¿Tío Mather? Elbryan esperó un buen rato en la cueva débilmente iluminada; afuera el día era gris y parecía que iba a volver a nevar. Físicamente no estaba incómodo, pues aquel lugar que seguía utilizando como Oráculo, un agujero debajo de un pino, sorprendía por su escasa humedad; y, como estaba resguardado del azote del viento del norte, el aire tampoco era muy frío.
El guardabosque estaba inquieto y deseaba conversar con el espíritu aquella tarde para contarle al tío Mather las responsabilidades que había contraído, el brusco cambio que había experimentado su vida y la de todas las gentes de las fronteras de las Tierras Agrestes. Se dio cuenta de que Pony había sido su caja de resonancia, su confidente, y que, desde que ella había vuelto con él, no había visitado el Oráculo con tanta frecuencia.
Pero ahora Pony se había ido montada en Sinfonía.
El guardabosque rogó al tío Mather que aquella vez le contestase abiertamente, que le brindase alguna respuesta concluyente, como Pony había hecho, aunque nunca, en ocasiones precedentes, había sido ese su modo de actuar. Aquella vez, temía Elbryan, las respuestas y la energía no estaban en su corazón a la espera de que él las descubriera.
Lo invocó de nuevo, con suavidad; después otra vez al cabo de media hora, cuando la oscuridad creciente de la cueva apenas permitía a los penetrantes ojos del hombre distinguir los bordes del espejo, y mucho menos la imagen de un espíritu en el cristal.
Elbryan cerró los ojos y repasó en su mente lo ocurrido. El niño de Fin del Mundo, Shawno, no había servido de gran ayuda, pero Elbryan estaba seguro de que, por supuesto, eran los Touel’alfar quienes habían salvado al grupo de fugitivos de las hordas monstruosas.
Pero, en este caso, ¿dónde estaban los elfos? A buen seguro, si Belli’mar Juraviel estuviera en aquella región, se habría puesto en contacto con Elbryan. A buen seguro también, Tuntun lo habría visitado, si no por otra razón, para decirle lo mal que lo había hecho en la defensa de las tres ciudades…
El guardabosque se asustó cuando abrió los ojos y vio el reflejo de una lucecita, una vela, ardiendo quietamente en las profundidades del espejo; su brillo intenso quedaba atenuado por una neblina blanquecina cuyo origen Elbryan era incapaz de adivinar.
No, no era un reflejo, advirtió de repente el guardabosque, sino una luz dentro del cristal.
Poco después, Elbryan contuvo el aliento porque allí, en el rincón del espejo, estaba la silenciosa aparición —lo sabía en lo más profundo de su corazón— del hermano de su padre.
—Tío Mather —dijo en voz baja—, estoy contento de que hayas atendido a mi llamada en este día aciago.
La imagen permanecía en silencio, imperturbable.
«¿Por dónde empezar?», se preguntó Elbryan.
—Los tres pueblos han caído —dijo de pronto—, pero muchos de sus pobladores han escapado, incluyendo casi todos los de Prado de Mala Hierba y todos los de Dundalis.
La imagen no se movió, pero Elbryan sintió que el espíritu estaba complacido… con Elbryan, aunque no lo estuviera con la situación.
—Por eso nos escondemos —siguió el guardabosque—, y es difícil, pues el invierno continúa. Ahora debo poner a salvo en el sur a los que no pueden luchar; lo sé, y ya estoy buscando cómo solucionarlo. Y las tierras del sur serán alertadas por Pony, mi amada recuperada, que cabalga veloz hacia allí a lomos de Sinfonía. Pero por lo que respecta a los demás, tío Mather, a los que se quedarán aquí para combatir, no sé por dónde empezar.
El guardabosque hizo una pausa y aguardó con la esperanza de obtener una respuesta.
—Me gustaría utilizarlos contra los invasores —dijo al fin Elbryan al ver que no obtenía respuesta alguna—. Puedo convertirlos en algo diabólico, en una banda rápida y secreta que ataque de noche al enemigo y huya antes de que los powris y los trasgos consigan desquitarse.
