21

Un lugar de singular interés

—¡Los arrancan y los cortan! —se lamentó el centauro, coceando en torno, chapoteando en el fango y en los charcos y golpeando el suelo con su pesada porra. Una lluvia torrencial caía sobre la región, convirtiendo en lodo las últimas nieves y empapando la tierra.

—Están talando los árboles de hoja perenne en el valle al norte de Dundalis —le explicó hoscamente Elbryan a Pony—. Todos.

—Entonces el día no puede ser más gris —repuso ella mirando hacia donde había estado su hogar en otros tiempos. De todos los lugares de la comarca, sólo la arboleda de Elbryan superaba en belleza aquel valle de pinos y de musgo caribú, y ningún otro paraje suscitaba en la joven recuerdos más melancólicos.

—Podemos detenerlos —dijo de pronto el guardabosque al ver el profundo dolor reflejado en las hermosas facciones de Pony. Sin embargo, suspiró en cuanto lo hubo dicho, pues él y Bradwarden habían sostenido una conversación parecida durante la cual el centauro había hablado de atacar, pero Elbryan había llegado a la conclusión de que aquella tala podía tratarse de una trampa tendida a él y a sus hombres. La sigilosa banda se había convertido en una verdadera espina clavada en el flanco del ejército invasor, y sin duda los monstruos que dominaban Dundalis y los otros pueblos deseaban atraerlos a campo abierto y acabar con ellos de una vez por todas. Los trasgos eran unas criaturas realmente estúpidas, sin embargo, Elbryan sabía que los powris no lo eran y comprendía que los generales enanos eran conscientes de la importancia que la belleza tenía para los hombres.

—Demasiado cerca de Dundalis —se lamentó Pony—. Los taladores lograrían refuerzos antes de que pudiéramos infligirles algún daño.

—Pero, si los hostigamos y los ponemos en fuga —arguyó otra vez Bradwarden—, podría ser que lo pensaran dos veces antes de volver a este valle.

Pony miró a Elbryan, a Pájaro de la Noche. A él le tocaba decidir, a él le correspondía el mando de la banda.

—Me gustaría atacarlos —dijo ella en voz baja—, aunque sólo sea para mostrarles mi respeto por la tierra que despojan.

Elbryan asintió.

—¿Cómo está Avelyn?

—No está en condiciones de pensar en batallas —replicó Pony con un movimiento de cabeza que hizo caer gotitas de sus espesos y empapados cabellos—. Y está muy ocupado con las piedras, mirando en la lejanía, según dice.

Elbryan se sintió satisfecho de oírlo; cualquier cosa que Avelyn estuviera haciendo era probablemente de suma importancia, pues el monje mostraba una dedicación tan grande como la del propio Elbryan o cualquiera de los demás.

Sinfonía puede traernos sólo un puñado de caballos —dijo el guardabosque de improviso, pensando en voz alta—. Nos llevaremos tantos hombres como caballos, y sólo voluntarios.

—Mi ruano me llevará a mí —indicó Pony.

—Yo cabalgo cuando ando —bromeó el centauro.

Elbryan contestó con una sonrisa, pero luego se hundió en sus pensamientos y llamó a Sinfonía a través de la lluvia y los árboles; el negro semental no estaba muy lejos. Al cabo de una hora, siete jinetes, entre ellos Paulson y Ardilla —ambos furiosos aún por la muerte de Cric— y Bradwarden, se pusieron en marcha a través del bosque; dirigiéndose por tortuosos senderos, se dirigieron hacia el valle de árboles de hoja perenne. Elbryan sabía que los elfos los acompañaban siguiendo cada uno de sus movimientos y sirviéndoles de silenciosos exploradores.

Llegaron a la ladera norte del valle sin incidentes y avistaron abajo una veintena de powris, un número igual de trasgos y un par de gigantes cortando árboles. Era una de las pocas épocas del año en que la tierra del valle era parda pues el musgo caribú todavía no había crecido y la nieve se había derretido. Sin embargo, la vista de los bajos y bien proporcionados árboles de hoja perenne era impresionante y reavivó en el guardabosque y en Pony el recuerdo de la belleza de aquel lugar, de aquel valle que tanto habían amado en su niñez.

