A Elbryan y a los demás jefes de la banda rebelde les costó varios días organizarlo todo para los veinticinco guerreros y los ciento sesenta refugiados que dejarían atrás. El resto del grupo cesaría sus actividades guerrilleras y se dedicaría a llevar a toda la gente a lugares más seguros en el sur; avanzarían en paralelo con el ejército invasor pero tratando de no ser vistos.
Para los pocos que se disponían a partir hacia el norte, hacia Barbacan, era una separación dolorosa; en especial para Elbryan, que había llegado a sentirse como un padre de aquellas personas, como un protector en quien confiaban. El guardabosque sabía que, si los descubrían y los destruían, nunca se lo perdonaría a sí mismo.
Pero el otro argumento era más imperioso; si no podían acabar con el Dáctilo, no habría ningún refugio seguro y todo el mundo acabaría destruido, tal como sabían los humanos. Pony recordaba a menudo al guardabosque que él había adiestrado a aquellos guerreros que escoltarían a los refugiados, que no sólo contaban con aquella ventaja sino también con el conocimiento de las tierras boscosas que él les había proporcionado. Y, como un padre que ha visto crecer a sus hijos bajo su protección, Elbryan tuvo que dejarlos marchar.
Su camino, una ruta mucho más tenebrosa, iba en dirección opuesta.
Partieron a paso ligero; Elbryan montaba a Sinfonía en avanzadilla para recorrer a paso más rápido un perímetro de seguridad; Pony y Avelyn caminaban al lado de Bradwarden, que llevaba la gaita en la mano, pero no empezaría a tocarla hasta que se hubieran alejado lo suficiente de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo, ahora enclaves de los monstruos.
Acababan de perder de vista el campamento, cuando el pequeño grupo encontró unos elfos que bailaban en medio de las ramas llenas de yemas de varios árboles; podrían haber sido cinco o podrían haber sido veinte, tan huidizas eran las imágenes de los siempre esquivos duendes.
—¿Qué dice la señora Dasslerond? —inquirió Elbryan a Belli’mar Juraviel.
—Dice que te vaya bien —replicó el elfo—. Que le vaya bien a Elbryan, el Pájaro de la Noche, a Jilseponie, al buen hermano Avelyn, al temible Bradwarden… —Batió con frenesí y vigor sus delgadas alas hasta posarse graciosamente en el suelo—. Y a Belli’mar Juraviel, que representará a Caer’alfar en esta expedición de máxima importancia. —El elfo concluyó el discurso con una gran reverencia.
Elbryan miró a Tuntun, que estaba sentada en una rama y sonreía, aunque su mueca no pareció muy sincera al perspicaz guardabosque.
—Vela por él, Pájaro de la Noche —dijo en tono amenazador la elfa—. Te hago responsable de la seguridad de mi hermano.
—¡Pues vaya enorme responsabilidad, cuando vamos a enfrentarnos a un demonio Dáctilo! —aulló Bradwarden.
—En mi opinión, Belli’mar Juraviel debería quedarse con los suyos —replicó Elbryan—. Por supuesto, si por mí fuera, Pony, Jilseponie, se quedaría con la gente de los tres pueblos saqueados, lo mismo que Avelyn; y la gaita de Bradwarden saludaría al alba cada día en este bosque, en su hogar.
—¡Vaya, vaya! —rugió Avelyn—. ¡El bravo Pájaro de la Noche lucharía él solo contra la bestia!
—¡Claro, y avanzaría dando guadañadas mortales al ejército que pudiste ver entre los dos brazos de la montaña del Dáctilo! —añadió Bradwarden.
Elbryan no pudo hacer otra cosa más que reírse ante aquellas bromas. Azuzó con los talones a Sinfonía, que emprendió un ligero galope sendero abajo.
—¡Que tengas suerte, Pájaro de la Noche! —oyó que Tuntun le gritaba, y luego exploró a solas los alrededores, contento con aquella nueva incorporación al grupo, a pesar de sus comentarios en sentido contrario.
Percibió un movimiento cerca, y pidió a Sinfonía que avanzara despacio; se relajó cuando Paulson y Ardilla aparecieron en el sendero un poco más adelante, aparentemente sin haber advertido su presencia.
