12

Justicia

El hermano Avelyn no se preocupó demasiado cuando al regresar a su habitación comprobó que Jill no estaba. La mujer le había mencionado que tenía previsto ir al valle situado más allá de la ladera norte, y el monje confiaba en que Jill sabría cuidar de sí misma. Durante las semanas que llevaban juntos, Avelyn había tenido la impresión de que Jill lo cuidaba a él más de lo que él la protegía.

Así pues, el monje, exhausto por la pelea y por haber curado del envenenamiento mágico al extranjero, con la cabeza embotada por la bebida, se dejó caer sobre la cama y no tardó en roncar sonoramente. Sin embargo sus sueños no fueron agradables a causa del asesino de poderes mágicos que merodeaba por el pueblo. Probablemente aquel hombre no tenía relación alguna con él, pero aun así el monje fugitivo estaba preocupado.

A la mañana siguiente se despertó tarde y vio que estaba solo en la habitación. Siguió sin preocuparse, suponiendo que Jill habría llegado después de que él se durmiera, que llevaba rato levantada y que seguramente estaba desayunando en la sala común.

—O comiendo —observó el monje en voz alta y con una risita sofocada de autocrítica—. ¡Vaya, vaya!

No obstante, cuando bajó, no vio ni rastro de Jill; además, Belster O’Comely le informó que no había visto a la mujer en toda la noche.

—Quizás encontró mejor compañía —dijo el posadero en tono sarcástico, mientras se apoyaba en la escoba con la que barría los restos de la pelea de la noche anterior.

—Por supuesto Jill estaría mejor lejos de un tipo tan loco como yo —replicó Avelyn, pronunciando cada palabra con una mueca de dolor, pues le parecía que su cabeza estaba a punto de estallar. Hacía tiempo que había comprobado con gran frustración que, a pesar de ser tan poderosa, la hematites no podía hacer gran cosa para despejar la resaca.

Avelyn comió frugalmente; luego salió arrastrando los pies y vomitó enseguida, tras lo cual se sintió mejor. El día era frío y gris; ligeros copos de nieve salpicaban el cielo de vez en cuando.

—¡Oh! ¿Dónde te has metido, muchacha? —se preguntó Avelyn en voz alta, con más frustración que miedo. Pero la pregunta tendría que esperar, pues el monje regresó con aire cansado a su habitación y se metió de nuevo en la cama.

No se despertó hasta la mañana siguiente y descubrió que Jill seguía sin aparecer. Entonces Avelyn empezó a preocuparse seriamente; no era normal que Jill desapareciera tanto tiempo sin avisarle previamente o sin encontrar alguna manera de ponerse en contacto con él. Este hecho, sumado a la presencia del asesino de poderes mágicos, ciertamente lo intranquilizaba. Quizás el incidente en la sala común no había sido un accidente casual. Quizás el monasterio estaba sobre su pista. ¿Habían acabado por atraparlo, allá en el más remoto confín de Honce el Oso? ¿Y había pagado su queridísima Jill por sus delitos?

Fue a hablar otra vez con Belster y, después de que este le dijera que no había visto a Jill, Avelyn le rogó que le explicara cómo podía localizar al desconocido que lo había apartado de la pelea.

—¿El guardabosque? —preguntó Belster incrédulo, y por su tono de voz le resultó evidente a Avelyn que muy pocos se interesaban por el paradero de aquel hombre.

—Si es así como se llama —repuso Avelyn.

—Se llama Elbryan —le explicó el posadero—, por lo menos para mí, aunque otros le dan otro apelativo. Y es uno de los guardabosques, no lo dudes —añadió, pero vio que aquel término no tenía significado alguno para Avelyn—. Unos dicen que son entrenados por los elfos, otros que son simplemente marginados que encuentran cierto consuelo en creerse mejores que los demás porque vigilan y protegen el territorio… lo cual, por supuesto, no quiere decir que haya necesidad de protección alguna.

—Por supuesto —asintió Avelyn, haciéndose eco, por educación, de lo afirmado por el posadero. Sentía que, a cada palabra, aquel hombre llamado Elbryan empezaba a gustarle cada vez más—. Bueno, ¿dónde podría encontrar a ese guardabosque?

Belster se encogió de hombros con indudable sinceridad.

