22

Las revelaciones de los espíritus

—Fue una trampa que te tendieron a ti, que en otros tiempos viviste en Dundalis —afirmó Juraviel. El elfo estaba sentado con Pony y Elbryan cerca de la tumba de Mather, en la arboleda en forma de rombo. Tuntun se encontraba por las cercanías, junto con los demás elfos que habían acudido a aquel lugar y que, según le había dicho Juraviel a Elbryan, regresarían pronto a Andur’Blough Inninness.

—¿Cómo lo supieron? —preguntó Elbryan, que se resistía a creer que la tala en el valle de árboles de hoja perenne hubiera sido llevada a cabo específicamente para ellos.

—Sabían que muchos de los que luchaban contra ellos habían huido de Dundalis —contestó Juraviel—. El pueblo fue abandonado antes de que ellos llegaran. Así que comprendieron que el valle al norte del pueblo era un lugar importante, quizás incluso un lugar sagrado.

—No —arguyó Pony—. No es lógico que lo creyeran más importante que el propio pueblo que habíamos abandonado.

—Y dudo que los powris, y tampoco los gigantes y los trasgos, tengan la menor sensibilidad para la belleza —añadió Elbryan.

Juraviel permaneció callado, mientras consideraba los distintos argumentos. Le seguía preocupando que los monstruos hubieran ido a aquel valle en particular.

También le preocupaba a Elbryan, pues la tala de los árboles de hoja perenne no tenía sentido. La madera recogida por los monstruos no les resultaría de ninguna utilidad; las píceas y los pinos eran demasiado pequeños para las catapultas, demasiado húmedos y verdes para quemar, y demasiado flexibles para ser usados en la construcción. Con bosques más tupidos por doquier, llenos de árboles más altos y de madera más resistente, ¿por qué los powris fueron a aquel valle de árboles de hoja perenne? Sólo para tenderles una trampa, tuvo que admitir Elbryan; una trampa especialmente dirigida a Jilseponie y a él, los dos para quienes aquel valle era sagrado.

Pero para el guardabosque aquello no tenía sentido, pues el plan era demasiado sutil. ¿Cómo podían los monstruos haber obtenido tal información sobre los jefes de sus enemigos?

—Lo sabían —dijo Elbryan en tono neutro—. Tenían que saberlo.

—¿Cómo? —preguntó Juraviel.

Un silbido desde los árboles —sabían que era Tuntun— los alertó de que tenían visita, y poco después el hermano Avelyn se les acercó a paso lento. Tenía mucho mejor aspecto y parecía haber recobrado su energía, aunque cojeaba ligeramente.

—Vaya, vaya —le dijo Pony alegremente, dedicándole una sonrisa.

—Lo saben —observó Avelyn mientras se sentaba pesadamente en el suelo—. Y saben mucho sobre nosotros. Demasiado.

—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó Juraviel.

—Un fantasma me lo ha dicho —replicó Avelyn. Elbryan aguzó las orejas, suponiendo que el monje había establecido contacto con el tío Mather.

—Mientras luchabais en el valle, me fui lejos, hacia el norte —explicó el monje—. Ahora os puedo decir que ese ejército que ha llegado hasta aquí no es más que una avanzadilla, una patrulla exploradora, y que nuestro enemigo, el Dáctilo demoníaco, dispone de un número de soldados muchas veces superior al de ese ejército para echarse encima de nosotros.

—Entonces, estamos condenados —murmuró Pony.

—Nuestro enemigo tiene, también, otro aliado —prosiguió Avelyn, mirando directamente a Elbryan—. El fantasma de un hombre que tú mataste para defenderme.

—El hermano Justicia —dedujo el guardabosque.

Avelyn asintió.

—Se llama Quintall —dijo, pues en aquellas circunstancias el otro apelativo le parecía totalmente absurdo—. Intercambié unas pocas palabras con ese fantasma antes de luchar con él, y puedo asegurarte que sabe cosas de vosotros, de ti y de Pony.

—Una vez luchamos él y yo… —empezó a responder el guardabosque.

