La noche, de innegable belleza, estaba tranquila. De vez en cuando aparecía una nube empujada por la brisa del suroeste, pero casi siempre las estrellas brillaban con vigorosa claridad y por doquier se extendía el aroma de la primavera, el aroma de la vida renovada.
Elbryan sabía que todo aquello era una mentira. El aroma de la vida renovada pronto dejaría paso al olor de los trasgos, los powris y los gigantes, a la pestilencia de la muerte. Toda aquella serenidad se rompería en pedazos por la atronadora marcha de la tenebrosa horda, por el estallido del látigo powri, por el rodar de las máquinas de guerra.
La quietud y la brisa de primavera eran una cruel mentira.
Un movimiento cercano captó la atención del cauteloso guardabosque, pero se abstuvo de coger su arma pues reconoció los ligeros y gráciles andares y el aroma —semejante a la dulce fragancia de un prado florido transportada por las suaves brisas— de la mujer a la que tanto quería. Pony apareció entre los arbustos vestida sólo con un camisón de seda que no le cubría las rodillas. Los cabellos, sueltos y despeinados, le enmarcaban la cara de una forma sensual, acariciándole las mejillas, y un mechón le jugueteaba bajo el mentón. El corazón de Elbryan se aceleró.
Ella miró al hombre y le sonrió; luego cruzó los brazos para resguardarse de la brisa, se dio la vuelta y miró hacia la bóveda nocturna.
—¿Cómo he podido traerte hasta aquí? —le dijo el guardabosque, acercándosele por detrás y acariciándole dulcemente un hombro.
Pony inclinó la cabeza hacia aquella mano y se apoyó en Elbryan.
—¿Cómo habrías podido impedírmelo? —preguntó.
El guardabosque emitió un silbido suave y besó los cabellos de la joven mientras la abrazaba. ¿Cómo?, se preguntó maravillándose como siempre del espíritu libre de Pony. Sabía que no podría amarla, que no podría amar su forma de ser, si pretendiera dominarla, pues cualquier intento de doblegarla acabaría con ese espíritu libre que Elbryan tanto adoraba. Él era dueño de su corazón pero no de su voluntad, y el guardabosque no habría podido impedirle que participara en la expedición… ¡a no ser dejándola inconsciente y atada en una cueva!
La joven se volvió hacia Elbryan sin soltarse de su abrazo y su dulce cara quedó justo debajo de la de él; entonces lo miró.
Elbryan la observó largo rato, en silencio. Se la imaginó muerta por el lanzazo de un trasgo y desvió la mirada rápidamente dirigiéndola hacia las estrellas; se preguntaba cómo podría vivir, qué objetivo tendría seguir con vida, si le ocurría algo a Pony.
Sintió que ella le acariciaba la mejilla y lo obligaba a mirarla.
—Los dos corremos peligro —le recordó—. Yo podría morir del mismo modo que Elbryan podría morir.
—No menciones semejantes horrores.
—Posibilidades —lo corrigió Pony—, riesgos que hemos asumido por propia voluntad, riesgos inherentes al deber. No querría vivir en lo que será el mundo si el Dáctilo no es destruido; preferiría morir luchando contra el demonio en la remota Barbacan… —Se le quebró la voz y se puso de puntillas para rozar con un dulce beso los labios de Elbryan—. Preferiría morir junto a mi amigo, junto a mi amor.
Elbryan desvió otra vez la mirada, incapaz de enfrentarse a tal posibilidad, pero la mano de Pony le cogió la barbilla y otra vez lo obligó a mirarla; la ternura había desaparecido de su expresión.
—Soy un guerrero —declaró la mujer—. He luchado toda mi vida, desde el día en que erré por los caminos huyendo de la destruida Dundalis. Sé cuál es mi deber de la misma forma que tú sabes cuál es el tuyo.
—No lo dudo —se apresuró a asentir Elbryan.
—Y, si tengo que morir, que sea luchando —dijo Pony con los dientes apretados—. Luchando contra el Dáctilo demoníaco, acompañando a Avelyn para que la enloquecida bestia pueda ser destruida. Soy un guerrero, amor mío. ¡No me niegues un final digno!
—Preferiría que tu final y el mío nos alcanzara juntos dentro de cien años —replicó Elbryan, mientras una débil sonrisa le asomaba al rostro.
