17

La diferencia

Estaban preparándose para atacar Prado de Mala Hierba. Elbryan estaba seguro de ello, podía oírlo en el chillido de cada pájaro, en los movimientos de las ardillas, agitadas por la presencia masiva de tantos intrusos, por los atronadores pasos de los gigantes o de las máquinas de guerra rodantes, por los graznidos de los generales powris, por los gemidos impacientes de los trasgos sedientos de sangre.

Estaban preparándose para atacar Prado de Mala Hierba, y Avelyn y Pony no habían sido capaces de convencer a los aldeanos de que abandonasen el pueblo; sólo a unos pocos. En aquel momento, con la amenazadora presencia del ejército de trasgos cerniéndose sobre la aldea, mucha gente empezaba a reconocer su insensatez.

Desde una alta atalaya a algo más de tres kilómetros al sur de la aldea, Elbryan vio cómo sus habitantes reforzaban los muros y se afanaban en la preparación de la defensa. El guardabosque sabía que todo aquello no serviría de nada. La única esperanza para los ochenta habitantes de Prado de Mala Hierba era salir del pueblo y huir lo más lejos posible. Y, con los trasgos yendo de un lado para otro, la única posibilidad que tenían requería la ayuda del guardabosque y de sus amigos.

Pero Elbryan no contaba con muchos recursos. Además de Pony y Avelyn, que estaban en algún lugar entre aquel hervidero de gente, Elbryan contaba sólo con los tres tramperos y con Bradwarden. Los refugiados de Fin del Mundo distaban mucho de estar en condiciones de emprender otra lucha; la mitad de ellos todavía no había pronunciado una palabra. La única ventaja del guardabosque era su conocimiento de la región en torno a Prado de Mala Hierba. El pueblo estaba situado en una zona de escarpadas laderas y estrechos valles, donde un centenar de personas podían pasar a pocas docenas de metros sin ser vistos. El lugar estaba lleno de sonidos naturales: arroyos caudalosos, cacareo de pájaros, chillidos de animales. Era un bosque vivo, con abundantes pinos y píceas que ofrecían protección incluso en aquella época del año en que el invierno se adueñaba a toda prisa de la tierra.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Bradwarden, acercándose silenciosamente al guardabosque.

—Tenemos que sacarlos de ahí.

—Apostaría a que no es una tarea fácil —repuso el centauro—, de otro modo Avelyn y Pony se los habrían llevado.

Bradwarden se calló al ver la preocupada expresión de Elbryan mientras continuaba con la vista fija en el norte. El centauro comprendía lo que estaba sintiendo el hombre: rememoraba la desgracia que él mismo había vivido años atrás y se sentía impotente ante la repetición de aquel desastre. Bradwarden había observado de cerca a Elbryan durante aquellos dos últimos días, desde que había escapado de los monstruos de Fin del Mundo y había logrado salir del bosque. El guardabosque le había parecido siempre estoico y severo, pero nunca lo había visto tan ceñudo como en aquellos momentos.

—Por lo menos, sacaremos a Pony y a Avelyn —comentó el centauro—, y a algunos más, no me cabe la menor duda. La mayoría no querrán marcharse. Lo sabes de sobra. Se quedarán en sus casas hasta que vean al enemigo; entonces se darán cuenta de que ha llegado su hora. Pero ya será demasiado tarde para ellos.

Elbryan arqueó una ceja.

—¿Lo será? —se limitó a preguntar.

Bradwarden no lo acababa de entender. Aun cuando Elbryan y los tramperos, los refugiados de Fin del Mundo y toda la población de Dundalis acudieran para reforzar las defensas de Prado de Mala Hierba, el pueblo sería arrasado en una hora. Elbryan lo sabía tan bien como el centauro, y sin embargo la repentina chispa de determinación que le iluminaba la cara llevó al centauro a creer que el guardabosque tenía un plan.

—Allí —dijo Elbryan señalando hacia un punto al este del pueblo, hacia dos montañas de seiscientos metros de altura cuyas escarpadas laderas estaban cubiertas de nieve y atravesadas por oscuras hileras de numerosos árboles sin hojas.

»El valle entre esas colinas está lleno de peñascos y bosquecillos de pinos —le explicó el guardabosque—. Una buena protección, si ponemos en marcha a la gente con celeridad.

Elbryan bajó la vista y acarició el musculoso cuello de Sinfonía, consciente de que el caballo no sólo comprendía su plan sino que lo ayudaría a llevarlo a cabo.

—¿Crees que es factible la huida por el valle? —preguntó con incredulidad el centauro.

—Hay muchísimos árboles —repuso Elbryan sin vacilar mientras el rompecabezas iba encajando en su mente—. Impedirán que nos disparen lanzas y flechas desde arriba.

—Se nos echarán encima como una bandada de halcones en picado —protestó Bradwarden.