Avelyn sacudió la cabeza y lo interrumpió.

—Sabía que estabais en apuros en el valle. Predijo que ambos seríais asesinados.

—Entonces era una trampa —afirmó Juraviel.

—Desde luego —aseguró Avelyn—. Sabían cuál era la mejor forma de atraernos… a vosotros dos, por lo menos —añadió dirigiéndose a Elbryan y a Pony.

—¿Cómo podían saberlo? —se extrañó Pony—. El hermano… Quintall no nos conocía bien, y sin duda no conocía nuestro cariño por el valle de pinos.

—Quizás el fantasma ha estado cerca de nosotros —dijo una voz desde un árbol cercano. El grupo miró hacia allí y vieron a Tuntun sentada tranquilamente en una rama.

Aquello parecía bastante razonable, pero Avelyn sospechaba que él habría notado la presencia de Quintall si el espíritu se les hubiera acercado.

—Quizás —admitió el monje—. O tal vez no es Quintall el único que ha caído en la oscuridad del Dáctilo…

Para el pequeño grupo, cuyas vidas dependían de la más absoluta discreción, no podía haber una posibilidad más inquietante que la presencia de un traidor en sus filas. Miles de preguntas asaltaron a Elbryan y a los demás mientras analizaban a cada miembro de la banda. Cuando mentalmente se preguntó sobre la lealtad de Bradwarden, el guardabosque se dio cuenta de que aquello era una verdadera insensatez.

—No tenemos prueba alguna de semejante cosa —dijo Elbryan con firmeza después de una larga pausa en la conversación—. Probablemente fue el fantasma; nos espió para nuestros enemigos. O quizá los powris son más listos de lo que creíamos en un principio. A lo mejor tienen prisioneros y los han torturado para conseguir información.

—Nadie de Dundalis, seguro —arguyó Pony—. Nadie que pudiera conocer nuestro cariño por el valle.

—No son más que conjeturas —insistió el guardabosque—. Pensamientos peligrosos. ¿Cómo funcionaremos si no confiamos unos en otros? No —decidió con una firmeza que mostraba que no transigiría en aquel asunto—, no vamos a sospechar de la lealtad de ningún miembro de nuestro grupo. No hablaremos de este asunto fuera de este círculo restringido, y no volveremos a hablar de ello a no ser que se pueda encontrar alguna prueba más sustancial.

—Entonces, debemos ser prudentes —aconsejó Avelyn.

—¿Le tocará ahora a esta arboleda? —preguntó Pony, una cuestión que inquietó a Elbryan.

—Ahora le tocará a todo el mundo —contestó Tuntun, desviando el tema—, si lo que ha dicho Avelyn es verdad.

—Lo es —aseguró el monje—. Vi un ejército de enemigos tan grande como jamás me hubiera podido imaginar.

—Un ejército más numeroso de lo que permitiría la forma de ser de los monstruos, si no estuvieran guiados por alguien —acotó Juraviel.

Pony, que no había participado en la discusión anterior junto a la cama de Avelyn, parecía no entender nada.

—Los powris y los trasgos no seguirían siendo aliados durante mucho tiempo si no hubiera un poder mayor, una maldad mayor que los mantuviera juntos —le explicó Juraviel.

Pony miró a Avelyn, pensando en las catástrofes que le había oído profetizar durante las semanas que habían viajado juntos, en la debilidad del mundo que el monje constantemente censuraba y en el nombre que le daba.

—¿Es el Dáctilo? —inquirió—. ¿Estáis seguros?

—El Dáctilo ha despertado —repuso Avelyn sin vacilación alguna.

—Como nos temíamos en Caer’alfar —añadió Juraviel.

—Pero yo creía que el Dáctilo era la debilidad de los corazones de los hombres —razonó Pony—, no un ser de consistencia física.

