«Pony».
Aquel nombre, pronunciado con una inflexión tan familiar, hirió a la joven como un rayo. Hipnotizada, miró al robusto joven que se le acercaba con los ojos verdes empañados.
—Pony —dijo de nuevo Elbryan; y pronunció aquel nombre no como una pregunta sino como una afirmación—. Mi Pony, creí…
Se arrodilló delante de ella, trató de respirar pausadamente y cerró los ojos. Cuando, después de un buen rato, los abrió y miró de nuevo aquella imagen de su pasado, encontró que la expresión de la mujer revelaba, por encima de todo, confusión.
—¿No te acuerdas de mí? —le preguntó, y aquella simple cuestión, la necesidad de formularla, pareció causarle un profundo dolor.
La mujer no sabía qué responder. Recordaba a aquel hombre, estaba allí, escarbando en algún lugar remoto de su mente, gritando para que ella lo dejara salir. La forma en que pronunció el nombre, su nombre, —¡su apodo, advirtió de repente, pues su nombre no era ni Pony ni Jill, sino Jilseponie!— le resultaba muy familiar; seguro que había oído antes a aquel hombre llamarla Pony de aquella manera.
—Dale tiempo, te lo ruego, Elbryan —indicó el hermano Avelyn.
Era aquello: Elbryan. El nombre produjo a Pony un impacto tan fuerte como si le hubieran pegado; la sacudió e hizo retroceder sus pensamientos en una vertiginosa espiral hacia el pasado.
—Cuando te alejaste de mí ladera abajo, corriendo hacia Dundalis en llamas, creí que te había perdido para siempre —prosiguió el guardabosque, estimulado por el súbito centelleo de reconocimiento que apareció en los azules ojos de la mujer—. Mi Pony. ¡Cómo te busqué! Encontré a tu madre y a tu padre, a mis propios padres, a nuestros amigos. Carley dan Aubrey murió entre mis brazos. Y yo también hubiera muerto atrapado por un gigante fomoriano y una banda de trasgos, de no haber sido por… —Se detuvo, al darse cuenta de que estaba yendo demasiado aprisa para la pobre joven, al darse cuenta de que la había abrumado.
Pero, por supuesto, era su Pony; Elbryan lo sabía con certeza. Se acercó a ella hasta que sus caras estuvieron a pocos centímetros.
—Elbryan —dijo la mujer con suavidad, al tiempo que levantaba un fatigado brazo para tocar la cara del guardabosque. Todas aquellas imágenes dispersas en su cabeza giraban y caían juntas, como un enorme rompecabezas en el que todas las piezas encajaran mágicamente. Lo recordó como si jamás lo hubiera olvidado, recordó sus charlas y sus paseos, recordó su amistad, y algo más aun. Mentalmente vio cómo se acercaba a ella para besarla.
Pero entonces se convirtió en Connor, en el pobre Connor, y Pony estaba asfixiándose, tratando de alcanzar la chimenea, agarrando un ascua incandescente.
Cuando pudo desembarazarse de aquella imagen, vio que Elbryan se había separado de ella y que se dirigía a Avelyn en busca de respuestas.
—Tenemos mucho que hablar —dijo el monje.
Elbryan asintió y miró de nuevo a la chica, tan bella… Incluso más bella de lo que recordaba.
—¿Y el hermano Quintall? —preguntó Avelyn.
Elbryan lo miró con curiosidad.
—El hermano Justicia —le aclaró Avelyn—. El cazador que mi orden envió para matarme y para matar a mis amigos, sin duda.
—Ha muerto —replicó Elbryan sin inmutarse.
—Llévame hasta él.
El guardabosque le hizo un gesto de asentimiento.
—¿Por qué te perseguía? —preguntó Elbryan; era una pregunta que Avelyn sabía que debería contestar con sinceridad. Su mirada se desplazó de Elbryan a Pony, y luego volvió al guardabosque.
—No todas sus acusaciones eran falsas, me temo —admitió el monje—. Os lo explicaré todo cuando estemos lejos de este lugar y, entonces, aceptaré vuestro juicio —les propuso, irguiendo los hombros—. El juicio de los dos. Vosotros decidiréis si la misión del hermano Quintall merecía realmente el nombre de Justicia y si el hermano Avelyn, el fraile loco, es realmente un forajido.
—No soy juez —observó el guardabosque.
—En este caso, estoy condenado —replicó Avelyn—. Pues los únicos que se atreven a juzgarme han tomado su decisión basados en la codicia y en el miedo, y no en nada que tenga que ver con la justicia.
Elbryan miró largo y tendido a Avelyn. Al fin asintió y ayudó al monje y a Pony a incorporarse; luego los condujo fuera de la cueva hasta el lugar donde había caído el hermano Justicia.
El cuerpo del monje, un bulto carbonizado que ardía sin llamas, era apenas reconocible.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Elbryan, mientras examinaba el cadáver sin encontrar nada que explicara tan insólita combustión.
