—Maldita sea mi suerte —se quejó el escuálido y nervioso hombre, alejándose precipitadamente de la trampa de lazo y de la repugnante criatura humanoide que pendía de ella—. ¡Maldita sea, oh, maldita sea! ¡Cric! ¡Cric!
Pronto se dio cuenta de que sus gritos no harían más que atraer otras criaturas como aquella, si es que las había por allí, así que se llevó la mano a la boca y se dejó caer al suelo; con la mano libre cogió un puñal de la ancha correa que llevaba en bandolera. Sin embargo, encontró poca protección, pues la hierba, aunque alta, era muy poco abundante, y sólo algunas briznas sobresalían aquí y allá del manto resplandeciente de nieve.
Al poco rato, Ardilla dio un suspiro de alivio al ver aparecer a un hombre calvo y flaco, con la espada preparada.
—¿Ardilla? —dijo Cric sin gritar—. ¿Ardilla, estás ahí?
Este se incorporó como pudo y corrió hacia su amigo, tropezando y cayendo varias veces por el resbaladizo suelo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Cric repetidamente mientras el otro se le acercaba dando traspiés. Al fin, Ardilla llegó junto a su amigo, pero estaba demasiado excitado y no podía articular palabra. Brincaba sin cesar mientras señalaba, a través del prado, hacia un bosquecillo de pinos.
—¿Nuestra trampa? —preguntó con serenidad el hombre calvo.
Ardilla inclinó la cabeza en un movimiento tan brusco que se mordió la lengua.
—¿Atrapamos algo?
De nuevo Ardilla asintió bruscamente con la cabeza.
—¿Algo raro?
Ardilla no estaba en condiciones de contestar a más preguntas. Agarró a Cric por el brazo y lo empujó hacia el bosquecillo. Cric se dispuso a partir y, al ver que su amigo no tenía intención de seguirlo, sacudió la cabeza y se encaminó hacia la trampa.
Un minuto después se oyó un aullido procedente del bosquecillo, y Cric se alejó de aquel lugar casi tan rápidamente como antes lo había hecho Ardilla.
—¡Es un trasgo! —exclamó el hombretón—. ¡Un maldito trasgo!
—Vamos a buscar a Paulson —sugirió Ardilla; Cric se limitó a asentir y a echar a correr, seguido de cerca por su escuálido amigo.
Encontraron a Paulson, su jefe, cuyo pecho parecía un barril, sentado tranquilamente al sol apoyado en un enorme olmo; se había quitado las botas destrozadas y movía los sucios dedos de los pies cerca de un pequeño fuego. La pareja aflojó el paso al acercarse a Paulson, pues sabían que estorbarlo significaba habitualmente recibir un manotazo en la cabeza.
Cric hizo una seña a Ardilla para que se acercara al hombre, pero este se limitó a señalar hacia atrás.
—Explicad qué os pasa —los apremió Paulson con los párpados entrecerrados—. ¡Y espero que valga la pena!
—Hemos atrapado algo —observó Cric.
Paulson abrió los ojos y se frotó con la mano una cara que tenía más cicatrices que barba.
—¿Buena piel? —preguntó.
—Ninguna piel —repuso Ardilla.
—Ni piel ni pellejo —añadió Cric—. Sólo piel sin pelo.
—¿Qué? —exclamó Paulson, poniéndose de pie y cogiendo sus botas—. ¡No me digáis que ahora habéis atrapado a un hombre!
—No es un hombre —replicó Ardilla.
—¡Es un maldito trasgo! —espetó Cric.
La cara de Paulson se ensombreció súbitamente.
—¿Un trasgo? —repitió en voz baja.
Los otros dos asintieron con la cabeza, impacientes.
—¿Sólo uno?
Asintieron de nuevo.
—Sois unos malditos inútiles —los increpó Paulson—. ¿No sabéis que nunca se puede decir «sólo uno», cuando se trata de trasgos?
—Deberíamos volver a casa —opinó Ardilla.
Paulson miró en derredor y luego sacudió la cabeza. Cric y Ardilla eran prácticamente nuevos en la zona, pues hacía algo más de tres años que estaban en el norte, pero Paulson había vivido en la frontera de las Tierras Agrestes casi toda su vida; vivía más allá de Prado de Mala Hierba cuando los trasgos habían arrasado Dundalis.
—Tenemos que averiguar cuántos son —replicó— y hacia dónde se dirigen.