Elbryan sonrió maliciosamente mientras observaba aquellas escarpadas laderas de terreno irregular cubierto de una espesa capa de nieve virgen. Pensó en Avelyn, en las piedras mágicas y en algunas de las propiedades que le había explicado el monje. Pensó en Paulson, en Cric y en Ardilla, y en sus indudables habilidades.

—¿Tú crees que lo harán? —dijo con toda calma y en un tono tan imperturbable y seguro que el centauro contuvo el aliento y se abstuvo de seguir discutiendo.

—¿Cómo conseguiste llegar? —preguntó sin aliento Pony abrazando estrechamente a Elbryan en cuanto lo vio entrar en la sala común de Prado de Mala Hierba—. Nos consta que hay trasgos por doquier.

—Más de los que crees —asintió el guardabosque, estrechándola con más fuerza aun. El abrazo le hacía tanto bien, era tan tierno e intenso que el estoico guardabosque sintió en buena medida la tentación de desaparecer con Pony en la noche, alejarse a toda prisa de aquel lugar y de sus problemas, y vivir simplemente en amor y paz.

Pero no podía hacerlo, no podía faltar al deber y al destino que le habían mostrado los Touel’alfar. Cada vez que pensaba en huir con Pony, se aferraba a los recuerdos de la tragedia que había caído sobre su familia y su pueblo.

Avelyn se unió a la pareja poco después; el monje, por lo general alegre, no parecía muy animado.

—Ah, no quisieron marcharse —se quejó a Elbryan—. No quisieron prestar oídos a nuestras palabras, e incluso ahora, cuando la oscuridad amenaza en el bosque, muchos de ellos insisten en quedarse y luchar.

—Los que elijan quedarse y luchar seguramente morirán —contestó Elbryan con voz suficientemente alta para que lo oyeran los aldeanos que estaban cerca. Un par de hombres de pelo canoso sentados a una mesa junto a la entrada de la sala común se levantaron; uno de ellos dio una patada a la mesa al ponerse en pie. Miraron fijamente a Elbryan un buen rato y finalmente se alejaron hacia el otro extremo de la sala.

Impertérrito, Elbryan se dirigió a la mesa larga que servía de barra y se subió encima de un salto.

—Os lo diré sólo una vez —anunció el guardabosque, y los veinte hombres que había en la sala junto con unas diez mujeres lo miraron, la mayoría desdeñosamente, pero algunos demasiado asustados para mostrarse enfadados—. Me he escabullido entre las filas de nuestro enemigo, líneas pobladas de trasgos, gigantes y enanos powris.

—¿Powris? —repitió una mujer.

—Bah, todo esto es una sarta de mentiras —respondió alguien desde un rincón.

—Vuestra única oportunidad reside en marcharos lejos de aquí —dijo Elbryan de modo terminante—. E incluso ahora la huida no será fácil. Me llevaré a los que pueda conmigo esta misma noche, poco después de que la luna se haya puesto. —El guardabosque hizo una pausa y miró en torno encarándose con las miradas de cada uno de los parroquianos para mostrarles la intensidad de sus ojos y la determinación de su rostro—. En cuanto a los demás, vuestra posibilidad de escapar a través del ejército de monstruos será pequeña, y cualquier vacilación os costará muy cara.

—¿Quién eres tú para venir aquí y darnos órdenes? —preguntó un hombre, que no tardó en ser coreado por protestas que venían de todos los rincones de la habitación.

Fiel a su palabra, el guardabosque no repitió su mensaje. Bajó de un salto de la mesa, se reunió con Pony y Avelyn, y les rogó que lo siguieran fuera, donde podrían hablar en privado.

El guardabosque no parpadeó ni miró atrás amenazadoramente cuando una jarra se estrelló contra la pared junto a la puerta, un proyectil que obviamente iba dirigido a su cabeza.

Elbryan consultó primero con Avelyn para confirmar el potencial mágico de las piedras. Luego habló con Pony, que conocía mejor el terreno de aquella región de colinas boscosas y abundantes arroyos.

—También vendrán por ese valle —razonó Pony cuando Elbryan le hubo explicado su plan—. Si están tan organizados como indica tu descripción del asalto a Fin del Mundo, no dejarán un camino tan expedito detrás de ellos. Vendrán por ese valle y ocuparán la cumbre de ambas colinas.

—No vendrán muchos por ahí —prometió el guardabosque—. La línea de trasgos será poco densa, y la rapidez y la sorpresa serán nuestros aliados. En cuanto a los de las colinas, tres amigos ya están preparados para recibirlos.

Pony asintió, sin poner en duda las palabras del guardabosque, pero otra parte del plan la seguía preocupando mucho.

—¿Cómo podemos poner tanta esperanza en animales? —preguntó.

Elbryan miró a Avelyn.

—La turquesa —explicó el guardabosque— me ha proporcionado la posibilidad de penetrar en los pensamientos de Sinfonía. Puedo hablar con el caballo mentalmente, y él me entiende. Estoy seguro.