—Aquí y allá —replicó—. Recorre los bosques desde aquí hasta Fin del Mundo, según me han dicho.

La expresión de Avelyn se volvió amarga y miró hacia la barra.

—¿Qué sabes del otro extranjero —preguntó—, el misterioso hombre bajo que luchaba tan bien?

Belster arrugó la cara.

—Hay muchos extranjeros en Dundalis esta temporada —contestó—. Y todos son buenos luchadores. ¡De otro modo, el bosque ya se los habría tragado!

—El hombre bajo, robusto y ágil —trató de aclarar Avelyn—, que luchó con Elbryan con tanta fiereza.

Belster inclinó la cabeza indicando que lo había identificado.

—Ayer por la noche estuvo otra vez aquí —explicó el posadero—; esta vez sin peleas.

Avelyn suspiró profundamente y se maldijo a sí mismo por haberse quedado durmiendo toda la tarde y también toda la noche, mientras una posible pista sobre el paradero de Jill estaba justo debajo de él.

—Pues guíame —dijo el monje al fin—; indícame la dirección más probable para encontrar a Elbryan.

De nuevo Belster se encogió de hombros; después consideró que, cada vez que había visto a Elbryan llegar a Dundalis, este lo había hecho por la carretera del norte. Señaló hacia el norte.

—Por allí —indicó—. Tienes que ir por la ladera hasta lo alto de la sierra; luego atraviesa el valle y dirígete hacia el oeste.

Mecánicamente Avelyn miró en aquella dirección, aunque, por supuesto, lo único que pudo ver fue la pared norte del Aullido de Sheila. Asintió contento, al considerar aquellas palabras. Parecía que viajando hacia el norte lograría encontrar a Elbryan, y además podría buscar alguna pista que lo condujera hasta su querida Jill.

Después de una comida rápida, se puso en camino; mientras subía la pendiente resoplaba malhumorado, y, después de una buena pausa que dedicó a mirar hacia abajo, hacia los erguidos pinos y la tierra blanca, empezó a bajar por el otro lado de la sierra, hacia el valle, avanzando diagonalmente en dirección noroeste.

No había ninguna pista —el hermano Justicia se había ocupado de que así fuera— y Avelyn no pudo advertir nada, a pesar de pasar a menos de diez metros de la entrada disimulada de la cueva donde Jill estaba prisionera.

La chica no había recibido malos tratos… hasta la penúltima noche, cuando el hermano Justicia regresó; el monje había llegado de muy mal humor y visiblemente magullado y, además, había advertido que la chica casi había conseguido liberarse de la cuerda con que la había atado fuertemente. El monje la había golpeado con dureza y la había vuelto a atar con tanta energía que las manos y los pies de la chica se habían quedado entumecidos por completo.

Cuando la mujer no había querido —mejor dicho, no había podido— decirle nada sobre el extranjero que empuñando un palo había intervenido en la posada, el feroz monje había vuelto a pegarle; aquella vez, un ojo de la chica se había cerrado por la hinchazón.

El hermano Justicia había dedicado todo el día siguiente a estar con ella; había hablado, sobre todo para sí mismo, sobre cómo podría arreglárselas para poner en conocimiento del monje gordo que tenía prisionera a Jill. Después el asesino se había ido; Jill sabía que el plan del hombre todavía no estaba bien definido y que simplemente estaba recabando más información. Cuando la mañana gris estaba dejando paso al mediodía, el hermano Justicia todavía no había vuelto.

Jill confiaba en que Avelyn lo hubiera matado; y confiaba también en que antes hubiera obligado al hermano Justicia a revelar su paradero, ya que difícilmente podría liberarse de las ataduras ni de la mordaza que el monje le había puesto.

Para Avelyn, que había pasado toda su vida en la región central de Honce el Oso mucho más poblada y que en los últimos tiempos había viajado a lo ancho del territorio por carreteras bien definidas, con mojones y postes de señales, las perspectivas de encontrar al guardabosque en un principio no le habían parecido sombrías. Pero cuando se internó en el anchuroso bosque, donde el panorama variaba poco de una dirección a otra, comprendió el verdadero alcance de su búsqueda. La distancia entre Youmaneff y Saint Mere Abelle era aproximadamente de unos trescientos kilómetros, mientras que la distancia entre Dundalis y Fin del Mundo era apenas de sesenta kilómetros; aun así, teniendo en cuenta los serpenteantes senderos y las zonas donde ni siquiera los había, Avelyn no tardó en darse cuenta de que habría tenido más oportunidades de encontrar al guardabosque si hubiera tenido que buscarlo en los kilómetros que separaban su casa de la abadía.

