18

El jefe Pájaro de la Noche

—No están quemando el pueblo —comentó Elbryan mientras Pony, Bradwarden, Avelyn y él miraban hacia la aldea.

—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó Bradwarden—. El pueblo estaba vacío antes de que llegaran ellos.

—Es cierto —repuso Elbryan, pues no había sido difícil convencer a los habitantes de Dundalis con el testimonio de los sesenta y tres sobrevivientes de Prado de Mala Hierba y los veinte de Fin del Mundo, que les contaron el desastre sufrido. Todo el pueblo de Dundalis había seguido a Elbryan al bosque y se habían refugiado en el campamento que el guardabosque y sus amigos habían levantado escondido en la espesura y alejado de los senderos.

—Pero tampoco incendiaron Prado de Mala Hierba —observó Pony—, ni tampoco Fin del Mundo.

Elbryan miró con ceñuda expresión a Bradwarden.

—Pueblos para abastecimiento —dijo el centauro con su tono grave.

—Eso significa que continuarán hacia el sur —comentó Avelyn recalcando las palabras—. ¿Hasta dónde?

—Hay pocos pueblos más al sur de aquí —dijo Bradwarden—. Ninguno siguiendo la dirección hasta el gran río.

—Palmaris —murmuró Avelyn con desesperanza.

Permanecieron un buen rato en silencio mientras la gravedad de la situación iba calando profundamente en los cuatro amigos.

—Podemos hacer muy poco para detener un ejército tan grande —declaró Elbryan—. Pero nuestro deber es triple: hacer todo el daño que nos sea posible a los monstruos, enviar mensajes para que no sorprendan desprevenidas a las aldeas e incluso a la gran ciudad y velar por los que se han puesto bajo nuestra protección.

—Unas ciento sesenta personas —dijo Bradwarden—. Y no he acabado de contarlas. Y, lo que es peor, sólo la tercera parte son capaces de luchar contra un simple trasgo.

—Entonces, debemos ponernos manos a la obra —declaró Elbryan—: poner a salvo a los que no pueden luchar y utilizar a los que pueden para plantear la batalla de la forma más ventajosa.

—Una ingente tarea, guardabosque —comentó Bradwarden.

Elbryan lo miró largo y tendido.

—Estoy contigo —refunfuñó el centauro poco después—, aunque no para hincarle el diente a un powri, te lo aseguro. ¡Qué sabandijas más estropajosas!

—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn.

Al día siguiente se pusieron manos a la obra y dividieron a los refugiados en dos grupos: los que se quedarían y lucharían junto a Elbryan, y los que serían enviados a lugares más seguros, cuevas que Bradwarden conocía a cierta distancia hacia el este de Dundalis o incluso en las tierras meridionales, mucho mejor controladas por los humanos, si es que se podía encontrar alguna ruta practicable. Cuando hubieron acabado el primer recuento, Elbryan advirtió que había que recolocar a más de ciento cuarenta personas y, por tanto, le quedaban poco más de veinte guerreros robustos. Y además eran chusma; el mejor, sin contar a Pony, Bradwarden y Avelyn, era seguramente Paulson, que no era muy de fiar, o Tol Yuganick, siempre irritable y desagradable.

Pony le comentó a Elbryan crudamente la situación cuando se sentaron junto al fuego por la noche.

—Deberías enviarlo al sur con los refugiados —dijo la joven señalando al malhumorado Tol, que rondaba por el campamento intimidando a cuantos se cruzaban en su camino.

—Es fuerte y hábil con la lanza —contestó Elbryan.

—Y te llevará constantemente la contraria —dijo Pony—. Tol querrá mandar y su furia constante lo arrastrará a él y a cuantos lo sigan a una posición de la que no habrá escapatoria.

Elbryan no podía disentir. Al menos por lo que se refería a Paulson, el guardabosque tenía la impresión de que estaba deseoso de obedecer órdenes; al fin y al cabo Paulson y sus dos amigos habían dispuesto trampas en las laderas del este de Prado de Mala Hierba exactamente donde Elbryan les había indicado.

—Envíalo con los que no sirven para luchar —repitió Pony con más insistencia—. Que Belster O’Comely se las arregle con ese bruto; de otro modo me temo que tú y Tol cruzaréis las espadas, y deberías evitar tener que matar a uno de los tuyos delante de todos los demás.

Elbryan pensó que tal vez Pony estaba exagerando, pero tenía que admitir que él y Tol habían estado a punto de pegarse varias veces en los meses anteriores… y en situaciones no tan tensas como la que ahora les esperaba.

