No podía sentir la piedra bajo sus pies y odiaba ese hecho de su existencia más que ninguna otra cosa en el mundo, más incluso de lo que odiaba a aquel monstruo, su salvador. Pese a todas las ventajas de aquella maligna existencia, Quintall echaba de menos la sensación tangible de su forma mortal, el roce de la hierba o de la piedra en los pies desnudos, el olor de la comida cocinándose, el olor a salmuera cuando se asomaba a la Bahía de Todos los Santos, el sabor del marisco o de las hierbas exóticas que el Corredor del Viento había cargado en Jacintha.
Ahora flotaba en la enorme sala del Dáctilo, en Aida, ante el trono de obsidiana y ante el monstruo que era su dios.
—Estaremos en Palmaris para el solsticio de verano —explicó Bestesbulzibar, inclinándose en su asiento hacia adelante, mientras los ásperos repliegues de su rojo pellejo resplandecían con el brillo naranja de los ríos de lava que caían por los muros y sobre el suelo a cada lado del amplio estrado—. Y Ursal será sitiada a principios de otoño. Así las nieves invernales no actuarán en nuestra contra cuando prosigamos nuestra marcha hacia el sur, hacia Entel y la sierra que separa los reinos.
—¿Y nos detendremos allí? —preguntó el espíritu.
—¿Detenernos? —se mofó el Dáctilo—. Negociaremos con muchos jefes de Behren y después encontraremos el modo de lanzarlos unos contra otros; finalmente, cuando no esperen la guerra, asolaremos el sur. Y todo el mundo será mío. La humanidad conocerá su época de oscuridad.
Quintall no podía mostrarse en desacuerdo con el razonamiento del Dáctilo. Para que todo quedara atado, sólo faltaba puntualizar algunas cuestiones menores. Alpinador, pese a las brutales incursiones fronterizas y la consiguiente y decidida marcha hacia la costa, permanecía intacto, pero el reino septentrional no era un lugar organizado y no estaba lo suficientemente poblado para suponer una amenaza real.
—Es una época merecida —dijo Bestesbulzibar—. Tu raza sólo se puede culpar a sí misma de la tormenta que se le viene encima; su propia debilidad abrió el camino.
El demonio agitó las alas y una ráfaga de aire caliente llegó hasta Quintall, una sensación que el espíritu de alguna forma sintió. Y esa ráfaga suscitó en él recuerdos.
Recordaba con una minuciosidad increíble: todo lo que él había sido, todas las promesas de su vida mortal. Recordó Saint Mere Abelle y el viaje a Pimaninicuit. Recordó a Avelyn, al envidiado Avelyn, y recordó su rivalidad con él. Oía otra vez la voz de Avelyn, sus gritos de protesta cuando el Corredor del Viento fue hundido, una voz —ahora Quintall lo sabía— tocada por Dios. Recordó la persecución del monje desertor, los relatos sobre el fraile loco oídos pueblo tras pueblo y sus palabras de advertencia, palabras que resonaban ahora preñadas de verdad.
Quintall miró al demonio, su dueño y señor; sabía que el Dáctilo le había mostrado sus recuerdos mortales sólo para atormentarlo. Desde que había llegado a Aida, desde el momento preciso de su muerte mortal, cuando el broche de hematites de algún modo había transportado su espíritu hasta Bestesbulzibar, Quintall había recordado sólo aquel último encuentro y no el sendero que lo había llevado hasta el monje y hasta sus poderosos amigos.
Pero ahora recordaba. Todo. Y sabía que era un ser condenado, sabía que las pretensiones del Dáctilo eran verdad, que los avisos de Avelyn eran verdad. La debilidad de la raza humana, la impiedad de la iglesia abellicana, los asesinatos de la tripulación del Corredor del Viento, los celos que él mismo sentía por el hermano Avelyn, todas estas cosas habían alimentado al demonio Dáctilo, habían despertado las tinieblas que ahora invadían al mundo.
Quintall detestaba a Bestesbulzibar, pero se daba cuenta de que nada podía contra el demonio, comprendía que había caído en su poder y no podía escapar.
Bestesbulzibar extendió la mano con la palma hacia abajo, y telepáticamente le exigió a Quintall que le rindiera homenaje.
El espíritu condenado le tomó la mano y se la besó.
No había redención posible.
Y Quintall sabía que el demonio leía sus más íntimos pensamientos, que su desesperanza no hacía más que fortalecer a la diabólica criatura.