—Si los hemos perdido, te daré una paliza —decía malhumorado el hombretón a Ardilla, el cual, prudentemente, se hizo a un lado para quedar fuera del alcance de los brazos de su amigo. A Elbryan no le pasó por alto que iban equipados para una larga marcha, aunque los demás no se reunirían con los refugiados hasta la mañana siguiente. El guardabosque desvió su montura para buscar la protección de un par de pinos y aguardó a que los dos se acercaran, con la esperanza de descubrir sus intenciones; pensaba que quizás estaban hartos de todo y que habían decidido irse por su cuenta.
Aparte de los típicos gruñidos de Paulson no pudo sacar nada en claro de su charla.
—Buenos días —dijo de repente, sorprendiéndolos mientras se aproximaban.
—Lo mismo digo —respondió Paulson—. Menos mal que no nos hemos perdido tu partida.
—¿Habéis planeado algo por vuestra cuenta?
Paulson lo miró fijamente.
—¿Qué pasa con nosotros si Elbryan se va? —inquirió a su vez.
El guardabosque se encogió de hombros.
—Hay que acompañar a los refugiados hacia el sur; no puede haber más demoras.
—Tenemos más de veinte luchadores para esa tarea —contestó Paulson.
—Una veintena que necesitarán a Paulson y a Ardilla para que los guíen —razonó Elbryan.
—Le harán más caso a Belster O’Comely —arguyó Paulson—. Ese hombre tan capaz ya ha tomado el mando de la expedición, según dicen todos en el campamento grande. Nuestro trabajo ha terminado.
—Entonces estáis libres de responsabilidad —replicó Elbryan—, para ir a donde os plazca, cuando os plazca; podéis contar con mi agradecimiento y con la gratitud de todos los que han sobrevivido a la invasión.
Paulson miró a Ardilla, y el menudo hombre inclinó nerviosamente la cabeza.
—Queremos ir contigo —dijo de repente Paulson—. Nosotros lo vemos así: el trasgo que mató a Cric era un esbirro de ese Bestebul… no se qué, o sea que lo consideramos a él el responsable de su muerte.
La expresión de Elbryan era de incredulidad.
—¿Acaso hay alguien que conozca mejor los bosques que nosotros? —arguyó Paulson.
—Precisamente acabas de decir que somos libres para elegir —añadió Ardilla con timidez, escondido detrás de la mole de Paulson mientras hablaba.
En aquel momento llegaron los demás; Bradwarden —en cuyo lomo iba Juraviel, instalado cómodamente entre dos pesados paquetes— se apresuró a ponerse al lado de Elbryan.
—Nuestros amigos Paulson y Ardilla quisieran reunirse con nosotros —le explicó el guardabosque.
—Habíamos decidido que un grupo pequeño sería más efectivo para nuestra incursión —se quejó Bradwarden.
—Nosotros dos ocupamos menos sitio que tú, centauro —replicó Paulson.
Elbryan sonrió a Bradwarden con ironía, antes de que el temible centauro pudiera sentirse ofendido.
—Es bastante cierto —asintió el guardabosque.
—Y conocemos los caminos de los bosques —prosiguió Paulson—, y los caminos de nuestros enemigos. Si tenemos que pelear, os alegraréis de contar con Ardilla y conmigo.
Elbryan miró de nuevo a Bradwarden, pues él y el centauro habían sido tácitamente aceptados como jefes de la expedición. La endurecida expresión de Bradwarden se suavizó enseguida ante la mirada suplicante del guardabosque.
—Bueno, podéis venir —dijo a los dos hombres—. ¡Pero una sola queja cuando toque la gaita y comeré más carne que la que llevo a lomos!
Así que los siete se pusieron en marcha, llenos de energía. Siete contra decenas de millares, y —cosa que aun parecía más desfavorable— siete mortales contra el demonio Dáctilo. En el borde del bosque que rodeaba a Dundalis, Elbryan descabalgó.
—Corre en libertad, amigo mío —le dijo al caballo—. Quizá volvamos a vernos.
El caballo no se fue enseguida, sino que empezó a patear el suelo como si protestara. El guardabosque comprendía que el semental no quería quedarse atrás y, por un momento, acarició la idea de montarlo durante todo el camino. Pero, en conciencia, no podía hacerlo pues sabía que Sinfonía no podría cruzar las montañas de Barbacan y, por supuesto, no sería capaz de penetrar con él en los túneles de Aida.
—¡Corre! —le ordenó, y Sinfonía abandonó la zona, pero se detuvo bajo las quietas sombras de unos árboles cercanos.
De modo que, cuando los demás lo alcanzaron, Elbryan caminaba solo, sin el caballo. No le había resultado una tarea fácil desprenderse de él.