Erró en círculos buscando alguna señal y procurando fijarse en la dirección del sol mientras este se iba deslizando por el cielo gris. Naturalmente Elbryan, entrenado por los elfos, dejaba muy pocos rastros por no decir ninguno, y la frustración de Avelyn iba en aumento. Después de todo ni siquiera estaba seguro de que el guardabosque hubiera salido de Dundalis en aquella dirección.

Al fin, alrededor del mediodía, el monje decidió abandonar la búsqueda. Regresaría a Dundalis —quizá Jill lo estuviera esperando allí— y tomaría el camino más frecuentado que atravesaba Prado de Mala Hierba en dirección a Fin del Mundo. Comprendió que, sencillamente, no tenía posibilidad alguna de encontrar al guardabosque en aquella espesura.

El monje iba resoplando malhumorado por el camino llano que bordeaba el pie de un altozano, cuando oyó los cascos. Buscó un arbusto donde esconderse pero le pareció fútil y rebuscó en el bolsillo las piedras mágicas para disponer algunas medidas defensivas.

Poco después se tranquilizó al ver aparecer como una tromba un magnífico semental negro.

—No lleva jinete —dijo en voz alta el monje, burlándose de sus temores—. ¡Vaya, vaya!

—Un hermoso caballo, ni más ni menos —oyó que decía una voz justo detrás y encima de él—. ¿No crees?

Avelyn se quedó helado y se le hizo un nudo en la garganta. Se dio la vuelta muy despacio y vio al guardabosque agazapado entre los arbustos de la ladera del altozano, unos metros más atrás.

—¿Có… cómo te las has arreglado? —tartamudeó el monje—. Quiero decir… ¿estabas ahí desde hace rato?

Elbryan asintió y sonrió.

—Pero ¿cómo…?

—Estabas muy ocupado escuchando al caballo —le explicó el guardabosque.

Avelyn volvió a mirar hacia la otra dirección y vio al enorme semental piafando y mirándolo a él y a Elbryan con ojos que parecían demasiado inteligentes para un animal.

—Se llama Sinfonía —le dijo Elbryan.

—No soy experto en caballos —comentó Avelyn—, pero me parece un magnífico ejemplar.

Elbryan emitió una especie de silbido, y Sinfonía respondió alzando las orejas y relinchando. El semental piafó de nuevo y se alejó al galope por el camino por el que había aparecido.

—Te costará atraparlo otra vez —exclamó Avelyn intentando relajar la tensión. Miró a Elbryan—. ¡Vaya, vaya!

Elbryan ni siquiera parpadeó, y la falta de interés del guardabosque borró la risueña sonrisa del rostro de Avelyn.

—Bueno, sí —comenzó a decir el monje sintiéndose incómodo—. Te gustaría saber por qué estoy aquí. Claro, claro.

Elbryan estaba en cuclillas, inmóvil, con los brazos sobre las piernas dobladas, los dedos entrelazados y la mirada fija en el monje.

—Bueno… te buscaba, sí, sí —le explicó al fin Avelyn, haciendo acopio de toda su presencia de ánimo ante aquella mirada intransigente—. Naturalmente, sí; vine al bosque en busca de alguien a quien llaman el guardabosque.

Elbryan hizo un leve gesto de asentimiento, animándolo a continuar.

—Se trata de la pelea, por supuesto —dijo—; bueno, en realidad, del hombre que me atacaba a mí pero que te envenenó a ti.

Elbryan asintió; la visita no era totalmente inesperada, dado que el sigiloso luchador del Aullido de Sheila aún estaba en la región, así como ese monje que, en opinión de Elbryan, era el objetivo del asesino. Elbryan sospechaba que el fraile loco necesitaría ayuda y sospechaba también que encontraría muy poca entre los habitantes de Dundalis.

—¿Te ha atacado otra vez? —preguntó el guardabosque.

—No…, no —tartamudeó Avelyn—. Bueno, sí, en realidad; o podría haberlo hecho. No estoy seguro.