—Es ambas cosas —le explicó Avelyn, recordando las enseñanzas que había recibido en Saint Mere Abelle y pensando que era una ironía que aquellos mismos hombres que le habían enseñado quién era el Dáctilo hubieran colaborado en el regreso del monstruo con su debilidad e impiedad—. Es la debilidad del hombre lo que permite que el demonio aparezca, pero cuando lo hace es también un monstruo de consistencia física, un ser de enorme poder que puede gobernar las voluntades de los corazones malvados, que puede dominar las hordas de monstruos y tentar a hombres como Quintall, hombres que se han desviado del camino de Dios y han ido a parar al suyo.

—Hay otras creencias además de las de tu iglesia —comentó secamente Tuntun.

—Y todos nuestros dioses son un Dios —se apresuró a responder Avelyn, sin deseos de ofenderla—. Quizás un Dios con nombres distintos, pero de dogmas similares. Y, cuando se tergiversan esos dogmas —siguió diciendo el monje con voz cada vez más grave—, cuando se los utiliza para beneficio personal o como medio de castigar severamente o someter a los demás, entonces que todo Corona se prepare, porque el Dáctilo se levantará de su sueño profundo.

—Son tiempos tenebrosos —asintió Juraviel.

Elbryan inclinó la cabeza pero no por desesperación sino para pensar. El guardabosque no eludía aquellas discusiones filosóficas, pero comprendía que su papel allí consistía en considerar la posición de todos ellos con respecto a la existencia cotidiana, pues a él le correspondía la responsabilidad de guiar adecuadamente a aquella gente que se había puesto bajo su protección y que eran casi doscientas personas. En aquellos momentos el guardabosque tenía problemas más acuciantes que aquel mítico monstruo situado a kilómetros de distancia; en efecto, si había un traidor entre sus filas, el peligro sería mayor.

—Lo sabían, tío Mather —susurró Elbryan cuando la imagen al fin se le apareció en el Oráculo—. Sabían que arrasando el valle me herirían a mí, que quizá me harían salir de mi escondrijo. Sin embargo, ¿cómo han podido enterarse de cosas sobre mí, aparte de mi nombre, Pájaro de la Noche, que no he escondido, y de mis hazañas frente a ellos? ¿Cómo han podido enterarse de mis amores, de lo que ocurre en lo más profundo de mi corazón?

El guardabosque se sentó de nuevo, apoyado en la pared posterior de la cueva. Seguía mirando en silencio, sin esperar respuestas pero confiando en que, tal como sucedía a menudo, la imagen de su tío Mather lo guiaría a través del revoltijo de sus propios pensamientos para permitirle razonar ante sus dilemas.

Vio otra imagen en el espejo —¿o fue sólo en su mente?—: la de un hombre que él había elegido para formar parte del grupo que debía atacar en el valle de árboles de hoja perenne, pero que había rehusado alegando enfermedad. Elbryan sabía perfectamente que aquel hombre no había estado enfermo y consideró aquella repentina cobardía como algo verdaderamente deshonroso. Pero, como no había tiempo para tales menudencias, pronto se olvidó del incidente.

Elbryan evocó de nuevo las imágenes del regreso del maltrecho grupo al campamento principal: Paulson dejándose caer exhausto desde el lomo de Sinfonía; Pony apoyándose en Bradwarden como si fuera a desplomarse en cuanto le faltara el sólido soporte del centauro. Vio reflejadas en el espejo otras imágenes que, cuando realmente ocurrieron, le habían parecido secundarias: un hombre supuestamente enfermo de pie en un extremo del campamento y, por encima de todo, la expresión de la cara de aquel hombre, que Elbryan apenas había advertido entonces, pero que ahora veía con total claridad.

El hombre estaba sorprendido, realmente sorprendido de que hubieran regresado.

Empleando todo el sigilo aprendido en sus años con los Touel’alfar, Elbryan siguió a Tol Yuganick fuera del campamento a última hora de una oscura noche, al cabo de varios días del ataque en el valle de árboles de hoja perenne.

El hombrachón había salido con la excusa de buscar leña para el fuego; Elbryan se dio cuenta de que miraba con frecuencia por encima del hombro, con la indudable intención de asegurarse de que nadie lo seguía. No obstante, su precaución poco pudo frente a la serena destreza del guardabosque, de modo que Tol no advirtió la presencia de Elbryan ni al principio ni cuando se encontró con un powri patizambo a poco más de tres kilómetros del escondrijo de la banda.