Se dirigieron más hacia el oeste que hacia el norte, pues querían dar un rodeo alrededor de la larga caravana que Avelyn había observado mediante la magia. Incluso desde varios kilómetros al norte y al oeste de Fin del Mundo, desde lo alto de una colina, distinguieron una larga línea de polvo que se elevaba en el aire, desplazándose hacia el sur, en dirección a Dundalis y a los otros pueblos.
—Llega hasta la cordillera de Cinturón y Hebilla —observó Avelyn severamente, y desde aquella atalaya parecía imposible que el monje pudiera equivocarse.
Cuando el grupo hubo rebasado las zonas forestales de Fin del Mundo, ya no encontró más carreteras. El bosque era viejo, con árboles altos y oscuros y escasa maleza, y pudieron seguir el curso de los ríos, algunos con aguas que bajaban desde los altos picachos de Barbacan. De vez en cuando, el grupo encontraba una casa solitaria o unas cuantas agrupadas; eran viviendas de las familias de colonos de la frontera que se establecían más allá incluso de la exigua civilización de los tres pequeños pueblos. No fue en modo alguno reconfortante para los siete comprobar que todas las casas, incluyendo una cuyos ocupantes habían sido amigos de la banda de Paulson, estaban desiertas.
Averiguaron la razón el décimo día, cuando Elbryan vio una serie de huellas que los precedían en la fangosa ribera.
—Trasgos —informó el guardabosque a sus compañeros—, y unos pocos humanos.
—Podría tratarse de bandidos —comentó Bradwarden— que no tengan nada que ver con nuestro enemigo del norte.
—Los trasgos han frecuentado esta región durante mil años —añadió Paulson—. Mis amigos han luchado con ellos muy a menudo, según me contaban.
—¿Pero los trasgos acostumbran coger prisioneros? —quiso saber el guardabosque, y aquella circunstancia verdaderamente insólita les hizo ver que no era un incidente casual, que no se trataba de bandidos.
«El demonio sacará a todos los trasgos de todos los agujeros», había avisado Avelyn.
¡Cómo deseaba Elbryan tener consigo a Sinfonía para poder galopar y atrapar aquella banda!
—Nos internaremos en el bosque para evitarlos —dijo Bradwarden—. No nos causarán problemas.
—Pero tienen prisioneros —se apresuró a comentar Pony.
—No lo sabemos a ciencia cierta —repuso Bradwarden.
—Hay huellas humanas y huellas de trasgos —arguyó Avelyn.
—Quizá tenían prisioneros —respondió Bradwarden con brusquedad.
Elbryan estaba a punto de discutir con el centauro, de puntualizar que, fuese cual fuese su misión, primero tenían que ver si había gente que necesitara su ayuda, cuando le llegó una ayuda inesperada por parte de Paulson.
—Están organizando un ejército —razonó el hombrachón—, por tanto necesitan esclavos. Si este grupo de incursión está confabulado con el Dáctilo, entonces saben que en vez de matar a la gente se los puede hacer trabajar hasta la muerte.
Bradwarden alzó los brazos como si se rindiera e hizo una señal a Elbryan para que se adelantara y averiguara lo que pudiera. Así lo hizo el guardabosque dando un rodeo hacia el oeste del margen del río mientras se dirigía hacia el norte. Los vio por fin en un recodo del río, donde los trasgos —¡y eran muchos!— se habían detenido para beber, pero impedían que una veintena de humanos, tres cuartas partes mujeres y niños, se acercaran a la tan deseada agua.
El guardabosque agachó la cabeza y consideró las opciones. Por suerte, no había gigantes ni powris a la vista, pero los trasgos eran por lo menos cincuenta y Elbryan advirtió que algunos llevaban las insignias negras y grises del ejército del Dáctilo. Aunque él y su valiente grupo atacaran a la banda, ¿cómo podrían evitar que mataran a los prisioneros?
Elbryan regresó a informar a sus compañeros esperando que se suscitaría una acalorada discusión. ¿Era su misión el factor primordial en aquellos momentos? En efecto, si atacaban y los rechazaban, o acababan muertos o capturados, ¿quién iría a la montaña humeante para enfrentarse al Dáctilo demoníaco?
—¿Sólo cincuenta? —resopló Bradwarden—. ¿Y sólo trasgos? ¡Calentaré mi arco con los veinte primeros, pisotearé a los veinte segundos y mi porra probará los diez últimos!