—¿Cuándo vas a enviarlos hacia el sur? —preguntó Pony con prudencia para darle a Elbryan un respiro antes de que se viera obligado a tomar aquella decisión tan difícil.

—Tanto Paulson como Cric y Ardilla están patrullando la zona en dirección oeste —repuso el guardabosque—, para confirmar la ocupación de Prado de Mala Hierba y de Fin del Mundo; luego irán hacia el sur para ver qué caminos quedan libres. Cuando regresen dentro de pocos días, decidiremos qué hay que hacer con los refugiados.

Pony asintió, considerando el plan.

—Si regresan pronto, es que no habrán ido muy hacia el sur, ni a los siguientes pueblos en esa dirección, Caer Tinella y Tierras Meridionales, y ciertamente tampoco a Palmaris —razonó la muchacha—; debes enviar un emisario enseguida si queremos que las tierras del sur reciban el aviso a tiempo.

Elbryan suspiró profundamente; estaba de acuerdo por completo con la observación. Sabía lo que tenía que hacer, la elección correcta: una persona experta y con tacto, buen luchador y buen jinete; pero era una decisión que el guardabosque no deseaba tomar.

Pony lo hizo por él.

—¿Querrá llevarme Sinfonía? —preguntó la chica, atrayendo la mirada del guardabosque.

Elbryan reflexionó y miró largo y tendido a la mujer, a su amor. Hacía muy poco que estaban juntos; ¿cómo podría soportar separarse de ella otra vez? A pesar de su confusión, Elbryan se sorprendió asintiendo. Por supuesto, Sinfonía llevaría a Pony; el imponente semental ya había demostrado su valía a Elbryan.

—Bueno, pues me iré antes del amanecer —dijo Pony con firmeza.

Elbryan suspiró de nuevo y Pony tomó la cara del hombre en sus manos, la atrajo hacia ella y lo besó con ternura.

—Haré todo el camino a Palmaris sin parar, si es preciso —prometió la chica—, y luego volveré a tu lado. Sinfonía me llevará allí y me traerá de vuelta. No me pillará ni un trasgo, ni un powri, ni un gigante.

Elbryan, que había sentido las ráfagas de aire en las galopadas de Sinfonía, estaba seguro de ello.

—Y debes volver conmigo —susurró el guardabosque—, para luchar a mi lado y para tumbarte a mi lado en la quietud de la noche, cuando todos los problemas del día deben dejarse aparte.

Pony lo besó de nuevo, esta vez larga y apasionadamente. A su alrededor, el campamento estaba tranquilo, a excepción de los gruñidos del feo Tol de vez en cuando; poco después, la pareja se escabulló por el bosque en busca de algún lugar resguardado.

Fiel a su palabra, Pony estaba cabalgando hacia el sur cuando el sol asomaba por el horizonte oriental. No se fue sin antes haber sostenido dos conversaciones, una muy íntima con Elbryan y otra, inesperada, con el hermano Avelyn, que la estaba aguardando cuando ella salía del campamento.

Sinfonía no está lejos —explicó el monje—; lo he visto en el risco hace unos pocos minutos, esperándote, supongo.

Pony esbozó una sonrisa; su asombro por las continuas demostraciones de inteligencia del animal —que parecía ser mucho más que un caballo normal— se apreció claramente en la expresión de la chica.

—Del mismo modo que te esperaba yo —añadió Avelyn, malhumorado.

Sinfonía no puede llevarnos a los dos —puntualizó Pony secamente.

—¿Qué? —exclamó Avelyn—. ¡Ja, Ja, vaya gracia!

La risa del hombre desapareció casi inmediatamente, y la repentina severidad de su rostro indicó a Pony que estaba preocupado por la seguridad de ella.

—Volveré —prometió la mujer.

Avelyn asintió.

—Y lo antes posible —señaló el hombre, tendiéndole un aro de plata—, con esto.

Pony tomó el aro con perplejidad; en cuanto vio la gema incrustada en la parte frontal de la plata supo que se trataba de mucho más que de un puro adorno. La piedra, de color verde amarillento con una raya negra en la parte central inferior, era distinta de cuantas había visto antes.

—Ojo de gato —explicó Avelyn; tomó el aro de nuevo y lo puso en la frente de la mujer.

—Con esto verás con toda claridad por oscura que sea la noche —explicó el monje.