Avelyn asintió, sin dudar del poder de la turquesa. La piedra, como si fuera capaz de sentir, había emitido señales al monje aquel día en que se la había ofrecido a Elbryan y a Sinfonía; y el monje, que había descendido por un acantilado, que había caminado sobre las aguas, que había desencadenado inmensas bolas de fuego y había sostenido en sus débiles y mortales manos el poder de una Tempestad, no iba a considerar exageradas las posibilidades de su poder regalado por Dios.

—Tenemos pocas opciones —admitió Pony.

—No hay otra —replicó Elbryan.

Avelyn observó la mirada que intercambiaron, y se alejó, al principio a la ventura, pero después hacia la cabaña de una viuda con tres niños pequeños; los tres amigos habían acordado que aquella familia tenía que partir con el guardabosque esa noche.

Pony y Elbryan pasaron juntos unos largos y tranquilos minutos que finalizaron sin palabras, con un beso que fue como una promesa de Elbryan a Pony de que no la abandonaría jamás, y como una promesa de la mujer al hombre de que ella y aquellos que quisieran abandonar el pueblo estarían preparados cuando llegara el momento oportuno.

El guardabosque abandonó Prado de Mala Hierba aquella misma noche; recorrió el sinuoso valle al este del pueblo con la familia fugitiva. El bosque estaba silencioso, pero no vacío, tal como Elbryan había sospechado.

—Trasgos —murmuró en voz baja a la mujer, y levantó la mano abierta para indicar que eran cinco. El guardabosque tenía una flecha preparada en Ala de Halcón, pero no quería matar ningún monstruo aquella noche, pues la presencia de algún cuerpo en aquel paso habría alertado al ejército de un punto débil en la disposición de sus líneas de ataque.

De modo que se sentaron inmóviles y esperaron; la mujer hizo lo imposible para conseguir que su hijo menor, un niño muy pequeño, no llorase.

Los trasgos pasaron cerca, tan cerca que los cinco pudieron oír sus voces como gañidos, tan cerca que incluso percibieron el chasquido de una ramita.

Elbryan los mantuvo agazapados y trató de tranquilizarlos a todos; dio unas palmadas suaves a los otros dos niños y les enseñó sus armas listas para disparar si los descubrían.

El guardabosque, tumbado boca arriba, no dijo nada cuando un trasgo pateó con firmeza en el frío suelo apenas a un metro de su cabeza. El hombre contuvo el aliento y apretó su hacha, planeando mentalmente el ataque más rápido y seguro si el trasgo hacía cualquier movimiento repentino que indicara que los había descubierto.

Pero pasó el peligro; los trasgos prosiguieron su ruta de patrulla por el valle, sin advertir la presencia del hombre y de los refugiados. Aquella noche, la inadvertencia de los trasgos salvó la vida de aquellas criaturas, pues tuvieron la muerte muy cerca; pero, lo que era aún más importante, su inadvertencia también fue la que salvó el plan de Elbryan.

El cielo brillaba con un color gris pálido, poco antes del amanecer; otra nevada dejaba caer perezosamente copos dispersos que parecían flotar por doquier en su lento descenso. Elbryan y Bradwarden, en la misma alejada colina al sur de Prado de Mala Hierba, esperaban el comienzo de todo aquello, las primeras señales del ataque que sabían tendría lugar aquel mismo día.

—La dejaste allí —dijo inesperadamente el centauro.

Elbryan arqueó, curioso, una ceja.

—La chica —explicó el centauro—. Tu amante.

—Más que mi amante —replicó el hombre.

—Y la dejaste allí —prosiguió el centauro— con diez mil monstruos pululando por la zona.

Elbryan continuaba mirando con curiosidad a su medio equino amigo, y no estaba seguro de si Bradwarden estaba felicitándolo o criticándolo.

—Abandonaste a la mujer que amas a su suerte.

Estas palabras golpearon a Elbryan de un modo extraño, pues le mostraban una perspectiva que no había considerado.

—Fue Pony quien eligió quedarse. Su deber…

—Podría morir hoy mismo.

—¿Disfrutas torturándome con tus palabras?

Bradwarden miró al guardabosque directamente a los ojos y echó a reír sonoramente.

—¿Torturándote? —preguntó—. ¡Yo te admiro, muchacho! ¡Amas a esa joven pero la abandonas en un pueblo que está a punto de ser saqueado!

—Creo en ella —protestó Elbryan, demasiado a la defensiva para comprender la sinceridad del centauro—, y confío en ella.

—Ya lo veo —dijo Bradwarden, y posó una mano sobre el hombro de Elbryan dirigiéndole una mirada de sincera admiración—. Y esa es tu fuerza. Muchos de los tuyos la hubieran obligado a seguirlos para protegerla. Tú eres lo bastante inteligente para ver que Pony necesita poca protección.

