20

Reputación

La helada garra del invierno se debilitó al fin, transcurridas más de tres semanas del equinoccio de primavera. La nieve todavía caía, pero, a menudo, a media tormenta se convertía en una lluvia fría, y el suelo, que había estado cubierto por el blanco polvo, aparecía brillante de barro gris. El cambio representó para Elbryan y sus gentes ventajas e inconvenientes. Por una parte, su vida resultó ciertamente más cómoda, y por la noche ya no necesitaron apretujarse cerca del fuego hasta chamuscarse las cejas; por otra parte, la retirada del invierno permitió mayor movilidad a los monstruos invasores. Ahora las patrullas de trasgos, powris y gigantes fomorianos se internaban en lo más profundo del bosque, y, aunque en general la gente de Elbryan descubría y exterminaba a esos exploradores, el peligro para el grupo aumentaba día a día.

Pony todavía no había regresado del sur. No obstante, después de tres semanas, Paulson y sus dos compañeros tramperos habían vuelto con una exhaustiva descripción de los movimientos del ejército de monstruos. Tal como se habían temido, los monstruos utilizaban las ciudades ocupadas como campamento base y de suministros, mientras extendían sus tenebrosos tentáculos más hacia el sur, al principio a modo de patrullas de exploradores, pero pronto, en opinión de Paulson, en contingentes mucho más numerosos.

—Atacarán Tierras Meridionales dentro de una semana, a menos que nos llegue otra tormenta —explicó con aire severo Paulson.

—El invierno se ha acabado —observó Avelyn—. No habrá más tormentas de importancia para frenar a nuestros enemigos.

Elbryan estaba de acuerdo; Belli’mar y los otros elfos, que permanecían lejos en las sombras que rodeaban el campamento de los humanos, ocultos a todo el mundo salvo a Elbryan y al centauro, le habían reiterado esa opinión muchas veces.

—Entonces Tierras Meridionales caerá —dijo Paulson.

—Debemos avisarles —declaró Avelyn mirando al guardabosque, que, a su vez, miró a Paulson.

—Ya hemos avisado a algunos granjeros —explicó Paulson— y tu amiga ha ido a llevar las mismas noticias.

Elbryan aguzó las orejas.

—Pero ¿nos harán caso? —quiso saber Avelyn.

—¿Quién podría convencerlos? —replicó Paulson.

Elbryan cerró los ojos y reflexionó. ¡Desde luego, los hombres y mujeres de los pueblos de la frontera al norte de Palmaris podían ser muy tozudos! El guardabosque decidió que era hora de sacar provecho de la tropa de Belli’mar. Los rápidos elfos podían llegar a Tierras Meridionales antes que los monstruos y, si la aparición de los elfos no infundía un poco de sentido común a aquellos cabezotas, que recibieran lo que merecían.

—Me ocuparé de Tierras Meridionales —prometió el guardabosque y pasó a tratar otros temas—. ¿Qué tal va nuestra propia gente?

—Hay unos cien con pocas ganas de vivir —dijo Bradwarden—. Es gente bastante dura, pero les hemos exigido demasiado.

—¿Hay algún lugar al que podamos llevarlos? —preguntó el guardabosque.

Los tres tramperos no tenían ni idea; el hermano Avelyn no recordaba ningún refugio que estuviera más cerca que Saint Precious en Palmaris, pero no se le ocurría cómo llevar a cien personas tan al sur sin alertar a los monstruos. Por la expresión de Bradwarden, el guardabosque comprendió que el centauro estaba pensando lo mismo que él, que los elfos y el refugio de su recóndito valle podrían serles muy útiles. Pero Elbryan, que había vivido largo tiempo en Andur’Blough Inninness, no creía probable que tantos humanos, por muy desesperada que fuese su situación, pudieran ser invitados a ir allí. Belli’mar Juraviel, seguramente el más amistoso del pueblo élfico y uno de los más apegados a los humanos, se había incluso negado a ser visto en el campamento, con la excusa de que su presencia probablemente asustaría a aquellas personas demasiado necias para distinguir un amigo de un enemigo.

—Tenemos que conseguirles un lugar —decidió el guardabosque—, y alejarlos de nuestros enemigos hasta que llegue el momento en que podamos acomodarlos mucho más al sur, tras las líneas de los hombres del rey de Honce el Oso. —Miró a Paulson, Cric y Ardilla—. Ocupaos de ello —les pidió, y los tres tramperos asintieron.

«Son buenos soldados», pensó Elbryan.

La semana siguiente pasó sin sucesos de mayor importancia. Elbryan, Bradwarden y Avelyn toparon con una docena de trasgos que cortaban leña y los eliminaron al instante. Cuando un fomoriano se precipitó corriendo en ayuda de los trasgos, Bradwarden le puso la zancadilla y lo primero —y último— que el gigante vio al levantar la vista fue al intrépido guardabosque que lo miraba con fijeza y descargaba la poderosa Tempestad sobre él.

Elbryan tuvo pocos contactos con los elfos aquella semana. Se había encontrado con Juraviel poco después de su conversación con sus jefes junto al fuego, y el elfo se había prestado a regañadientes a enviar al sur un puñado de elfos para avisar a Tierras Meridionales.

—Temo que nos veamos arrastrados por el torbellino de una lucha que atañe a los humanos —gruñó Juraviel.

—Es vuestra decisión —se limitó a responder Elbryan.

Al final de la semana, Juraviel y Tuntun fueron a ver al guardabosque con buenas noticias.

—La gente de Tierras Meridionales se ha puesto en camino hacia el sur por delante de los monstruos —explicó Juraviel—. Absolutamente todos.

—Y los soldados de vuestro rey se apresurarán a recibirlos y acomodarlos —añadió Tuntun.

—Os lo agradezco a vosotros y a vuestro pueblo —dijo el guardabosque solemnemente con una leve inclinación.