—Nos acercaremos, atacaremos con rapidez y nos retiraremos —dijo Elbryan dirigiéndose a todos pero mirando a Paulson. Se daba cuenta de que el hombretón, apenado como estaba por la muerte de su amigo, era capaz de cabalgar hasta el otro lado del valle y atacar Dundalis, matando a cuantos le salieran al encuentro—. Nuestra misión no es matarlos a todos, pues no somos bastantes para semejante tarea, sino asustarlos, hostigarlos y ahuyentarlos con la esperanza de que teman aventurarse fuera del pueblo.

Pony, Paulson y Ardilla emprendieron el descenso por la izquierda junto con Elbryan, mientras los otros tres, seguidos por Bradwarden, iban por la derecha. La lluvia y el viento arreciaron y cortinas de agua racheadas dejaron a jinetes y monturas en un estado lamentable. Pero Elbryan recibió el diluvio con alegría. Sabía que los monstruos estarían en un estado tan lamentable como ellos y el ruido de la tormenta impediría que los oyeran y quizá favorecería el primer ataque. La única desventaja era que los elfos, aunque situados en una posición más baja en la ladera, tendrían dificultades con sus arcos.

—No importa —musitó el guardabosque mientras apresuraba la marcha entre los pinos bajos, lejos de la zona donde los monstruos talaban. Era un día apropiado para espadas, y Elbryan se sintió muy cómodo al desenvainar a Tempestad y acomodar la magnífica espada en su regazo.

La hoja de la espada se alzó de pronto al pasar el guardabosque junto a una espesa pícea y ver que las ramas eran empujadas por algo que había dentro.

Belli’mar Juraviel sacó la cabeza entre las ramas; Elbryan oyó que Paulson y Ardilla, detrás de él, contenían el aliento pues era la primera vez que veían a uno de los siempre esquivos elfos.

—Tras el risco hay un gran número de enemigos —advirtió Juraviel al guardabosque—. Entre ellos muchos gigantes y listos para lanzar piedras. ¡Marchaos de este lugar! ¡Ahora mismo!

Antes de que Elbryan pudiera responder, el elfo desapareció entre las espesas ramas y luego un rumor indicó al guardabosque que Juraviel había salido por detrás del árbol y se había ido.

—Una trampa —susurró ásperamente el guardabosque a sus tres compañeros y azuzó a Sinfonía. Los cuatro se abrieron en línea, serpentearon entre los árboles y cayeron de súbito sobre un grupo de powris, demasiado sorprendidos para reaccionar.

Elbryan se inclinó desde la silla y acuchilló a uno en la cara; luego clavó a Tempestad en el pecho de otro mientras Sinfonía pasaba como un rayo. Ardilla alcanzó a uno en un ojo y cortó la oreja de otro que trató de apartarse echándose a un lado, mientras Pony dispersaba a tres trasgos gimoteantes, más que dispuestos a emprender la huida.

Las maniobras de Paulson fueron más directas; el barbudo hombretón se lanzó contra un powri, al que arrolló con el caballo, y luego le rajó la cabeza a otro con su pesada hacha. Rugiendo y cargando en busca de otro blanco, guio su caballo hacia el flanco de sus compañeros, dio una ceñida vuelta en torno a un árbol y se lanzó contra un gigante fomoriano; caballo y jinete sufrieron el choque más que la enorme criatura.

Paulson se cayó del caballo y desde el lodo vio que el gigante, un poco aturdido pero no fuera de combate, apartaba el caballo y blandía su enorme porra provista de pinchos.

Supo que pronto se reuniría con el pobre Cric.

Se sentía débil y agotado, pero no podía esperar más. El hermano Avelyn comprendía que él y sus amigos, que todo el mundo necesitaba respuestas, necesitaba saber la causa de la invasión. Y por tanto se dejó arrastrar por el hechizo de su poderosa hematites y permitió que su espíritu se liberara de su maltrecho cuerpo y volara a través del viento.

Miró hacia el sur, hacia Dundalis, y vio la lucha en el valle. Vio a los monstruos dispuestos sobre la colina, empezando el ataque, organizados como un ejército y no como una simple reunión de tribus merodeadoras.

Avelyn no podía hacer nada excepto rezar para que Elbryan y sus jinetes fueran lo bastante veloces para huir.

Los pensamientos del monje volvieron al norte, y allí se dirigió a toda velocidad. No tardó en dejar atrás el estruendo de la batalla, mientras su espíritu sobrevolaba el bosque. Se sentía libre, como se había sentido aquel lejano día —le parecía que había ocurrido hacía un millón de años, en otra vida—, cuando maese Jojonah lo había hecho salir de su forma corpórea, cuando había flotado sobre Saint Mere Abelle y había visto los dibujos del tejado del monasterio.