De nuevo el guardabosque tuvo la sensación de que el espectro estaba complacido.
—Será mucho más efectivo si mis sospechas se confirman —siguió Elbryan—, si los Touel’alfar están en esta región dispuestos a apoyar nuestra causa con sus arcos de silverel. ¿Lo sabes? ¿Están en algún lugar cercano…?
La voz de Elbryan se fue debilitando mientras la imagen del espejo se movía como si la lente que era el espejo retrocediera desde aquella única vela protegida y se ensanchara para incluir otras muchas que parecían ardientes cabañitas de nieve levantadas en un prado familiar.
—¿Tío Mather? —preguntó Elbryan, pero la imagen del espectro ya no estaba, sólo el campo de velas que parpadeaban bajo la pálida blancura y se iban extinguiendo poco a poco, hasta que el espejo y la pequeña cueva quedaron completamente a oscuras.
Elbryan se quedó sentado un buen rato, pensando en la tarea que le aguardaba. La luna se había puesto cuando salió a rastras del agujero, y allí, esperándolo, jugueteando con algunas piedras, estaba el hermano Avelyn. El monje había colocado una antorcha en una rama baja de un árbol cercano, y su luz anaranjada proyectaba sombras retorcidas en el suelo.
—Una noche fría —comentó secamente el monje—. Un amigo de verdad habría salido mucho antes.
—No sabía que estabas esperándome —repuso Elbryan; luego reflexionó y miró con expresión dura al hombre—. Ni tan sólo sabía que conocieras este lugar.
—Me lo mostraron las piedras —replicó el monje tendiéndole una de ellas, un cuarzo del tamaño de una moneda.
—Entonces, has venido a buscarme.
—Tenemos mucho que hacer, amigo mío —dijo Avelyn.
Elbryan no lo contradijo.
—Esto no es una incursión, ni siquiera una simple invasión —añadió el monje.
—¿Una simple invasión? —repitió Elbryan porque sin duda las palabras sonaban de forma curiosa al pronunciarlas juntas—. ¿Puede una invasión ser simple?
—Si se lleva a cabo sin un propósito mayor —replicó el monje—. Los powris han llegado a menudo a la costa de Honce el Oso, asaltando y atacando tierra adentro hasta que su sed de sangre y pillaje ha quedado saciada. Entonces han interrumpido su constante lucha, se han marchado y el país ha podido recuperarse. Creo que así ha sucedido desde hace muchísimo tiempo.
—Pero esta vez es diferente —dedujo el guardabosque.
—Eso me temo —confirmó Avelyn.
—Sería de esperar que esas monstruosas criaturas tan odiosas y tan diferentes unas de otras acabaran peleándose entre sí —dijo Elbryan.
—Así debería ser —murmuró Avelyn—. Así sería si no fuera por una mano de supremo poder que las guía.
Elbryan se apoyó contra el enorme tronco, pues no tenía nada que añadir a aquella opinión. Recordó lo que rumoreaban los elfos poco antes de su partida, los comentarios en voz baja acerca de que en el norte un demonio Dáctilo se había despertado.
—¿Y si estás en lo cierto? —preguntó al fin.
El rostro de Avelyn se ensombreció.
—Entonces ya sé cuál es mi destino —comentó el monje—. Entonces ya comprendo qué ser profético y divino guio mi mano cuando me llené los bolsillos con las piedras de Saint Mere Abelle. Incluso la elección de las piedras que debía coger no la hice yo, sino algo allá arriba…
—Envidio tu fe —lo interrumpió el guardabosque—. En cambio yo creo que nosotros elegimos nuestro destino, cometemos nuestros errores, forjamos nuestra libertad.
Avelyn meditó unos instantes y luego asintió.
—Es una forma diferente de ver lo mismo —decidió—. Mi elección aquel día se basó en todo lo que había aprendido antes en la vida; fue la culminación de un camino que había empezado mucho antes de entrar en la orden abellicana. Siento que estoy a bien con mi Dios, guardabosque, y, si mis sospechas en cuanto a la naturaleza de la bestia son ciertas, ya sé el camino que me espera. Esto es todo. Pensé que debías saberlo.