—A nosotros no —replicó Tuntun echándose a reír—, porque la gente ya se había puesto en marcha antes de que llegáramos.

Elbryan se quedó atónito.

—Agradéceselo a ella —le explicó Juraviel, y a una indicación suya surgió Pony de entre las sombras de una tupida pícea.

Elbryan se precipitó hacia ella y la abrazó estrechamente. Tardó un poco en caer en la cuenta de que los elfos le habían anunciado su presencia y que, por tanto, se habían encontrado con ella. Dejó de mirar a Pony y volvió a dirigir los ojos a Juraviel y a Tuntun.

—Le habías hablado de nosotros —dijo secamente Juraviel.

—Pero creo que de todos modos le sorprendió nuestro aspecto —añadió Tuntun con mejor humor de lo que era habitual en su hosco carácter.

—Estaba todavía en Tierras Meridionales, cuando aparecieron ante mí —explicó Pony.

Elbryan la miró detenidamente, satisfecho de que no estuviese herida, tan sólo cubierta de barro y rendida por la larga cabalgada.

—Fui sin parar hasta Palmaris —respondió Pony a la pregunta implícita—. ¡Ningún caballo podría competir con el galope de Sinfonía! Me llevó directamente a Palmaris sin una queja, manteniendo siempre la misma velocidad. Ahora el reino está alertado, los soldados están en camino y nuestros enemigos no ganarán más victorias por sorpresa.

Elbryan alzó la mano para retirar un mechón que se había desprendido de los espesos y sucios cabellos de la joven. Tiernamente le quitó con los dedos una mancha de lodo de la mejilla sin dejar de mirar sus resplandecientes ojos azules. ¡Cuánto la amaba, la admiraba, la respetaba! Deseaba apretarla contra él, hacerle el amor siempre, y protegerla… y ese era su dilema, pues tratar de proteger a aquella maravillosa mujer, Jilseponie Ault, sería robarle su verdadera esencia, la fuerza de voluntad y la energía que tanto amaba en ella.

—El mundo entero debe agradecértelo —susurró Elbryan.

Se volvió para hablar con los elfos, pero los dos, tan respetuosos con las costumbres de todos, se habían marchado para dejar solos a los amantes.

—Sabían que estábamos allí afuera, que éramos muchos, y ahora se preguntan por qué las señales han disminuido —explicó Elbryan a Avelyn; el guardabosque estaba montado a caballo, al lado del monje que iba a pie, al amparo de gruesos árboles que bordeaban un prado en forma de cuenco. Una capa de reluciente nieve todavía cubría el prado y bajo la pálida luz de una brillante media luna, resplandecía con tonos de un blanco azulado. Al otro lado del prado en dirección noroeste, moviéndose entre las rectas hileras de árboles más delgados, se veían tres figuras; obviamente, se trataba de trasgos exploradores.

—Quizá creen que nos hemos ido todos —dijo Avelyn, esperanzado. Más de dos terceras partes del grupo habían partido hacia el este, dejando menos de cuarenta guerreros a disposición de Elbryan, sin contar a los discretos elfos, cuyo número desconocía incluso el guardabosque.

—Cometerían un error —contestó severamente Elbryan.

El tono de su voz hizo que Avelyn lo mirara, y el monje se alegró al ver que Tempestad todavía estaba envainada al lado de la silla de montar que Belster O’Comely había encargado para Elbryan antes de la llegada de los monstruos, y que Ala de Halcón estaba igualmente en su lugar, en un soporte que aseguraba el arco con un carcaj de flechas.

Pero entonces, para sorpresa de Avelyn, Elbryan hizo avanzar a Sinfonía fuera de las sombras por la suave ladera sur del valle, a campo abierto.

Al otro lado, quizás a cien metros, los trasgos se detuvieron y observaron; luego se deslizaron entre los árboles y pusieron flechas en las cuerdas de sus arcos.

—¡Elbryan! —murmuró con dureza Avelyn—. ¡Vuelve!

El guardabosque permanecía sentado tranquilamente ofreciendo una majestuosa estampa; el arco y la espada seguían en reposo.

Volaron tres flechas por el cielo nocturno; los tiros resultaron fallidos por cortos o desviados.

—Ni tan sólo creen que podemos verlos —dijo con calma Elbryan, visiblemente divertido.

Avelyn se arrastró hasta donde estaba Elbryan, de tal forma que Sinfonía quedara entre él y los trasgos.

—Sería mejor que no los hubiéramos visto —exclamó indignado el monje— o, mejor aún, que ellos no nos hubieran visto.

—Calma, amigo mío —replicó el guardabosque mientras otra flecha se clavaba en el suelo nevado, apenas a siete metros de distancia. El bravo Sinfonía permanecía sereno; Elbryan deseó que su amigo humano tuviera la misma confianza que el caballo.

Avelyn atisbó por debajo de la cabeza de Sinfonía, y vio que los trasgos habían avanzado hacia el fondo de la pendiente del prado, todavía bajo la respetable protección de la oscuridad de los árboles.

—Tres disparos a la vez, y están tan contentos —observó Avelyn.

El monje miró a Elbryan y vio que este preparaba con parsimonia a Ala de Halcón y que, con un leve movimiento, disparaba una flecha.

Avelyn miró hacia los trasgos con el tiempo justo de ver que uno de ellos resultaba alcanzado en el pecho. Naturalmente, no pudo distinguir la flecha, pero sí el espasmo repentino de la silueta oscura y su caída hacia atrás. Los otros dos se escabulleron en una repentina retirada, resbalando mientras trataban de llegar a la parte superior de la pendiente.

Elbryan mantenía su posición, con el arco totalmente tendido y en perfecto equilibrio.

—Dispárales, rápido —lo animó Avelyn.

—Debo asegurar el tiro —contestó Elbryan—. No puede haber errores.