—Hice lo que me pediste —pudo oír Elbryan que alegaba el hombrachón—. Los entregué justo donde te había dicho.

—¡Bah! Hablaste del guardabosque —se quejó el powri—, y de la mujer amiga suya; ¡no dijiste nada de los otros guerreros o del feroz centauro!

—¿Creías a Pájaro de la Noche tan estúpido como para acercarse tanto a Dundalis él solo?

—¡Silencio! —le espetó el powri—. Ten cuidado con tu actitud, Tol Yuganick; Bestesbulzibar no está lejos, te lo aseguro, y tiene hambre de carne humana.

Elbryan formó con los labios, en silencio, aquel nombre desconocido y observó que la ruda cara de Tol palidecía al oírlo. El guardabosque no tenía ni idea de quién podía ser aquella criatura, Bestesbulzibar, pero no le cupo la menor duda de que era un enemigo de cuidado.

—Tenemos que destruir a Pájaro de la Noche —insistía el powri—, y pronto. Mi jefe ha advertido que aquí las cosas no van bien, aunque estamos a muchos kilómetros de la línea de batalla, y no está precisamente satisfecho.

—¡Es vuestro problema, Ulg Tik’narn, no el mío! —aulló Tol—. ¡Me habéis utilizado, powri, y habéis dejado en mi boca un sabor asqueroso que ningún río podría lavar aunque me lo tragara entero!

Elbryan se alegró de que el hombre sintiera algún remordimiento por su traición.

—¡He terminado contigo y con Bestesbulzibar, el diablo alado! —añadió indignado, dándose la vuelta para marcharse.

—¿Y también con el fantasma que averigua tus sueños —replicó el powri maliciosamente—, con el fantasma que atiende cada llamada de Bestesbulzibar?

Tol Yuganick vaciló y se volvió.

—¿Y qué haría Pájaro de la Noche si descubre tu traición? —añadió Ulg Tik’narn.

—Teníamos un trato —protestó Tol.

—Tenemos un trato —corrigió el powri—. Harás lo que te ordene, estúpido humano, o mi jefe te destruirá de una forma muy desagradable.

Tol inclinó la cabeza, mientras su rostro se contraía por la lucha entre pragmatismo y conciencia.

—Ya has caído sin remedio —prosiguió el powri con una risita—. Tu conducta no puede cambiarse, tus errores no pueden corregirse. Nos entregaste una vez a Pájaro de la Noche, y ahora debes hacerlo de nuevo, pues, si no lo atrapamos, no habrá descanso para el horrible Tol Yuganick; ningún sueño escapará a las intromisiones del fantasma Quintall, ni encontrarás ningún camino para alejarte lo suficiente del vuelo de Bestesbulzibar, que es todopoderoso.

Elbryan apenas pudo respirar, al constatar que él y su pequeña banda habían causado un impacto tan grande en el corazón del ejército de los monstruos. Reconoció el nombre del espíritu traidor, por supuesto, y, al oír que el powri se refería a Quintall como a un peón de Bestesbulzibar, intuyó la identidad de aquella criatura.

—Hay una arboleda —empezó a decir Tol a regañadientes—, en forma de rombo.

Aquellas palabras sobrecogieron a Elbryan; puso una flecha en Ala de Halcón casi sin darse cuenta y apuntó el arco al espacio comprendido entre los dos ojos del traidor.

—Es un lugar muy especial para el guardabosque, un lugar que no permitirá que sea profanado por nada del mundo —prosiguió Tol Yuganick.

Elbryan no quería matarlo; por mucha que fuese la flaqueza de espíritu de Tol, el guardabosque no quería matarlo hasta haber hablado con él, hasta haber oído todas las amenazas de que había sido objeto para hacerlo obrar de aquel modo.