—¡Bah! ¿Por qué preocuparnos por la gente de Dundalis? —preguntó Cric—. Ellos nunca se han preocupado por nosotros.
—Desde luego —añadió Ardilla.
—Más que por ellos —dijo Paulson—, es por nosotros mismos; si los trasgos atacan, sería prudente que nos fuéramos un poco hacia el sur.
—¿Por qué no nos vamos hacia el sur en cualquier caso? —preguntó Cric, asustado.
—Cierra el pico y prepara la espada —ordenó Paulson—. Los trasgos no son tan peligrosos. Es su número lo que tenéis que temer. Y sus amigos —añadió con severidad—, pues los trasgos y los gigantes se entienden bien.
Los otros dos se pusieron a temblar.
—Lo que debemos procurar es verlos antes de que nos vean a nosotros —prosiguió el fornido hombre—. Podría ser que paguen una recompensa por cada par de orejas de trasgo que se entregue.
Aquello pareció atraer la atención de los dos hombres.
Los tres volvieron junto a la trampa; sin miramiento alguno, Paulson le cortó las orejas al trasgo y las metió en una bolsa, deteniéndose sólo para observar que la criatura estaba sorprendentemente bien armada para una de su especie y que llevaba una insignia en el justillo de cuero, un dibujo en negro de una especie de murciélago sobre un fondo gris brillante. Paulson no le dio demasiada importancia, imaginando que debía de haber robado el justillo.
—No lleva aquí más que unas pocas horas —comentó después de una rápida inspección del cuerpo—. Si viajaba con compañeros, probablemente no andan muy lejos.
No les resultó difícil encontrar las huellas de la criatura en el bosquecillo, pero las que hubiera podido dejar en campo abierto habían sido borradas por el viento. Sin embargo, atendiendo a la dirección por la que la criatura había entrado en el bosquecillo, los rastreadores pudieron hacerse una idea razonable de por dónde había venido, y en consecuencia se apresuraron a atravesar el prado y a internarse en el bosque.
Chipmunk encontró la primera señal de trasgos, tres series de huellas: una tomaba la dirección por la que habían venido los tres hombres, y las otras dos se alejaban por una bifurcación del sendero.
—Bueno, ahora nosotros los superamos en número —dijo Paulson maliciosamente, pues el hombretón no se mostraba jamás temeroso de pelear.
A menos de kilómetro y medio, avistaron al par de trasgos, que descansaban entre unos peñascos en una ladera boscosa. Paulson desenvainó su enorme espada e hizo una seña a Cric para que fuera a su lado, mientras Ardilla buscaba un punto más elevado, a la derecha, para lanzar sus dagas.
—¿Duro y rápido? —susurró Cric.
Paulson consideró aquellas palabras y luego sacudió la cabeza. Refrenó a Cric y se escondió con él tras un arbusto, mientras el ágil Ardilla se dirigía a su posición. Luego Paulson avanzó despacio, sin apresurarse, hacia la pareja de trasgos. Cuando él y Cric estaban a una docena de zancadas de los trasgos, las repugnantes criaturas los vieron y comenzaron a aullar.
Se pusieron en pie de un salto, uno con una larga lanza con punta de hierro, el otro con una espada corta bien forjada. Paulson se sorprendió de que, igual que el trasgo muerto, fueran tan bien armados y de que sus justillos fueran iguales al del muerto, incluso en el dibujo de la insignia. Lo que el hombretón sabía de los trasgos no encajaba en absoluto con lo que estaba viendo.
Tampoco los trasgos se comportaron como Paulson hubiera esperado. Él y Cric avanzaron a toda velocidad, pero sólo uno de los trasgos, el que portaba la lanza, salió a su encuentro y les cerró el paso cubriendo la repentina huida de su compañero.
Los dos hombres armados de espadas atacaron; el trasgo movió la lanza hacia atrás y hacia adelante, y la afilada punta del arma hizo un rasguño en el brazo de Cric y lo mantuvo a raya. Paulson avanzó hasta ponerse al alcance de la lanza, la cogió por el astil y arremetió hincando rápida y eficazmente su espada en el pecho de la criatura.
—¡Dos orejas más! —se echó a reír Cric, pero en aquellos momentos Paulson no estaba pensando precisamente en aquello.
—¡Cógelo, Ardilla! —gritó.
El trasgo huía colina arriba, y Ardilla se apresuró a detenerlo; dobló ligeramente las rodillas y le lanzó un par de dagas. El trasgo logró esquivar una, pero la otra lo alcanzó en la cadera y se le quedó allí clavada.
