—Quédate aquí —rogó Elbryan a Bradwarden cuando los dos llegaron a la arboleda en forma de rombo—, o en la región, por lo menos. Mira qué noticias hay de Prado de Mala Hierba y prepara a la gente de Dundalis para la decisión que pronto tendrán que tomar.
—A los humanos no les gusta hablar con centauros —le recordó Bradwarden a Elbryan—. Pero veré qué puedo hacer y enviaré al norte y al oeste animales amigos en busca de señales de trasgos. ¿Te vas a Fin del Mundo?
Elbryan asintió.
—Ojalá llegue a tiempo; ojalá los tres tramperos hayan avisado a la gente.
—Ruega por lo segundo, pues me temo que esperar lo primero sea una pérdida de tiempo —repuso Bradwarden—. Y, en cuanto a los tramperos, ruega que los aldeanos hayan sido lo bastante inteligentes como para hacer caso de sus palabras.
Elbryan asintió y tiró de las riendas para que Sinfonía se pusiera en movimiento. Este estaba cubierto de espuma por la larga cabalgada, hacia el sur, pero tenía más corazón que ningún otro caballo y comprendió la urgencia del viaje. Antes del amanecer batió el bosque con sus patas y galopó todo el día sin parar. Desde un alto montículo, Elbryan advirtió la ausencia de humo por el oeste, cosa que indicaba que aparentemente Fin del Mundo no estaba ardiendo.
Lo primero que vio Elbryan fue unas figuras fantasmagóricas que se movían entre la niebla, mientras el crepúsculo iba cayendo. El guardabosque se encontraba aún a unos veinte kilómetros de Fin del Mundo, por lo que aquellas formas moviéndose hacia el este por el bosque no presagiaban nada bueno. Condujo a Sinfonía tras una espesa maraña de abedules blancos y encordó a Ala de Halcón, preparado para pelear durante el viaje hacia el pueblo más occidental, si era preciso.
No demasiado lejos y hacia un lado, se deslizaba entre los árboles una pequeña sombra, una delgada figura que a Elbryan apenas debía de llegarle a la cintura. El guardabosque levantó su arco, tensó la cuerda y apuntó. Vio cómo la figura tropezaba con un arbusto y se tambaleaba en el sendero. Era del tamaño de un trasgo más bien bajo pero su forma de moverse no le pareció normal al observador del guardabosque. No era un soldado explorador de un ejército, sino alguien exhausto que huía desesperado. El hombre esperó unos instantes mientras aquella figura se acercaba y penetraba en un claro iluminado por la luz de la luna.
Era un muchacho, no mayor de diez años.
Elbryan lanzó a Sinfonía a un corto galope, lo suficientemente rápido para que el asustado chico no escapara. El guardabosque se inclinó hacia un lado, cogió al fugitivo por debajo de un brazo y lo alzó hasta la silla al tiempo que trataba de acallar sus gritos.
Un movimiento desde el lado opuesto captó la atención del hombre. Empujó al inquieto muchacho para asegurarlo en la silla, se reequilibró y agarró a Ala de Halcón, listo para rechazar un ataque.
El supuesto atacante derrapó para detenerse en seco al reconocer al hombre.
—Paulson —suspiró Elbryan.
—Y tú el mismísimo Pájaro de la Noche —replicó el corpulento hombre—. Ten cuidado con el niño; ha estado en la batalla.
Elbryan miró hacia su diminuto cautivo.
—¿En Fin del Mundo? —preguntó.
Paulson asintió ceñudamente.
Otras personas penetraron en el pequeño claro, sucias, muchas heridas, y todas con expresiones aturdidas y traumatizadas que mostraban su reciente paso por el infierno.
—Trasgos y gigantes atacaron el lugar dos días después de nuestra llegada —explicó Paulson.
—Y enanos —añadió Cric, mientras penetraba en el claro al lado de Ardilla—. ¡Qué tipos más repugnantes!
—Powris —observó Elbryan.
—Logramos llevarnos a algunas personas por el camino hacia el sur antes de la batalla —prosiguió Paulson—, las que fueron lo bastante sensatas para dar crédito a nuestros avisos de peligro. Pero la mayoría se quedaron. Testarudos.
Elbryan asintió pensando en su propio pueblo. Pocos en Dundalis habrían huido, incluso si hubieran sabido que un grupo de trasgos iba a atacar para vengar a la criatura que los aldeanos de Dundalis habían matado durante la cacería. Se habrían quedado, peleado y muerto, pues Dundalis era su casa y, no tenían adónde ir.
—Vienen muy preparados, Pájaro de la Noche —continuó Paulson, sacudiendo su cabeza—, y son tantos que me parece imposible no haber visto antes yo mismo su ejército en el norte. Cric, Ardilla y yo salimos y nos llevamos con nosotros una veintena de aldeanos; hemos corrido sin rumbo a través de los bosques durante unos pocos días, creyendo constantemente que los trasgos nos estaban pisando los talones.
Elbryan cerró los ojos, impresionado con el relato; comprendía a la perfección el drama de aquel pueblo, el horrible vacío que algunos de ellos sentían en aquellos momentos, su total desesperanza.