Pony alzó una mano para tocar aquella boca sonriente y sintió el áspero roce de la barba de varios días.
—Ah, amor mío —le dijo en voz baja—, utiliza tu hermosa espada élfica para afeitarte; de otro modo temo que se me irrite la cara por el roce.
—Algo más que la cara, amor mío —bromeó Elbryan y la levantó en vilo para mordisquearle tiernamente la barbilla y luego acariciarle el cuello con la barba.
Ella fue deslizándose abrazada a él hasta que sus ojos se encontraron; de pronto se les borró la sonrisa y desaparecieron las ganas de bromear ante la repentina conciencia de que quizá pronto tendrían que separarse brutalmente. Pony lo besó larga y apasionadamente y sus manos se aferraron con desesperación a los espesos cabellos de Elbryan para acercarse a él aún más, aunque ya apenas quedaba espacio entre los dos.
Elbryan la abrazó estrechamente, estrujándola con pasión. Deslizó un brazo por la parte posterior de la pierna y luego, bajo el camisón, por la suave piel de las nalgas y por la espalda, para sostenerla, mientras lentamente la empujaba hacia el suelo.
—Es una poción —arguyó Avelyn.
Bradwarden soltó un bufido.
—Entonces, es una poción que da vértigo. ¿Qué imbécil prepararía una magia como esta? ¡Una pócima que tumba en el suelo, cuando un palo podría hacerlo mejor!
—¡Esta poción que da coraje! —protestó Avelyn, tomando un buen trago y luego pasándose el antebrazo por la cara para limpiársela.
—Una poción que sirve para ocultarte —dijo Bradwarden con seriedad, cambiando de tono.
Avelyn clavó su vista en el centauro.
—Oh, tengo fama de buen bebedor —dijo el centauro—. El pasmo es mi bebida favorita y no hay otra más fuerte en todo el mundo; pero bebo cuando hay una fiesta, amigo mío, en el solsticio y en el equinoccio, no para ocultarme.
La acusación molestó al monje. Avelyn había intimado con Bradwarden aquellas primeras semanas de viaje con un vínculo basado más en el respeto que en la amistad. En aquel momento, no había ninguna duda del tono sombrío y acusador del habitualmente jovial centauro; al centauro no le agradaba el pequeño frasco del monje.
—Quizá simplemente es que no tienes gran cosa que ocultar —repuso el monje con calma, y, desafiante, se llevó el frasco a la boca.
Sin embargo no bebió, pues lo detuvo una mirada implacable.
—Cuánto más cosas ocultes, más cosas tendrás necesidad de ocultar —replicó Bradwarden—. Mírame, hermano Avelyn, mírame a los ojos y verás que de mis labios no sale ninguna mentira.
Avelyn bajó el frasco y miró fijamente a Bradwarden.
—No hiciste nada malo cuando cogiste las piedras —afirmó el centauro.
—¿Qué tontería es esa? —protestó el monje.
—Ah, no puedes ocultarte de mí, Avelyn Desbris —dijo Bradwarden; y su convicción creció ante las exageradas protestas del monje—. Tú no tienes miedo de la gente, ni de los monjes, ni de que otro hermano Justicia aparezca en tu busca. No, amigo mío, tienes miedo de Avelyn, de lo que hiciste y de tu alma eterna. ¿La manchaste?
—Tú no sabes nada.
—¡Vaya, vaya! —exclamó el centauro imitando a Avelyn—. Yo conozco la forma de ser de los hombres, la forma de ser de Avelyn. Sé que al beber las «pociones de coraje» sólo pretendes ocultarte de tu propio pasado, de las decisiones que tomaste… ¡y muy acertadas, por cierto! Escúchame ahora, porque no podría mentirte, no tengo ninguna razón para mentirte: hiciste bien en salir corriendo, en coger las piedras, incluso en matar al hombre que pretendía matarte a ti. Hiciste lo que debías, amigo mío, así que sacúdete de encima la culpa, te lo digo yo, y mira hacia adelante. Dijiste que conocías tu destino y yo creo en ese destino, de otro modo no habría venido. Pretendes enfrentarte al Dáctilo, destruir a la bestia, y así lo harás; pero sólo si tu cabeza está clara, sólo si tu corazón está claro.