La vista de otro convoy de monstruos que se dirigía inexorablemente hacia el sur, precedido por máquinas de guerra, borró aquellos plácidos pensamientos de la mente de Avelyn.

Dejó atrás la tormenta y la lluvia; pero, aunque el cielo estaba espléndido, no lo era en modo alguno el panorama que apareció a la vista del monje: la imponente silueta de Barbacan. Avelyn presentía la maldad y supo de pronto que, si entraba en aquel tenebroso lugar, no saldría jamás.

Aun así su espíritu se dirigió hacia allí, arrastrado por la imperiosa necesidad de saber. Sobrevoló las imponentes agujas de piedra, por encima del borde meridional de la barrera de montañas, y vio abajo una negrura más intensa que una noche sin luna.

Si diez mil monstruos habían marchado hacia el sur, un número cinco veces mayor estaba reunido allí; sus negras siluetas llenaban el valle desde el muro montañoso del sur hasta una llanura que se extendía entre los brazos negros de una extraña y humeante montaña a unos quince kilómetros hacia el norte.

¡Una montaña humeante! Estaba viva gracias a la magia de la piedra derretida, la magia del Dáctilo demoníaco. Avelyn no tenía necesidad de acercarse más y, sin embargo, se sentía impelido a hacerlo, empujado quizá por la curiosidad.

No; el monje se dio cuenta de pronto de que no se trataba de curiosidad, ni tampoco de la vana esperanza de poder competir con aquella criatura allí y en aquel momento. No obstante, no podía resistir la atracción de la solitaria y humeante montaña que lo llamaba, que lo atraía…

Habían advertido su presencia. ¡No podía haber otra respuesta! El Dáctilo demoníaco había captado la presencia de su espíritu y estaba intentando atraerlo, destruirlo. Aquel convencimiento le dio fuerzas, y dio la vuelta hacia las tierras del sur.

Has venido a unirte a nosotros, lo llamó suavemente algo que era más bien un mensaje telepático que una voz, aunque Avelyn reconoció el tono de quien le hablaba. Su espíritu viró otra vez y allí, cerniéndose sobre un risco rocoso, apareció el fantasma del hombre que se había adiestrado con él todos aquellos años en Saint Mere Abelle, el hombre que había ido a Pimaninicuit para participar de la gloria de Dios, y que, al parecer, había ido a caer muy lejos.

«A unirte con nosotros», le había dicho Quintall. A unirte con «nosotros».

Con tu corte demoníaca, gritó el espíritu de Avelyn.

He aprendido la verdad, respondió Quintall. La luz dentro de las sombras que revela las mentiras

¡Te has condenado!

Avelyn sintió el regocijo del espíritu.

Estoy con el vencedor, le aseguró Quintall.

Os combatiremos, kilómetro a kilómetro, milímetro a milímetro.

De nuevo el regocijo.

Un pequeño inconveniente, nada más, replicó Quintall. Mientras hablamos, tu supuesto paladín y tu querida compañera están muriendo. No puedes ganar, no puedes esconderte.

El espíritu se interrumpió bruscamente cuando Avelyn, loco de furia, lo atacó; su espíritu se lanzó contra el translúcido contorno del maligno fantasma y entabló con la criatura un combate tanto de voluntades como de fuerza física.

Luchaban con poderes que se sustentaban en la fe: la de Avelyn procedía de Dios, la de Quintall del Dáctilo demoníaco. Se retorcieron y golpearon, flotando entre los desnudos peñascos de Barbacan barridos por el viento. El sostén de Quintall era la oscuridad del demonio, que con su frialdad iba quitando la fuerza a su oponente. El de Avelyn era la intensidad de la luz que quemaba a su enemigo.

En agónica trabazón, sin obtener ninguno de los dos ventaja alguna, rodaban flotando; al fin, se separaron uno de otro y se quedaron frente a frente, dando vueltas, odiándose.

Avelyn sabía que no podía ganar en aquel lugar, tan cerca del demonio; y la idea de que el fantasma sabía algo de Elbryan y Pony que él desconocía lo preocupaba mucho. Y lo que era aún peor: el monje temía que el combate llamara la atención de la humeante montaña; y, si el Dáctilo se lanzaba contra él mientras luchaba con el malvado espíritu de Quintall, seguramente lo destruiría.