—¿Cómo los atacaremos sin poner en peligro a los prisioneros? —preguntó Pony con su habitual sentido práctico. Al mirar a su decidida compañera, Elbryan supo que su pregunta no tenía intención de disuadirlos de atacar, sino de guiar razonablemente al grupo en la mejor dirección posible.
—Los diezmaremos —respondió Elbryan—. Cualquiera que penetre en el bosque, se quede atrás o se adelante demasiado…
Seis graves movimientos de cabeza respondieron al guardabosque. Al cabo de una hora, estaban siguiendo al grupo, observando los movimientos del enemigo, averiguando la jerarquía entre los trasgos. En un punto determinado, cuando las riberas se estrecharon y resultaron impracticables, los trasgos enviaron a un grupo de seis en busca de un nuevo camino.
Perecieron rápidamente, sin un grito, abatidos por flechas y dagas, por una relampagueante espada y una porra contundente. Tan rápida y completa fue la masacre que Avelyn no tuvo que usar su magia. El monje se acercó a un trasgo herido y lo remató con una serie de puñetazos mortales, pero mantuvo en reserva su energía mágica.
Cuando resultó evidente que los seis primeros no regresaban, los trasgos enviaron a dos más en su busca. Elbryan, Juraviel y Bradwarden les dispararon en cuanto estuvieron fuera de la vista de la caravana.
—Sospechan nuestra presencia —dijo Pony cuando los siete retrocedieron para observar al grupo principal: los trasgos se movían nerviosos de un lado para otro, apretaban las cuerdas de los prisioneros, los mantenían juntos. Lo peor para los observadores sobrevenía cuando un trasgo pegaba a un humano, en especial cuando uno de ellos derribó a un niño pequeño de una bofetada. Con los dientes apretados, haciendo que la disciplina dominara las emociones, Elbryan mantuvo a raya a sus compañeros. Los trasgos recelaban, les recordó; no era el momento de atacar.
—Esconderemos los cuerpos —maquinó Elbryan—, y no molestaremos a los exploradores que envíen. Que encuentren los senderos. Cuando estén otra vez en marcha, en la espesura del bosque, les daremos su merecido.
—Sí —asintió el centauro—. Dales un par de horas para hacerles creer que sus miserables compañeros simplemente se largaron. Que se confíen de nuevo, y entonces los cogeremos a todos y haremos que paguen por cada bofetada que han dado.
Elbryan miró a Avelyn.
—Deberás desempeñar un papel muy importante —le dijo—. Haremos pedazos a los trasgos, no me cabe la menor duda, pero sólo tu poder mágico puede proteger a los prisioneros el tiempo suficiente.
El monje asintió con expresión severa, y luego miró a Pony. Elbryan también lo hizo, presintiendo que ambos, Avelyn y Pony, compartían un secreto. La expresión del guardabosque denotó aún más incredulidad al ver que Avelyn le tendía a la joven un trozo de grafito y una malaquita verde.
Los trasgos, naturalmente, enviaron otro par de exploradores, y los dos se internaron sin problemas en el bosque; luego volvieron junto al grupo e informaron que no habían visto rastro alguno de los ocho compañeros desaparecidos. Como la deserción en las filas de los trasgos era algo bastante corriente, los jefes parecieron tranquilizarse casi inmediatamente y, como habían encontrado senderos nuevos, pronto la caravana reemprendió su penosa marcha.
Y de nuevo cada paso que daban estaba vigilado, incluso dirigido por el guardabosque, aunque no lo sabían, mientras Elbryan buscaba el lugar más adecuado para una emboscada. Encontró precisamente lo que quería, un paso estrecho entre un risco alto y escarpado y una charca fangosa; pero, cuando regresaba para redondear el plan, se vio obligado a cambiar de idea.
La expresión de Pony fue la primera señal de que algo iba mal y, en cuanto se encaramó a una atalaya para observar a los monstruos, el guardabosque se hizo cargo de lo que sucedía. Había estallado una disputa entre algunos prisioneros y los trasgos que los habían capturado, y en aquel momento los humanos estaban recibiendo castigo una vez más. Elbryan se estremecía a cada golpe, sintiendo el dolor tan agudamente como si el palo del trasgo le pegara a él; no obstante, de nuevo trató de contenerse, trató de mantener la perspectiva adecuada y de considerar el objetivo global por encima de sus emociones.