Pero Elbryan no sentía compasión alguna por los powris, así que desplazó el ángulo de tiro un poco, apretó los dientes y disparó; la flecha recorrió los siete metros velozmente, sin error, creyó él. En el último momento, la flecha se desvió en pleno vuelo y se clavó en un árbol. Ulg Tik’narn se escabulló en un abrir y cerrar de ojos y se perdió en la oscuridad del bosque; pero, antes de que Tol pudiera moverse, el guardabosque saltó ante él blandiendo a Tempestad. Un vistazo al powri que huía le confirmó que la repugnante criatura no representaba una amenaza inmediata.

Tol, por otra parte, tenía en la mano su enorme espada y miraba a Elbryan nerviosamente.

—Lo he escuchado todo —dijo el guardabosque—, absolutamente todo.

Tol no contestó; se limitó a mirar en torno buscando una escapatoria.

—No puedes correr más que yo, de noche en un bosque —declaró Elbryan, sereno.

—Entonces, corre más que yo —replicó agriamente el hombrachón—. ¡He querido tu cabeza desde el primer día en que te vi, guardabosque nauseabundo, y, ahora, o te vas o puedes estar seguro de que te la voy a cortar!

Elbryan reconoció el auténtico miedo que escondía aquella fanfarronada. Tol no deseaba pelear con él, no deseaba enfrentarse a la temible Tempestad.

—Tira tu arma al suelo —le ordenó Elbryan con calma—. No voy a juzgarte, Tol Yuganick; aquí no. Vendrás conmigo al campamento, confesarás tus crímenes con sinceridad y veremos lo que la gente decide hacer contigo.

Tol se estremeció ante aquella idea.

—¿Tirar el arma al suelo para que os resulte más fácil pasar un lazo corredizo por mi cuello? —inquirió el hombretón.

—Es poco probable —repuso el guardabosque—; la gente es compasiva.

—Te doy una última oportunidad de huir —le dijo Tol, después de escupirle.

—No lo hagas —le avisó Elbryan, pero Tol se abalanzó sobre él con un ataque violento, golpeando con su pesada espada.

Tempestad se movió veloz hacia la izquierda, rechazó el golpe, de nuevo se fue a la izquierda y después a la derecha; Elbryan desviaba con facilidad los toscos ataques. El guardabosque pinchó hacia adelante con su hoja, acercando la punta a la empuñadura de la punzante espada de Tol, y, al mismo tiempo, se desplazó diestramente hacia un lado para esquivar la embestida frontal del hombretón. Una torsión de la muñeca de Elbryan hizo que la hoja de Tempestad alcanzara con contundencia la mano del hombrachón, y otro movimiento de muñeca torció violentamente la mano de Tol.

Elbryan extendió por completó el brazo que empuñaba la espada; el arma de Tol voló inocuamente hacia un lado y fue a caer en un charco fangoso.

El hombrachón lanzó un grito sofocado de desesperación, mientras, desarmado, miraba al peligroso guardabosque.

—No lo hagas… —empezó a decir Elbryan, pero Tol se dio la vuelta y huyó dando traspiés.

Elbryan levantó a Tempestad por encima de su cabeza y se dispuso a lanzarla. No obstante, se abstuvo de hacerlo pues, en el momento en que Tol pasaba junto al árbol más cercano, un par de musculosas patas equinas salieron disparadas, alcanzaron de pleno la sien del hombre y, como si fuera un saco, lo proyectaron violentamente contra el pie de un grueso fresno.

Bradwarden apareció en el pequeño calvero.

—Lo seguí hasta aquí —explicó Elbryan.

—Y yo te seguí a ti —repuso el centauro—. Llevaba a Avelyn montado en mi lomo. Deberías mirar lo que pasa ante tu culo, aunque tu objetivo esté ante tus narices.

Elbryan miró en torno.

—¿Y dónde está el monje?

—Cazando un powri —contestó Bradwarden—. Dijo que no había que preocuparse por aquel pequeñajo.

Elbryan observó a Tol. La cabeza le colgaba de los hombros; estaba sentado, aplastado contra el grueso tronco.

—No me atrevo a juzgarlo —dijo el guardabosque.