—Aquí está la respuesta —explicó Avelyn, al tiempo que señalaba el lado del cadáver donde podía verse una mano casi reducida a cenizas. En el suelo yacía el broche destruido, con la hematites central derretida y deformada, como un alargado huevo negro. Esparcidos por todas partes había pequeños cristales de cuarzo ennegrecidos; algunos estaban incrustados en los restos de la montura dorada.
Avelyn analizó el broche con sumo cuidado.
—Ya no tiene poderes —anunció al cabo de unos instantes—. De algún modo, la magia de la hematites y de los cristales se desencadenó cuando Quintall cayó. —Avelyn guardó silencio y reflexionó sobre sus propias palabras. Se preguntaba si habría habido alguna magia de prevención. Sentía reverberaciones mágicas en la zona y sabía que se había liberado alguna poderosa energía. Quizá las piedras tenían la misión de avisar a los padres de Saint Mere Abelle que Quintall había muerto, que Quintall había fracasado. ¿O se trataba de una magia todavía más potente? Dados los poderes de la hematites, ¿no podría haberse tratado de algún transporte del alma de Quintall?
Avelyn, cuyo espíritu había sido salido de su cuerpo en alguna ocasión y que una vez había poseído el cuerpo de otro, se estremeció ante tal posibilidad.
Elbryan continuaba su inspección del cadáver en busca de pistas. Encontró dos piedras intactas: un ojo de gato —cosa que no sorprendió lo más mínimo a Avelyn— y un carbunclo.
—Gracias a esta piedra podía seguir mi pista a través del país —observó Avelyn, señalando el carbunclo—. Es una piedra para detectar magia.
—Y tú dispones de magia —razonó Elbryan.
—En grandes cantidades —admitió Avelyn—. Quizá no haya nadie en el mundo que disponga de tanta magia como yo.
—Robada en Saint Mere Abelle —dedujo el guardabosque.
—Quitada a quienes no eran dignos de ella, a quienes abusaban de ella y sólo provocaban desgracias con las piedras donadas por Dios —dijo Avelyn con firmeza—. Encuéntranos un lugar donde alojarnos, amigo mío, y os contaré mi historia con todo detalle, con absoluta sinceridad. Decidid luego quién de los dos, Quintall o yo, merece el nombre que él llevaba.
Cuando llegaron al refugio de Elbryan y el guardabosque y Pony se sentaron frente al fuego, Avelyn cumplió su promesa. Les contó su historia, sin excluir nada: desde el viaje a Pimaninicuit hasta el hundimiento del Corredor del Viento y el asesinato de Dansally, su huida de Saint Mere Abelle y la muerte de maese Siherton. Era la primera vez que Avelyn explicaba su vida, aunque había hecho algunas referencias de ella a Jill en el transcurso de sus viajes. Era la primera vez que el monje era capaz de mostrar su alma de una forma tan abierta, de admitir sus crímenes, si es que lo eran. Cuando hubo acabado, parecía, por supuesto, un pobre desgraciado; su enorme cuerpo se había dejado caer sobre el duro suelo y sus ojos estaban húmedos.
Pony se le acercó y lo acarició con todo su afecto; sentía auténtico afecto por aquel hombre, y también mucha lástima. Le daba pena que Avelyn se hubiera visto obligado a actuar como un ladrón y un asesino; lamentaba que aquel hombre bueno —y, a pesar de las reyertas tabernarias, Pony sabía que era un hombre bueno— se hubiera encontrado en una situación tan extrema.
A continuación, ambos miraron a Elbryan, temerosos de su sentencia. Pero en su agraciado rostro sólo vieron comprensión.
—No envidio lo que te has visto obligado a hacer —dijo con firmeza el guardabosque—. Ni considero que tus actos hayan sido criminales. Obraste en defensa propia, siempre justificadamente. Robaste las piedras porque los monjes hacían mal uso de ellas.
Avelyn asintió, y se alegró mucho al oír aquellas palabras.
—O sea, que debo seguir mi camino —anunció inesperadamente—. Diríase que Jill…, que Pony ha encontrado también su camino de vuelta a casa. —Puso una mano en la mejilla de la mujer, y la cara del monje se iluminó de repente—. ¡Vaya, vaya!
»Ya no me necesita —concluyó.
—Y ¿el hermano Avelyn no la necesita a ella? —preguntó Elbryan.
El monje se encogió de hombros.
—Saint Mere Abelle no abandonará la persecución, así que tengo que seguir escondiéndome. Ahora que sé el peligro que puede causaros mi compañía, no quiero exponeros a él.
Elbryan miró a Pony, y luego ambos estallaron en una sonora carcajada, como si aquella idea fuera totalmente ridícula.
—Tú te quedas —afirmó Elbryan—. Pony está en su casa, cierto, y su casa es la de Avelyn, a menos que mi suposición sea falsa.
—Su casa es la de Avelyn —dijo la chica con convicción.
Una ligera nevada había empezado a caer sobre el bosque, pero parecía evitar el refugio del guardabosque, el calor de su fuego, la calidez de la nueva casa del hermano Avelyn.