Pero entonces un prisionero, un joven de aproximadamente la misma edad que Elbryan tenía cuando Dundalis había sido arrasada por primera vez, fue apartado de la fila; pronto quedaron claras las intenciones del trasgo con el muchacho, pues lo obligó a arrodillarse y a inclinar la cabeza de forma que su nuca quedara expuesta.
—No, no, no —murmuró Elbryan, y realmente se sentía destrozado. Tanto el plan como los prisioneros saldrían mejor parados si preparaban cuidadosamente la emboscada, pero ¿cómo podía él quedarse de brazos cruzados y contemplar cómo el infortunado muchacho era sacrificado?
Elbryan no podía quedarse como si tal cosa, por supuesto, y tan pronto como los demás vieron que Ala de Halcón se levantaba, comprendieron que había llegado el momento de actuar.
El trasgo alzó la espada, pero se desplomó en el suelo con una flecha de Elbryan clavada en el pecho. El guardabosque se lanzó a la carga a través de los árboles, gritando salvajemente mientras preparaba otra flecha.
Los trasgos se desperdigaron; uno de ellos empezó a dar órdenes hasta que sus palabras se convirtieron en un gorgoteo. Su boca estaba llena de sangre porque la segunda flecha del guardabosque se había hundido en su garganta.
—¡Oh, date prisa! —gritó Avelyn a Pony, pues los dos habían trazado un plan para liberar a los prisioneros.
Pony trataba de apresurarse y se concentraba con toda su voluntad en la malaquita. Ya lo había practicado antes con Avelyn, pero en aquel momento la presión era muy intensa y un fallo podía salir muy caro.
—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn dirigiéndose a la mujer—. ¡Sabes que puedes hacerlo, y hacerlo bien, amiga mía!
Los gritos de ánimo le permitieron a Pony superar las barreras y penetrar en las profundidades de la magia de la piedra. Sintió que se iba volviendo más y más ligera hasta llegar a ser más liviana que una pluma.
Avelyn levantó a la mujer con facilidad y la lanzó en dirección a la caravana de monstruos. Pony flotaba mientras avanzaba y se agarraba a las ramas de los árboles para darse impulso. Pasó por encima de Elbryan, que estaba manejando su espada para pelear con una línea de trasgos a los que, sorprendentemente, hacía retroceder.
Pasó por encima de los trasgos manteniéndose a bastante altura y en silencio hasta que por fin se situó justo encima del apelotonado grupo de prisioneros. Pony contuvo el aliento al observar los movimientos de los trasgos; por sus actos y por los retazos de órdenes que llegaban hasta ella dedujo que se preparaban para infligir un severo castigo a los prisioneros.
La mujer miró con preocupación la otra piedra que Avelyn le había dado; luego miró su propia espada, preguntándose en cuál sería mejor confiar. En cualquier caso su situación era casi desesperada.
La rabia de Elbryan no cedía. Dos trasgos se precipitaron para interceptar su avance, pero el hombre rechazó las dos espadas con un furioso y potente golpe a dos manos de Ala de Halcón. Dejó el arco mientras pasaba por delante de las criaturas, empuñó a Tempestad en el mismo y relampagueante movimiento, y la hundió en el vientre de la criatura más próxima. Con la mano libre descargó un fuerte puñetazo, que alcanzó el mentón del otro trasgo, y volvió a la carga después de desclavar la espada.
El asombrado trasgo se restregó el mentón y trató de levantarse para continuar, pero a Bradwarden, que iba pisando los talones del guardabosque, le faltó tiempo para pisotear a la malvada criatura.
El centauro se colocó junto a Elbryan y empezó a cantar a voz en grito, mientras atropellaba y aporreaba trasgos. Su impulso lo llevó hasta el centro de las fuerzas enemigas, pero inició la retirada al ver que las criaturas comenzaban a organizar su defensa.
Los trasgos se dispusieron formando un semicírculo alrededor de ellos, sin embargo, la integridad de aquella línea de monstruos pronto se vio en un aprieto, pues Belli’mar Juraviel, encaramado a un árbol a cierta distancia del lugar, les disparó con su diminuto pero mortal arco.
Al mismo tiempo, Paulson y Ardilla acudieron junto a sus compañeros; el más bajo de los dos lanzaba dagas mientras se acercaba.
—¡Monta en mi lomo! —rugió el centauro a Elbryan—. ¡Rescataremos a los prisioneros!
