14

Enfrentamiento

—¡Me creen todavía más loco de lo que estoy! —rugió alegremente el hermano Avelyn—. ¡Vaya, vaya!

Elbryan miró a Bradwarden, y el centauro se limitó a encogerse de hombros para no expresar su desacuerdo con la voluble autoestima del fraile.

—Cada uno se divierte como puede, después de todo —prosiguió Avelyn—. ¡Y lo que dirían si me vieran cenando con un centauro!

—Hablarían con mucho respeto si conocieran a Bradwarden como lo conozco yo —intervino Elbryan—; en cambio, me temo que el centauro los pisotearía.

Bradwarden tragó un enorme pedazo de carne de cordero y soltó un fuerte eructo.

—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn, encantado con todo aquello. El monje se encontraba mejor, nunca se había sentido más en casa desde sus primeros días en Saint Mere Abelle, desde aquel tiempo inocente anterior a su descubrimiento de lo que realmente era la orden abellicana. En Elbryan, Avelyn había encontrado un hombre a quien respetar sinceramente, un individuo estoico, cauteloso frente a los muy reales peligros del mundo, preparado para luchar contra el mal y la injusticia. Le había contado su historia completa, y el guardabosque lo había juzgado no según la letra de la ley sino de acuerdo con el verdadero ideal de justicia.

Ahora Avelyn pasaba las noches en Dundalis, en Prado de Mala Hierba o en Fin del Mundo, y los días en el bosque con Elbryan y Pony —y algunas veces con los insólitos amigos del guardabosque, como el centauro Bradwarden y el magnífico caballo Sinfonía—. Había algo en todo aquello que complacía a Avelyn, una especie de religiosidad que no había encontrado desde hacía muchos años. Lo único que lamentaba era que Pony parecía realmente trastornada por haber vuelto a aquel lugar. La chica pasaba poco tiempo con ellos; prefería pasear sola, la mayoría de las veces por los alrededores de Dundalis. El monje sabía que la chica se estaba enfrentando a su pasado, y se alegraba de ello, aunque le habría gustado poder ayudarla más.

Bradwarden tomó una de sus gaitas y acompañó la comida con una melodía melancólica y conmovedora que a Avelyn le hizo evocar las imágenes de colinas onduladas, trigales y viñedos de Youmaneff. Pensó en sus padres, y deseó que su padre todavía estuviera bien. Por supuesto, Jayson Desbris no lo sabría, pero ahora podía estar tranquilo al pensar en su hijo menor.

En un altozano no lejos de allí, Pony también escuchaba la inolvidable música del centauro. Sus pensamientos retrocedieron en el tiempo hasta los despreocupados días de su infancia, de sus vivencias con Elbryan… ¡Elbryan! Las terribles imágenes de aquel maldito día en Dundalis permanecían en ella, pero de alguna manera le resultaba más fácil hacerles frente. Podía mirar aquella tragedia de un modo racional, y ahora, con Elbryan a su lado, estaba empezando a encarar su destino.

Pony descubrió que no era simple terror y dolor sino culpa lo que la había forzado a enterrar aquellas horribles imágenes. Ella se había salvado, pero todos los demás —eso creía ella— habían perecido. ¿Por qué ella?

Ver a otra persona de su pueblo, ver a su querido Elbryan de nuevo, hizo posible que Pony se liberara de parte de aquella culpa. Ahora sabía la verdad, toda la verdad, y era lo suficientemente fuerte para aceptarla; y en las ocasiones en que no se sentía lo bastante fuerte sabía que podía contar con Elbryan, y que él a su vez podía contar con ella. Por primera vez en muchos años, Pony no estaba sola.

—¿No vas a ir al pueblo esta noche? —preguntó Elbryan a Avelyn, que estaba junto al fuego.

—Jill… Pony se fue a Dundalis —explicó Avelyn—, pero creo que yo pasaré esta noche en el bosque.