—Porque te vas.
—Todavía no —se apresuró a responder Avelyn—, y has de saber que estoy contigo, a tus órdenes. Pondré a tu servicio las piedras y toda mi inteligencia y todo mi cuerpo, cualquiera que sea la estrategia que elijas. Por ahora.
Elbryan asintió, contento de poder continuar contando con la valiosa ayuda del monje como hasta entonces. El guardabosque no subestimaba a Avelyn en absoluto; sin aquel hombre y su magia, muchos más habrían caído en Prado de Mala Hierba. Y, según Elbryan, la bravura de Avelyn en todo lo que había hecho —al tomar las piedras y escapar de Saint Mere Abelle, al enfrentarse al hermano Justicia y al ayudar en la lucha contra los monstruos— estaba fuera de toda duda.
—¿Crees en visiones? —preguntó el guardabosque repentinamente—. ¿En profecías?
Avelyn lo miró con fijeza.
—¿Acaso no te he dicho lo suficiente? —inquirió a su vez.
—¿Y cómo puede saberse si se trata de una visión auténtica o de un producto de la imaginación? —preguntó el guardabosque.
—¡Vaya, vaya! —soltó Avelyn—. ¡Has visto algo esta noche en tu agujero!
Elbryan sonrió.
—¿Pero cómo puedo conocer su origen y sus consecuencias?
Las carcajadas de Avelyn fueron sonoras.
—Te abruma el peso de la responsabilidad —replicó el monje—. Consideras la visión con más cuidado porque ahora mucha gente depende de ti, porque tus decisiones van a afectar a otros muchos. ¡Vaya, vaya! Libérate de esa carga, amigo mío, y luego decide. ¿Cuál habría sido tu camino si hubieras tenido la visión sin las responsabilidades que has cargado sobre tus poderosos hombros?
Elbryan reflexionó un buen rato, analizando a aquel hombre, pensando que Avelyn era tan juicioso como cualquiera de los elfos que lo habían transformado en Pájaro de la Noche.
Entonces supo qué debía hacer. Y, con sólo unas pocas horas de oscuridad por delante y sin Sinfonía para llevarlo a gran velocidad, sabía que tenía que darse prisa.
—Perdón, amigo mío —dijo.
—¿Te llama una visión?
Elbryan asintió.
—¿Necesitas que te acompañe? —preguntó Avelyn.
Elbryan lo miró de nuevo; aquel ofrecimiento lo llenaba de satisfacción. Intuía que, por supuesto, podría necesitar ayuda aquella noche, pero comprendía también que la visión, cualquiera que fuera su significado, era para él solo. Se acercó a Avelyn y le dio unas palmadas en la espalda.
—Quiero que ayudes a Bradwarden a mantener a la gente en el buen camino.
Avelyn no miró por encima del hombro para ver cómo el guardabosque desaparecía en la noche.
La arboleda en forma de rombo estaba misteriosamente quieta; ni la menor ráfaga de viento, ni grito alguno de animal o pájaro nocturno hendía el aire inmóvil. Elbryan habría preferido llegar allí antes de que la luna se ocultara, para poder ver mejor los ondulados campos nevados que rodeaban la oscura arboleda. Examinó el saco, repleto de velas, que había cogido antes de marcharse para dirigirse a aquel lugar, y se preguntó si debía empezar por iluminar la zona.
No importaba, decidió el guardabosque con audacia, y se puso a trabajar. Recorrió lenta y cuidadosamente el campo y fue levantando montoncitos de nieve del tamaño de sus dos manos puestas en forma de copa. Luego, con mucho cuidado, los ahuecó y colocó una vela en cada uno de ellos. Cuando hubo acabado esa tarea, cuando ya sólo le quedaba una vela, hizo fuego con pedernal y eslabón y la encendió; a continuación recorrió con paso uniforme el campo para encender todas las velas, de modo que la zona quedó iluminada suavemente gracias a cuarenta puntos de luz que brillaban tenuemente en la oscuridad.