Elbryan suspiró de cansancio.

—Se trata de mi compañera, por supuesto —prosiguió el azorado monje—. Una guapa joven y también una buena luchadora. Pero ha desaparecido; no la puedo encontrar en ninguna parte, y tengo miedo de que…

—Es lógico que tengas miedo —lo interrumpió Elbryan—. La reyerta de la otra noche en la sala común no fue una pelea normal.

—El veneno mágico —razonó Avelyn.

—La forma de moverse —corrigió Elbryan—. Era un guerrero, un auténtico guerrero, largamente adiestrado en artes marciales.

Avelyn asintió con entusiasmo, pero las palabras del guardabosque no hicieron más que aumentar sus temores de que no se trataba de un ataque casual y de que los monjes luchadores de la iglesia abellicana estaban sobre su pista.

—Debes hablarme de ese hombre —dijo Elbryan—; dime todo lo que sepas.

—No sé nada —replicó Avelyn, exasperado.

—Entonces, dime todo lo que sospechas —le pidió el guardabosque—. Si tiene a tu amiga, necesitas mi ayuda; una ayuda que te ofrezco de buen grado, pero con la condición de que confíes plenamente en mí.

Avelyn asintió de nuevo y se alegró de aquellas palabras. Elbryan se levantó y caminó sendero abajo, seguido a corta distancia por Avelyn.

—Ni tan sólo sé cómo te llamas —observó el monje, aunque recordaba el nombre con el que Belster lo había llamado.

—Soy El… —empezó a decir de forma automática el guardabosque, pero se interrumpió y miró fijamente al monje, el primer hombre que había requerido su ayuda desde que había salido de Andur’Blough Inninness, el primer hombre que admitía que necesitaba la protección del guardabosque—. Soy Pájaro de la Noche —dijo Elbryan con voz uniforme.

Avelyn arqueó una ceja ante aquel curioso apelativo, pues no era la respuesta que esperaba. Pero decidió que, cualesquiera que fueran las razones de aquel hombre para darle un nombre diferente, no eran importantes, y lo aceptó sin más preguntas. Así pues, los dos regresaron juntos a Dundalis, y Avelyn le fue contando a Elbryan la persecución de que era objeto por parte de la iglesia. Naturalmente, la conversación devino incómoda para el monje cuando el guardabosque le preguntó por qué Saint Mere Abelle lo perseguía, pues Avelyn no tenía ni tiempo ni ganas de explicarle todos los acontecimientos que lo habían empujado a su drástica decisión. Al fin y al cabo, ¿había alguna justificación para un crimen y un robo? Sin embargo, Elbryan no insistió; en aquellas circunstancias lo único que parecía verdaderamente importante era que la compañera de Avelyn había desaparecido, posiblemente raptada por un hombre que el guardabosque consideraba muy peligroso.

Y la descripción que Avelyn hizo de su compañera, unida al hecho de que el monje insinuó que habían ido a Dundalis por el bien de la chica, dio al guardabosque mucho que pensar.

Poco después emprendieron la búsqueda; Elbryan buscaba cuidadosamente algún rastro que saliera de Dundalis, mientras Avelyn preguntaba a Belster y a algunos parroquianos del Aullido de Sheila si el extranjero había vuelto a la posada aquel día.

La respuesta llegó poco antes del crepúsculo, cuando Avelyn regresó a su habitación y encontró una nota prendida con un alfiler en la ropa de cama. Era escueta y precisa, y confirmaba los más negros temores del monje. Si Avelyn quería salvar a su compañera, tenía que dirigirse solo a la ladera que dominaba el valle de pinos y esperar en el lugar que se le indicaba.

Mostró la nota a Elbryan en la sala común de la posada, sin hacer caso de los numerosos comentarios burlones que les dirigían los primeros parroquianos.

—Vamos, pues —dijo el guardabosque al monje.

—¿Tú también?

Elbryan asintió.

—Pero dice que tengo que ir solo —protestó el monje.

—A nuestro enemigo le parecerá que estás solo —le aseguró Elbryan.

Después de examinar cuidadosamente a aquel hombre, después de recordar que el tal Pájaro de la Noche se le había acercado a un metro y medio sin que él lo notara, Avelyn asintió, se guardó la nota y se dispuso a marcharse del pueblo.