Esperó mientras los dos trasgos huían y, en cuanto le pareció oportuno, disparó una flecha que, después de describir una trayectoria perfecta, fue a clavarse en un lado de la cabeza de un segundo trasgo. El otro aulló y tropezó, cayó de bruces y fue resbalando media pendiente hacia el fondo.

—¡Vamos, dispárale! —exclamó Avelyn alegremente—. ¡Vaya, vaya!

Pero Elbryan había guardado el arco; seguía montado en Sinfonía, muy tranquilo, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados, como si simplemente estuviera disfrutando de la brisa de una noche de luna.

—¿Qué pasa? —preguntó Avelyn, mientras veía cómo el trasgo corría de nuevo hacia lo alto del risco y luego más allá hasta perderse de vista—. ¡Vaya, vaya!

Elbryan abrió los ojos despacio y lo miró.

—Es una cuestión de reputación —le explicó y, volviendo grupas a Sinfonía, se dispuso a hacerlo volver al paso hacia los árboles.

—¿Reputación? —repitió Avelyn—. ¡Dejas escapar al último! Seguro que les contará que no nos hemos marchado, que nosotros, que tú, como mínimo, te has quedado…

La voz del monje se fue desvaneciendo, y una ancha sonrisa se dibujó en su rostro. Por supuesto que el aterrorizado trasgo regresaría y lo contaría todo; por supuesto que el trasgo les diría que un misterioso guardabosque montado en un imponente semental se había quedado allí, y también les diría que la muerte les aguardaba en el bosque.

—¡Vaya, vaya! —rugió Avelyn con sincera admiración—. ¡Qué se enteren de quién es Elbryan!

—No —corrigió el guardabosque—. Que se enteren de quién es Pájaro de la Noche; que lo sepan y que se llenen de temor.

Avelyn asintió mientras contemplaba cómo el guardabosque y su montura desaparecían en la noche del bosque. «Por supuesto —pensó—. Y tendrán sobradas razones para llenarse de temor».

Elbryan ejecutaba la danza de la espada, tal como había hecho en muchas otras ocasiones en Andur’Blough Inninness. Tempestad lucía sus maravillosas líneas moviéndose lentamente en torno a él; giraba, se inclinaba y se elevaba en perfecto equilibrio. Un pie seguía al otro para inmediatamente después tomar la iniciativa: un paso, otro paso, ataque y retirada.

Los movimientos eran lentos, elegantes. Aquel musculoso hombre desnudo era la personificación del guerrero, la suprema armonía: hombre y arma conformaban una unidad.

Desde los árboles situados detrás de Elbryan, Pony y Avelyn lo observaban pasmados. Habían llegado hasta allí por casualidad, y el monje, que fue el primero en ver a Elbryan, al comprobar que estaba completamente desnudo, había tratado de llevar a Pony por otra dirección; pero la mujer también había visto al guerrero y no estaba dispuesta a dejarse convencer por Avelyn de ningún modo.

Al mirar a Elbryan, sus gráciles movimientos, su intensidad rayana en el trance, Pony acertó a descubrir muchas más cosas de él, a verlo con tanta claridad como si estuviera en sus brazos, compartiendo sus éxtasis de pasión y placer.

La mujer se dio cuenta de que aquello era distinto, pero no menos intenso. De forma parecida a cuando hacían el amor, aquello era una unión de cuerpo y espíritu, una meditación física que de alguna manera sobrepasaba las experiencias humanas normales, algo sagrado en cierto modo.

Avelyn había visto antes aquel tipo de ejercicios que no eran demasiado diferentes del adiestramiento físico que los monjes recibían en Saint Mere Abelle; pero nunca había visto una danza tan grácil, tan perfectamente armoniosa como la de Elbryan.

Y Tempestad, que parecía una simple prolongación del guardabosque, no hacía sino aumentar aquella belleza; la ligera espada silbaba de un lado a otro dejando una brillante estela de color blanco azulado.

—Deberíamos irnos —susurró el monje a Pony mientras Elbryan hacía una pausa larga en su ejercicio.

Pony no discrepó; quizás estaban mirando furtivamente algo que pertenecía sólo a Elbryan. Pero cuando el hombre reanudó los movimientos, cuando Tempestad se elevó, perfectamente nivelada y paralela a sus anchos hombros, no tuvo fuerzas para irse.

Y tampoco Avelyn.

Elbryan acabó poco después, y se dejó caer pesadamente en el suelo; Pony y Avelyn se escabulleron.

Cuando Pony se encontró con Elbryan al cabo de más de una hora, tuvo que esforzarse para ocultar su sensación de culpa, la sensación de que en cierto modo lo había violado. Al fin, no pudo resistir más.

—Te vi esta mañana —confesó ella.

Elbryan arqueó una ceja.

—Durante tu ejercicio —siguió diciendo Pony—. Yo…, yo no tenía la intención… —Se interrumpió tartamudeando y bajó la mirada.

—¿Estabas sola? —dijo Elbryan.

Algo en su tono de voz la llevó a mirarlo, y el esbozo de sonrisa que adivinó en la comisura de la boca de Elbryan le reveló la verdad.

—¡Lo sabías! —lo acusó.

Elbryan se llevó la mano al pecho como si estuviera herido.

—¡Lo sabías! —repitió Pony y le dio una palmada en el hombro.

—Pero no sabía si me lo dirías —repuso el guardabosque en tono neutro, y Pony se apartó de él.

—Llegamos allí por casualidad —le explicó.

—¿Llegamos?

Pony lo miró fijamente.

—Sí, tú y Avelyn —dijo Elbryan.

Después de una larga pausa, Pony le preguntó de repente:

—¿Estás enfadado?

—No quiero tener secretos contigo —contestó Elbryan con una tierna sonrisa.

—Pero me quedé un rato —siguió ella—. Te estuve mirando hasta que acabaste tu danza.