Desde luego, la incipiente luz de un amanecer que, de hecho, todavía no había empezado, de repente le pareció más brillante a Pony. Mejor dicho, no exactamente más brillante, sino que esa luz le permitía distinguir los objetos con mucha mayor nitidez. Pony miró a Avelyn, súbitamente agradecida por las enseñanzas sobre las piedras mágicas que le había proporcionado y, de alguna manera, sorprendida por la sencillez con que podía invocar la magia del ojo de gato.

—¿Cómo es posible que la piedra me haga caso con tanta facilidad? —preguntó la chica—. ¿Podría ya provocar bolas de fuego y descargas de rayos como tú hiciste en la batalla de Prado de Mala Hierba? —La expresión de Pony era cada vez más maliciosa—. ¿El poder, entonces, pertenece por completo a las piedras? —inquirió—. Y, si así es, ¿a qué tanto bendecir a Avelyn?

—¡Vaya, pero qué desfachatez! —rugió el monje bonachón—. ¡Vaya, vaya! Por supuesto, algunos dicen «bendito sea Avelyn», pero yo digo «maldito sea» con una amiga que me anima tanto como tú.

—¡Vaya, pero qué desfachatez! —repitió Pony imitando la voz de Avelyn, y los dos amigos compartieron una carcajada que ambos necesitaban mucho.

—El poder viene tanto de la piedra como de quien la utiliza —explicó Avelyn adoptando un aire serio; era una lección que le había contado muchas veces durante sus semanas en la carretera—. Algunas piedras, no obstante, como la turquesa que entregué a Elbryan y que él a su vez aplicó a Sinfonía, pueden alterarse para realizar su magia continuamente sea quien sea el que las tenga. Las piedras se convierten en objetos mágicos, por así decirlo, utilizables por el profano. He visto algunos encantamientos menores, y tú también, supongo, entre los granjeros o los videntes de poca monta de estas tierras.

—Y tú preparaste esta —razonó Pony, mientras tocaba el ojo de gato.

—Para ti —replicó Avelyn—, o para mí mismo, o quizá para Elbryan ¡Vaya, vaya! Para quien la necesite más, digo yo, y ahora eres tú. Tómala y utilízala para guiar a Sinfonía a través de la noche mientras nuestros enemigos estén desprevenidos.

Un bufido que llegó de la ladera captó su atención y, al girarse, vieron al magnífico semental erguido en lo alto del cercano risco, impaciente por correr, como si hubiera estado escuchando a escondidas la conversación.

—Dudo que Sinfonía necesite mucha guía —comentó Pony—, ni de día ni de noche.

—Utilízala entonces para mantener tu cabeza fuera del alcance de las ramas bajas —bromeó Avelyn, dirigiéndole una breve y cariñosa sonrisa.

Breve, porque había llegado el momento de la partida.

Cuando la mujer se disponía a emprender la marcha, Avelyn la detuvo y le tendió la mano. Ella hizo lo propio, y él le dio otra piedra, una pieza de grafito, la piedra utilizada para crear el rayo.

—Quizás estés preparada —dijo Avelyn con seriedad.

Pony cogió el grafito, inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y se fue.

El día era claro y estimulante pero terriblemente frío; el viento del norte soplaba con regularidad, y Elbryan llegó a preguntarse si el invierno se retiraría alguna vez.

A media mañana, el guardabosque reunió a los hombres y las pocas mujeres que iban a quedarse con él y a constituir su grupo de lucha.

—No podemos derrotar al enemigo que ha llegado a nuestros hogares —les dijo con franqueza—; son demasiados.

Se oyeron unas pocas quejas e incluso un sarcástico «genial» que pronunció Tol Yuganick.

—Pero podemos causarles daño —prosiguió Elbryan—. Y quizá nuestros esfuerzos aquí harán que la guerra…

—¿Guerra? —preguntó Tol.

—¿Todavía sigues creyendo que sólo se trata de un simple ataque? —lo reprendió Elbryan—. Diez mil trasgos han pasado por Prado de Mala Hierba desde su caída; han pasado… y han continuado hacia el sur.

Tol soltó un bufido e hizo con la mano un ademán de rechazo.

—Nuestros esfuerzos aquí harán la guerra más fácil para los del sur —dijo Elbryan elevando la voz para acallar las crecientes disidencias—, servirá para ayudar a Caer Tinella y a Tierras Meridionales, e incluso a Palmaris, adonde creo que se dirige ese ejército.

—¡Bah! —dijo Tol con un bufido—. ¡Os digo que todo esto es una estupidez! La chusma de trasgos ha tomado Dundalis, así que debemos ir a Dundalis para expulsarlos.