El trasgo soltó un aullido pero apenas aminoró el paso, incluso cuando la siguiente daga de Ardilla se le clavó profundamente en el hombro.
Luego el trasgo logró salir de la línea de tiro, y Ardilla se unió a Paulson y Cric para ir en su persecución. Cric, que era el más alto, era con diferencia el más veloz de los tres; tomó la delantera y fue ganando terreno al trasgo mientras la criatura descendía por la otra ladera de la colina y se internaba por el terreno boscoso del valle. La criatura subió por una elevación de terreno con Cric en los talones, y Paulson gritó a su compañero que acabara de una vez con aquel maldito ser.
Cric coronó la colina, ansioso, espada en mano, y entonces se detuvo en seco ante la sorpresa de sus compañeros.
Cuando Paulson y Ardilla llegaron junto a él, comprendieron su vacilación, pues allí, en un enorme valle que se abría a los pies del risco, apareció el ejército más grande que jamás habían visto, y tanto Cric como Paulson habían servido unos cuantos años en los hombres del rey. El valle entero estaba plagado de tiendas y fuegos de campamento, y un millar de figuras pululaban allá abajo. La mayoría parecían de la talla de los trasgos, algunas aún más pequeñas, pero también había un número considerable de gigantes fomorianos. Para mayor sorpresa de los tres hombres, había además máquinas de guerra, una docena por lo menos: enormes catapultas, balistas para disparar lanzas y grandes ingenios en espiral, obviamente para agujerear muros fortificados.
—¿A qué distancia hacia el sur tienes pensado ir? —preguntó Cric a Paulson.
Para el hombre de pecho como un barril, en aquellos momentos Behren parecía una inequívoca posibilidad.
—¡Estoy convencido de que os traéis entre manos algo malo! —rugió el centauro—. ¡Una suposición que me hago cada vez que veo vuestras horribles jetas!
Bradwarden había oído el revuelo en la destartalada y pequeña cabaña y, después de investigar, había comprobado que los tres tramperos estaban haciendo el equipaje, arrancando todo lo que había en las paredes de la choza.
Los tres hombres intercambiaron miradas rápidas y nerviosas. Incluso el corpulento Paulson parecía poca cosa al lado de los trescientos sesenta kilos del centauro, y la actitud de la criatura en aquel momento lo hacía todavía más imponente.
—Bueno —tronó Bradwarden—, ¿tenéis alguna explicación?
—Nos vamos, esto es todo —contestó Ardilla.
—¿Os vais?
—Hacia el sur —añadió Cric, dispuesto a inventar una mentira creíble; pero, cuando Paulson lo miró con fijeza, se calló.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó Bradwarden—. Sé que no os iríais si no hubierais encolerizado a alguien. —El centauro retrocedió un poco y sonrió, pensando que había dado en el clavo—. Os topasteis con Pájaro de la Noche —dedujo.
—No hemos visto al guardabosque desde hace semanas —le aseguró Paulson.
—Pero habéis visto a sus amigos —dijo Bradwarden—. Quizás habéis matado a alguno de ellos.
—¡No hemos hecho tal cosa! —gruñó Paulson.
—¡Los trasgos no son amigos de Pájaro de la Noche! —añadió Ardilla antes de haber medido el alcance de sus palabras. Cric pegó un fuerte empujón al flaco hombre, y Paulson le clavó una mirada que prometía un castigo aún mayor por su desliz.
Bradwarden retrocedió un paso y observó a los tres hombres con curiosidad.
—¿Trasgos?
—¿Dije trasgos? —preguntó Ardilla con aire inocente, tratando de rectificar.
—¡Lo dijiste! —bramó Bradwarden cortando en seco cualquier embuste de aquel hombre o de sus dos compañeros—. Dijiste trasgos. Y, si hay trasgos por aquí y vosotros lo sabéis, ¡tenéis que contar la historia completa, u os haré morder el polvo!
—Trasgos —confirmó Paulson con expresión severa—. Miles de trasgos. Los hemos visto y no queremos tratos con ellos —prosiguió con la narración completa de lo sucedido y para finalizar echó al suelo delante de Bradwarden cuatro orejas de trasgo.
Paulson pidió al centauro que se fuera para que ellos pudieran terminar de preparar el equipaje y ponerse en camino, pero Bradwarden no pensaba dejarlos marchar tan fácilmente. Irían con él hasta donde se encontraban Elbryan y Pony, y allí repetirían su historia. Los tres tramperos no parecían precisamente entusiasmados con la idea de perder tiempo, por poco que fuera, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a plantar cara al aguerrido centauro.
