían hacia algo más, algo más tenebroso y más siniestro, que se movía raudo a través del firmamento y se dirigía hacia el campamento, hacia Juraviel. El elfo percibió la presencia del demonio Dáctilo, del mismo modo que, seguramente, este percibió la suya; sintió el horror, la malignidad más absoluta, los helados escalofríos de la muerte.
Con un esfuerzo enorme, Juraviel apartó sus pensamientos sobre el cielo nocturno y la proximidad del destino fatal, y descendió con rapidez de rama en rama, hasta llegar al fin al centro exacto del campamento. Corrió de un lado a otro, pegando patadas a los pies, susurrando severamente, hasta que todos los humanos estuvieron levantados.
—¡Marchaos! —ordenó el elfo—. ¡Huid hacia el bosque en cuatro grupos de cinco, cada uno en la dirección que quiera!
Llovieron las preguntas, tanto a él como a los estupefactos jefes del grupo, pero Juraviel no se ablandó.
—¡No os entretengáis! —avisó el elfo—. ¡La muerte llega volando! ¡Marchaos al bosque!
¡El Dáctilo estaba cerca, muy cerca! Los humanos se apresuraron tratando de llevarse consigo algunas cosas, de ponerse las botas por lo menos; luego, dando traspiés, se adentraron en la profundidad de la noche del bosque.
Juraviel se quedó junto al brillante hoyo del fuego hasta que todos se hubieron ido; sus ojos miraban siempre hacia el cielo, hacia la más negra de todas las formas.
Lo sintió, lo vio; el Dáctilo descendió súbitamente desde lo alto, se precipitó a través de la maraña de ramas sin apenas precaución alguna; en el último momento giró y amortiguó el descenso, para aterrizar suavemente en el suelo justo frente al diminuto elfo.
Juraviel empuñó su ligera espada, pero se preguntó de qué le serviría frente al horrible demonio. Rogó para que toda aquella gente volviera enseguida y lo ayudara a combatir contra el monstruo, pero desechó semejante deseo, pues si aquellos hombres hubieran vuelto, tan sólo habrían perecido junto a él.
—Un Touel’alfar —observó el demonio Dáctilo con su espantosa voz—. No hay muchos de tu raza. No sois lo bastante fuertes, no lo sois.
—Vete de este lugar, demonio —respondió Juraviel con toda la firmeza de que fue capaz—. No tienes ningún dominio sobre mí, ningún derecho sobre mi corazón o mi alma. ¡Aquí yo soy el dueño, y reniego de ti y de tus mentiras!
El Dáctilo se rio de él, se burló de sus palabras y de su coraje, hizo que se sintiera como una criatura insignificante.
—¿Qué te hace pensar que estoy interesado en algo tan despreciable como tu corazón o tu alma, elfo? —aulló el demonio—. Tu corazón, tal vez —bromeó Bestesbulzibar—, pues podría regalarme con él, saboreando la dulce sangre de un Touel’alfar.
Mientras hablaba, Bestesbulzibar empezó a andar en torno al fuego, y Juraviel también se movió, manteniendo siempre los rescoldos entre él y el demonio; aunque, cuando pensó en ello, el elfo cayó en la cuenta de que las llamas, incluso cuando el fuego estaba más alto, no representaban ninguna barrera para la criatura de las más salvajes profundidades subterráneas.
—¿Por qué has salido de tu tierra, Touel’alfar? —preguntó Bestesbulzibar—. ¿Por qué estás tan lejos de tu valle? Sí, conozco tu valle. He visto muchas cosas desde que me he despertado, elfo estúpido, y sé que tu raza ha disminuido mucho y que vuestro mundo es ahora más pequeño, un simple cañón en un mundo que ha crecido demasiado y se ha hecho demasiado humano. Así que ¿por qué has salido de tu tierra, elfo? ¿Qué te trae tan lejos de tu casa?
—Las tinieblas del Dáctilo demoníaco —respondió con firmeza Juraviel—. Tu oscuridad ha levantado a los Touel’alfar, bestia insensata, pues no eres un desconocido para nosotros.
—Pero ¿qué pretendéis hacer con Bestesbulzibar? —bramó de repente el Dáctilo, y repentino también fue el ataque del monstruo: una rápida ráfaga justo al otro lado del fuego que esparció ascuas en cegadora lluvia. Juraviel blandió rápida y violentamente su pequeña espada y asestó un certero golpe que, sin embargo, apenas detuvo a la enorme bestia, cuyo pellejo blindado mantuvo a raya la espada élfica y cuya garra arrancó la espada de la mano de Juraviel en tanto que con la otra mano lo agarraba por la garganta y lo levantaba en el aire sin esfuerzo alguno.