—Viento frío y suelo duro —le avisó Elbryan; no había duda de que el invierno se estaba acercando deprisa.

—¡Vaya, vaya! —se echó a reír Avelyn—. No podrías imaginar las privaciones que he soportado, amigo mío. Este cuerpo gordinflón no las aparenta.

Elbryan sonrió y observó al monje, comprendiendo que sin duda bajo aquel exterior había una estructura resistente.

—No, me quedaré esta noche —siguió diciendo Avelyn—. Creo que es hora de que te vaya pagando mis deudas.

—¿Deudas? —preguntó Elbryan, incrédulo.

—Te debo la vida, lo mismo que Pony.

—Me comporté de la única forma posible —replicó Elbryan.

—¡Y yo me alegro de que así lo hicieras! —exclamó Avelyn con un bufido—. ¡Vaya, vaya!

Elbryan sonrió y sacudió la cabeza, divertido, como siempre, ante aquel hombre tan complejo.

—Así pues, me pagarás con tu grata compañía —razonó el guardabosque.

—Oh, mucho más que eso —repuso el monje—. Y me temo que si te hago demasiada compañía te deberé todavía más.

Elbryan se echó a reír otra vez, pero enmudeció al ver que el rostro de Avelyn se ponía serio.

—Háblame de tu caballo —le rogó el monje.

—Yo no tengo caballo.

Sinfonía.

Sinfonía no es mío —le explicó Elbryan—. Sinfonía es libre y no pertenece a ningún hombre.

—¡Mucho mejor entonces! —dijo Avelyn, rebuscando entre sus ropas y luego en el zurrón.

Elbryan echó una ojeada al interior del zurrón, mientras Avelyn buscaba una determinada piedra, y se quedó boquiabierto ante la miríada de destellos y el brillo trémulo y majestuoso, incluso a la débil luz del fuego. ¡No era de extrañar que la iglesia abellicana persiguiera al hermano Avelyn!

Al fin el monje encontró la piedra que estaba buscando y la sostuvo delante de él: una turquesa.

—¿Está por aquí Sinfonía? —preguntó el monje.

Elbryan asintió lenta y cautelosamente.

—¿Qué magia quieres hacer con Sinfonía? —quiso saber.

Avelyn soltó un bufido.

—Nada que el caballo no desee —le aseguró al guardabosque.

Salieron juntos y se perdieron en la noche; encontraron a Sinfonía en un prado iluminado por la luna pastando tranquilamente. Avelyn propuso a Elbryan que esperara en un extremo del prado, y entonces el monje se acercó despacio al caballo, apretando la piedra en la mano y salmodiando en voz baja.

Elbryan contuvo el aliento, sin saber exactamente lo que haría el poderoso caballo. El semental había aceptado al guardabosque, pero Elbryan sabía que era algo poco usual para alguien tan orgulloso y salvaje como Sinfonía. Si el animal se desbocaba de repente y pateaba al monje, Elbryan no se sorprendería en absoluto.

Pero Sinfonía no hizo tal cosa. El caballo relinchó tranquilamente mientras Avelyn se le acercaba; el monje continuaba salmodiando —a Elbryan le pareció como si estuviera hablando con el animal— y, fuera lo que fuera lo que estaba diciendo, ¡Sinfonía lo estaba escuchando! Al cabo de un buen rato, Avelyn le indicó al guardabosque que se reuniera con él.

Cuando Elbryan llegó a su lado, el monje todavía estaba susurrando suavemente. Sinfonía se había quedado totalmente inmóvil; tenía la cabeza erguida, y el magnífico y musculoso pecho se mostraba en toda su amplitud ante los dos hombres.

Avelyn le tendió la turquesa a Elbryan.

—Acaba tú —le indicó.