—Siempre compasivo, como con los tres tramperos granujas.

—Y aquella vez acerté al serlo —recordó Elbryan.

—Es verdad, pero esta vez es diferente —replicó el centauro—. Ahora se trata de alguien caído, sin redención posible. Su crimen no puede tolerarse, creo yo, pues nos habría entregado a todos a la bestia para salvar su pellejo. —Bradwarden miró con desprecio al hombre aturdido—. Además, él lo sabe. Seguramente eres menos compasivo con él dejándolo vivir con esa cosa tan terrible que ha hecho.

—No lo juzgaré.

—Pero yo sí —declaró Bradwarden con energía—. Ahora, amigo mío, quizá quieras irte; Avelyn tal vez necesita tu ayuda, y no creo que quieras ver lo que va a ocurrir aquí.

Elbryan miró fijamente al brutal centauro, pero comprendió que tenía poca autoridad para cambiar su determinación. Y, pese a sus sentimientos de compasión, no pelearía con Bradwarden por culpa de Tol Yuganick, que tan bajo había caído. Volvió a mirar a Tol, que estaba inconsciente y, probablemente, ya herido de muerte a causa de la contundente patada.

—Ten compasión —dijo el guardabosque a Bradwarden—. Lamenta su decisión.

—Eligió libremente.

—Aunque así sea, la compasión es amiga del justo —insistió Elbryan.

Bradwarden asintió sombríamente; Elbryan recogió rápidamente a Ala de Halcón y se perdió en la noche tras el powri que había escapado, aunque el guardabosque confiaba en que Avelyn se las sabría apañar con el enano. Cuando se había internado unos diez pasos en el bosque, oyó un ruido sordo, la coz del centauro contra una cabeza apoyada en el tronco de un árbol, y supo que todo se había acabado.

Se le revolvió el estómago, pero no podía estar en desacuerdo, por lo menos en aquellas circunstancias con tantas vidas en juego. Tol había elegido y había pagado por su elección.

A la vuelta de un recodo, lejos, hacia abajo en el oscuro sendero, el guardabosque encontró una banda de powris tumbados en el suelo, la mayoría muertos pero algunos todavía retorciéndose en agonía. Advirtió que la descarga de un rayo los había alcanzado; el monje tenía que estar cerca.

Se detuvo, aguzó sus sentidos en la noche y oyó que alguien hablaba no lejos de allí. Corrió veloz pero sin hacer ruido, y no tardó en ver a Avelyn dando buena cuenta de otro powri; el expeditivo monje sujetaba al enano bajo su brazo y le golpeaba repetidamente la cabeza contra un tronco.

Elbryan tenía la intención de detenerse allí, pero un movimiento más lejos, hacia el sur, en el sendero, llamó su atención. Apercibió al último powri; era Ulg Tik’narn, el que había estado hablando con Tol Yuganick. Apoyó una rodilla en el suelo, preparó a Ala de Halcón y apuntó. De nuevo el tiro fue bueno, pero otra vez la flecha se desvió en el último momento y voló inofensivamente hacia la oscuridad.

Frustrado, el guardabosque abandonó su arco y corrió empuñando la espada.

El powri, advirtiendo seguramente que no podía competir con un humano de piernas más largas, detuvo su carrera y se dio la vuelta con una reluciente espada dentada en la mano.

—¡Pájaro de la Noche! —murmuró el enano—. ¡Bah, morirás!

Elbryan no dijo nada; se limitó a acercársele con rapidez y energía. Golpeó a Tempestad dos veces contra la hoja del powri y luego, aprovechando que el enano tuvo que bajar la guardia, la lanzó directamente hacia el desprotegido corazón del enemigo.

La hoja salió desviada hacia un lado, impelida por alguna fuerza que Elbryan no comprendió; entonces el guardabosque, sobrecogido, perdió de repente el equilibrio y cayó hacia adelante. Dio un manotazo desesperadamente con la mano que tenía libre, y la espada del sonriente powri lo hirió en la palma abierta.

—¿Qué? —preguntó el guardabosque resbalando hacia un lado y dándose la vuelta para encararse con su engañoso enemigo.