—Me habría sentido decepcionado si no te hubieras quedado a mirarme —bromeó Elbryan y la tensión desapareció de repente.

Pony abrazó al joven y lo besó apasionadamente.

—¿Me enseñarás? —pidió—. Me refiero a la danza.

—Es un regalo que me hicieron los Touel’alfar —dijo Elbryan—. Un regalo que te haré yo a ti, pero sólo si me lo permiten los elfos.

Pony se sintió muy honrada y se acercó a besarlo otra vez, pero le llamó la atención un crujido.

Paulson salió de detrás de un arbusto.

—La caravana debe de haber viajado la mitad de la noche —dijo refiriéndose al convoy de abastecimiento de los trasgos que habían estado vigilando y que venía del norte—. Si no atacamos hoy, llegará a Prado de Mala Hierba.

—¿Viajan todavía siguiendo el curso del río? —preguntó el guardabosque.

El hombretón asintió.

Elbryan miró a Pony, que comprendió su papel y, sin necesidad de orden alguna, echó a correr para buscar a Avelyn y reunir a los guerreros que le habían sido confiados.

Elbryan cerró los ojos y envió sus pensamientos a la espesura del bosque, hacia Sinfonía; el semental estaba paciendo no muy lejos de allí, como había hecho todos aquellos días.

—Vayamos a elegir el campo de batalla —dijo el guardabosque a Paulson— como mejor nos convenga.

En la ruta de la caravana no había ningún terreno elevado, excepto las colinas que rodeaban a Prado de Mala Hierba, pero estaban demasiado cerca del pueblo ocupado. Elbryan y sus hombres tenían que internarse hacia el norte para interceptar y destruir la caravana antes de que pudiera recibir ayuda de los monstruos acampados en la región.

Pero no había ningún terreno elevado, sólo bosques tupidos y piedras grises y pardas que se alineaban en el bancal del río. Al menos el río serviría de barrera a los enemigos, pensó el guardabosque, y les impediría escapar con facilidad.

—Se acercan dos grupos —explicó Bradwarden, uniéndose a Elbryan y a los demás, cuando decidían la estrategia del ataque—. Uno pequeño delante, en su mayoría integrado por trasgos, pero cuentan con la ayuda de un gigante que va cortando los árboles y despejando el camino.

—¿Para los carros? —preguntó Elbryan con la esperanza de que así fuera.

—Para máquinas de guerra —repuso el centauro—. Dos enormes armatostes, catapultas sobre ruedas y empujadas por tres gigantes cada una.

—Son demasiados —murmuró Paulson que se encontraba junto a Elbryan.

El guardabosque miró al hombre, que no era en modo alguno un cobarde, y no pudo menos que compartir su opinión. Siete gigantes —al menos— y una hueste de powris y trasgos era seguramente más de lo que el guardabosque y su banda de treinta hombres podían afrontar.

—Bueno, podemos atacarlos de todas formas —dijo Paulson poco después—. Pero será mejor que estemos preparados para huir si las cosas se nos ponen feas.

Elbryan miró a Bradwarden.

—¿Qué hay de los exploradores? —inquirió.

—¡Oh, hay muchísimos trasgos corriendo como ratas entre los árboles! —repuso el centauro sonriendo ampliamente mientras cogía una ramita para limpiarse los dientes—. Ahora hay dos menos —añadió maliciosamente.

El guardabosque hizo un movimiento sutil que sólo captó Bradwarden: se puso el dedo tras la oreja imitando una oreja puntiaguda como las de los elfos.

El centauro asintió; había elfos en la zona, y Elbryan estuvo seguro de que él y su banda no tendrían que preocuparse de los trasgos exploradores.

Pony llegó a lomos de un yegua ruana, uno de los pocos caballos salvajes que se dejaban montar. El hermano Avelyn apareció detrás con aire bravucón trotando sin una queja.

—Lo más importante es la destrucción de las máquinas de guerra —decidió Elbryan—, pues seguramente las utilizarán con mortíferos efectos contra los pueblos del sur, incluso contra las altas murallas de Palmaris.

El guardabosque se calló unos instantes para reflexionar sobre todo lo que había oído.

—¿Cuántos forman el grupo de cabeza? —le preguntó al centauro.

—Ah, un puñado variopinto —repuso en tono áspero Bradwarden como si el simple hecho de hablar de las criaturas le dejara un horrible sabor de boca—. Una docena, diría yo; destrozan a hachazos los árboles y el gigante limpia lo que va cayendo. Canallas repugnantes. Si quieres, me puedo cargar a bastantes.

A Elbryan no le cabía duda de que el centauro estaba dispuesto a hacerlo.

—¿Puedes arreglártelas con un gigante? —le preguntó.

Bradwarden soltó un bufido como si la pregunta fuera un insulto.

El guardabosque se dirigió a Pony.

—Llévate a diez hombres y al centauro —le dijo—. Debéis destruir lo antes posible a este grupo de vanguardia. Los demás vendréis conmigo para interceptar el cuerpo principal de la caravana, entre los grupos.

—¿Hemos de enfrentarnos a seis gigantes? —preguntó con escepticismo Paulson.

—Tenemos que atraer su atención —le contestó el guardabosque—, lo suficiente para que Avelyn incendie las catapultas powris. Después nos dispersaremos, pero espero que muchos monstruos mueran durante el ataque.

—Pero tienen exploradores —apuntó Paulson—. Podrían enterarse de lo que vamos a hacer antes incluso de que nos acerquemos a la caravana.

—Los exploradores están todos muertos —dijo con firmeza Elbryan. Paulson y otros muchos lo miraron fijamente.

—¿Tus amigos elfos? —preguntó el hombretón—. No estoy seguro de que me guste eso.

—Ya me lo dirás después de la batalla —le contestó Elbryan secamente—. ¡En marcha! —le gritó luego a Pony.