«Pero no a tiempo», pensó Elbryan, mientras miraba a través de la fila de trasgos hacia el lastimoso grupo. Rogó para que Pony y Avelyn cumplieran bien su cometido y se preguntó si su rabia no los habría traicionado a todos.
Avelyn apenas veía las filas de trasgos y no sabía cual de las criaturas tenía el mando. En cuanto Pony se fue, el monje se puso a buscar un escondite para su inmenso corpachón, pero se dio cuenta de que no tenía tiempo que perder. Se decidió por un soto de abedules y se metió entre ellos, al tiempo que proyectaba su espíritu al interior de la hematites que apretujaba con fuerza en la mano. Su espíritu abandonó el cuerpo y se alejó a toda velocidad, incluso antes de que su corpachón se acomodara entre la maraña de ramas.
El espíritu del monje adelantó volando a Juraviel; el sensible elfo lo advirtió pese a que el fantasma era ciertamente invisible. Dejó atrás a Paulson y Ardilla, a Bradwarden y a Elbryan, y a las filas de trasgos, hasta llegar a donde se encontraban los desgraciados prisioneros y los monstruos que los vigilaban. Uno de ellos estaba dando órdenes a gritos, y el espíritu de Avelyn se dirigió hacia él, se introdujo en su cuerpo y se puso a luchar para conseguir controlarlo.
La posesión no se conseguía nunca con facilidad, pues era una tarea siempre difícil y peligrosa; pero no había nadie en el mundo que dominara tan a fondo como Avelyn Desbris los poderes de las piedras. Y, además, en aquel momento el monje estaba desesperado por la seguridad de los demás y no por la suya propia.
Desalojó al espíritu del trasgo casi inmediatamente y continuó gritando órdenes que ya no tenían nada que ver con los prisioneros.
—¡Huid! —chilló a sus subordinados—. ¡Corred hacia los árboles, internaos en el bosque! ¡Huid! ¡Huid!
La mayoría de los trasgos se apresuraron a obedecer, más que impacientes por huir en vista del duro castigo que el furioso guardabosque y el poderoso centauro infligían a sus filas.
Pero otros querían su ración de sangre humana antes de irse.
Pony vio a dos de estos, que huían del lugar donde se luchaba pero se desviaban para atacar con sus armas a los prisioneros sobre la marcha. La concentración de la mujer casi se agotó al tratar de penetrar en su otra piedra al tiempo que mantenía la ingravidez que le proporcionaba la malaquita, sin apartar la vista de los monstruos para controlar su avance.
No lo consiguió. Su mente abandonó la malaquita y cayó al suelo desde más de tres metros entre dos sorprendidos trasgos.
Los monstruos y Pony chillaron; los trasgos se revolvieron y empuñaron sus armas, mientras la mujer se les agarraba a los hombros.
Pony fue más rápida y consiguió penetrar en la piedra, el grafito.
Se produjo un estruendo agudo, un repentino destello negro, y los dos trasgos cayeron al suelo, retorciéndose en violentos espasmos mientras morían.
—¡Olvídate de la mujer! —gritó Avelyn en calidad de jefe trasgo a otro monstruo que se acercaba para atacar a Pony, y el monje se apresuró a cortarle el paso. Intentó hacer algo nuevo: volvió a conectar su mente a su cuerpo físico y obtuvo un nuevo poder mágico de una segunda piedra que su cuerpo apretujaba en la mano.
—¡Mata humanos! —aulló el trasgo en la cara de Avelyn, pero el monje alzó un brazo que parecía más de un tigre que de un humano o de un trasgo, y acabó con la protesta de la criatura arrancándole la cara.
—¡Vaya, vaya! —rugió el monje transformado en trasgo, mirando el brazo transformado—. ¡Funciona!
Por supuesto que funcionaba; Avelyn había cubierto la distancia y se había conectado con su propio ser físico mientras mantenía el control del cuerpo del trasgo. Pero el esfuerzo había sido grande, demasiado grande, y el monje de inmediato sintió que perdía el control y que su espíritu se elevaba por encima de la batalla, de regreso hacia los abedules. Sin embargo, con el postrer esfuerzo de su voluntad, justo antes de perder el conocimiento, el monje volvió al cuerpo del trasgo; cuando la criatura volvió a ser consciente de su propia forma física, vio cómo su propio brazo —o, por lo menos, un brazo que estaba conectado a su cuerpo— se levantaba para destrozar horriblemente su propia cara.