Elbryan volvió a mirar hacia el norte, hacia Prado de Mala Hierba.

—Podría morir hoy —acudió Bradwarden en tono neutro.

—Y nosotros —contestó Elbryan.

—Y diez mil trasgos —dijo el centauro con una carcajada.

Elbryan se echó a reír también, pero la risa cesó cuando una línea de fuego cruzó como un rayo el cielo; era una bola de pez ardiente que se elevó hacia Prado de Mala Hierba.

—Una catapulta powri —observó Bradwarden secamente.

—Es hora de marcharnos —repuso Elbryan. Echó una mirada hacia el lejano pueblo, hacia el pequeño fuego que había comenzado. Pony estaba allí, en peligro.

Elbryan hizo una mueca y no le dio más vueltas. Miró al centauro, que caminaba con decisión delante de él; al principio estaba enfadado con Bradwarden por hacerle pensar en tan macabras posibilidades. Hasta aquel momento Elbryan ni siquiera había considerado el peligro que corría Pony desde un punto de vista personal, tan grande era la confianza que tenía en ella. Había supuesto que sacaría a la gente de Prado de Mala Hierba, y, aunque algunos morirían, Pony no.

Bradwarden lo había obligado a enfrentarse con la verdad y poco a poco la cólera del guardabosque se convirtió en gratitud. No había menguado su confianza en Pony; podía controlar las ganas de correr a su lado y protegerla. Bradwarden le había mostrado la verdad de su relación, la auténtica profundidad de su amor y confianza en aquella mujer que había regresado a su vida. Elbryan asintió sonriendo mientras miraba al centauro, sinceramente agradecido.

—¡Vaya, vaya! —bramó el monje, corriendo hacia el fuego más reciente con la lámina de crisolita en su rolliza mano. Con la protección mágica, Avelyn se dirigió al centro de la hoguera y, ante el asombro de los aldeanos presentes, se detuvo sonriendo ampliamente mientras las llamas lo lamían hasta los hombros.

El monje se hundió en el poder mágico de la piedra, llamando a sus poderes protectores y extendiendo su área de influencia hasta que el fuego se apagó.

Avelyn salió del trance y vio que había comenzado otro incendio no demasiado lejos.

—¡Vaya, vaya! —bramó de nuevo, apartando a los aldeanos que pretendían dominar el fuego para que le dejaran utilizar su método, mucho más efectivo.

Pese a los esfuerzos del fraile loco, la lluvia de bolas de fuego powris iba en aumento, acompañada de grandes rocas erosionadas que redujeron a astillas más de una casa. Una bola de fuego se estrelló contra el muro este del pueblo, salpicando de pez ardiendo a los dos hombres que estaban por allí. Pony corrió hacia uno de ellos y lo envolvió en una pesada manta, y Avelyn acudió junto al otro para aliviarlo con la crisolita.

—¡La piedra gris! —gritó Pony al monje, señalando la hematites y al hombre que yacía en el suelo a su lado, víctima de graves quemaduras. Avelyn se le acercó al momento y alivió su dolor, pero la expresión del monje se hizo más sombría.

Estaba empezando a admitir que no podría seguir el ritmo de la lluvia de fuego y sabía que aquello era sólo el preludio de algo peor.

Pony dejó al hombre en las solícitas manos de Avelyn y corrió entre los frenéticos aldeanos censurándoles la insensatez de quedarse y recordándoles que aún tenían una posibilidad de huir.

No la sorprendió el hecho de encontrar más gente deseosa de escuchar el plan de Elbryan, ahora que las bolas de fuego iban incendiando los edificios minuto a minuto y que las rocas se estrellaban por doquier. Sin embargo, pese al evidente dramatismo, muchos de los orgullosos y tozudos habitantes se negaron a admitir que aquello era algo más que un simple ataque de trasgos.

—Los obligaremos a retirarse —arguyó un hombre—, los perseguiremos bosque adentro hasta tan lejos que nunca encontrarán su apestosa salida.

Pony sacudió la cabeza, intentando discutir, pero el hombre tenía apoyo de sobra en los cinco sujetos que estaban a su lado, hombro con hombro, en la muralla.

—¡Trasgos! —insistió el hombre, y escupió a los pies de Pony.

Los otros empezaron a refunfuñar, pero un instante después, sorprendentemente, enmudecieron por completo; Pony alzó la vista hacia ellos y luego miró en la misma dirección que los hombres, hacia el otro lado del pequeño campo que se extendía entre el pueblo y el límite del bosque.

Un par de gigantes fomorianos, de cuatro metros y medio de altura y diez veces el peso de un hombre corpulento, caminaban de un lado a otro entre las sombras, ansiosos de lanzarse contra el muro.

—¡Malditos trasgos grandes! —replicó Pony en tono sarcástico, y miró las armas que llevaban los hombres: palas y horcas en su mayoría y sólo una espada oxidada y vieja. Pony le había dado su espada a la madre que había dejado con Elbryan y sólo llevaba una delgada porra y un hacha pequeña, armas que parecían insignificantes frente a la mole de aquellos dos gigantes.