Paulson suspiró aceptando la palabra del guardabosque. Se sorprendió cuando Pony le golpeteó el hombro indicándole que deseaba que él, Cric y Ardilla se añadieran a su grupo.

—Saldremos a su encuentro siguiendo el curso del río —explicó Pony a Elbryan mientras se alejaba con sus hombres.

—Y nosotros los atacaremos por el flanco, entre los árboles —repuso el guardabosque haciendo una señal de asentimiento a su amada. Sentía el hormigueo de excitación que precede a la batalla y sabía que Pony también lo sentía. Desde luego, tanto él como Pony corrían peligro, pero era su vida, su destino, y, por muy grande que fuera el horror y el miedo, no dejaba de ser excitante.

Elbryan tuvo que apretar los dientes y dejó que el grupo de vanguardia pasara delante de su posición, aunque, a cada hachazo que propinaban los trasgos a los hermosos árboles, al guardabosque le entraban ganas de lanzarse contra ellos y exterminarlos.

Los trasgos y el gigante escolta avanzaban lentos pero seguros, y poco después Elbryan y sus compañeros oyeron el estruendo de las máquinas de guerra y los gruñidos de los gigantes que las estaban empujando.

—Quietos hasta que los tengamos justo encima —ordenó el guardabosque—; luego disparad flechas y arrojad lanzas. Apuntad sólo a los gigantes —se apresuró a añadir—. Son los más peligrosos. Si podemos abatir a dos en el primer ataque, nuestros enemigos estarán en franca desventaja.

—¿Y si no podemos? —gruñó malhumorado Tol Yuganick—. ¿Qué haremos? ¿Nos lanzaremos contra los seis gigantes para que nos hagan papilla?

—Los atacaremos, sin exponernos, tan duramente como podamos —repuso el guardabosque sin alterarse, intentando no demostrar en la voz la antipatía que sentía hacia aquel hombre tan desabrido—. Y después, cuando llegue el momento, emprenderemos la huida. No vale la pena arriesgar muchas pérdidas por una simple caravana.

—A ti te resultará muy fácil —le espetó Tol—, que montas ese caballo tan veloz. ¡Los demás tenemos que correr, y no creo que podamos escapar a un gigante!

Elbryan lo miró ferozmente deseando que Pony se lo hubiera llevado con él, o incluso que Tol se hubiese marchado al este con los otros refugiados. Tol era un luchador valiente, pero la discordia que sembraba lo convertía en una desventaja, no en una ventaja.

—Esperad a que se acerquen —dijo de nuevo el guardabosque dirigiéndose a todo el grupo—. Creen que en este lugar tienen exploradores, así que los cogeremos por sorpresa. Concentrad los proyectiles contra los gigantes que tiran de la catapulta frontal. Veremos lo que queda después de la primera descarga.

Entonces se dirigió a Avelyn.

—¿A cuántos necesitarás contigo?

El monje sacudió la cabeza.

—A ninguno —replicó—. Basta que atraigáis su atención delante; yo los atacaré por la espalda. Manteneos tras las catapultas, os lo advierto. ¡Hoy me siento muy lleno de poder!

Dicho esto, el monje se perdió en la maleza y Elbryan apenas pudo contener la risa al verlo marchar, y observar el paso ligero que había emprendido el hermano Avelyn Desbris. Por una ironía del destino, el monje había encontrado la paz interior en plena guerra, en una lucha que Avelyn sabía que justificaba los actos que tanto lo habían abrumado en aquellos últimos años.

Elbryan se fijó de nuevo en la configuración del terreno que tenía ante él: diez metros de árboles, después unos pocos metros despejados con maleza, unos cuatro metros de cantos rodados y, finalmente, el río; las aguas bajaban rápidas porque había comenzado el deshielo primaveral. Oyó el retumbar de las máquinas de guerra por encima del estruendo del agua y, por la alternancia de sonidos agudos y amortiguados, dedujo que la caravana se estaba desplazando a lo largo del borde de la margen del río.

El guardabosque hizo una señal a sus compañeros, que empezaron a moverse furtivamente de árbol en árbol, preparando sus disparos. Elbryan ocupó su lugar, detrás de una maraña de ramas de dos tupidas cicutas. Echó una ojeada para comprobar si había elfos por allí, con la esperanza de que así fuera. Nadie en todo el mundo podía concentrar mejor sus tiros, y sabía por propia experiencia que incluso un gigante podía ser derribado por los diminutos dardos élficos.

Delante, una mujer señaló que la caravana estaba muy cerca.

Elbryan colocó una flecha en Ala de Halcón y apuntó. Se puso en contacto telepático con Sinfonía y el caballo relinchó suavemente.

Apareció el primero de los gigantes, encorvado, tirando con fuerza con unos pesados arreos sujetos a una correa cruzada sobre el torso. Lo seguían otros dos en postura similar.

Elbryan percibió las ansiosas miradas de sus compañeros, que esperaban que diera la señal para que todo comenzara. Estaba preocupado, en cierto modo, porque no había llegado hasta él ningún ruido de batalla desde el sur, desde el grupo de cabeza, pero sabía que él y sus compañeros se habían comprometido y tendrían que confiar en que Pony no permitiría que trasgos y gigantes les cortaran la retirada por detrás.

El guardabosque hizo volar la primera flecha en el preciso momento en que sus talones apretaban las costillas de Sinfonía y el caballo saltaba hacia adelante.

El gigante que encabezaba la marcha gruñó, más de sorpresa que de dolor, cuando la flecha se clavó en su hombro; entonces, el aire en torno al monstruo y a sus dos compañeros entró en erupción hendido por una docena de flechas y casi otras tantas lanzas.