Elbryan tomó la piedra sin tener ni idea de lo que tenía que hacer. Antes de que tuviera tiempo de preguntar al monje, sintió un requerimiento, una llamada. El guardabosque miró los oscuros ojos de Sinfonía y de repente comprendió que era el caballo quien lo estaba llamando. Elbryan parpadeó, incrédulo, volvió a mirar la turquesa y advirtió que su brillo no era el reflejo de la luz de la luna sino una luz propia, una radiación mágica; sólo entonces Elbryan cayó en la cuenta de lo caliente que estaba la piedra.

—Toca con ella el pecho del caballo —le ordenó el monje.

Elbryan desplazó lentamente su mano hacia el semental. Sinfonía cerró los ojos, como si entrara en un profundo trance. El guardabosque puso la piedra sobre el pecho del caballo, justo en el punto donde los músculos se juntaban y dibujaban una «V». La sostuvo allí durante largo tiempo, mientras Avelyn entonaba en voz más alta otra melodiosa y más insistente salmodia que sonaba como una canción.

Elbryan era apenas consciente de la acción de la piedra, pero Sinfonía parecía perfectamente tranquilo mientras la turquesa se le clavaba en la carne, mientras la piedra se encajaba perfectamente en su pecho.

El guardabosque retiró de pronto la mano con expresión horrorizada al mirar la piedra, que parecía ahora una parte natural del caballo. Avelyn dejó de salmodiar y posó la mano sobre un hombro de Elbryan para reconfortarlo. Sinfonía abrió sus oscuros ojos; parecía muy tranquilo y no sentía dolor alguno.

—¿Qué he hecho? —inquirió Elbryan—. ¿Qué has hecho?

—No estoy del todo seguro —admitió Avelyn con un encogimiento de hombros—. Pero el poder mágico de la piedra era para animales; no me cabe la menor duda.

—¿Para curar? —preguntó Elbryan—. ¿Para dar fuerza?

—Quizá para ambas cosas —repuso el monje, que fruncía el ceño mientras trataba de dar con una explicación factible—. Verás, no siempre sé lo que las piedras mágicas proporcionarán. Ellas me llaman, me dicen qué he de hacer.

—Entonces no tienes forma de saber lo que acabamos de hacerle a Sinfonía —dedujo Elbryan con un tono que demostraba su descontento. ¡Al fin y al cabo, Sinfonía no era un juguete con el que hacer experimentos!—. ¿Es beneficioso o nocivo?

—Beneficioso —dijo Avelyn con seguridad, sin el menor titubeo—. ¡Vaya, vaya! Te dije que quería pagarte una deuda.

—¡Pero ni siquiera sabes lo que hiciste! —protestó Elbryan.

—Pero conozco la naturaleza de lo que hizo la piedra —le explicó Avelyn—. La turquesa es una piedra de animales, una verdadera bendición para las bestias. Creo que tu lazo con Sinfonía se ha estrechado, que tú y el semental estáis ahora unidos mucho más profundamente.

—¿Cómo dueño y bestia? —preguntó Elbryan, obviamente descontento ante semejante perspectiva.

—Como amigo y amigo —lo corrigió Avelyn—. Sinfonía no puede ser de nadie, como tú mismo dijiste, y yo jamás pretendería doblegar el espíritu del semental más maravilloso. ¡Vaya, vaya! ¡Eso nunca! Amigo mío, confía, ten fe en las piedras, en los dones de Dios. Pronto aprenderás la verdad del poder mágico que Sinfonía lleva consigo y te sentirás muy complacido, como Sinfonía, no lo dudes.

Como en respuesta a estas palabras, Sinfonía piafó de pronto y relinchó; luego se puso de nuevo a cuatro patas y galopó en torno a los dos hombres en estrecho círculo desgarrando la hierba con los cascos. El semental no mostraba signos de dolor ni otra agitación salvo aquella súbita alegría.

Elbryan sentía aquella emoción de forma muy clara. Era como si pudiera leer la mente de Sinfonía y no sólo los movimientos visibles del cuerpo del semental.

¡Leía los pensamientos del caballo!

Elbryan miró a Avelyn, que sonreía ampliamente.