Elbryan no sabía cuánto tiempo durarían las velas encendidas, cuánto tiempo tardaría su calor en fundir la nieve del correspondiente montoncito, haciéndolo gotear hasta apagar la llama. Permaneció allí largo rato mientras las velas ardían; un rato que le pareció demasiado largo, por lo que empezó a sospechar que ocurría algo especial, que algún poder hacía que las velas se mantuvieran encendidas.
Oyó que alguien pronunciaba su nombre suavemente; se dio la vuelta hacia la oscura hilera de pinos majestuosos, e intuyó su origen. Penetró en la arboleda, caminando sobre la capa de nieve, y se dirigió hacia las piedras del resguardado monumento funerario.
Elbryan se dio cuenta de que algo iba terriblemente mal, como si la perfecta armonía de aquel paraje de algún modo hubiera desaparecido. De repente aquel sitio sagrado, aquel sitio que él había creído dispuesto por los mismísimos Touel’alfar, ya no le parecía en absoluto un santuario.
Se apoyó pesadamente sobre Ala de Halcón con los ojos clavados en el monumento y tardó cierto tiempo en advertir que distinguía las piedras desde lejos con demasiada nitidez, que había demasiada luz en aquel lugar.
¡Su origen eran las propias piedras, que brillaban con un resplandor verdoso!
Elbryan apenas pudo contener el aliento cuando observó que una de las piedras de la parte superior estaba desplazada. Quería darse la vuelta y huir; su instinto de supervivencia le decía que tenía que escapar.
Pero fue incapaz de huir, paralizado por algo que no comprendía, por algo que superaba el poder de su voluntad.
El monumento empezó a desplomarse, misteriosamente, con lentitud y sin violencia, y las piedras rodaron unas encima de otras hasta formar muros a cada lado de la tumba; la luz se intensificó, por lo que Elbryan pudo ver con claridad los restos putrefactos y marchitos, un esqueleto descarnado de lo que en tiempos había sido un hombre.
El precavido guardabosque colocó su palo delante de él, en posición defensiva, listo para afrontar cualquier cosa que pudiera ocurrir, pero casi se desvaneció cuando el cadáver abrió los ojos, mostrando dos puntos de luz roja, y se sentó rígidamente, una postura que por sí sola demostraba que aquella criatura estaba lejos de ser algo natural.
—Vete, demonio —murmuró el guardabosque en vano.
Como si tuviera un cable atado a la espalda, el zombi se puso en pie sin usar las manos ni doblar las piernas.
Elbryan retrocedió un paso, y de nuevo sintió el apremio de huir; su cabeza le decía que el monstruo era un enemigo demasiado grande para él, pero asentó con firmeza a Ala de Halcón y lo utilizó como punto de apoyo, mientras permanecía inmóvil delante del resucitado.
—¿Quién eres? —preguntó Elbryan—. ¿Qué clase de criatura? ¿De qué naturaleza, buena o maligna?
La última pregunta se repitió como un eco en la cabeza de Elbryan, y la encontró ridícula: ¿cómo una fuerza del bien podría torturar el eterno descanso de un cuerpo? Además, el guardabosque no olvidaba que aquel era un lugar bendito, que aquel cuerpo —y el alma que lo habitaba en vida— había sido un amigo de los elfos, como mínimo.
La criatura levantó los brazos hacia adelante, en dirección al hombre, en una postura que tanto podía ser de amenaza como de súplica.
Pero entonces el resucitado se plantó delante de él, impelido por algo que no eran sus piernas; se plantó a menos de un par de palmos y agarró con sus dedos de hueso la garganta del guardabosque.
Elbryan asió el brazo y trató en vano de soltarse del increíblemente fuerte agarro. Trató de gritar en señal de protesta, pero no tenía aliento. ¡Cuánto deseaba que Avelyn estuviese con él! ¡Que el monje apareciera e hiciera estallar a la maligna criatura con sus piedras mágicas!
Pero no, recordó el hombre. La visión era para él solo; aquello era para él solo. Se sacudió el pánico de encima, puso a Ala de Halcón entre los brazos del zombi y, agarrando el palo por los dos extremos, lo giró utilizándolo como palanca para liberarse del agarro.