Elbryan disparó una y otra vez, alcanzando cada vez un blanco, mientras Sinfonía lo llevaba a terreno abierto delante de la caravana. Cuando llegó allí, el primer gigante yacía muerto y los otros dos se esforzaban para liberarse de sus molestos arreos; mientras, unos veinte powris y unos cuarenta trasgos ululaban y corrían de un lado a otro, echando mano a las armas o buscando un lugar protegido.

Tras Elbryan salieron varios de sus compañeros; todos, incluido el guardabosque, suspiraron aliviados al escuchar por fin el fragor de la batalla que se libraba detrás de ellos. Uno de los powris, encaramado a la primera catapulta, daba órdenes con brusquedad.

El siguiente tiro del guardabosque lo derribó.

Pony cargó con decisión, abriéndose paso al galope a través de la primera línea de trasgos; su espada cortó transversalmente la cara de uno de ellos y luego pinchó a un segundo en la garganta. La joven sabía que aquello era la parte fácil de la misión, pues ella y sus compañeros habían cogido a los monstruos por sorpresa y los pequeños trasgos no podían resistir un golpe contundente. En contados minutos, la mitad de aquellas diminutas criaturas yacían muertas o gemían de dolor en el suelo.

Pero entonces Pony tuvo que vérselas nada menos que con un gigante fomoriano.

La joven tiró con fuerza de la crin de su yegua y desvió el caballo al ver que el enorme monstruo trataba de cortarle el paso. Por el rabillo del ojo, vio a Bradwarden que cargaba al galope, mientras cantaba a grito pelado con su potente vozarrón y agitaba una enorme porra con la misma facilidad que si fuera un delgado bastón.

El gigante braceó cuando el centauro se le echó encima, pero Bradwarden frenó con brusquedad y saltó de tal forma que su cola quedó cerca del monstruo. Creyendo que el centauro había cambiado de idea y trataba de huir, el gigante arremetió contra la cola, pero Bradwarden alzó las ancas y lo coceó con las dos patas traseras, de modo que los fuertes cascos chocaron frontalmente con la inclinada y repugnante cara del monstruo.

El gigante se tambaleó hacia atrás y sus piernas se doblaron.

El centauro, cantando a grito pelado, se precipitó sobre el gigante y le descargó su pesada porra en la cabeza.

Pony también arremetió contra el monstruo y con la espada le propinó un corte transversal en el cuello.

—¡Eh, me estás robando la diversión! —protestó el centauro, brincando de nuevo y lanzando una segunda y terrible doble coz; esta vez alcanzó el enorme pecho del gigante y lo derribó cuan largo era.

Bradwarden sonrió al ver cómo Pony perseguía a otro trasgo y cómo todas aquellas horribles criaturas iban cayendo rápidamente ante el mortífero grupo. Y al ver, sobre todo, al gigante aturdido e impotente, apoyado sobre los codos y con la cabeza colgándole.

A una altura perfecta para batearla con un golpe bajo.

El segundo gigante se derrumbó antes incluso de liberarse de los arreos. El tercero se liberó, pero Elbryan le clavó una flecha en el ojo y otra media docena lo alcanzaron en el cuello y en la cara.

Cayó, también, pesadamente al suelo.

Sin embargo, más peligrosos resultaron los powris, que echaron mano a sus armas, y los gigantes de la segunda catapulta, que se liberaron de los arneses sin haber sufrido apenas un arañazo.

—Deprisa, Avelyn —murmuró Elbryan sin aliento—. No te entretengas.

—¡Aquí llega Jilly! ¡Volando! —gritó un hombre, y Elbryan se alegró muchísimo por el pronto regreso de Pony y por el tan necesario estímulo que ello representaba para la vacilante moral de su grupo. Al parecer, en el sur la tropa de monstruos había sido puesta fuera de combate.

—¡Concentrad los disparos en los gigantes! —rugió el guardabosque—. ¡Deprisa, Avelyn! —repitió bajando la voz.

Bradwarden galopaba velozmente para alcanzar a la mujer y a su rápida yegua ruana, pero se detuvo en seco al ver a Ardilla que, con el rostro bañado en lágrimas, arrancaba un par de dagas de un trasgo muerto.

—¡Es Cric! —lloraba el hombre—. ¡Oh, querido Cric!

Bradwarden siguió la mirada del hombre y vio dos trasgos muertos; junto a ellos yacía la inequívoca figura de un hombre calvo.

—¡Está muerto! —gritó el nervioso hombrecillo.

—¿Dónde está tu compañero? —preguntó el centauro—. ¿Aquel tan grandote?

—Paulson va corriendo allá delante —respondió Ardilla—. ¡Dice que matará a todos los trasgos, a todos los powris, a todos los gigantes!

—¡Sube a mi lomo, date prisa! —le ordenó el centauro, y Ardilla se apresuró a obedecer. Juntos se lanzaron al ataque, Bradwarden cantando una animada canción y Ardilla dominando las lágrimas y encerrándolas tras un muro de pura y simple cólera.

Avelyn se agazapó tras un árbol, apenas a tres metros del flanco de la catapulta. La frustración del monje aumentó, pues, aunque dos de los gigantes que la arrastraban habían echado a correr hacia el lugar de la batalla, el tercero se había quedado para defenderla junto con una hueste de powris encaramados a la máquina, algunos de ellos armados con ballestas.

Sabía que tenía que acercarse más para que su bola de fuego surtiese efecto; pero, si salía al descubierto, sabía que lo atraparían o lo abatiría una flecha antes de que le diera tiempo a desencadenar la explosión mágica.

Aun así, comprendía cuál era la situación allí delante, comprendía que Elbryan no podía concederle más tiempo sin poner en peligro muchas vidas. Conjuró, pues, su escudo de crisolita y, dejándose llevar por el instinto, salió corriendo de entre los arbustos, se lanzó de cabeza al suelo y rodó hasta ir a parar debajo de la catapulta.