El trasgo, sorprendido, retrocedió tambaleándose, mientras con su otra extremidad, la normal, se apretaba la cara desgarrada. La sorpresa se convirtió en horror, en agudo dolor, cuando tropezó cerca de Pony y la mujer le clavó la espada en la espalda y la punta del arma sobresalió por el pecho de la criatura.
Pony se ocupó entonces de los prisioneros y les indicó que se alejaran corriendo del lugar donde se luchaba. No obstante, la mayoría de los hombres y unas pocas mujeres no lo hicieron así. Con los rostros transidos de dolor, sin duda por los seres queridos asesinados por aquellos monstruos, corrieron hacia donde la banda de trasgos luchaba con Elbryan y los demás, dispuestos a pelear con armas que les quitaron a los trasgos muertos, con bastones o pedruscos encontrados en el suelo o simplemente con las manos.
Todo terminó en cuestión de minutos; más de veinte trasgos yacían muertos y los restantes se habían dispersado por el bosque. Varios humanos estaban heridos, y también Bradwarden, aunque el vigoroso centauro hacía poco caso de sus cortes y magulladuras; Avelyn pronto se reunió con ellos, aunque cojeaba visiblemente y tenía el dolor de cabeza más fuerte de toda su vida. Aun así, el buen monje volvió a utilizar la hematites sin una queja, esta vez para curar a todos los heridos.
Elbryan reunió a Paulson y a Ardilla y llamó a Juraviel, y los cuatro se apartaron del grupo para asegurarse de que los trasgos no intentaban un contraataque.
Durante más de una hora de exploración, los cuatro sólo encontraron un par de trasgos escondidos en un lugar y a otro corriendo estúpidamente en círculos.
Así pues, la emboscada había funcionado casi a la perfección, y habían conseguido liberar a los prisioneros, pero aquello enfrentaba al guardabosque a un nuevo dilema y a una nueva e inesperada responsabilidad.
—A estas horas Belster estará ya a muchos kilómetros hacia el sur —opinó Avelyn—, lejos de nuestro alcance. Aunque usara las piedras para entrar en contacto con él, seguramente no conseguiríamos alcanzarlo para que se hiciera cargo de nuestros nuevos amigos.
—Son muy resistentes —añadió Pony, esperanzada—, pero no tienen experiencia con trasgos y similares.
Paulson la miró de soslayo con expresión incrédula.
—Bueno, con estos trasgos sí —corrigió la mujer—. No han luchado nunca contra el ejército del Dáctilo.
Paulson admitió esa observación.
—Nos llevaría semanas enteras prepararlos adecuadamente para que tuvieran posibilidades de escapar con éxito por sus propios medios —acabó la mujer.
Elbryan consideraba cada palabra, examinaba cada sugerencia. Al cabo de un momento, su mirada se dirigió a Paulson y a Ardilla.
El hombrachón comprendió perfectamente aquella mirada; Elbryan no les había pedido nunca, ni a él ni a Ardilla, que fueran con ellos, y, de hecho, los había eximido de toda responsabilidad. Pero Paulson advirtió que el guardabosque estaba a punto de pedirles una nueva responsabilidad. Quería que ambos se hicieran cargo de los nuevos refugiados y los condujeran hacia el sur. Paulson, lleno de odio por la pérdida de su querido amigo, no deseaba abandonar la expedición, ni tampoco Ardilla, pero lo harían para salvar a los refugiados. La constatación de aquel hecho emocionó al hombrachón profundamente; por primera vez en muchos años sentía que formaba parte de algo que iba más allá de sí mismo, un cohesionado círculo de camaradas, de amigos.
—Tenemos otra alternativa —dijo Belli’mar Juraviel, encaramado a una rama baja de un árbol vecino. El elfo se había mantenido en segundo plano para no asustar a los ya bastante amedrentados refugiados; la visión de Bradwarden los había puesto casi tan nerviosos como la de los trasgos, y el elfo pensó que era mejor que no se llevaran más de una sorpresa a la vez.
El grupo alzó la vista para mirar al elfo, que permanecía tranquilo, con las piernas cruzadas en los tobillos y los pies colgando a unos pocos metros por encima de sus cabezas.
—Hay un lugar donde podrían encontrar un refugio seguro, no lejos de aquí —observó el elfo.