Por un momento, en vez de lograrlo, creyó que el giro iba a romperle el cuello; pero al fin consiguió liberarse, retrocedió un paso de un salto y con el palo golpeó con fuerza la parte lateral de la cabeza de la criatura.
Comprobó que el golpe había tenido el mismo efecto que un simple soplido, pues el monstruo no se arredró lo más mínimo sino que se le echó encima dispuesto a agarrarlo otra vez por la garganta.
Elbryan se agachó precipitadamente hacia un lado para poner alguna distancia entre él y la criatura, pensando que eso le permitiría tensar el arco y disparar algunas flechas punzantes.
Pero, cuando se incorporó, el zombi estaba ante él por arte de magia. El guardabosque levantó el arco y el brazo para defenderse, pero el monstruo pegó un barrido de revés muy violento que envió a Elbryan de espaldas hacia el otro lado.
Se levantó a toda prisa y se agachó para evitar otro golpe —en efecto, de nuevo el zombi había conseguido golpearlo— y avanzó como pudo a través de las gruesas ramas de pino, cambiando de dirección constantemente para evitar un recorrido predecible.
Por dos veces al doblar un recodo, se encontró frente al monstruo que lo esperaba. La primera vez se agachó para esquivar el ataque, pero se apresuró a incorporarse con agilidad para salir corriendo. La segunda vez el guardabosque se vio agarrado físicamente por el hombro pero, de alguna manera, se retorció y consiguió liberarse antes de que el monstruo lo aplastara con su abrazo.
Elbryan no tardó en llegar al límite de la arboleda, ante el campo de velas.
El monstruo estaba al otro lado del camino, a la izquierda.
Elbryan se quedó de piedra ante la visión familiar, ante la imagen exacta que había visto la última vez en el espejo, excepto por el hecho de que en aquel momento el zombi estaba en el lugar donde antes había aparecido el espectro de su tío Mather. Todo estaba completamente tranquilo, completamente sereno.
—¿Tío Mather? —preguntó a la criatura.
La criatura se plantó ante él de súbito; lo golpeó con aquellos brazos rígidos como rocas y lo envió dando tumbos hasta los pinos.
Elbryan sintió que le manaba sangre de una oreja y tuvo que sacudir la cabeza para librarse del aturdimiento. ¡Aquella criatura, fuera lo que fuera, golpeaba con la fuerza de un gigante!
Dobló un recodo de un triángulo de tupidos pinos, suponiendo con razón que el zombi estaría allí. Alzó a Ala de Halcón y trazó un rápido círculo defensivo; con agilidad desvió y esquivó los rápidos y engañosos golpes del monstruo de miembros rígidos y luego contraatacó con uno, dos, tres diestros pinchazos y un inopinado porrazo a un lado de la cabeza del monstruo, seguido de un cuarto pinchazo entre los ojos.
Pero los rotundos golpetazos no parecieron afectar en modo alguno a la criatura.
El monstruo le dio un golpe cruzado con el brazo y Elbryan se dejó caer para esquivarlo, pero fue alcanzado aunque no con demasiada fuerza mientras caía. Fue dando vueltas entre las ramas y se puso en pie de nuevo con un rapidísimo movimiento, preguntándose qué podría hacer contra semejante monstruo y temiendo que fuera el mismísimo Dáctilo quien se le había aparecido y lo había atraído hasta aquel lugar para poder acabar con él de una vez por todas.
Se abrió paso a través de una maraña de ramas y se encontró frente al monstruo. Sin denotar la menor sorpresa, le descargó el palo en plena cara.
El monstruo no parpadeó; lo golpeó de lleno en un hombro con el brazo aprovechando el impulso del guardabosque y lo lanzó hacia un lado.
—Tengo que conseguir una espada —se lamentó de nuevo Elbryan, contento de que las ramas le hubieran amortiguado la caída. Al punto se puso en pie y echó a correr con la esperanza de poner alguna distancia entre él y la criatura para poder idear alguna estrategia. Se preguntó si no debería abandonar aquel lugar e internarse en el bosque, que le resultaba más familiar.