—¿Los «oyes»? —preguntó el guardabosque, pues no se le ocurrió otra palabra más adecuada—. ¿Sabes lo que el caballo está sintiendo?

—Sólo fui el mediador —le explicó Avelyn—, el que facilitó el poder mágico. ¡Vaya, vaya! Yo lo extraje de la piedra, pero tú eres quien lo utilizó, amigo mío. Tú y Sinfonía, y ahora ambos estáis unidos estrechamente. Pero yo también conozco los pensamientos del caballo —acabó el monje con maliciosa sonrisa—. Los leo claramente en tu cara.

Sinfonía se detuvo bruscamente, piafó otra vez y relinchó a la noche; luego se precipitó al galope fuera del prado y desapareció.

Pero Elbryan sabía dónde estaba el caballo; si se concentraba, el guardabosque podía ver incluso la tierra ante los cascos martilleantes de Sinfonía. Así lo hizo, y vio y sintió el vértigo del viento y de la noche mientras el caballo corría a través de la oscuridad del bosque. Y aún más: el guardabosque llegaba a percibir el mundo en torno a Sinfonía a través de los ojos del magnífico caballo. Sólo entonces apreció realmente Elbryan la inteligencia del animal; tal vez poseía una perspectiva diferente, pero no era menos intensa que la suya. El caballo conocía las cosas simplemente sin interferencia de la razón, que era competencia de los hombres, los elfos y las razas superiores. A los ojos del caballo, lo que era simplemente era sin necesidad de interpretación; la suya era una forma de percepción eficiente y perfecta que surgía de la emoción, que vivía en el presente sin preocuparse del futuro y sin interferencias del pasado.

Perfecta, sencilla, hermosa.

Al cabo de largo rato, Elbryan abrió los ojos y miró a Avelyn. Asintió satisfecho pues ya había entendido que el regalo que el monje les había hecho a él y a Sinfonía era tan profundo y precioso como el arco que Joycenevial había fabricado para él.

Elbryan posó una mano en el hombro de Avelyn y asintió otra vez, pues era incapaz de encontrar las palabras adecuadas para darle las gracias.

Avelyn se marchó a Dundalis a la mañana siguiente y se cruzó en el camino con Pony, que regresaba al refugio del guardabosque. El monje iba a preguntarle a la mujer si quería que la acompañara, pero al observar la expresión del rostro de Pony lo pensó mejor y continuó su camino. Poco después se puso a silbar alegremente, porque al analizar con más detenimiento aquella expresión de la joven había conseguido comprender su significado.

Pony encontró a Elbryan enterrando los rescoldos del fuego. Entró en el refugio sin hacer ruido y se dirigió directamente hacia él sin pronunciar palabra.

Elbryan se irguió y la miró. Estaban solos, completamente solos por primera vez, y tenían tantas preguntas que hacerse que permanecían callados. Empezaron a moverse en círculo, como hacen los que van a luchar, como hace una pantera al acecho cuando se enfrenta con otra.

Los ojos de Pony reflejaban una intensidad que Elbryan jamás había visto, un ansia, quizá, o una cólera; una pasión interior que le impedía parpadear, que le hacía morderse el labio superior mientras avanzaba hacia él con la mirada clavada en sus ojos.

El guardabosque no tardó en caer en un trance similar y miraba fija y únicamente a Pony. Sólo existía ella, nada más; sólo existían aquellos ardientes ojos azules, aquellos labios tiernos.

Se movían en círculo poco a poco, pero a cada vuelta iban acercándose más y más uno a otro.

Un ruido sonoro que surgió de algún lugar del bosque los alarmó y rompió el hechizo del momento. Ninguno de los dos lo reconoció y ninguno de los dos deseó averiguar de qué se trataba.

—Ven —rogó Elbryan cogiendo a Pony de la mano y conduciéndola por un sendero cubierto de nieve. Salieron del boscoso toldo y se encontraron en un claro. Elbryan sonrió ampliamente pues allí, al otro lado del prado, estaba Sinfonía. El guardabosque sabía que el semental estaría allí, pues había pedido telepáticamente a Sinfonía que lo esperara.