Encontraron a la pareja y al hermano Avelyn en el refugio de Elbryan, justo al norte de Dundalis, al abrigo de una tupida arboleda de píceas jóvenes.
Bradwarden les dio un grito de aviso mucho antes de que el grupo se acercara, pues Elbryan podía haber puesto alguna trampa con tanta destreza como un elfo, y era un hombre que siempre estaba alerta. El guardabosque invitó a entrar al centauro, por supuesto, pero se quedó sorprendido al ver a su amigo medio equino en compañía de tales tipejos.
—Creo que el señor Paulson sabe una historia que querrás escuchar —explicó Bradwarden.
Paulson la contó con sencillez y exactitud; sus palabras causaron una fuerte impresión, sobre todo en Pony y en Elbryan. A Pony, la posibilidad de que un ejército de trasgos se aproximara la transportaba hacia atrás en el tiempo, hasta el día de la tragedia, amenazando con desbordarla con sentimientos que acababa de superar.
Sin embargo, la historia del trampero produjo en Elbryan efectos más complejos. También arrastraba aquellos horribles recuerdos en su corazón, pero, además, a eso se añadía su sentido del deber. ¿Cuántas veces se había repetido a sí mismo que no permitiría que ocurriera otra tragedia capaz de arrasar de nuevo Dundalis? Y allí, delante de él, aparecía la amenaza, la misma amenaza. A Pony le costaba un gran esfuerzo controlar sus temores y mantener la cabeza clara; para Elbryan era una cuestión de deber y de orgullo.
El guardabosque cogió un palo del borde de la fogata y dibujó en el suelo un mapa aproximado de la zona.
—Muéstrame el lugar exacto —ordenó a Paulson, y el hombre se apresuró a obedecerlo, pues comprendió que, si Elbryan se enfadaba con él, lo obligaría a salir para explorar el terreno, y eso en el mejor de los casos.
Elbryan paseaba de aquí para allá por el refugio, echando ojeadas al mapa.
—Hay que avisarles —dijo Pony.
Elbryan asintió.
—¿Vamos a confiar en la palabra de estos tres? —preguntó Bradwarden con incredulidad.
El guardabosque deslizó su mirada de Paulson al centauro y luego asintió otra vez.
—Nunca es demasiado pronto para avisar —repuso.
Parecía que le había concedido cierta credibilidad a Paulson, pero no estaba todavía dispuesto a aceptar que sus palabras fueran ciertas.
—Me voy al norte —anunció Elbryan—, al lugar descrito.
—No iré contigo —protestó Paulson.
Elbryan sacudió la cabeza.
—Yo vuelo rápido, demasiado rápido para ti.
Miró hacia Bradwarden; el centauro asintió comprendiendo la petición, más que dispuesto a ir con su amigo guardabosque.
—Tú —dijo Elbryan a Paulson— y tus amigos iréis a Fin del Mundo para prevenirlos.
Paulson hizo un gesto con la mano para calmar a Cric y a Ardilla que protestaban y mascullaban sus temores.
—¿Y luego? —quiso saber Paulson.
—Id a donde os lleve el corazón —replicó Elbryan—. No me debéis nada, os lo aseguro, aparte de este único favor.
—¿Te debemos un favor? —preguntó Paulson escéptico.
El severo asentimiento de Elbryan fue toda la respuesta que el hombre iba a recibir; era una elocuente forma de recordarle aquel día en la choza de los tramperos en que Elbryan se había mostrado tan compasivo con ellos.
—De acuerdo, iremos a Fin del Mundo —asintió enojado Paulson—. Se lo contaremos a aquellos idiotas, pero no creo que nos escuchen.
Elbryan expresó su acuerdo y miró a Pony.
—Tú y Avelyn, id a Prado de Mala Hierba —le indicó.
—¿Y qué pasa con Dundalis? —preguntó la mujer.
—Bradwarden y yo volveremos a Dundalis para hablarles de los trasgos —explicó el guardabosque—. Pero primero regresaremos aquí —y señaló el mapa con el palo marcando un punto al noroeste de Dundalis, un lugar casi equidistante entre Dundalis y Prado de Mala Hierba y no demasiado alejado de Fin del Mundo.
—¿La arboleda? —preguntó Pony.
Elbryan asintió.