Elbryan desechó tal pensamiento; por muy fútiles que parecieran sus esfuerzos, había colaborado en traer aquella criatura al mundo y debía conseguir su destrucción.
Así que corrió por los serpenteantes senderos de la arboleda cambiando constantemente de dirección para que sus movimientos fueran imprevisibles y el monstruo no pudiera aparecer delante de él. A cada vuelta que daba en torno al corazón de la arboleda se iba acercando más al semiderruido monumento.
Salvó la última hilera de árboles y llegó al lugar iluminado de verde. ¡La tumba abierta apareció ante él, y el zombi surgió justo a su espalda! La criatura lo golpeó con fuerza entre los omóplatos y lo lanzó hacia adelante dando vueltas hasta que se estrelló contra las piedras del monumento.
Aturdido y sangrando, Elbryan se apoyó en los codos y se asomó por encima mismo del borde del monumento; sabía que debía levantarse y echar a correr, sabía que el monstruo se le acercaba por detrás.
Pero siguió inmóvil, mirando con ojos desorbitados la fosa. Allí, colocada como si del corazón de la tumba se tratase, yacía una espada; y no una espada corriente, sino una obra de arte, un hermoso y resplandeciente tesoro. Si la punta de la espada hubiera estado clavada en el suelo, el final de su empuñadura esférica no habría llegado a la cintura de Elbryan, y la anchura de la hoja no era mayor que la distancia entre el nudillo y la primera falange del dedo meñique de Elbryan, pero el arma tenía una solidez y una fuerza inequívocas, un aura de poder.
El guardabosque estiró el brazo todo lo posible, pero no pudo alcanzar la espada.
Oyó al monstruo justo detrás de él.
Entonces, de alguna manera, su mano empuñó la espada; Elbryan se dio la vuelta y propinó un barrido con el arma describiendo un furioso arco. La espada dejó una estela de luz de un blanco deslumbrante que eclipsó el resplandor verde; el zombi retrocedió y soltó un gruñido.
Elbryan se levantó y trató de examinar la hoja sin perder de vista a su peligroso adversario. La espada era increíblemente ligera; una hendidura roja bajaba por el centro de la hoja, una hoja que de repente Elbryan advirtió que estaba forjada con silverel. La parte transversal de la empuñadura, que se curvaba hacia la punta de la hoja, estaba igualmente forjada con el mismo preciado metal de los elfos y rematada con oro; la empuñadura estaba forrada de piel azul, estrechamente sujeta con tiras de silverel. No obstante, lo más maravilloso de todo era la bola que servía para asegurar con firmeza la empuñadura, un elemento compensador de la hoja, que también era de silverel, pero que tenía una hendidura con una gema que Elbryan no había visto jamás: azul y con manchas de color gris y blanco como nubes en un cielo otoñal. El guardabosque sabía que aquella gema tenía poderes mágicos como los de las piedras de Avelyn.
Elbryan dejó caer al suelo a Ala de Halcón —se preguntaba si alguna vez volvería a utilizarlo como palo— y, poniendo la espada delante de él, la balanceó con suavidad, percibiendo su equilibrio.
Se la pasó de mano a mano fácilmente con los movimientos de la danza de la espada; luego la impulsó hacia adelante para mantener a raya al zombi y la balanceó lentamente para atraerlo.
Pero el zombi parecía tenerle más respeto y permanecía retirado, gruñendo, mientras los puntos de luz roja que constituían sus ojos relucían de furia.
—¡Ven! —dijo Elbryan con calma—. Quieres verme muerto; pues, bueno, acércate y actúa.
El zombi retrocedió hasta una maraña de ramas; Elbryan corrió hacia él.
Pero la criatura se había ido, había desaparecido, y el hombre se dio cuenta de que tenía que continuar moviéndose, de que aquella pelea se había convertido en el juego del gato y el ratón, pero, en aquel momento, tanto el zombi como él eran los gatos.
Permaneció casi siempre en los estrechos senderos, utilizando su velocidad para tratar de atisbar al monstruo antes de que este lo pudiera pillar por la espalda. Decidió volver al campo iluminado por las velas y no se sorprendió cuando, al llegar, vio al monstruo que estaba esperándolo.