Riendo, Ulg Tik’narn avanzó.

A cierta distancia, el hermano Avelyn contemplaba la escena con curiosidad; vio cómo Elbryan llevaba a cabo otro ataque, aparentemente con éxito, pero comprobó que en el último instante Tempestad volaba hacia un lado. Sin embargo, aquella vez el guardabosque no fue cogido por sorpresa; mantuvo el equilibrio y se revolvió para adoptar una posición defensiva con suficiente rapidez para prevenir los pinchazos de su rival.

Avelyn guardó la piedra de grafito que tenía en la mano, pues el rayo había causado escasos efectos cuando lo había usado contra aquel enano. Había algo poco usual en aquel powri, advirtió el monje, una magia defensiva que Avelyn no comprendía.

Cogió el carbunclo que había tomado del cuerpo muerto de Quintall y se sumergió en su magia, mientras Elbryan acuchillaba con su arma —en vano— por dos veces la cabeza del powri, que se reía de él.

Entonces Avelyn vio la causa, distinguió con claridad los refuerzos claveteados del powri, que relucían fieramente con el encantamiento.

—Ya basta —aulló el monje—. ¡Vaya, vaya! —Sacó la otra piedra que había encontrado en el cuerpo de Quintall, la poderosa piedra solar, y extrajo de ella su energía concentrada.

—Bah, no puedes matarme, estúpido Pájaro de la Noche —decía Ulg Tik’narn, manteniendo abiertos sus cortos brazos, al tiempo que avanzaba con firmeza hacia el confundido Elbryan—. Mi jefe me protege. Bestes…

La palabra terminó con un gorgoteo, cuando las ondas de supresión mágica envolvieron los refuerzos forjados por el Dáctilo y Tempestad perforó el pecho del enano.

—No sé cómo se llama —admitió Juraviel, mirando a Elbryan por encima del fuego del campamento.

—Pero yo sí —intervino Avelyn, que apoyaba su corpachón en un leño caído—. Bestesbulzibar, Aztemefostofe, Pelucine, Decambrinezarre…

—Todos son nombres de demonios dáctilos —dijo Juraviel, a quien le sonaron familiares dos de los extraños apelativos.

—O sea que, si podemos creer al powri, sabemos que hay una bestia, una bestia física, que guía a nuestros enemigos —intervino Pony.

—Lo sabemos —confirmó Avelyn con plena convicción, y tiró al suelo los refuerzos encantados, objetos malignos que el monje no permitiría que nadie llevara—. Desde hace algún tiempo tengo conocimiento de la bestia, y también de su guarida.

—Barbacan —dijo Elbryan.

—La montaña humeante —añadió Avelyn.

Se hizo un largo silencio; los cinco —los tres humanos, Juraviel y Tuntun— se sintieron abrumados al ver confirmados sus temores y, de pronto, se sintieron vulnerables. Por supuesto, había un Dáctilo muy real que controlaba al fantasma de Quintall y —o bien a través de Quintall o mediante informes de sus fuerzas monstruosas— conocía su banda guerrillera, conocía a Pájaro de la Noche.

Avelyn se levantó y se fue; Pony se apresuró a alcanzarlo.

—Conozco mi destino —dijo en voz baja el monje a la mujer, aunque Elbryan, que había empezado a seguirlos, y los dos elfos, con sus finos oídos, lo oyeron a la perfección—. Ahora sé por qué el espíritu de Dios me inspiró para que robara las piedras y escapara de Saint Mere Abelle.

—Quieres decir que piensas ir a Barbacan —dedujo Pony.

—He visto el ejército que se ha reunido allí —contestó Avelyn—. He visto las tinieblas que pronto caerán sobre nosotros, sobre todo el reino: Saint Mere Abelle y Palmaris, Ursal e incluso Entel en la cordillera Cinturón y Hebilla. Quizás el lejano Behren tampoco esté seguro.

El monje se dio la vuelta para mirar a los ojos a Pony, y después a Elbryan.