—Para morir —lo corrigió Elbryan antes de que el hombrachón continuara—. Sólo para morir —repitió, y caminó hasta ponerse frente a Tol, pues la tensión aumentaba por momentos. Eran aproximadamente de la misma altura, pero Tol, con su torso como un tonel y su ancho vientre, era más corpulento.

El hombre hinchó el pecho y luego clavó la mirada en el guardabosque.

—No detendré a nadie que quiera seguir a Tol Yuganick hacia Dundalis —dijo el guardabosque después de unos largos instantes llenos de tensión—, o hacia Prado de Mala Hierba o hacia Fin del Mundo o dondequiera que elijáis como lugar para vuestra tumba. Estos bosques disponen de muchos sitios donde acampar, así que no podréis traicionarme cuando los trasgos os arranquen las uñas o bien os derrumben y machaquen vuestras partes íntimas con martillos.

Incluso Tol palideció un poco ante aquella posibilidad.

—No, no me traicionaréis, ni a mí ni a mi causa; pero no lloraré por vuestro dolor, ni arriesgaré la vida de los que prudentemente escojan venir conmigo, para tratar de rescatar a los que libremente hayan optado por una muerte semejante.

Era bastante para un solo día, pensó Elbryan, para el primer día que disponía a sus soldados en formación. Así que el guardabosque se alejó lentamente de Tol; luego salió del campo y se adentró en el bosque, hacia el extremo donde lo aguardaba un divertido Bradwarden.

—¡Oh, vaya toque de gracia lo del martillo! —dijo a modo de saludo el centauro.

Elbryan le dedicó una irónica sonrisa, que pronto se borró de sus labios. Estaba demasiado preocupado por la opinión de Pony acerca de lo conflictivo que era Tol y por el hecho de que la joven ya estaba probablemente a muchos kilómetros de distancia.

—Tenemos…, tienes un largo camino que recorrer para ponerlos en vereda —observó el centauro.

Elbryan era muy consciente de esa lamentable realidad.

—Pero me inspiraste poca confianza cuando no mataste a aquellos tres tipejos —admitió Bradwarden.

—Dijiste que debería haberlos matado —recordó el guardabosque, lo cual arrancó un embarazoso bufido del centauro.

—¡Lo dije! ¡Lo dije! —replicó Bradwarden—. ¡Y los tres han demostrado sobradamente ser merecedores de tu indulgencia!

—Son buenos aliados —añadió Elbryan.

—Lo tendrás más difícil con ese —observó Bradwarden señalando con su barbuda mandíbula hacia Tol Yuganick, que todavía estaba en el pequeño prado, con cara de pocos amigos—. No te respetará nunca, guardabosque. Quizá deberías llevártelo al bosque y pegarle una buena paliza.

Elbryan se limitó a sonreír, pero la sugerencia de Bradwarden no le pareció tan mala idea.

Aquella noche el estado de ánimo del campamento mejoró considerablemente con la llegada de una docena de rezagados, refugiados de Fin del Mundo, casi todos menores de quince años; entraron en el campo aturdidos y muertos de hambre. Algunos tenían heridas de poca importancia, pero por otra parte estaban físicamente sanos. Relataron al grupo las intensas horas vividas y luego sus dos jefes, una pareja de mediana edad, repitieron el relato con mayor detalle ante Elbryan y Avelyn.

Habían escapado del pueblo con los demás cuando la horda de trasgos lo asaltaron, y se habían internado en el bosque. Pero no habían conseguido encontrar una salida despejada y se vieron forzados a separarse del grupo principal. Después, durante la noche, habían sido acorralados en un barranco rocoso por los powris y un par de gigantes. Pero ocurrió algo inaudito.

—El aire se llenó de vida, como el zumbido de un millón de abejas —les explicó la mujer.

Cuando la confusión terminó, todos los potenciales asesinos yacían muertos, víctimas de múltiples y diminutas heridas puntiagudas.

Aquello resultó demasiado familiar a Elbryan Wyndon.

—Luego nos guiaron —añadió el hombre—, de noche a través de los bosques; acampábamos durante el día.

—¿Quién os guiaba? —preguntó impaciente el guardabosque—. ¿Quién os condujo hasta este lugar?

El hombre se encogió de hombros y señaló a un chico, que dormía cerca del fuego, un niño de no más de seis años.

—Shawno dijo que habló con ellos —explicó el hombre—. Los llamaba «alfareros».

—¿Alfareros? —repitió Avelyn, confundido.

—«Alfareros» no —explicó Elbryan—: Touel’alfar. —El guardabosque miró fijamente al chico. A la mañana siguiente hablaría con él, una vez que el niño hubiera descansado y comido.