Al verlo, el caballo piafó y soltó un bufido; su aliento formó un cono de vapor.

—Ven —repitió Elbryan y condujo con rapidez a Pony a través del prado. Ahora que Sinfonía estaba con ellos, el guardabosque sabía a dónde ir, sabía cuál era el único lugar apropiado para su primer encuentro íntimo con Pony. Al acercarse al caballo, lo asaltó una duda: ¿querría Sinfonía llevar a dos jinetes?

»Tranquilo, amigo —dijo con voz suave el guardabosque, acariciando el hocico y el musculoso cuello del caballo. Miró al animal y compartió sus pensamientos, oyó su respuesta; luego miró a Pony y asintió con la cabeza.

—Es muy hermoso —dijo ella. Pensó que sus palabras eran pobres, insuficientes, frente a la inefable magnificencia de Sinfonía, pero no se le ocurrieron otras para referirse al semental. Elbryan la cogió de la mano y la ayudó a subir al poderoso lomo del animal.

Sinfonía soltó un bufido otra vez y se revolvió, pero poco a poco se amoldó a la joven. Luego vino la prueba decisiva, cuando Elbryan se subió al caballo delante de Pony.

El caballo permaneció tranquilo, listo para galopar.

¡Y cómo galopó! Veloz como el viento, volaba por los senderos y zigzagueaba entre los árboles en un vértigo aturdidor que hacía a Pony gritar de terror y deleite; la muchacha se agarraba con tanta fuerza a la cintura de Elbryan que cada vez que el caballo golpeaba la tierra el aliento del guardabosque salía como una ráfaga de su cuerpo.

No tardaron en llegar al bosquecillo en forma de rombo; las píceas y los pinos aún estaban cubiertos de nieve, pero el viento había barrido todo rastro de ella del suelo. Sinfonía se detuvo en seco y los dos jinetes bajaron.

Pony se puso ante la cara del animal y lo miró a los ojos. La muchacha respiraba entrecortadamente; había en aquel animal algo demasiado primitivo, demasiado indomable, demasiado incontrolable, algo terriblemente fuerte. Y, sin embargo, ella había cabalgado sin sufrir daño alguno, casi sin aliento por causa de la alegría y la excitación.

¡Había cabalgado!

Miró a Elbryan, que estaba caminando hacia el claro, y lo siguió. El joven desapareció tras las espesas ramas; Pony se detuvo al llegar a aquel lugar y entonces consideró las implicaciones, sus propios sentimientos.

La joven sacudió la cabeza con aire desafiante y luego miró al caballo, que piafaba y relinchaba como si la empujara. Indomable, incontrolable, terriblemente fuerte, el caballo personificaba los sentimientos que bullían al borde de la conciencia de Pony, amenazándola con aplastarla.

Apartó las espesas ramas y se encontró en un pequeño claro en el que Elbryan, en cuclillas, estaba encendiendo un fuego. Pony lo observó mientras soplaba con cuidado y colocaba la leña.

«Indomable, incontrolable, terriblemente fuerte». Aquellos pensamientos persistían en ella, se repetían en su cabeza como un aviso, como una tentación. Apretó los puños, se mordió el labio superior otra vez y miró a aquel hombre que ya no era el muchacho que ella había conocido y que, no obstante, todavía era en buena medida aquel muchacho con el que había compartido su juventud.

Tenía miedo de aquellos recuerdos que todavía no había destapado y, sin embargo, al mirar a Elbryan, sabía que no tardaría en enfrentarse a ellos.

Se acercó a él y el joven se levantó; el fuego ardía. Permanecieron uno frente a otro varios segundos, varios minutos, mirándose en silencio.