—¡Oh! —exclamó Bestesbulzibar, como en éxtasis—. Podría arrancarte el corazón, elfo —bromeó pasando por el diminuto pecho de Juraviel las uñas corvas de la mano libre—, y morderlo ante tus propios ojos para que lo vieras latir por última vez.
—No te tengo miedo —repuso Juraviel con el poco aliento que le quedaba.
—Entonces es que eres un estúpido —replicó Bestesbulzibar—. ¿No sabes lo que viene después de la vida, elfo? ¿No sabes lo que te espera? —El demonio soltó una carcajada perversa que atronó en la quietud de la noche.
—Ningún tormento… —dijo Juraviel, jadeante.
—Puesto que eres limpio de corazón —se burló Bestesbulzibar malignamente y soltó otra carcajada aún más sonora—, ningún tormento —asintió el demonio—. ¡Nada! ¿Lo has entendido? Nada, elfo. No hay otra vida después para un desgraciado como tú. Sólo la ignota negrura. Saborea tus preciosos segundos, estúpido elfo. Suplícame que te deje ver otro amanecer.
Juraviel no dijo nada. Trató de aferrarse a su fe, cuyos preceptos establecían que una vida de bondad sería recompensada en la otra vida; pensó en Garshan Inodiel, el dios de los elfos, un dios de justicia y esperanza, no muy diferente del dios de los humanos. Pero, ante la oscuridad que era la esencia de Bestesbulzibar, Belli’mar Juraviel conoció la desesperación.
—Pero ¿por qué has salido de tu tierra? —preguntó otra vez el demonio, mirando larga y escrutadoramente al elfo—. ¿Qué es lo que sabes?
Juraviel cerró los ojos y no dijo nada. Esperaba ser torturado, que le arrancaran los miembros de su cuerpo, quizás, hasta que confesara lo que sabía, hasta que traicionara a sus amigos que habían ido a Barbacan. «¡No, no debo pensar nada de esto!», se dijo el elfo con firmeza, y concentró de nuevo sus pensamientos en Garshan Inodiel, intentando cubrir todo lo demás bajo la serenidad de su dios.
Pero entonces, en lo que tal vez era la peor tortura para el valiente Touel’alfar, Juraviel sintió la invasión, sintió cómo la oscura y fría presencia de Bestesbulzibar se deslizaba sigilosamente en sus pensamientos, registraba su mente. Abrió los ojos horrorizado y vio las contorsionadas facciones del demonio, los ojos llameantes que se le acercaban mientras Bestesbulzibar se concentraba y exploraba el cerebro del elfo mediante su poder mágico.
Juraviel luchaba valientemente pero era derrotado por una fuerza superior. Cuanto más trataba de no pensar en Elbryan y en los demás, más se revelaban estos ante Bestesbulzibar. ¡Temía que el demonio obtendría lo que deseaba, lo devoraría y después iría a devorar a sus amigos!
—Avelyn —susurró Bestesbulzibar.
—¡No! —gritó Juraviel y dio una patada con todas sus fuerzas justo contra el ojo derecho del demonio. Culebreando, el elfo consiguió soltarse y cayó al suelo. Intentó huir, pero Bestesbulzibar se cernía sobre él y lo miraba riendo, mofándose.
—No perteneces a este lugar —se oyó de pronto una melodiosa voz que captó y retuvo la atención del demonio. Bestesbulzibar y Juraviel se volvieron y vieron que la señora Dasslerond surgía de entre la maleza flanqueada por una docena de elfos armados de arcos y espadas.
—¡Todavía vives! —aulló el demonio al ver a la señora de Caer’alfar, una elfa que él había conocido siglos antes.
—Y tú caminas de nuevo por Corona —replicó la señora—, y a buen seguro el mundo entero llora al verte.
—¡A buen seguro el mundo entero llorará! —replicó ásperamente Bestesbulzibar—. ¿Dónde está tu Terranen Dinoniel, Dasslerond? ¿Quién se enfrentará conmigo esta vez?
Al emitir la última pregunta clavó en Juraviel su siniestra mirada, y el pobre elfo se estremeció aterrado ante la posibilidad de haber traicionado a sus amigos.
—¿Quién, Dasslerond? —insistió el demonio—. ¿Tú o este desgraciado elfo que se encoge de miedo ante mí? —Bestesbulzibar miró en torno a los duendes que lo rodeaban y soltó una carcajada más sonora que nunca—. ¿Todos juntos, entonces? Bien hecho; comencemos. ¡Tanto mejor para mí acabar con el fastidio de los Touel’alfar aquí y ahora!