—Hay un prado resguardado a unos doscientos metros de aquí —dijo Elbryan a Paulson, señalando el camino por donde él había llegado hasta allí—. Condúcelos hasta allí y agrúpalos bien para que se protejan del frío. Voy a explorar las tierras situadas más al oeste y volveré enseguida; luego, podríamos tomar una decisión.
Paulson asintió con una rápida inclinación de cabeza.
—Así podremos descansar —admitió.
Elbryan bajó al chico para dejarlo en manos de Paulson, y se quedó sorprendido al ver la delicadeza del hombre barbudo al coger al niño. Permaneció un rato montado en Sinfonía mirando a los refugiados y preguntándose qué podría hacer por aquella gente.
Luego emprendió la marcha, cabalgando duro a través de los bosques iluminados por la luz de la luna. Había pasado algo más de una hora cuando llegó a la conclusión de que no había trasgos en la zona, ni enanos, ni, desde luego, tampoco gigantes. Elbryan lo encontró extraño; ¿por qué los malvados humanoides no habían perseguido a los humanos fugitivos? ¿Por qué no se veía humo en el oeste? A buen seguro los trasgos habrían quemado Fin del Mundo de la misma forma que años antes habían quemado Dundalis.
De vuelta al resguardado prado, Elbryan dio permiso a los refugiados para que encendieran un par de pequeños fuegos. Era arriesgado en la oscuridad del bosque, pero aquellos desgraciados necesitaban con urgencia entrar en calor.
Elbryan desmontó a un lado del prado y rogó a Sinfonía que se quedara en la zona y estuviera atento a su llamada; luego se dirigió al pequeño campamento y se sentó junto al fuego con los tres tramperos.
—Creí que los tres tomaríais la carretera hacia el sur con quienes fueran lo suficientemente prudentes para huir —comentó Elbryan tras un breve e incómodo silencio. El guardabosque captó la dura mirada que Cric dirigió a Paulson y también la de Paulson, clavada en el fuego.
—No había tiempo —contestó el hombretón de forma poco convincente.
Elbryan aguardó un buen rato observando a Paulson e intentando hallar alguna clave para aquella acción caballerosa tan poco propia de aquellos sujetos. Por fin, Paulson alzó los ojos y miró fijamente al guardabosque.
—Bueno, aquí nos tienes contigo —gruñó el hombretón—. Pero no pienses ni por un momento que los tres damos ni un maldito castor por Honce el Oso o por cualquiera de los pueblos que hay entre este lugar y Ursal.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Elbryan sencillamente.
Paulson miró el fuego. Se puso en pie, dio una patada a un leño que se había desprendido de la fogata y luego se alejó.
Elbryan miró a sus compañeros. Cric señaló hacia el muchacho que Elbryan había recogido.
—Paulson tenía un hijo —explicó Cric—, aproximadamente de la misma edad que ese. Se cayó de un árbol y se partió el cuello.
—Imagino que ese muchacho perdió a su gente —añadió Ardilla.
—Vosotros podríais haberos marchado al sur —dijo Elbryan.
A Elbryan le pareció que Cric iba a responderle de forma airada, pero el hombre no dijo nada pues Paulson volvió con aire brusco junto al fuego.
—Además no me gustan los apestosos trasgos —gruñó el hombretón—. Tengo la intención de conseguir las suficientes orejas de trasgos para que una única moneda de oro de recompensa me permita vivir en una mansión con una docena de criadas y cien acres de terreno.
Elbryan asintió sonriendo para calmar al bruto, pero Paulson se limitó a patear el suelo y se marchó bruscamente otra vez. El guardabosque sabía que se trataba de algo más que de una recompensa. Y, dado que Cric y Ardilla se habían quedado, había algo más que la historia del hijo muerto. Los tres tramperos, pese a sus defectos y a sus protestas verbales, conservaban en el corazón cierto grado de humanidad. Por muy quejosos que se mostraran, Cric y Ardilla se habían quedado en la zona por compasión hacia los refugiados.
A fin de cuentas, a Elbryan le importaba poco qué los había impulsado a quedarse. Dada la desesperada situación, Elbryan no podía menos que alegrarse de la compañía de los tres tramperos, fieros luchadores que conocían la región tan bien o incluso mejor que él.
Al día siguiente, el guardabosque envió a los refugiados hacia Dundalis, si era posible, aunque indicó a Paulson como otras alternativas cuevas y valles resguardados. Luego el guardabosque se dirigió al galope hacia Fin del Mundo, en busca de respuestas, de señales o de lo que fuera, y con la esperanza de encontrar más refugiados.
El bosque estaba completamente silencioso mientras se acercaba al pueblo. No vio humo alguno que ennegreciera el cielo. Dejando a Sinfonía en el bosque, avanzó emboscándose de árbol en árbol; se cruzó con centinelas trasgos sin que lo vieran y por fin encontró un buen lugar de observación en el límite del pueblo.