Luego él se le acercó, y sus labios fueron al encuentro de los de ella; Pony emitió un grito sofocado esperando que las alas negras se elevaran en torno, esperando que un grito resonara en su mente. Pero Elbryan estaba allí, junto a ella; los labios de él rozaron los suyos suavemente, suavemente, y ella sólo lo sintió a él, sólo oyó la respiración suave y un tenue gemido del hombre.

El beso fue haciéndose más apasionado y poco a poco se desvanecieron los temores de Pony, arrastrados por un repentino torrente de pasión más fuerte que ella. Elbryan la besaba apasionadamente y ella le devolvía el beso; las lenguas se entrelazaron, los labios se apretaron con firmeza.

Cuando se separaron, Elbryan la miró fijamente y aquella mirada la paralizó. El hombre alzó una mano y le desató la capa y ella dejó que la prenda cayera al suelo sin protestar, sintiendo el aire frío en la piel. Luego él buscó los botones de la camisa de ella y siguió y siguió hasta despojarla de la última prenda. Pony no se sentía avergonzada, ni turbada, no la abatían las alas negras ni los horrores del pasado.

Elbryan se quitó la capa y la camisa y se quedó desnudo de cintura para arriba ante ella. Se acercaron uno al otro; los pelos del pecho de él rozaron los pechos de ella, y ambos se estremecieron. Incitada por el joven, ella alzó los brazos por encima de su cabeza y él entrelazó sus dedos con los de ella.

Luego Elbryan la soltó y comenzó a acariciarle los brazos suavemente, dulcemente, rozándole la piel con la punta de las uñas. Las caricias siguieron; las yemas de los dedos recorrían suave y dulcemente los codos, los brazos, la espalda, los omóplatos y también la base del cuello.

Ella sentía el impulso electrizante de aquellos dedos, un hormigueo que la impulsaba a desear caricias más íntimas. Aun así, sabía que, si se convertían en más íntimas, aquel hormigueo suave acabaría. Echó la cabeza hacia atrás con la boca abierta mientras se abandonaba a las caricias del hombre, mientras aquellas manos le recorrían la espalda suavemente hasta la parte superior de las nalgas, hasta las caderas y más allá de las caderas. De nuevo incitada por el hombre, Pony se dio la vuelta y se abandonó al abrazo de él. Elbryan alzó una mano, le apartó los cabellos y la besó en la nuca, un beso suave que fue haciéndose más apremiante, más apasionado; luego un suave mordisco y, cuando ella ronroneó dulcemente, un mordisco más enérgico.

—¿Me sientes? —le susurró al oído.

—Sí.

—¿Te sientes viva?

—Muy viva.

—¿Quieres que hagamos el amor?

Pony no contestó, temerosa de la amenaza de recuerdos terribles. Se acordó de su noche de bodas, miró el resplandor del fuego como si fuera un enemigo o una premonición. Pero la joven sabía que aquello era diferente, diferente de Connor. Más fuerte.

«Indomable, incontrolable, terriblemente fuerte —recitó su mente—. Y justo», añadió en silencio. Muy justo.

—Sí —respondió en voz muy baja.

Se recostaron en el suelo uno junto a otro, sobre la capa todavía caliente, asidos al presente y rodeados por el pasado. Para Elbryan era la culminación de su juventud, durante la cual cada uno de sus pensamientos conscientes lo había conducido hasta aquel lugar junto a aquella mujer, su compañera ideal, su Pony. Aquel momento que había esperado durante tantos años era el punto final de su relación con la muchacha y el comienzo de una relación nueva y mucho más profunda con la mujer. Ahora él era un hombre y Pony una mujer, y todo el amor que los había llevado hasta aquel momento estalló a la vez en sus cuerpos. La felicidad lo llevaba hasta el vértigo, pero de pronto se sintió vulnerable, muy vulnerable, pues si algo le sucedía a Pony, si la perdía como había creído perderla definitivamente en el pasado, se le partiría el corazón con una herida que no se cerraría jamás y su vida dejaría de tener sentido.