—No voy a luchar contigo —replicó con frialdad la señora Dasslerond—. Aquí no.
Dicho esto, alzó una piedra verde, resplandeciente de poder, cuya luz lo cubrió todo de verde; todo excepto Bestesbulzibar, pues la sombra del demonio no podía ser vencida por ninguna luz.
—¿Qué truco es este? —protestó el demonio—. Qué estupidez…
Las palabras se perdieron en la garganta del demonio cuando todo comenzó a moverse y a cambiar; los contornos se entremezclaron en una niebla verde y luego se aclararon otra vez, cristalinos, hermosos y brillantes bajo las estrellas.
Estaban todos en Andur’Blough Inninness: la señora Dasslerond, Juraviel, todos los elfos, los refugiados y Bestesbulzibar.
—¿Qué truco es este? —rugió el demonio, encolerizado de repente, reconociendo que él no debería estar en aquel lugar, en el mismísimo corazón del poder élfico.
—Te invito a mi casa, criatura de las sombras —respondió la señora Dasslerond con la voz al borde de la extenuación por el tremendo esfuerzo realizado para trasladar al grupo… o, en realidad, para cambiar el suelo bajo sus pies—. Ya no puedes desafiarme; ahora no.
El demonio gruñó y consideró esas palabras; sentía la fuerza de la señora y de sus amigos en aquel lugar que era su dominio.
—Pero pronto lo haré —prometió Bestesbulzibar.
La Señora alzó la piedra verde, el corazón de Andur’Blough Inninness, que en aquellos momentos brillaba intensamente.
El bramido sobrenatural de Bestesbulzibar, de dolor y cólera a la vez, le quitó el aliento.
—Así que has salvado a ese miserable elfo y a los humanos que escoltaba —bramó el demonio—. ¿De qué servirá cuando todo el mundo sea mío? —Batió las alas y alzó el vuelo lejos del zumbido de los arcos élficos y del melodioso tumulto de sus insultos.
Sin embargo, poco duró la alegría de los Touel’alfar tras la huida del Dáctilo demoníaco. Empujada por la necesidad, la señora Dasslerond había permitido que Bestesbulzibar pisara el más sagrado y secreto de los lugares, y, aunque el demonio tenía razón al afirmar que no podía enfrentarse a todos ellos en Andur’Blough Inninness, ellos no habían hecho nada por mermar su poder.
Juraviel se reunió con la señora Dasslerond en el preciso lugar desde el que Bestesbulzibar había emprendido el vuelo. El suelo donde se habían posado las garras del demonio estaba ennegrecido y retorcido.
—Una herida que no curará —dijo la Señora con abatimiento.
Juraviel se arrodilló para inspeccionar el suelo. Olía a podredumbre: la tierra estaba mancillada por la presencia del demonio.
—Una herida ulcerada que poco a poco se irá extendiendo —añadió la señora Dasslerond—. Debemos cuidar celosamente la tierra en torno a este lugar, pues la podredumbre de Bestesbulzibar se extenderá por nuestro valle, si alguna vez fallamos en contrarrestarla con nuestro poder mágico y nuestra canción.
Juraviel suspiró y miró a su Señora desesperanzado, con inequívoca expresión de culpabilidad.
—El Dáctilo es cada vez más fuerte —dijo ella, sin ánimo de acusarlo.
—He fracasado.
La señora Dasslerond lo miró con incredulidad.
—El demonio lo sabe —confesó Juraviel—. Sabe de Elbryan, de Avelyn, del plan.
—Entonces, compadece a Elbryan —repuso la señora—. O mantén tu fe en Pájaro de la Noche y en el hermano Avelyn, cuyo corazón abriga la verdad. Fueron al norte a combatir a Bestesbulzibar, y así lo harán.
Juraviel seguía mirando la negra cicatriz que el demonio había dejado en el suelo de su querido hogar. Desde luego, Bestesbulzibar había logrado mancillar la mismísima tierra de Andur’Blough Inninness. La Señora de Juraviel le había pedido que mantuviera su fe, y así lo haría, pero el temor se pintaba claramente en su rostro, mientras miraba la cicatriz de la tierra y luego al norte.
—Y ahora el deber nos llama —prosiguió la señora Dasslerond; hablaba más alto y se dirigía a todos los elfos—. A todos. Tenemos huéspedes inesperados a quienes debemos socorrer y llevar desde nuestras tierras a un lugar habitado por sus semejantes, a un lugar seguro… si es que todavía quedan lugares seguros en el mundo. —Miró de nuevo al suelo, a la cicatriz negra de aquel hermoso valle—. Tenemos muchas cosas que hacer —añadió suavemente.