—Me eres útil —dijo de repente Bestesbulzibar— cuando visitas los sueños de hombres como el estúpido Yuganick, cuando te paseas sin ser visto entre nuestros enemigos; pero todo esto también puedo hacerlo yo.
El Dáctilo hizo una pausa y, en vista de lo que acababa de decir, Quintall creyó que su hora había llegado, que dejaría de existir o sería lanzado al pozo sin fondo del tormento eterno.
—Te necesito para algo más —decidió el Dáctilo; la mirada de Bestesbulzibar pasó de Quintall a uno de los ríos de lava—. Sí —murmuró la criatura hablando más para sí mismo que para el fantasma. Se desplazó a través del estrado, metió un brazo en la corriente de material fundido, y luego miró otra vez a Quintall.
»Sí —repitió el Dáctilo—. ¿No te gustaría volver a experimentar las sensaciones del mundo corporal?
«Por supuesto que sí», pensó Quintall.
—Puedo conseguirlo, esbirro mío; puedo volver a darte vida, vida real.
Quintall notó que su espíritu era impelido hacia la criatura, aunque sin duda era un movimiento inconsciente.
—Puedo hacer de ti algo más grandioso —murmuró el demonio, y de nuevo batió suavemente las enormes alas negras, y una ráfaga de aire caliente pasó a través del espíritu. Pasada la ráfaga, el calor persistió.
El calor persistía, y Quintall comprendió que estaba percibiendo la calidez de la lava.
Bestesbulzibar entonó un largo y lento cántico en un lenguaje que el espíritu era incapaz de comprender, un lenguaje plagado de sonidos guturales sólo comparables a los que hace un anciano cuando quiere aclararse la garganta llena de flemas. Después, Bestesbulzibar escupió hacia Quintall, y el escupitajo no traspasó el espíritu, sino que chocó con él y se pegó a él. Bestesbulzibar repitió la acción una y otra vez, hasta que Quintall quedó completamente cubierto de mucosidades; el demonio lo agarró entonces y, mientras Quintall gritaba de terror, lo sumergió en la lava.
Todo fue negrura, calor abrasador y agonía insoportable; Quintall no sintió nada más.
Se despertó más tarde, mucho más tarde, aunque no tenía ni idea del tiempo transcurrido. Estaba en la sala del trono, sin flotar, de pie sobre el duro suelo.
Era una criatura de lava, moldeado como un hombre, burdamente moldeado con la apariencia que había tenido antes: con brazos y piernas, torso fuerte como una roca y cabeza; las articulaciones, de alguna manera, eran fluidas, fundidas, de un reluciente brillo anaranjado, pero no goteaban. ¡Se sentía torpe, pero se sentía! Se quedó pasmado mientras abría y cerraba la mano negra con rayas naranjas; comprendió la sobrenatural fuerza de su agarro, supo que podría aplastar una piedra… o la cabeza de un enemigo.
La cabeza de Avelyn.
La perversa carcajada de Bestesbulzibar sacó a Quintall de sus contemplaciones.
—¿Estás contento? —preguntó el demonio.
Quintall no sabía qué contestar. Se dispuso a hablar, pero el sonido de su propia voz, una voz que resonaba como un desprendimiento de rocas, lo asustó.
—Ya te irás acostumbrando a tu nuevo cuerpo, esbirro mío, querido general —dijo el Dáctilo con sarcasmo—, querido asesino. Ningún gigante podrá hacerte frente, ni ningún hombre. Cuando caiga Palmaris, entrarás en la ciudad a la cabeza de mi ejército, y cuando Ursal sea mía te sentarás en el trono del depuesto rey de Honce el Oso.
Su poder, su fuerza absoluta, le producía vértigo, lo sobrepasaba. Sus pensamientos se colmaban con visiones de conquistas. Se veía capaz, él solo, de destruir Palmaris; estaba seguro de que ningún hombre ni arma alguna podrían detenerlo.
—Prueba tu nuevo cuerpo —le indicó Bestesbulzibar—. Siente sus poderes y limitaciones, y aplica a tu nuevo soporte físico todo lo que una vez aprendiste sobre las artes marciales. Ahora eres mi general, mi asesino. Haz que tiemblen todos los hombres, todas las criaturas de Corona ante tu presencia.