Para Pony, aquel momento en la arboleda era la negación de la negrura, la destrucción de la barrera de oscuridad y la retirada de sus escombros, y la superación de los crueles recuerdos gracias a la amabilidad, al amor y a las cálidas vivencias juveniles junto a Elbryan: el día en que el muchacho le tiró del pelo y ella consiguió dejarlo tumbado; los días en que sus amigos se metían con él, pero el muchacho les hacía frente y no negaba sus sentimientos hacia ella; sus largas charlas y caminatas por la ladera norte; aquel momento en la pendiente cuando compartieron la visión del Halo; el instante de su primer beso en la sierra… ¡Oh, sí, el instante de su primer beso! Pero ahora, la vivencia en la arboleda no acabó en negrura ni en gritos, sino que se prolongó y prolongó con besos y caricias que los hicieron sentirse uno al otro. Habían compartido sus vidas y estaban vinculados por recuerdos comunes, por un amor perdido y por un amor encontrado; y, aunque no habían estado juntos durante muchos años, lo sabían todo uno del otro, y se percataban de la autenticidad del momento.

Luego permanecieron tumbados uno junto al otro durante mucho tiempo, arrebujados en sus capas, sin decir nada, mirando al fuego. Elbryan se levantó una vez para echar leña y Pony se rio de él, mientras el muchacho brincaba completamente desnudo y con los pies descalzos tropezando sobre el frío suelo. Cuando el hombre regresó, la mujer tiró de la manta y se enrolló con ella dejándolo sin abrigo.

Pero su risa disimulaba sus verdaderos sentimientos, su deseo de incitar a Elbryan hasta que el joven la agarró y luchó con ella; luego se metió otra vez bajo las mantas y sus cuerpos se apretaron uno contra otro, y para Pony el mundo entero se puso a dar vueltas otra vez.

«Indomable, incontrolable, terriblemente fuerte».

Más tarde, él se inclinó sobre ella y la miró a la pálida luz del fuego.

—Mí querida Pony —susurró—. Qué vacía estaba mi vida, tan vacía que no tenía siquiera el valor de reconocer el agujero que había en ella. Sólo ahora, cuando has regresado a mí, comprendo cuán vacía estaba, cuán falta de sentido.

—Nunca más.

Elbryan asintió, ratificando sus palabras.

—Querida Pony —dijo—, el mundo vuelve a tener color para mí.

Luego cerró los ojos y la besó.

La noche se cerró en torno a ellos, el viento gemía entre los árboles y silbaban los pocos pájaros que desafiaban el invierno septentrional. Lejos, en algún lugar, aulló un lobo y otro se hizo eco de la canción, y para Elbryan aquella música era la más dulce que había escuchado hasta entonces, más dulce incluso que la de aquellos años que había pasado en el bosque encantado de los elfos.

Fue cayendo en el más plácido de los sueños, pero Pony no. Permaneció despierta toda la noche junto a Elbryan, fundidos los dos en uno. Pensó en Connor y en su noche de bodas, en los negros recuerdos que la habían tragado. Inconscientemente, se frotó la palma de la mano, que hacía mucho tiempo se había quemado con los ardientes rescoldos.

Ahora, por primera vez, Pony vio aquellos recuerdos con claridad, oyó los gritos de Dundalis, vio los incendios y la carnicería, vio morir a Olwan en las garras de un gigante y mentalmente volvió a deslizarse bajo la casa incendiada, en la oscuridad.

Pero ya no eran negros demonios amenazadores, sino simplemente recuerdos. Junto a Elbryan, compartiendo su fuerza, podía enfrentarse a ellos y aceptarlos.

Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero eran lágrimas sinceras por la pérdida de Dundalis; cuando dejaron de brotar, cuando el momento de la aflicción hubo pasado por fin, Pony se acurrucó junto al dormido Elbryan y sonrió, sintiéndose por primera vez libre desde aquel momento en la cumbre, desde el momento de su primer beso.