El hombre comprendió entonces que aquello era lo que se suponía que tenía que ocurrir, que el desafío en el campo de velas estaba predeterminado. Mientras acechaba al monstruo, este se le acercó, primero despacio, y, de repente, con una carrera furiosa y agitando salvajemente los brazos.
Elbryan esquivó y golpeó, se apoyó en sus talones, rodó para echarse hacia un lado, y volvió de nuevo al ataque con una feroz carga, blandiendo la magnífica espada. Aquella vez su golpe alcanzó de lleno al zombi, la espada produjo un profundo corte en la carne putrefacta y fue a chocar contra una costilla.
El zombi se le acercó y le dio un golpe de revés que alcanzó con fuerza el hombro de Elbryan. Pero el guardabosque mantuvo su posición con tenacidad y permaneció erguido; lo golpeó de nuevo en las costillas y luego pegó un barrido con la hoja con la intención de alcanzarlo en el cuello.
El zombi levantó el brazo para detener el golpe, pero la gema de la espada fulguró con repentina energía y la hoja golpeó con fuerza, como si hubiera atrapado la descarga de un rayo y luego la hubiera retenido.
La espada cortó limpiamente el brazo que trataba de detenerla, justo por encima del codo, y alcanzó la cara del monstruo.
Cegado, el monstruo retrocedió aullando agónicamente, pero Elbryan se lanzó inmediatamente hacia él y hundió la temible espada en el pecho del monstruo en una rápida estocada; luego la sacó y descargó un tajo en diagonal que cercenó la clavícula y se hundió en lo más profundo del pecho putrefacto.
El zombi cayó pesadamente al suelo y estalló emitiendo un destello de un verde deslumbrante. Elbryan salió despedido hacia atrás, y todo le dio vueltas.
El guardabosque despertó poco después, mientras, por el este, el cielo brillaba con el alba; tenía la cabeza entre los brazos, que apoyaba sobre las piedras superiores del monumento ahora intacto.
—¿Otra vez intacto? —se extrañó, y se le ocurrió que quizá lo había estado siempre.
Trató de levantarse pero comprobó que le dolían todos los huesos; hasta aquel momento no se había percatado del frío que tenía. Reclinó la cabeza de nuevo preguntándose si iba a morir allí, solo y helado, y qué le habría provocado semejante pesadilla.
Entonces lo asaltó una curiosa idea; miró hacia arriba, verdaderamente perplejo, y clavó la mirada en el monumento.
—¿Tío Mather? —llamó sin aliento; estaba seguro de que era verdad, de que se trataba de la tumba de su tío Mather, el anterior guardabosque.
«Pero ¿entonces todo ha sido un sueño? —se preguntó—. ¿El monstruo? ¿La espada?».
Demasiado intrigado para sentir dolor, el guardabosque se puso en pie y, al llegar a lo alto del monumento fúnebre, vio en el suelo de la cabecera del túmulo, una familiar y magnífica espada.
Cuando Elbryan alargó torpemente un brazo para coger el arma, la espada fue hacia él. ¡Llegó flotando hasta su mano!
La sostuvo ante sus asombrados ojos y examinó el trabajo artesanal, el silverel reluciente, el pomo con la bellísima gema, el color azul, las nubes de tormenta.
—Tempestad —susurró, dándose cuenta de pronto del significado de aquella piedra sin igual. Era Tempestad, la espada del tío Mather, una de las seis espadas de guardabosques forjadas por los elfos en un tiempo muy lejano.
—Por supuesto —pronunció una voz melódica desde atrás y por encima del hombre. Elbryan se dio la vuelta y vio a Belli’mar Juraviel sentado tranquilamente en una rama baja, sonriéndole.
—La espada de Mather —dijo Elbryan.
—Ya no —replicó Juraviel—. La espada de Elbryan, ganada en la oscuridad de la noche.
El guardabosque apenas podía respirar.
—Amigo mío —dijo al fin—, me temo que todo el mundo se ha vuelto loco.
Juraviel se limitó a asentir, incapaz de discrepar.