El demonio acabó con otra horrible carcajada, pero esta vez Quintall escuchó su propia voz áspera mezclada con la del maligno.
—La guerra va bien, amigo mío —prosiguió el Dáctilo—. Mientras dormías y tu espíritu se fusionaba con el regalo que te he ofrecido, he visto las tierras del sur, el imparable progreso; Palmaris caerá antes de que lleguemos a la mitad del verano, te lo aseguro; y otra flota powri navega para reunirse con nosotros y avanza veloz hacia la Costa Rota. Un ejército irá hacia el sur, el otro hacia el oeste, tierra adentro, y se reunirán a las puertas de Ursal. ¿Quién les hará frente? ¿El débil rey de Honce el Oso?
—No entiendo de reyes —replicó Quintall.
—¡Claro que sí! —bromeó el Dáctilo—. Conoces a tu padre abad, ese viejo estúpido y chocho, pero incluso él es un enemigo de más cuidado que el bufón que se sienta en el trono de Honce el Oso. ¿Quién se enfrentará, pues, a la bestia?
La respuesta le pareció obvia al condenado Quintall: nadie podía hacer frente a la bestia, a su amo, a su dios. De repente, el hombre transformado en espíritu y luego en monstruo de lava sintió un desesperado deseo de derrumbar las puertas de Ursal, de ocupar el trono de Honce el Oso.
Pero aún mayor era el deseo que sentía de visitar Saint Mere Abelle, de encararse con el padre abad Markwart y con maese Jojonah, de hacer que se postraran ante sus pétreos pies, y luego dar un paso hacia ellos y aplastarlos hasta la muerte. Lo habían utilizado; en aquel momento lo comprendió, lo vio todo con diáfana claridad. Lo habían utilizado al enviarlo a Pimaninicuit, y luego otra vez cuando lo transformaron en algo infrahumano, cuando lo convirtieron en el hermano Justicia, el instrumento de su odio. Bestesbulzibar había hecho lo mismo; pero, en opinión de Quintall, el demonio Dáctilo era con diferencia un amo mucho mejor.
—Vigilarás Aida y a mis siervos, en mi ausencia —anunció Bestesbulzibar.
Quintall sabía que era mejor abstenerse de preguntar nada.
Aquella misma noche, el demonio salió de su montaña y voló hacia el sur para reunirse con sus subordinados; en unas pocas horas, Bestesbulzibar cubrió la distancia de varios cientos de kilómetros que lo separaban de la base de Dundalis; allí encontró al trasgo Gothra y al gigante fomoriano Maiyer Dek discutiendo acaloradamente.
Sus palabras se les ahogaron en la garganta y todo el campamento en derredor quedó sumido en el más aturdido de los silencios, cuando el Dáctilo se posó entre ellos y las tinieblas más absolutas descendieron del cielo nocturno.
—¿Qué pasa? —exigió el Dáctilo, y ambos empezaron a hablar a la vez pero fueron acallados con una amenazadora mirada. Bestesbulzibar miró fijamente a Maiyer Dek.
—Nuestros campamentos están cada vez más agitados —explicó el jefe de los gigantes, con una voz atronadora pero que ante el demonio parecía sumisa—. ¡Debemos enviar refuerzos al sur para combatir a los ejércitos de nuestro enemigo!
Un resplandor ígneo apareció en los ojos del demonio, que movió bruscamente la cabeza y dirigió una mirada acusadora al tembloroso trasgo.
—Ulg Tik’narn ha desaparecido —dijo Gothra—. Probablemente ha muerto.
—¿Y qué? —bufó el demonio, pues no le parecía difícil de reemplazar.
—La región no está del todo ganada —siguió diciendo el trasgo—. Pájaro de la Noche domina el bosque.
—¡Es una simple espina! —bramó Maiyer Dek—. ¡Y un gigante al ataque no se detiene para arrancar una espina!
—Una espina que obstaculiza los abastecimientos… —empezó a decir Gothra, pero fue interrumpido por el espeluznante chillido del Dáctilo demoníaco.
—¡Basta ya! —atronó la bestia—. ¿Pretendéis detener el avance de nuestros miles de soldados por un solo hombre, por ese tal Pájaro de la Noche?
—Debemos ganar una zona t… tras o… otra —tartamudeó el trasgo, dándose cuenta de que la discusión no iba por buenos derroteros. Los trasgos eran conservadores en sus tácticas bélicas, ganaban un territorio tras otro y avanzaban con método absteniéndose casi siempre de atacar a menos que estuvieran seguros de la victoria.