Oyó los gritos de los powris, supo que no tenía mucho tiempo y trató de concentrarse en el rubí, en su creciente energía.

El gigante se arrodilló junto a la catapulta con la cara pegada al suelo y el largo brazo extendido, debajo de la máquina, para agarrar al pobre Avelyn.

El monje tuvo que alejarse rodando, pero entonces se detuvo en seco mientras un pequeño cuadrillo de ballesta rebotaba en el suelo justo a su lado. Echó una ojeada atrás y vio a un par de powris que se arrastraban bajo la máquina de guerra y se le acercaban blandiendo sus lanzas.

Avelyn cerró los ojos y rezó con toda su alma. Sintió el hormigueo de poder del rubí como si estuviese rogando que lo liberase; imaginó el repentino dolor punzante cuando los powris llegaron más cerca.

Los ojos de Avelyn se abrieron de golpe y se encontraron con la horrible cara del gigante.

—¡Vaya, vaya! —aulló el monje con júbilo, y, con una terrible explosión, una bola de fuego tragó la catapulta abrasando a los powris que se arrastraban en pos del monje y cegando al gigante que estaba frente a él. La voluminosa estructura de madera se elevó como una enorme vela; los desprevenidos powris que estaban encaramados en ella se lanzaron gritando de cabeza al suelo y se echaron a rodar para sofocar las llamas. Un desgraciado enano fue a caer justo a los pies del gigante; por supuesto, las llamas que envolvían a la diminuta criatura se apagaron cuando la enorme bota del fomoriano la aplastó. El gigante, convertido en una antorcha, siguió adelante sin preocuparse por el enano, corriendo a ciegas mientras daba inútiles manotazos a las llamas. Tropezó con un árbol joven, se tambaleó y se debatió entre las ramas, pero logró conservar el equilibrio —lo cual era una estupidez, pues revolcarse por el suelo era la única posibilidad de sofocar las llamas— y echó a correr.

Avelyn apretaba crispadamente la crisolita mientras las ardientes astillas chisporroteaban y caían en torno. Sabía que la gema no podría protegerlo del humo y que tenía que salir de debajo de la máquina de guerra incendiada. Cuando iba a arrastrarse hacia un lado, una rueda se vino abajo consumida por las llamas, y la gigantesca catapulta crujió y se balanceó hacia un lado apresando al monje.

—Oh, socorro —susurró sin aliento Avelyn tratando de deslizarse hacia el otro lado—. ¡Vaya, vaya!

La explosión de Avelyn equilibró un tanto el combate, al dejar sólo dos gigantes y una veintena de powris frente a los treinta hombres de Elbryan. No obstante, ni aun así el guardabosque podía seguir combatiendo, ya que una pérdida de una quinta parte de sus fuerzas era realmente excesiva en comparación con lo que conseguiría por ganar una sola batalla. Empezó a dar órdenes de retirada y retuvo a Pony, que pasaba al galope a su lado con su imponente yegua ruana; en ese momento apareció Bradwarden, que de nuevo venía cantando una pendenciera canción; Ardilla iba montado sobre él, con dagas en las manos.

—¡Alto! —gritó Elbryan al centauro. En ese mismo momento percibió un sonido zumbante, un ruido que el guardabosque reconoció como el silbido de muchas de las delicadas pero mortíferas flechas de los elfos.

Varios powris se desplomaron desde la primera catapulta.

Bradwarden avanzó hacia el gigante más cercano, mientras Ardilla iniciaba el ataque lanzando una daga, seguida de tres más en vertiginosa sucesión; todas iban certeramente dirigidas a la cara de la enorme criatura y todas dieron en el blanco y se clavaron profundamente gracias a la fuerza nacida de la cólera del hombre que las arrojaba.

El gigante aulló de dolor y se llevó ambas manos a la destrozada cara; Bradwarden le propinó una imponente coz y lo derribó al suelo.

Elbryan ya no pudo detener el torrente desbordado de sus furiosas fuerzas, y menos aun a un Paulson de mirada salvaje que esquivó la embestida de la lanza de un powri y, alzando al enano en el aire, lo arrojó a cuatro metros de distancia de modo que su cabeza se estrelló contra el tronco de un árbol.

El gigante que quedaba huyó por el bosque; los powris a quienes no había cogido de pleno el ataque se dispersaron sin querer enfrentarse con aquella valiente cuadrilla.

—¡Desmontad la segunda catapulta! —ordenó Elbryan a su gente—. Con sus troncos alimentad el fuego de Avelyn.

—¿Dónde está Avelyn? —preguntó Pony mientras su yegua ruana adelantaba al trote a Sinfonía.

—Probablemente en el bosque con los elfos —dijo Elbryan—, o quizá persigue al gigante.

Apenas hubo dicho esto, la catapulta en llamas crujió de nuevo y se inclinó un poco más. Elbryan la miró, intuyendo que algo no iba bien.

—No —murmuró el guardabosque al tiempo que bajaba del caballo y echaba a andar hacia la ardiente máquina. Luego se puso a correr y después a gatear por el suelo para llegar tan cerca como pudo del extremo superior de la catapulta. Elbryan aguzó la vista a través del humo espeso. Vio dos cuerpos cerca y se tranquilizó al ver que eran powris.

«¿Pero qué hacían los powris debajo de la catapulta?», se preguntó el guardabosque con súbito horror.

—¡Traed un travesaño! —gritó, poniéndose en pie y saltando nerviosamente—. ¡Una palanca! ¡Pronto!

—¡Avelyn! —exclamó Pony captando la causa de la angustia de su amante.

La batalla estaba prácticamente acabada; varios hombres y el centauro habían empezado ya a desmontar la catapulta intacta. Bradwarden, que trabajaba con el largo brazo de la catapulta y su enorme contrapeso, oyó la desesperada llamada del guardabosque.