—No podemos derrotar al Dáctilo y a sus secuaces —prosiguió Avelyn—. Nuestro pueblo se ha ido debilitando, y los elfos se han ido aislando y son demasiado pocos. La única manera de prevenir la oscuridad es decapitar a nuestro enemigo, destruir la fuerza que mantiene a los powris unidos a sus odiados trasgos, destruir la maligna y poderosa voluntad que dirige a los salvajes gigantes.

—¿Te refieres a recorrer centenares de kilómetros para combatir con una criatura tan poderosa? —preguntó Elbryan con escepticismo.

—Ningún ejército reunido por todos los reinos de la tierra podría acercarse al Dáctilo —replicó Avelyn—, pero yo sí.

—Podría hacerlo un grupo reducido —dijo Pony mirando al guardabosque.

Elbryan consideró aquella idea un momento, y luego asintió ceñudamente.

Pony miró a Avelyn y escrutó en la profundidad de los ojos de aquel hombre que se había convertido para ella en un hermano. Vio en ellos un dolor y un temor que no estaban en el momento cuando había declarado que iría él solo. Avelyn tenía miedo por ella, no por lo que le pudiera pasar a él.

—Has dicho que es tu destino —comentó Pony—, y también es el mío, puesto que el destino me ha colocado a tu lado.

Avelyn sacudió la cabeza, pero Pony seguía insistiendo.

—No intentes ni siquiera detenerme —le dijo—. Además, ¿en dónde podría estar yo a salvo? ¿Aquí, donde los powris nos tienden trampas? ¿Quizás en las tierras del sur, corriendo delante de las hordas que avanzan?

—¿O en el hogar de los elfos? —añadió Juraviel con aire severo, prestando un apoyo inesperado a los argumentos de Pony.

—¿Dónde? —preguntó la mujer—. Preferiría enfrentarme cara a cara con el monstruo, estar junto a Avelyn cuando afronte su destino, mientras el mundo entero retiene el aliento.

Avelyn miró a Elbryan como si esperara que el guardabosque protestara. ¿Cómo podía Elbryan, tan enamorado como estaba de Pony, permitirle que fuera?

Pero Avelyn era incapaz de entender del todo la naturaleza de aquel amor.

—Y yo estaré junto a Pony —dijo el guardabosque con firmeza—, y junto a Avelyn.

En el rostro del monje se pintó la más absoluta incredulidad.

—¿No era Terranen Dinoniel un guardabosque entrenado por los elfos? —inquirió Elbryan, clavando los ojos en Juraviel y Tuntun.

—Era medio elfo además —puntualizó Tuntun, como si ese hecho colocara de alguna forma al héroe legendario por encima de Elbryan.

—Entonces tendré que ir yo para completar la otra mitad —declaró Juraviel sombríamente, observando los desorbitados ojos de Tuntun sin sorprenderse—. Con la bendición de la señora Dasslerond, desde luego —añadió.

—¡Vaya, vaya! —exclamó de pronto Avelyn, sorprendido y obviamente complacido por aquel inesperado apoyo. Pero la alegría del momento no podía durar ante la tenebrosa perspectiva del viaje a Barbacan. El monje miró a cada uno de sus amigos, uno tras otro, e inclinó la cabeza; luego se alejó para estar solo con su conciencia y su coraje.

Cuando Elbryan y Pony se separaron de los elfos, se sorprendieron al encontrar a un amigo que escuchaba a escondidas a unos doce pasos en la espesura del bosque y a quien no habían visto ni oído pese a su enorme volumen.

—Ah, ya sabía que llegaríamos a esto —dijo Bradwarden—. Los humanos siempre están pensando en cómo lograr ser recordados —añadió burlonamente, sacudiendo la cabeza—. Yo me encargaré de las alforjas. Necesitaréis a alguien que cargue con las provisiones, y será mejor que ese alguien sepa cómo salirse de los problemas.

—¿Pretendes acompañarnos? —preguntó Elbryan.

—Será un largo camino —replicó el centauro—. ¡Necesitaréis mi gaita para calmar vuestros nervios, no lo dudéis!