Sorprendentemente, a Avelyn no lo asustaba tal posibilidad, pues iría gozoso al encuentro de su Dios si moría combatiendo aquella quintaesencia del mal. Pero el monje debía dejar a un lado sus propios deseos, pues los que luchaban en el bosque necesitarían tener noticias de lo que había averiguado, tenían que ser advertidos de la montaña humeante y de Barbacan, la confirmación de sus tenebrosas sospechas.

Avelyn decidió que libraría su batalla, pero después de haber prevenido al mundo.

Te has condenado, Quintall, dijo a su tenebroso enemigo, pero el fantasma se limitó a reír y a echársele encima.

Avelyn venció los deseos de responder al ataque y huyó a toda prisa hacia el sur. Oyó las burlas de Quintall, pues el maligno fantasma creía que huía por miedo, pero hizo caso omiso de aquellas pullas sin sentido.

Tenía la esperanza de que él y Quintall volverían a encontrarse.

Pony y Ardilla continuaron su enloquecida cabalgada sorteando pinos y apurando los virajes; la espada de Pony relampagueaba, y el torrente de dagas de Ardilla parecía no tener fin. Cuando ambos se encontraban demasiado cerca para poder emplear las armas, espoleaban sus poderosos corceles, una y otra vez, y atropellaban a cuantos powris y trasgos se aventuraban en su camino.

Ni siquiera los monstruos que no eran presa del pánico y trataban de disparar sobre los jinetes podían hacer nada frente al ímpetu y a la velocidad de los veloces caballos.

—¡A mí! ¡A mí!

Pony oyó la llamada de Bradwarden y se dirigió hacia el centauro y sus tres compañeros, que estaban gozando de un éxito parecido.

En cambio, Elbryan no fue con ellos. Paulson había desaparecido, aunque ello no lo sorprendía; el hombre estaba demasiado hundido en el dolor y la cólera y, a decir verdad, el guardabosque pensaba que no hubiera debido llevar allí a Paulson teniendo en cuenta la reciente muerte de Cric.

Pero súbitamente advirtió que el hombretón no se había retrasado por propia elección: estaba a gatas en el lodo, intentando desesperadamente esquivar la porra de un gigante. Elbryan espoleó a Sinfonía y lo lanzó a la carga, lamentando no tener preparado a Ala de Halcón para disparar sobre la marcha. Acometió al gigante de costado y golpeó al monstruo justo cuando se inclinaba para aporrear a Paulson.

El gigante resbaló en el barro; Sinfonía se tambaleó y patinó, pero mantuvo el equilibrio.

—¡Corre! —le gritó Elbryan a Paulson, que, aterrorizado, no se lo hizo repetir dos veces. Echó a correr entre los pinos cegado por la lluvia y el terror. Cayó en el barro, pero, en cuanto hubo dado con su corpachón en tierra, siguió subiendo a gatas moviendo las piernas arriba y abajo desesperadamente.

Elbryan intentó cubrirle la retaguardia; pensó en avanzar y alzar a Paulson en la silla detrás de él, pero se dio cuenta de que una maniobra semejante le llevaría mucho tiempo y permitiría al empecinado gigante abalanzarse sobre ellos.

Y no podía perder tiempo luchando con tamaño enemigo, no allí ni en aquel momento, pues toda la ladera sur del valle estaba infestada de monstruos, entre los que había muchos gigantes, la mayoría cargados con sacos de pesadas piedras. En el valle, por doquier, empezaron a rebotar rocas que resbalaban en el barro; por supuesto, era más probable que en lugar de chocar con los ocho atacantes aplastaran a trasgos o a powris, aunque tal posibilidad no parecía preocupar a los refuerzos de los monstruos.

Elbryan comprobó con alivio que Pony, Bradwarden y los demás huían sin dificultades, cabalgando en línea ladera norte arriba, buscando la protección del bosque. Advirtió también que la montura sin jinete de Paulson los seguía muy de cerca y, aunque le satisfacía que el caballo hubiera escapado, no le agradó verlo.

Paulson tendría que correr todo el camino hasta salir del valle, y nunca lo conseguiría a menos que Elbryan y Sinfonía sembraran una gran confusión detrás de él. El guardabosque siguió adelante; puso diestramente la cuerda a Ala de Halcón y entonces zigzagueó entre los pinos; disparaba cada vez que un monstruo dejaba ver su horrible cara.