Trasgos, enanos y gigantes pululaban por el pueblo como si fuera su casa. Elbryan vio docenas de cadáveres, humanos y humanoides, arrojados a una zanja en el límite occidental del pueblo, pero el saqueo no había sido como en Dundalis. Los edificios habían recibido escasos daños; ninguno había sido incendiado. ¿Acaso el ejército humanoide tenía la intención de establecerse allí?, ¿o —cosa que le parecía al guardabosque mucho más probable— tenían la intención de utilizar Fin del Mundo como campamento base, como depósito de abastecimiento?
A Elbryan no le agradaron tales perspectivas. Desde Fin del Mundo, aquel ejército podría dirigirse hacia el sur y luego hacia el este, interceptando el paso a cualquiera que intentara huir de Prado de Mala Hierba o de Dundalis, que obviamente eran los objetivos siguientes. Y el hecho de que los humanoides no hubieran saqueado el pueblo indicaba que tenían la intención de permanecer en él.
Elbryan evocó la imagen del vasto campamento. Los humanoides avanzarían, sin duda, y el guardabosque no pudo menos que preguntarse si todos los hombres de Honce el Oso podrían detenerlos.
Llegó a la conclusión de que allí no tenía nada que hacer y se dispuso a marcharse tomando la dirección que lo llevaría hasta Sinfonía a través del bosque.
Entonces oyó el grito, un grito de niño, desde una casa cercana.
Elbryan se agachó y consideró sus opciones. No podía desoír tan desesperado lamento, pero si lo sorprendían allí la información que poseía no llegaría nunca a Prado de Mala Hierba o a Dundalis. Estaba en juego algo más que su propia vida.
Pero el grito resonó otra vez, secundado por un gemido de mujer.
Elbryan se lanzó a través del claro entre dos casas, se detuvo para estudiar la zona y corrió hacia la casa en cuestión.
—¡Comida para perro! —oyó decir a una voz en el interior de la casa, una voz áspera, como la del powri que había matado antes—. ¡Tráeme una comida mejor o me comeré el brazo de tu feísimo hijo!
Resonó otro grito de la mujer, seguido por el estallido de una fuerte bofetada y de un cuerpo contra el suelo. Elbryan recorrió la pared lateral de la casa y por fin vio una pequeña ventana.
El powri se acercaba a la sollozante mujer con la mano alzada para propinarle otro tremendo golpe. Pero se detuvo a escasa distancia de su víctima y miró a la mujer con curiosidad.
Y ella miró al enano, sin entender lo que pasaba… hasta que el powri cayó hacia adelante con una flecha clavada en la espalda. La mujer miró hacia la ventana con ojos desorbitados y vio al guardabosque que le hacía señas a ella y a su hijo para que se dieran prisa.
Los tres avanzaron de casa en casa y después cruzaron el pequeño claro hacia el bosque. Cuando alcanzaron la protección de los árboles oyeron un grito procedente del pueblo.
Elbryan miró hacia Fin del Mundo y vio a otro powri que salía de la casa gritando que había un arquero por los alrededores.
—¡Corred! —susurró con urgencia Elbryan a sus compañeros.
Desesperadamente se abrieron paso con dificultad entre los árboles, perseguidos por el sonido de cuernos que atronaban el pueblo. Elbryan se dio cuenta de que no tardarían en perseguirlos los trasgos centinelas que pululaban por la espesura.
Vio las siluetas de dos trasgos que corrían a la par que ellos. Alzó a Ala de Halcón y con dos disparos acabó con aquella amenaza.
Pero había más, muchos más, y la persecución desde el pueblo era organizada y sistemática: los gritos de los centinelas iban estrechando gradualmente la zona.
Llegaron junto a Sinfonía, que pateaba el suelo y daba bufidos de aviso. Elbryan ayudó a la mujer a subir a la silla y acomodó al niño detrás de ella.
—Dile al centauro lo que has visto en Fin del Mundo —le ordenó a la mujer, que sacudió la cabeza como si no entendiera—. Dile a Bradwarden, recuerda su nombre, y a los demás que los trasgos probablemente se dirigirán hacia el sur y el este para impedirles la huida. —El tono del guardabosque era tan contundente que al fin la mujer asintió—. Me reuniré con vosotros tan pronto como pueda.
»¡Corre —indicó el hombre al caballo—, sin descanso hasta encontrar a Bradwarden en la arboleda!
—¿Qué será de ti? —preguntó la mujer, agarrando la mano del guardabosque—. ¿Cómo conseguirás salir de este lugar?
Elbryan no tenía tiempo para contestarle. Liberó su mano, y Sinfonía dio un brinco, bajó como un rayo por el sendero y arrolló a dos trasgos insensatos que trataron de interceptarle el paso.
Elbryan los miró un momento, confiado, pues sabía que la mujer y el niño estaban a salvo montados en Sinfonía. El guardabosque pensó en cómo salir del apuro en el que se encontraba, miró en torno, y advirtió muchas figuras moviéndose entre las sombras de los árboles y oyó muchos gritos de trasgos y enanos y los temibles bramidos de los gigantes.