—Un bosquecillo de abetos en forma de rombo —les explicó a los tramperos.
—Conozco el lugar —contestó Paulson— y no me hace gracia.
A Elbryan no le sorprendió la respuesta; probablemente el mismo poder mágico de los elfos que había conducido al guardabosque hasta el bosquecillo hacía que un canalla como Paulson se sintiera incómodo en su proximidad.
—Una semana, entonces —dijo el guardabosque—. Si te diriges directamente al sur desde Fin del Mundo —añadió mirando a Paulson—, puedes tener la completa seguridad de que la gente del pueblo sabe dónde se me puede encontrar.
Paulson hizo un ademán de despedida, obviamente disgustado por todo aquello.
Elbryan se acercó a Bradwarden.
—Sinfonía está dispuesto —le dijo en un aparte.
Antes del alba, el guardabosque y el centauro se dirigieron hacia el norte, y Bradwarden tuvo que esforzarse por mantenerse a la altura del magnífico Sinfonía.
Avelyn y Pony caminaban juntos más relajados, pues calculaban que podrían llegar a Prado de Mala Hierba antes del anochecer.
El camino que tenían que recorrer Paulson, Cric y Ardilla era un poco más largo; aunque los dos últimos animaban a Paulson a la deserción diciéndole a cada paso que deberían abandonar a su suerte a Fin del Mundo y marcharse hacia el sur —quizás hasta Palmaris—, el hombretón no les prestaba oídos, pues por primera vez en muchos años se sentía responsable y obligado. Había prometido al guardabosque que iría a avisar a la gente de Fin del Mundo y así lo haría.
Pony y Avelyn habían subestimado la distancia y aquella noche acamparon fuera de Prado de Mala Hierba, pues el monje pensó que les convendría más llegar al pueblo en pleno día con tan tenebroso aviso. Descansaron tranquilamente en el silencioso bosque, pues habían aprendido mucho de Elbryan durante los últimos días sobre cómo instalar un campamento; se quedó dormida.
La despertaron los gritos de Avelyn, que se revolvía en el suelo víctima de pesadillas. Por fin Pony logró despertarlo de su sueño profundo; la expresión de su cara al mirarla era inequívocamente de locura, y Pony sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
Avelyn alzó una mano y la abrió mostrando algunas pequeñas piedras y el cuarzo ahumado que había cogido del cadáver del hermano Quintall.
—Sentí que habían dejado en ellas poder mágico —le explicó el monje—. Permiten ver a distancia.
—Buscabas trasgos —dedujo Pony.
—Los vi —dijo Avelyn—, una hueste enorme. Paulson no exageró.
Pony respiró profundamente y asintió.
—Pero eso no era todo —dijo Avelyn cogiéndola y zarandeándola—. Fui impelido más allá del ejército. Impelido, sí, arrastrado por el poder mágico de las piedras, por un distante poder que hace mucho tiempo se armonizó a sí mismo con estas piedras especiales.
Pony lo miraba con curiosidad sin entenderle.
—¡Algo terrible ha despertado en Corona, amiga mía! —exclamó Avelyn—. ¡El Dáctilo recorre Corona!
Aquellas palabras no eran nada nuevo para Pony; Avelyn llevaba haciendo tales advertencias desde hacía muchísimo tiempo. Por supuesto, la noche en que Pony lo había visto por primera vez estaba recitando incansablemente palabras parecidas en la sala común de Tinson. Sin embargo, esta vez, había algo más, algo personal. Avelyn se había mostrado siempre firme en sus convicciones, pero ahora su expresión denotaba que había ido mucho más allá de una simple convicción. En aquellos momentos, a la luz del fuego mortecino, Pony no abrigaba duda alguna de que el conocimiento de Avelyn sobre el despertar del Dáctilo era algo más que una sospecha suscitada por libros antiguos. Era algo enteramente personal.
—Ahí los tienes —dijo con voz tranquila pero siniestra Bradwarden, que junto a Elbryan contemplaba un vasto campamento de tiendas oscuras—. Aquellos tres no estaban mintiendo.
—Ni siquiera exageraban —añadió Elbryan en voz muy baja.
Cuando había coronado el risco y visto allá abajo el imponente ejército acampado, el corazón del guardabosque le había dado un vuelco. ¿Cómo podría la gente de Dundalis, de Prado de Mala Hierba y de Fin del Mundo resistir ante tal ejército, aun cuando pudieran reunirse todos tras muros fortificados?