Durante varios minutos siguió haciendo regates entre los árboles y lanzando rápidos disparos para librarse de cualquier intento de ataque por los flancos; pero el tiempo luchaba en su contra a medida que más y más monstruos iban desplegándose por el valle y sus opciones de huida menguaban. Echó una mirada atrás y vio la pesada silueta de Paulson —por lo menos pensó que la pequeña mancha oscura que subía por la ladera era Paulson—; pero también vio la enorme figura del gigante que perseguía tozudamente al hombretón.

El guardabosque supo que su juego había acabado; hizo dar a Sinfonía una vuelta cerrada en torno al árbol siguiente —golpeando de paso con Ala de Halcón en un ojo a un powri que se escondía entre las espesas ramas— y se lanzó en línea recta tras Paulson y el gigante.

Por doquier se estrellaban contra el fango enormes piedras que arrancaban las ramas de los árboles más cercanos, mientras los gritos de un centenar de monstruos acompañaban a Elbryan en su huida del valle.

Pero aquellos gritos fueron disminuyendo, el poderoso galopar de Sinfonía fue dejando atrás a los perseguidores, y la suerte acompañó al guardabosque a través de la lluvia de piedras arrojadas por los gigantes. Coronó el borde del valle, vio a lo lejos la silueta del enorme gigante y se precipitó en loca carrera entre los esqueletos de los árboles sin hojas.

En ese momento Paulson tropezó en una raíz que sobresalía y cayó boca abajo sobre el barro y la nieve a medio derretir. Oyó la carcajada victoriosa del gigante, imaginó levantada la porra y se cubrió la cabeza con las manos, aunque se dio cuenta de lo inútil que resultaba aquella pobre defensa.

El gigante se disponía a matarlo, con su arma mortal en alto, cuando una flecha se le clavó profundamente en la espalda; su maligna carcajada se convirtió de repente en un jadeo. Enfurecida, la enorme criatura se dio la vuelta.

Elbryan cabalgaba erguido a lomos de Sinfonía, que corría a galope tendido. Desenvainó a Tempestad y colocó el arco en la silla. El gigante se hallaba cerca de un olmo de abundantes, recias y firmes ramas.

—Tienes que ser rápido y seguro —dijo el guardabosque a Sinfonía, que comprendió su plan a la perfección.

El caballo se dirigió en diagonal hacia un segundo olmo, cuyas ramas se entrelazaban con las del árbol que estaba junto al gigante; Elbryan saltó y corrió con paso seguro a lo largo de una rama resbaladiza por causa de la lluvia.

El gigante se giró y miró perplejo mientras el caballo, de repente sin jinete, continuaba galopando hacia él; después de una pequeña vacilación, el monstruo pareció satisfecho con la situación y levantó la porra para interceptar la embestida de Sinfonía.

En el último segundo, el caballo se desvió bruscamente hacia un lado y el gigante asestó el golpe; sólo entonces el estúpido fomoriano advirtió la segunda sombra que corría a lo largo de las ramas, en línea recta hacia su encorvada figura.

Tempestad resplandeció como un rayo blanco azulado y abrió un largo tajo en la garganta del monstruo. El gigante se irguió con un bramido y se dio la vuelta con rapidez, pero Elbryan ya había saltado por detrás de una robusta rama, que detuvo un porrazo que cayó muy lejos de su objetivo. Elbryan apareció por debajo de la rama; Tempestad apuñaló y golpeó las ijadas del monstruo, que trataba en vano de desclavar su porra con pinchos de la rama.

Y aun peor que los pinchazos, que le producían un dolor punzante, era la herida de la garganta, por la que manaba sangre de forma tan violenta que le impedía respirar. Su cólera fue en aumento mientras la terrible herida y la sangre perdida lo iban debilitando. El gigante soltó la porra, se tambaleó hacia atrás y se apretó la garganta desgarrada; miró hacia abajo con ojos nublados y vio al temible hombre de nuevo a lomos del semental y al otro, al que antes había creído presa fácil, montando detrás de él.

El gigante se abalanzó sobre ellos, pero sus sentidos lo engañaron, pues los dos hombres ya se habían alejado más de siete metros. Por fin, la enorme criatura perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Oyó el retumbar de los cascos en el bosque y la voz distante de una hembra humana; luego la oscuridad lo envolvió.