Todas las cabezas se inclinaron para asentir, excepto la de Elbryan. El tono de Juraviel dio a entender algo más profundo al guardabosque, en el sentido de que no se trataba meramente de un lugar seguro, sino de algo mucho más especial. Elbryan recordó la carrera que lo había llevado hasta Dundalis en el primer viaje que había hecho como Pájaro de la Noche. Había cruzado los Páramos, viniendo desde el oeste. En aquel momento, él y su gente estaban también al oeste de los Páramos, aunque a muchos kilómetros hacia el norte.
—Podemos llevarlos hasta allí y después continuar nuestro camino —razonó Pony.
—Nosotros no —replicó Juraviel—: yo solo. Ese lugar no está tan lejos, pero tampoco cerca, quizás a una semana de marcha.
—En una semana, casi podríamos conducirlos de regreso a Dundalis —señaló Bradwarden.
—¿Con qué fin? —preguntó el elfo—. Allí no queda nadie para ayudarlos, y la región está infestada de monstruos. En el lugar del que os hablo hay muchos aliados, y no hay monstruos; de esto estoy seguro.
—¿Hablas de Andur’Blough Inninness? —dedujo Elbryan, y como el elfo no se apresuró a negarlo, el guardabosque comprendió que estaba en lo cierto—. Pero ¿aceptará tu Señora tantos humanos en la casa de los elfos? El lugar es secreto y sus fronteras están cerradas y bien escondidas.
—Vivimos días excepcionales —replicó Juraviel—. La señora Dasslerond permitió a veinte de nosotros que partiéramos para unirnos a vuestras fuerzas, que saliéramos al ancho mundo y tomáramos nota de lo que estaba ocurriendo. No se negará a recibir a seres humanos, cuando los están acechando las tinieblas. —El elfo sonrió—. Oh, no dudes que les haremos encantamientos y les pondremos un poco de pasmo en las comidas, quizás para mantenerlos un poco desorientados y para que nuestros senderos permanezcan escondidos cuando regresen de nuevo al ancho mundo.
—Deberíamos ir todos —razonó Pony, que de ningún modo quería perder la ocasión de conocer la casa de los elfos, después de haber pasado horas y horas escuchando las historias que le contaba Elbryan sobre Andur’Blough Inninness.
También Elbryan sentía tentaciones; le habría encantado volver a visitar aquel mágico lugar, especialmente en aquel momento, para reforzar su determinación antes de completar aquella expedición tan importante y peligrosa. Sin embargo, el guardabosque sabía qué era lo más conveniente.
—Cada día que perdamos al desplazarnos hacia el sur, y cada día nos supone otro para regresar hasta este punto, nuestros enemigos se adentran más en nuestras tierras y muere más gente —dijo con calma.
—Los llevaré yo solo —anunció Juraviel—. Del mismo modo que tú descubriste tu destino, hermano Avelyn, yo he descubierto el mío; preséntame a estas personas por la mañana y los pondré a salvo.
Elbryan miró largo y tendido a su alado amigo; deseaba que Juraviel lo acompañara en aquel viaje, necesitaba la sabiduría y la valentía del elfo para reforzar las suyas. Pero Juraviel tenía razón; él solo podía conducir a los refugiados con seguridad, y, aunque la expedición a Barbacan era de suma importancia, no podían desentenderse de la suerte de aquellos inocentes.
Por la mañana tuvo lugar la segunda y dolorosa marcha.
—¡Así que por fin estás aquí! —gritó Tuntun a Sinfonía cuando vio al semental que trotaba a través de un campo, al norte de Prado de Mala Hierba. La mayoría de los elfos hacía tiempo que se habían ido; algunos protegiendo el grupo de humanos que había partido hacia el sur, pero los más iban de regreso a Andur’Blough Inninness. Tuntun y un par más de elfos se habían quedado en la zona, sin embargo, para continuar vigilando al ejército invasor.
Aquel no era el lugar donde Tuntun quería estar.
La elfa había estado buscando a Sinfonía, pues sus deseos se habían plasmado en un plan concreto.
Se acercó con precaución al caballo, pero pronto se dio cuenta de que podía comunicarse con el semental. La turquesa estaba sintonizada para actuar con Elbryan, pero Tuntun, con su sangre élfica, podía utilizarla de alguna manera, podía sondear los más intensos deseos del caballo, como mínimo, si no sus pensamientos reales.
Sinfonía parecía estar encantado con ella.
Tuntun apenas tuvo problemas para ser aceptada por el gran semental, que brincó tan pronto como la elfa montó encima de él y galopó hacia el noroeste.