Bestesbulzibar mostró poca paciencia al respecto.
—Mi objetivo es Palmaris, ¿y vosotros impedís el avance de miles de soldados para conservar esa miserable aldea? —rugió el Dáctilo.
—No —protestó Gothra. El general trasgo quería exponer su razonamiento, quería hacer ver a su dueño y señor que podían interrumpirse las líneas de abastecimiento, que los bagajes y los refuerzos que necesitaban podían acabar destruidos o retrasados, y que las consecuencias en el sur, a las puertas de Palmaris, podían ser desastrosas.
Gothra, que no era un imbécil —al menos según los parámetros de los trasgos— quería argüir su punto de vista en términos lógicos y racionales, pero lo único que surgió de su boca fue un grito de agonía cuando Bestesbulzibar alargó una mano, le agarró la cabeza y lo atrajo hacia sí. Con una sonrisa perversa, Bestesbulzibar alzó la otra mano para que todos pudieran ver, extendió un dedo y en un abrir y cerrar de ojos transformó la uña en una terrible garra. Un golpe, repentino e increíblemente largo, arrancó un chillido de Gothra, y el demonio lo hizo retroceder de un empujón.
Gothra miró la línea de sangre que le fluía de la frente a la horcajadura, y luego volvió a mirar al demonio.
Bestesbulzibar alargó la mano y la cerró en el aire, y la magia demoníaca agarró a Gothra, o al menos a la piel del trasgo, y se la arrancó como si lo estuviera ayudando a quitarse la ropa. La criatura sin piel cayó al suelo gimiendo, en espantosa agonía.
Sin emitir sonido alguno, el Dáctilo devoró la piel de Gothra con vestidos y todo.
—¿Quién era el segundo de Ulg Tik’narn? —preguntó Bestesbulzibar.
No hubo una respuesta inmediata, pero poco después un tembloroso powri fue empujado a salir de las filas.
—¿Cómo te llamas?
—Kos… —La voz del enano se quebró en un espasmo de terror.
—Se llama Kos-kosio Begulne —dijo Maiyer Dek.
—¿Y cuál era la postura de Kos-kosio Begulne en esta cuestión? —preguntó el Dáctilo.
Maiyer Dek sonrió lleno de confianza.
—Quería avanzar hacia el sur —mintió el gigante, pues a Maiyer Dek le gustaba la idea de que Kos-kosio, que carecía de una personalidad fuerte, comandara las fuerzas powris—. O por lo menos atacar con dureza y rapidez a esos insignificantes incursores humanos, para poder acabar con la cuestión y dejar expedita la carretera principal.
El demonio asintió, al parecer complacido, y Kos-kosio se irguió un tanto.
—Ahora eres tú el comandante powri, Kos-kosio Begulne —anunció Bestesbulzibar—. Y tú y Maiyer Dek compartiréis el liderazgo de los trasgos hasta que se encuentre un apropiado sustituto de Gothra. Os encargo a los dos entregarme Palmaris en Masur Delaval, el día del solsticio de verano —añadió mostrando a todos los reunidos un semblante resplandeciente—. Generales, nos veremos a las puertas de Palmaris y, si juzgo necesario veros antes de que esas puertas sean mías, ¡tened por seguro que correréis la misma suerte que Gothra!
Con un altivo y atronador batir de alas y después de lograr por obra de su magia que las llamas de la hoguera principal del campamento se alzaran en el cielo de la noche, el Dáctilo alzó el vuelo y se dirigió a toda velocidad hacia el oeste para contemplar los otros pueblos ocupados, para ver cómo sus tropas podían desplegarse. Satisfecho, mientras Fin del Mundo quedaba a su izquierda, la bestia viró hacia el norte con la intención de descender y sobrevolar la nueva caravana que se dirigía hacia el sur, tanto para animar a sus siervos como para infundir temor en sus corazones.
Pero algo captó la atención de la bestia, una sensación, una presencia que el Dáctilo no había sentido durante muchos siglos. El demonio bajó, aminoró su velocidad y comenzó a volar en apretados círculos escrutando el terreno, con las orejas atentas a cualquier sonido.
Bestesbulzibar sabía que había un elfo cerca. Un Touel’alfar, los enemigos más antiguos y odiados por el Dáctilo demoníaco.