Dejó a aquel grupo de tozudos con un aviso final:

—El muro este —les dijo ceñudamente.

Encontró a Avelyn cerca de aquel muro y se detuvo al ver un tenue resplandor azulado entre los troncos de la puerta este. Miró al monje con curiosidad.

—No sabía que la crisolita pudiera activar una barrera permanente —explicó este encogiéndose de hombros—, y tampoco sé cuánto tiempo podré mantenerla. Pero ten por seguro que el fuego que roce esa puerta no prenderá.

Pony posó una mano en el hombro del monje, contenta de tenerlo a su lado. Ambos se dieron la vuelta de golpe un momento después, cuando un grito procedente del muro norte les indicó que el asalto había empezado.

Elbryan corría deprisa para mantenerse a la altura de Bradwarden; Sinfonía se había internado en los bosques y había desaparecido de la vista, como una sombra cuando el sol se esconde tras negros nubarrones.

—¡No puedo ir más despacio! —gritó el centauro, y gruñó cuando el guardabosque se agarró a su cola; el hombre medio corría medio volaba tras el rápido centauro.

Llegaron al campamento base, donde aguardaban Paulson, Cric y Ardilla.

—Están llenando el valle —explicó Paulson—; una línea larga, pero no demasiado profunda; en su mayoría, trasgos.

—Hay powris en las colinas —intervino Cric.

—¿Están puestas las trampas? —preguntó Elbryan.

Los tres asintieron con impaciencia.

Elbryan cerró los ojos y envió sus pensamientos hacia Sinfonía; oyó claramente la respuesta del caballo. Satisfecho, miró de nuevo a sus compañeros.

—Debemos escoger nuestros blancos cuidadosamente —les explicó—. Debemos aclarar su línea donde podamos y eliminar a los gigantes o a aquellos monstruos que pueden librarse del peligro. —Hizo una pausa y miró hacia el este—. Que Sinfonía se ocupe del resto —añadió.

El grupo se puso en marcha en silencio; Paulson, Cric y Ardilla se dirigieron al pie de la colina norte, mientras Elbryan y Bradwarden iban hacia el sur.

Pony se encaramó ágil y veloz al tejado, se puso boca abajo y avanzó a rastras mientras diversas lanzas le pasaban por encima, y la horda de monstruos se dirigía hacia la puerta norte. Atisbó por el borde del tejado, hacia el pueblo, y vio que sólo tres de los cinco hombres del muro seguían vivos y huían a toda velocidad.

Los dos gigantes golpearon un instante el muro fortificado y luego simplemente pasaron por encima de él.

Pony contuvo el aliento durante aquel peligroso momento, pero afortunadamente los dos gigantes estaban tan interesados por los aldeanos que no la vieron. Se internaron en el pueblo mientras hombres y mujeres huían gritando delante de ellos, comprendiendo al fin la insensatez que habían cometido quedándose en el pueblo.

—¡Vaya, vaya! —resonó el grito familiar, y Pony vio que el hermano Avelyn hacía frente a los gigantes.

Una lanza casi alcanzó a la distraída joven, que se dio la vuelta en el instante en que la cabeza de un trasgo asomaba por el borde del tejado. Pony lo derribó de un golpe de porra pero vio que unos cien más escalaban el muro por todas partes, ansiosos de sangre humana. Con un gruñido, la mujer arrojó la porra contra la cara del más cercano y también lo derribó. Luego echó una rápida ojeada hacia el este, todavía tranquilo.

—Maldita sea —murmuró y se incorporó un poco para correr hacia la esquina sudoeste del tejado, se arrojó al vacío de un salto y agarró al gigante más cercano por los pelos. Su impulso la llevó justo delante del monstruo; sus caras quedaron a pocos centímetros, y Pony no tardó en pegarle un hachazo en su horrible rostro.

El gigante aulló, la mujer cayó rodando por el suelo, y el segundo gigante se giró hacia ella dispuesto a aplastarla.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Avelyn repitiendo su habitual exclamación, aquella vez para liberar la creciente energía del grafito que tenía en la mano.

Una explosión partió de la mano del monje en forma de rayo blanco y azul que se bifurcó y alcanzó a ambos gigantes. El que Pony había golpeado en la cara, tapándose la herida con las manos, salió volando hacia atrás, golpeó la pared que le llegaba a la altura de la cintura y luego se derrumbó por encima de ella, machacando a un trasgo en su caída. El otro gigante, que tenía el pie levantado para aplastar a Pony, se estremeció y se echó a temblar, demasiado sorprendido para reaccionar mientras su presunta víctima se escabullía.