No podrían, desde luego.
Y era obvio que aquellas fuerzas se dirigían hacia el sur. El ejército estaba a muchos kilómetros más abajo del lugar donde Paulson, Cric y Ardilla habían indicado que lo habían avistado, y la tala que los trasgos y los gigantes habían hecho en el bosque al norte del campamento era visible incluso desde aquel risco situado al sur.
—Encontraremos un agujero para escondernos —afirmó con toda calma Bradwarden—. Los trasgos han sido vencidos antes y lo serán otra vez. Los he acosado antes y los acosaré otra vez.
—Debemos enterarnos de sus intenciones —dijo de pronto Elbryan; el centauro le dirigió una mirada extraña.
—No es muy difícil imaginar lo que un trasgo tiene intención de hacer —replicó secamente Bradwarden.
Elbryan sacudió la cabeza antes de que el centauro hubiera acabado de hablar.
—Esta vez es diferente —le explicó—. Trasgos y gigantes no estarían juntos en un grupo tan grande. Y trabajando todos a una —añadió señalando con un amplio movimiento de brazo el panorama e indicando la disciplina con la que aquellas criaturas estaban organizando el campamento—. ¿Y qué me dices de eso? —continuó apuntando hacia una docena de máquinas de guerra agrupadas en círculo en el extremo más alejado del campamento.
—Están un poco más hambrientos esta vez; eso es todo —repuso Bradwarden—. Así que matarán unos pocos más que otras veces, quizá saquearán dos ciudades en lugar de una. Es una historia antigua, amigo mío, repetida una y otra vez, aunque siempre los humanos parecéis sorprenderos cuando cae sobre vuestras cabezas.
Elbryan no lo creía así, no aquella vez, no a la vista de aquel campamento militar. Miró hacia el oeste y comprobó que el sol estaba tocando el horizonte.
—Voy a entrar en el campamento —dijo.
—¿Ahora mismo? —preguntó con sarcasmo el centauro.
Elbryan desmontó de Sinfonía y le dio las riendas a Bradwarden.
—Explora la zona —le indicó—. Comprueba si algún destacamento del ejército ha sobrepasado nuestra posición. Cuando se ponga Sheila, estaré de regreso en este lugar, o en el risco siguiente más al sur en el caso de que los trasgos hayan ocupado esta zona.
Bradwarden sabía que era inútil discutir con el tozudo guardabosque.
Elbryan fue avanzando escondiéndose tras árboles, arbustos y montículos, acercándose más y más al campamento. Los trasgos patrullaban en torno, hablaban entre los árboles con sus silbantes voces, quejándose de esto y lo otro, de la hechura de sus uniformes o de algún jefe malévolo que hablaba más con el látigo que con palabras. Elbryan no entendía todo lo que decían; la lengua de los trasgos era parecida a la de los habitantes de Corona, pero el acento de aquellas criaturas era turbio y su jerga tan enrevesada que el guardabosque sólo podía hacerse una ligera idea del contenido de la conversación.
Y aquella ligera idea no disipó en absoluto los temores de Elbryan. Los trasgos estaban diciendo que formaban parte de un ejército; no había duda.
Una hora después Elbryan se llevó otra sorpresa. El guardabosque estaba subido a un árbol, sobre una gruesa rama a tres metros del suelo, cuando un grupo de soldados apareció en el claro bajo el árbol. Tres eran trasgos, pero el cuarto, que llevaba una antorcha, era una criatura que el guardabosque no había visto jamás, un enano con el pecho en forma de barril, miembros largos y delgados y una gorra roja en la cabeza.
Un gorra roja de sangre, sabía Elbryan; pues, aunque nunca había visto a un powri, recordaba muy bien los cuentos de la infancia que hablaban de aquellos malvados enanos.
Los cuatro decidieron permanecer al pie de aquel frondoso árbol; por fortuna para Elbryan, a ninguna de las criaturas se le ocurrió mirar hacia arriba a través de la maraña de ramas.
El guardabosque no sabía qué tenía que hacer. Le pareció que debía robar aquella gorra ensangrentada, para usarla ante los ciudadanos como una prueba más del peligro que los acechaba. Las noticias referentes a trasgos no suscitarían excesivo interés y quizá tan sólo se organizarían unas pocas patrullas; Elbryan lo sabía, pues era una reacción que recordaba de sus tiempos de aldeano. Pero blandir ante ellos una gorra teñida en sangre demostraría que los powris estaban en la zona; aquello alarmaría a bastante gente y los haría abandonar sus casas corriendo carretera abajo, hacia el sur.