Aquellas palabras, pronunciadas por una criatura tan misteriosa, sabia y vieja, afectaron profundamente a Avelyn. Miró su frasco y por primera vez lo vio como un enemigo, como una señal de debilidad.
—No necesitas tu poción —añadió Bradwarden—. Pero, cuando venzas al Dáctilo, te invitaré a un poco de pasmo y entonces sabrás lo que significa ver que el mundo da vueltas.
Extendió la mano y agarró la muñeca de Avelyn para mantener el frasco lejos de él sin dejar de mirarlo fijamente.
—Avelyn no necesita ocultarse de Avelyn —declaró con toda seriedad.
Al cabo de un momento, el monje asintió con una lenta inclinación de cabeza.
—¡Sólo del Dáctilo, por ahora! —concluyó Bradwarden, satisfecho de haberse salido con la suya—. Por ahora necesitas ocultarte del Dáctilo hasta que llegue el momento oportuno, pero comprobarás que tu frasco es demasiado pequeño para eso.
Avelyn no dijo nada; se limitó a asentir en silencio. Estaba asombrado de que Bradwarden hubiera podido leer en su interior, hubiera visto con tanta claridad su corazón y su alma y hubiera reconocido en ellos la mancha de la culpabilidad. La bebida que siempre tenía a mano no era una poción para infundirle coraje sino para permitirle aceptar su cobardía, una manera de ocultarse de su propio pasado.
Avelyn continuaba con los ojos fijos en Bradwarden; le sonrió cuando este le sonrió a su vez al ver que el monje arrojaba el frasco a los arbustos.
Por fin Avelyn podía encararse a su destino sin sentir remordimientos por el camino que lo había conducido hasta allí.
El centauro cogió su gaita y comenzó a tocar suavemente; la magia de la música de Bradwarden era tal que ni los trasgos, ni los monstruos, ni los humanos, ni los animales podían adivinar su origen en la oscuridad del bosque. La melodía, triste y esperanzada a la vez, tranquilizó a Avelyn y reforzó su resolución. La música flotaba entre los árboles, acariciaba a los amantes y llegaba hasta donde Paulson y Ardilla permanecían vigilantes en la oscuridad del bosque.
Y de este modo la música de Bradwarden unió al grupo: una única banda, un único propósito, una única armonía.
La silenciosa noche no procuraba el mismo descanso a Tuntun y a Sinfonía. La elfa observó cuidadosamente al semental para ver si estaba cansado, pero el enorme caballo seguía corriendo, deslizándose entre las sombras arbóreas como la mismísima Sheila, corriendo hacia el horizonte y aun más allá.
Los dos tenían una misión, absolutamente tan vital para ellos como lo era la caza del Dáctilo para los siete que los habían precedido. A Tuntun aún le dolía que la hubieran excluido de aquel viaje de crucial importancia y ningún argumento lógico podía hacer cambiar lo que sentía. Su empeño por destruir al Dáctilo no era menor que el de Juraviel o el de cualquier otro elfo u hombre. Pero la elfa sabía que había algo más que eso, y tenía que admitirlo, pues era su corazón y no su mente lo que la empujaba. Tuntun debía apresurarse, debía alcanzar al grupo, en parte porque Belli’mar Juraviel, su amigo más íntimo pese a sus constantes discusiones, iba con ellos, pero también porque Pájaro de la Noche capitaneaba el grupo. La elfa no podía seguir negando sus sentimientos por el guardabosque. Ella había desempeñado un papel importante en conducir a Elbryan hasta aquella situación y, del mismo modo que una madre se apega a su hijo, Tuntun no podía soportar dejarlo marchar sin ella.
Sí, era Pájaro de la Noche más que otra cosa lo que empujaba a la duende a cabalgar al galope en la oscuridad del bosque. El hombre al que ella había adiestrado, el hombre al que había llegado a querer. Confiaba en el guardabosque —nunca había visto a nadie mejor—; pero, aun así, estaría a su lado cuando llegara su hora más tenebrosa, cuando llegara su punto culminante de gloria.
La elfa inclinó la cabeza sobre la crin al viento de Sinfonía y le ordenó que galopara; pero este, que estaba tan unido al guardabosque como ella, no necesitaba que lo animaran ni que lo guiaran.