Pony corrió hacia Avelyn y miró desesperadamente a su alrededor. Había trasgos avanzando a rastras como hormigas por encima de los muros, a centenares, en tan gran número que cualquier aldeano que se quedó para hacerles frente resultó enterrado bajo ellos.

—¡Pelean en el este! —gritó un hombre, corriendo hacia Pony y Avelyn—. ¿Dónde está vuestro plan? —añadió con sarcasmo, sin esperanza.

Pony corrió seguida por él hacia la puerta este, mientras Avelyn se quedaba en la retaguardia y descargaba otro rayo que alcanzó a una docena de trasgos en el tejado que Pony acababa de abandonar.

Un powri se arrastraba por lo alto del muro este, cerca de la puerta, y directamente frente a Pony y al aldeano.

—¿Dónde está tu plan? —preguntó de nuevo el hombre a Pony; su desesperada pregunta reflejaba la angustia de todos los aldeanos que se habían congregado cerca del muro.

El powri se irguió en el muro este, pero siguió avanzando hasta que, inesperadamente, cayó de cabeza por encima de la estructura hasta chocar con el suelo y quedar inmóvil.

Una larga flecha le sobresalía por la espalda, una flecha cuyas características resultaban familiares a la mujer.

—Aquí está mi plan —replicó confiada.

Un instante después llegó el estruendo de un martilleo de cascos hacia el este, acompañado por los chillidos de los desgraciados trasgos atrapados por una estampida de caballos salvajes.

—¡Avelyn! —gritó Pony.

—¡Vaya, vaya! —contestó el monje mientras lanzaba otro rayo, esta vez sobre el suelo, a los pies de una horda de trasgos que cargaban contra ellos. La descarga levantó al grupo de monstruos más de medio metro por encima del suelo.

Pony agarró una horca de un hombre que estaba cerca, corrió hacia la puerta este y, con bravura, la abrió de golpe.

Un par de trasgos que allí estaban se quedaron sorprendidos al ver que la puerta se abría antes sus narices. Pony clavó la horca en la garganta de uno de los trasgos; el otro se dio la vuelta para escapar, pero casi inmediatamente fue abatido por una flecha que lo alcanzó entre los ojos. Pony miró hacia atrás y atisbó a Elbryan sentado en una rama baja de un árbol de la ladera norte del barranco. Debajo del guardabosque, Bradwarden corría de un lado a otro, pisoteando trasgos y powris o golpeándolos con su pesada porra. El centauro aporreó a un powri en la cabeza, recogió al aturdido enano y lo metió en un saco.

Pony no tuvo tiempo de considerar la maniobra, pues la estampida se aproximaba encabezada por Sinfonía. Los trasgos y los powris se dispersaron o fueron arrollados por la carga del centenar de caballos salvajes galopando por el barranco.

—¡Avelyn! —gritó Pony, y el monje la adelantó corriendo; la mujer observó que Avelyn brillaba ligeramente con el mismo tono reluciente de la puerta este.

Pony retenía a los aldeanos mientras Avelyn corría entre los trasgos. La mayoría de ellos estaban demasiado sorprendidos y asustados para atacarlo, pero algunos se dispusieron a hacerlo.

Avelyn apretó la mano, y Pony vislumbró un destello rojo que salía de su puño.

Una enorme bola de fuego rodeó al monje y consumió a todos los monstruos que había por allí cerca. Un viento caliente barrió la cara de Pony y llegó hasta los asombrados aldeanos que estaban con ella.

Cuando un instante después las llamas se disiparon, Avelyn estaba solo y el camino despejado.

Casi despejado, pues un powri salió corriendo desde detrás de una piedra; en la cabeza le quedaban restos de pelo quemado, la cara se le había ennegrecido y su porra no era más que un palo delgado y carbonizado. Pero el enano estaba completamente vivo y muy encolerizado. Entre aullidos y gritos cargó contra Avelyn dispuesto a estrangularlo sin más ayuda que sus manos.

En la otra mano, Avelyn apretaba una tercera piedra de color pardo con rayas negras: una zarpa de tigre. El monje se concentró en la magia de aquella piedra y abandonó el escudo de fuego del crisolito. Un instante después Avelyn emitía gritos de dolor, no a causa del powri, que todavía no lo había alcanzado, sino debido a la acción de su propia magia transformadora, que le estaba curvando y rompiendo los huesos del brazo izquierdo. Los dedos le crujieron y se le acortaron, las uñas se le estrecharon y se le deslizaron debajo de los nudillos, y después sintió una picazón terrible mientras una piel naranja y negra le aparecía a lo largo del brazo.

El powri alcanzó al monje, pero el hombre ya se había recuperado. De nuevo, estaba igual que antes, con la salvedad de que su brazo izquierdo no era ya el del hermano Avelyn sino el de un poderoso tigre.

En un abrir y cerrar de ojos, Avelyn extendió la zarpa y arrancó la cara del atónito powri.

El camino quedó despejado.