Sin embargo, ¿cómo conseguir la gorra?
Se imponía robarla a hurtadillas. Los cuatro estaban abajo, descansando; quizá los vencería el sueño. Uno de los trasgos sacó un odre abultado, y enseguida la criatura vertió un poco de líquido espumoso en una taza; Elbryan sabía que se trataba de una bebida muy fuerte.
La sangre le hirvió de rabia cuando los trasgos empezaron a hablar de arrasar pueblos y matar a todos los hombres, y a describir con todo detalle los placeres que podrían conseguir antes de asesinar a las mujeres.
El joven sintió que le costaba respirar; la embrutecedora charla lo llevó a aquellos horribles días de su adolescencia, le hizo revivir la carnicería de Dundalis y oír de nuevo los gritos de sus familiares y amigos.
El proyecto de robar la gorra a hurtadillas voló de la cabeza del furioso guardabosque.
Al cabo de unos minutos, uno de los trasgos se adentró unos metros en la maleza para aliviarse. Elbryan podía ver cómo la criatura, un bulto oscuro en la maleza, de espaldas a él, sacudía el cuerpo hacia adelante y hacia atrás mientras regaba un arbusto.
El guardabosque se movió despacio hasta sentarse. Puso una flecha en la cuerda de Ala de Halcón y con suavidad tiró de ella hacia atrás. Echó un vistazo a los otros tres, que a medida que se iban emborrachando se volvían más ruidosos y turbulentos. El enano estaba contando una historia pendenciera, y los dos trasgos festejaban alborotadamente cada detalle grotesco.
Elbryan analizaba lo que decía el enano; esperó un largo momento, hasta que juzgó que la narración había llegado a un punto culminante.
La cuerda de Ala de Halcón zumbó, la flecha voló limpiamente y penetró en la nuca del trasgo meón. Con un ligero gemido, la criatura cayó de bruces sobre la maleza.
El enano se interrumpió bruscamente, se puso en pie de un salto y miró atentamente hacia la oscuridad que lo rodeaba.
No obstante, los trasgos siguieron riendo; uno de los dos comentó groseramente al otro que su compañero debía de haberse caído sobre sus propios orines.
El enano no estaba tan seguro; los hizo callar y luego les indicó con señas que abandonaran el lugar.
En lo alto de la rama, el guardabosque puso dos flechas en su arco, una encima de la otra y de nuevo tensó la cuerda. Los dos trasgos pasaron por delante del enano, uno al lado del otro, llamando en voz baja al compañero desaparecido, aunque ninguno de los dos parecía preocupado.
Elbryan puso el arco en posición horizontal, apuntó con mucho cuidado y disparó. Las flechas hendieron el aire con trayectorias no del todo paralelas, pues fueron divergiendo mientras volaban. Las separaba más de medio metro cuando cada una de ellas se clavó en un trasgo, que cayeron en el mismo lugar del impacto. Uno de ellos no emitió sonido alguno; el otro, herido en un pulmón, soltó un aullido agonizante.
Elbryan saltó de la rama disparando en pleno vuelo otra flecha que silenció para siempre al trasgo herido. El guardabosque aterrizó con una voltereta, quitó la punta con plumas y la cuerda de Ala de Halcón, y se puso en pie con el palo listo para el ataque.
El enano estaba también preparado, blandiendo un mangual de dos cabezas, y se lanzó con enloquecido ímpetu sin dar la menor muestra de temor.
Elbryan saltó hacia atrás y evitó con facilidad el ataque corto del mangual; luego avanzó y asestó un fuerte golpe con la punta del palo, que alcanzó al enano en plena cara.
La maciza criatura, sin apenas perder ímpetu, atacó agitando el mangual hacia atrás y hacia adelante.
Elbryan hurtó el cuerpo y se lanzó hacia un lado; cuando el enano se dio la vuelta para alcanzarlo, blandiendo el arma con los brazos extendidos, el guardabosque puso el palo vertical y las dos bolas del mangual se enredaron alrededor del palo.
El guardabosque tiró con fuerza para arrancar el arma de manos del enano, pero el powri era más fuerte de lo que Elbryan creía y tiró hacia atrás incluso con más fuerza. Siempre preparado para improvisar, Elbryan destensó los músculos y se lanzó contra el enano, dando la vuelta al palo para golpearle la cara con la punta una vez más.