Ardilla extrajo la última clavija y, con la fuerza de un gigante, el centauro levantó el enorme travesaño suelto. Los hombres se precipitaron a ayudarlo, pero a pesar de tantas manos lo único que pudieron hacer fue arrastrarlo hacia donde se encontraban Elbryan y la catapulta ardiendo.

—Cuerdas al otro lado —ordenó Elbryan, mientras él mismo y varios otros empezaban a situar un extremo del largo travesaño debajo de la parte superior de la catapulta en llamas—. ¡Tenemos que levantarla cuanto antes!

Tiraron del travesaño con todas sus fuerzas. Pony colocó a Sinfonía y a su ruana de tal modo que ayudaran a tirar mediante unas cuerdas enlazadas por un extremo a la máquina de guerra y atadas por el otro a los caballos. Al fin, con enorme esfuerzo, el grupo consiguió levantar la catapulta, que se desplomó con un estridente crujido y una copiosa lluvia de chispas de color amarillo anaranjado.

Allí yacía Avelyn, inmóvil y cubierto de hollín.

Elbryan corrió hacia él, al igual que los demás; Pony se abrió paso hasta llegar junto al hombre a quien había llegado a querer como a un hermano.

—¡No respira! —gritó Elbryan presionando con fuerza el pecho del hombre para forzar la entrada de aire.

Pony escogió otra vía; buscó la bolsa del monje y revolvió las piedras hasta dar con la hematites. No tenía ni idea de cómo proceder, pues Avelyn no la había adiestrado con las piedras más peligrosas, pero sabía que tenía que intentarlo. Concentró todos sus pensamientos en la piedra y recordó lo mucho que Avelyn había hecho por ella y, por supuesto, por Elbryan.

La mujer rogó a Dios e imploró su ayuda. Dudaba de haber conseguido acceder a los poderes de la piedra, pero de pronto sintió una tranquilizadora mano sobre la suya y bajó los ojos: Avelyn la miraba y le sonreía de forma casi imperceptible.

—¡Qué calor! —dijo Avelyn entre dos ataques de tos que provocaron la aparición de saliva negra—. ¡Vaya, vaya!

—La estrategia fue muy buena —admitió Elbryan a Belli’mar Juraviel y a Tuntun, sentados con el guardabosque más tarde aquella misma noche.

Avelyn, que descansaba a su lado, abrió un ojo para mirar a los compañeros recién llegados. Sabía que los elfos rondaban por allí, desde luego —como todos en el campamento—, pero nunca hasta entonces había visto a ningún Touel’alfar. Se quedó callado y cerró otra vez los ojos pues no deseaba ahuyentar a los duendes.

Demasiado tarde; Elbryan había captado el movimiento.

—Me temo que tus profecías de perdición eran muy acertadas —dijo el guardabosque, sacudiéndolo un poco para indicarle que estaba hablando con él.

Avelyn abrió un ojo y su mirada se clavó no en Elbryan sino en los dos elfos.

—Te presento a Belli’mar Juraviel y a Tuntun —dijo educadamente el guardabosque—, dos de mis protectores, dos de mis amigos más queridos.

Avelyn abrió los ojos del todo.

—Vaya, mucho gusto —saludó alegremente, aunque terminó tosiendo otra vez, pues todavía no podía permitirse un esfuerzo tan grande.

—Igualmente, buen fraile —repuso Juraviel—. Tu poder con las piedras es esperanzador.

—Y tendrá que ser muy grande —añadió Tuntun—, pues las tinieblas han invadido el mundo.

Avelyn lo sabía muy bien. Lo había sabido desde los días inmediatos a su huida de Saint Mere Abelle; lo había intuido de algún modo desde su viaje a Pimaninicuit. Volvió a cerrar los ojos y se quedó inmóvil, demasiado cansado para hablar de aquellas cosas.

—Sabemos sin lugar a dudas que esos monstruos no son simples incursores, sino un ejército cohesionado y organizado —dijo Elbryan.

—Alguien los guía y los mantiene unidos —asintió Tuntun.

—Tenemos que hablar de esto en otra ocasión —observó Juraviel señalando al monje, que parecía como si se hubiese quedado dormido otra vez—. Por ahora debemos ocuparnos de las batallas más inmediatas que nos esperan.

Los dos elfos asintieron con la cabeza y salieron silenciosamente de la tienda; pasaron junto a los soldados dormidos y los centinelas sin un susurro, de forma que a todos les pareció que se trataba de hojas movidas por el viento o de la sombra de un pájaro.

Elbryan permaneció sentado junto a Avelyn el resto de la noche, pero el monje ni siquiera se movió. Estaba sumido en sus pensamientos, a veces dormido, recordando todo lo que había oído sobre la oscuridad que había invadido la tierra, sobre el Dáctilo demoníaco y la negrura del corazón de los hombres.

—Nuestro dueño no estará contento —se lamentó el trasgo Gothra, la criatura de una sola mano, dando frenéticos saltos por la habitación.

Ulg Tik’narn miró ceñudamente a su compinche. Al powri no le gustaban los trasgos y consideraba a Gothra una despreciable criatura gimoteante. Pero no podía contradecir la declaración que Gothra acababa de hacer y le daba más crédito que a Maiyer Dek, pues el gigante era totalmente inconsciente de la situación, cada vez más desesperada. Era cierto que habían conquistado los pueblos, pero habían asesinado a muy pocos humanos, y aquel misterioso Pájaro de la Noche y sus amigos estaban haciendo estragos en cada grupo de abastecimiento procedente del norte, cosa que el inmisericorde Dáctilo había sin duda observado; la llegada del espíritu que se llamaba a sí mismo hermano Justicia así lo confirmaba.

Y Ulg Tik’narn sabía que él, por encima de todos, sería culpado de las intromisiones de los hombres. Pero al powri no le faltaban aliados propios ni tampoco un plan.