Valle abajo, Sinfonía seguía a la carga, acompañado por sus caballos favoritos. La estampida se detuvo de pronto y los caballos salvajes se dejaron montar por los aldeanos. Pony montó a Sinfonía, y Avelyn corrió a pie junto al guardabosque para cubrir la retirada.

Tanto Pony como Elbryan contuvieron el aliento al ver el brazo de Avelyn, pero ninguno dijo nada en aquel desesperado momento.

Sinfonía y el centenar de caballos atronaron de nuevo; cincuenta de los ochenta habitantes de Prado de Mala Hierba se agarraban con fuerza a sus crines, aterrorizados, mientras grupos de trasgos y powris trepaban hacia las colinas, tratando de apartarse de su camino.

Indignados por la huida de los aldeanos, los powris bajaban de las colinas, pero Paulson, Cric y Ardilla habían hecho bien su trabajo. Caídas mortales, trampas de hoyo y trampas de mandíbula detuvieron a muchos; en un lugar, la caída de una pila de troncos provocó un pequeño alud de nieve y rocas.

Los monstruos que consiguieron bajar, encontraron esperándolos a Bradwarden y a su porra; el centauro golpeaba y aplastaba con desenfreno. El grafito de Avelyn disparó de nuevo hacia la puerta este de Prado de Mala Hierba, dispersando a los trasgos que los perseguían más de cerca y despejando el camino para Elbryan, que se empeñó en volver a buscar a los rezagados.

El guardabosque se topó con un gigante que corría como una tromba por la aldea, encolerizado y herido por la explosión de uno de los rayos del monje.

La cuerda de Ala de Halcón zumbó repetidamente; una flecha se clavó con un ruido sordo en el pecho del gigante, seguida por otra que lo alcanzó en la barriga; otra, de nuevo, le dio en el pecho, y una tercera chocó con una de sus enormes costillas; finalmente, por segunda vez, otra se le clavó en el vientre.

Cada impacto hacía algo más lentos los movimientos de la enorme criatura, y daba tiempo a Elbryan a preparar el siguiente disparo. Al fin, el tenaz monstruo se desplomó.

Varios hombres asustados saltaron por encima de la espalda del gigante tumbado, con una horda de chillones trasgos pisándoles los talones.

Elbryan se arrodilló junto a la puerta y apuntando con mucho cuidado, fue eliminando uno tras otro a los trasgos que estaban más cerca.

—¡Avelyn, te necesito! —gritó el guardabosque. La situación era aún más desesperada de lo que Elbryan había creído en un principio, tal como pudo constatar al alzar la vista y ver a un trasgo en lo alto del muro, a unos dos metros de la puerta, dispuesto a saltar sobre él.

Pero Avelyn no pudo ayudarlo inmediatamente, pues estaba ocupado con un grupo de powris que bajaban por la colina del sur después de haber esquivado los hoyos que habían practicado los tramperos.

Elbryan se dio la vuelta para enfrentarse al trasgo, pero cuando la criatura caía vislumbró un parpadeo de plata. El monstruo aterrizó junto al guardabosque, pero ya estaba muerto antes de llegar al suelo, con tres dagas clavadas a un lado del cuello y en el pecho. Elbryan miró atrás y vio a un sonriente Ardilla que se lanzaba contra otro confuso powri.

—¡Avelyn! —gritó otra vez Elbryan, con más insistencia. El guardabosque alzó el arco y abatió a otro trasgo, mientras el grupo de hombres salía corriendo por la puerta y pasaba a toda prisa delante de él.

Elbryan se dejó caer y se echó a rodar hacia atrás; la puerta se llenó de trasgos que salían en tropel, pero la explosión del rayo de Avelyn los puso fuera de combate.

Inmediatamente echaron a correr todos ellos: Elbryan, los tres tramperos, Bradwarden y Avelyn y los últimos fugitivos de Prado de Mala Hierba, siguiendo el camino abierto por la estampida de los caballos.

Corrieron toda la mañana, luchando de vez en cuando, pero sólo rápidas escaramuzas. Siguieron el camino bien marcado y el guardabosque, conducido por la llamada de Sinfonía, los llevó por sendas aun más recónditas.

Un grupo de treinta tozudos powris los persiguió todo el rato, ululando y vociferando, lanzándoles dagas y hachas cuando estaban lo suficientemente cerca, y gritando con más furia aun cada vez que Elbryan o Bradwarden se detenían y disparaban sus flechas, que indefectiblemente derribaban a algún powri.

Avelyn, rabiando y resoplando, demasiado cansado para utilizar otra piedra, se quejaba de que los demás dejaran atrás su pesado corpachón. Elbryan no le prestaba atención, desde luego, y tampoco Bradwarden. El poderoso centauro llevaba todavía el costal con el powri, que no cesaba de patear, y de algún modo se las arreglaba para manejar de vez en cuando el arco, pero aún le quedaron fuerzas para cargar al monje en su lomo.