Elbryan dio otro tirón; las bolas encadenadas resbalaron por la punta del palo, y las armas de ambos contendientes se separaron. Pero el guardabosque tenía ventaja e, impulsando a Ala de Halcón hacia atrás y hacia adelante, aporreó dos veces al enano a ambos lados de su dura cabezota.
El powri retrocedió un paso y sacudió la cabeza con violencia; luego, ante el asombro de Elbryan, se lanzó de nuevo al ataque. Pero fue un movimiento forzado pues el mangual se desplazó desde un ángulo muy abierto; Elbryan impelió hacia afuera su palo con una mano en aquella dirección y volvió a enredar las bolas en él. El guardabosque avanzó, enarcó los dedos, extendió la palma y golpeó al powri con una serie de golpes violentos en la cabeza.
Como sus ataques lograban escaso efecto, el guardabosque giró hacia un lado, agarró el palo con ambas manos y, tirando de él con todas sus fuerzas, consiguió que el enano soltara el mangual, que fue a parar al otro lado del claro. Intuyendo que el furioso enano cargaría de nuevo, Elbryan contraatacó y dirigió a Ala de Halcón hacia su garganta, con lo que el powri se detuvo en seco.
El guardabosque giró de nuevo y asestó un golpe con el palo en diagonal al powri que le rompió la mandíbula, pero este se limitó a gruñir y resistió. ¡Elbryan no podía creer que aquella criatura hubiese aguantado semejante golpe!
El enano inclinó sus anchos hombros intentando derribar a Elbryan. El guardabosque asentó bien los pies y asestó con el palo un violento golpe de abajo arriba, aprovechando el ímpetu del enano.
Pero aun así el powri se le echó encima, logró agarrar a Elbryan por la cintura, y sujetándolo con fuerza, lo empujó hacia el tronco de un enorme árbol.
El guardabosque soltó a Ala de Halcón, buscó con la mano la mochila que llevaba a la espalda y sacó una pequeña hacha. Con un gruñido la descargó en la nuca del powri con todas sus fuerzas.
Aun así el enano seguía empujándolo.
Elbryan golpeó a la criatura una y otra vez; luego casi soltó el arma al chocar con el árbol, pero las piernas del powri seguían empujando como si el enano quisiera incrustarlo en la corteza.
Y, dada la inverosímil fuerza del enano, Elbryan se preguntó asombrado si aquella criatura de la noche iba a lograrlo.
El brazo del guardabosque subía y bajaba frenéticamente; por fin, después quizá del décimo golpe, el enano lo soltó.
Elbryan calculó su maniobra, golpeó al enano una vez más y luego se hizo a un lado; el semiinconsciente powri, perdido el punto de apoyo, se estrelló de cabeza contra el árbol y se abrazó a él agarrándose con fuerza pues sabía que en cuanto se soltara caería al suelo.
Elbryan se colocó detrás de la criatura y, dejó caer el hacha con todas sus fuerzas en su nuca.
Elbryan, horrorizado, lo golpeó otra vez, y el enano cayó de rodillas, muerto pero aún abrazado al árbol.
Elbryan miró sus armas, que habían resultado tan poco eficaces contra el vigoroso powri.
—Necesito una espada —se lamentó.
Cogió la gorra del enano, recogió a Ala de Halcón, y volvió a colocarle la punta con plumas y la cuerda. Mientras echaba una ojeada al claro, oyó un grito sofocado; se dio la vuelta y ajustó una flecha tan hábil y rápidamente que el recién llegado trasgo que había aparecido en escena apenas pudo moverse antes de que la flecha lo alcanzara en la garganta y lo estrellara de espaldas contra un árbol.
El disparo siguiente de Elbryan le atravesó el corazón y lo clavó en el árbol; el trasgo se desplomó muerto, pero permaneció en pie, clavado al tronco.
El guardabosque se marchó corriendo y, cuando la luna se ponía tras el horizonte, llegó al lugar convenido, donde lo esperaban Bradwarden y Sinfonía. El centauro tenía malas noticias. Una sección del ejército se había separado ya del grueso de la armada y, según indicaban las huellas, se dirigía hacia el sur y hacia el oeste.
—Hacia Fin del Mundo —dedujo Elbryan.
—Ya deben de estar cerca de allí —dijo Bradwarden—, si es que no están durmiendo en el mismísimo pueblo.
Elbryan montó a Sinfonía de un salto. Sabía que no podría dormir aquella noche, ni tampoco la noche siguiente.