El camino abierto por los caballos continuaba hacia el este, pero Elbryan ordenó girar hacia el sur y condujo al grupo, más resbalando que corriendo, hasta el pie de una ladera cubierta por un frondoso bosque que acababa en un arroyo semihelado, al otro lado del cual había un prado cubierto de nieve. Chapotearon en el agua y siguieron corriendo perseguidos por los powris, que avivaron su acoso al verlos en campo abierto.

—¿Por qué vamos en esta dirección? —gritó desesperado uno de los aldeanos, viendo cómo los pertinaces e incansables powris iban ganando terreno.

El hombre encontró la respuesta al ver aparecer entre los árboles a una ceñuda Pony, altivamente montada en Sinfonía y flanqueada por una veintena de coléricos aldeanos montados en los caballos salvajes.

El grupo de Elbryan siguió corriendo; los powris se detuvieron en seco e intentaron dar la vuelta.

Pony dirigió la estruendosa carga, y ni un solo powri salió vivo de aquel prado… excepto el desgraciado que seguía pateando inútilmente en el costal de Bradwarden.

Aquella noche, en el campamento, más cercano a Dundalis que a Prado de Mala Hierba, reinaba un ambiente agridulce. Más de sesenta aldeanos de una población de ochenta habían escapado, pero eso quería decir que una veintena había muerto y que todos habían perdido sus casas.

—¿Lo echaste? —preguntó Pony a Elbryan cuando el guardabosque se acercó al fuego que ella compartía con Avelyn.

—No podía tolerar eso en el campamento —explicó Elbryan.

—¿Cómo pudiste tolerarlo en cualquier caso? —preguntó Avelyn.

—¿Cómo podía impedirlo? —fue la rápida respuesta del guardabosque.

—Buena observación —concedió el monje—. ¡Vaya, vaya!

Elbryan miró a Pony y ambos se encogieron de hombros, al pensar en el brutal Bradwarden y en la cena que planeaba. Elbryan había interrogado al powri capturado sin conseguir ninguna información valiosa, y después el centauro había reclamado al enano como presa suya… para cenárselo.

Al menos, había prometido a Elbryan que mataría a la perversa criatura rápidamente.

El guardabosque tuvo que contentarse con eso; él y los refugiados no estaban en condiciones de hacerse cargo de un prisionero, en especial de uno tan fiero y tan estúpidamente osado como aquel powri.

—Lo hicimos bien —observó Avelyn, mientras ofrecía un tazón a Elbryan y señalaba hacia un caldero no lejos de allí.

El guardabosque levantó la mano, pues tenía poco apetito aquella noche.

Avelyn se encogió de hombros y siguió comiendo.

—Lo hiciste bien —indicó Elbryan al hombre—. Tu bola de fuego despejó el camino a Sinfonía, e incluso la ayuda de los caballos no habría sido posible sin la magia de la turquesa. Y las descargas de tus rayos salvaron muchas vidas, incluida la mía.

—Y la mía —añadió Pony, frotando la espalda del monje gordo.

Avelyn miró a la chica, luego a Elbryan; su expresión era de auténtica satisfacción. Incluso olvidó su comida por un momento, se recostó y consideró los acontecimientos y el papel que él y las piedras donadas por Dios habían desempeñado.

—Durante años me he preguntado si hice bien cuando tomé las piedras —les explicó Avelyn instantes después—. Siempre me han asaltado dudas y temores acerca de si mis acciones estaban de acuerdo con los designios de Dios o si sólo lo estaban con mis personales y equivocadas interpretaciones de aquellos designios.

—Hoy ha quedado claro que tenías razón —afirmó Elbryan con serenidad.

Avelyn asintió con la conciencia verdaderamente tranquila. Poco después, captó la mirada que intercambiaron Elbryan y Pony, y educadamente se excusó. Había muchos heridos en el campamento aquella noche y algunos de ellos necesitaban aún la ayuda de Avelyn y de su hematites.

—No pude salvar a Prado de Mala Hierba —dijo Elbryan a la mujer cuando se hubieron quedado solos.

Pony miró en torno, dirigiendo la mirada de Elbryan hacia los hombres y mujeres, hacia los niños; por supuesto, todos habrían perecido aquel día de no haber sido rescatados por el guardabosque y sus amigos.

—Estoy contento —admitió Elbryan—. La ciudad no ha podido salvarse, pero qué distinto es esto de lo que ocurrió el día de nuestra tragedia.

—No teníamos un guardabosque que velara por nosotros —replicó Pony con una leve sonrisa.

No obstante, aquella sonrisa no duró mucho, perdida en la mezcla agridulce de la tragedia presente y la tragedia pasada. Los dos se acercaron uno al otro y se abrazaron estrechamente junto al fuego sin pronunciar palabra, cada uno perdido en los recuerdos de sus propios muertos, pero con la satisfacción de que aquel día había sido diferente gracias a ellos.