Durante todo el camino, el monje fue manoseando sus gemas; luego, siguiendo una repentina intuición, las escondió todas menos tres —el grafito, la hematites y la protectora malaquita— en un árbol. Si sus sospechas resultaban ciertas, aquel hombre había ido en su busca, pero aún más en busca de las piedras. Si Avelyn las llevaba consigo y el peligroso guerrero lograba arrebatárselas, el monje no tendría con qué negociar para salvarse a él mismo y, lo que era aun más importante, para salvar a su querida Jill.

Una vez en el lugar indicado, un punto desprovisto de vegetación junto a un pino de espesas ramas, a unos seis metros por debajo de la cresta, Avelyn no tuvo que esperar mucho tiempo.

—Veo que decidiste seguir mis instrucciones, hermano Avelyn —dijo una voz que le resultó demasiado familiar—. Muy bien.

¡Quintall! Avelyn supo al momento que era Quintall, y sintió como si la tierra fuera a abrirse y tragarlo… y casi deseó que así ocurriera. El monasterio, la orden, iban tras él y no habría ningún lugar en el mundo lo suficientemente alejado, ni sombras lo bastante espesas para ocultarlo.

—No tenía demasiada fe en que un ladrón y un asesino fuera tan honorable como para acudir en ayuda de un amigo —siguió diciendo la voz.

Avelyn miró en torno inquieto, preguntándose dónde podría estar Pájaro de la Noche, preguntándose si el guardabosque estaba lo bastante cerca para oír aquellas palabras, y, si así era, qué estaría pensando en aquel momento del hombre a quien había decidido socorrer.

—La tengo en mi poder —se mofó la voz—. Ven conmigo.

La alusión a la difícil situación de Jill reforzó el alicaído ánimo del monje. Quizá sus hermanos abellicanos acabaran por atraparlo, pero no le harían daño alguno a Jill. Deslizando el grafito entre los dedos de la mano, el monje siguió la dirección de la voz y no tardó en distinguir el oscuro borde de la abertura de una cueva y la silueta de un hombre dentro. Entró mientras la forma retrocedía, y se encontró en una cueva de considerable tamaño, un recinto —y le pareció probable que hubiera más de uno— más grande que su habitación en el Aullido de Sheila.

Quintall se hallaba al fondo de la cueva débilmente iluminada, apoyado tranquilamente contra la pared, golpeando un pedernal contra el acero hasta que la luz prendió en la antorcha que había colocado allí.

Cuando la luz se encendió e iluminó la cara del hombre que Avelyn había conocido durante todos aquellos años, el hombre que había viajado con él a Pimaninicuit y conocía la verdad de las piedras, Avelyn se sintió casi abrumado por la aflicción. Lo asaltó todo lo que había perdido; su hogar, sus compañeros y, lo más importante, la fe; se precipitaron sobre él todos los recuerdos de los buenos tiempos de Saint Mere Abelle, su aprendizaje con maese Jojonah, las revelaciones sobre las piedras sagradas, el estudio de los mapas, los misterios del poder mágico.

Y después esos recuerdos quedaron enterrados debajo de otros: la muerte de Thagraine, la del muchacho que había cometido la insensatez de ir a Pimaninicuit, la de la tripulación del Corredor del Viento, la de Dansally, la de Siherton.

—Quintall —murmuró Avelyn.

—Ya no —repuso el otro monje.

—¿Por qué has venido? —preguntó Avelyn, con la insensata esperanza de que también hubiera desertado de la orden y fuera un renegado como él.

La risa aguda de Quintall lo estremeció.

—Soy el hermano Justicia —repuso el hombre ásperamente—, enviado a recobrar lo que has robado. —Quintall soltó un bufido—. Casi no te reconocí, gordinflón. Has perdido todo, según parece, y has doblado tu peso con creces. ¡Siempre te tomaste a la ligera los entrenamientos físicos!

Avelyn se fortaleció ante aquellos insultos. Era cierto, había adquirido más de un vicio; bebía mucho, comía mucho y el único ejercicio o entrenamiento marcial que llevaba a cabo eran las peleas que provocaba.

—¿Creíste que no descubriríamos tu traición? —siguió diciendo el hermano Justicia—. ¿Pensaste que podrías asesinar a un padre de Saint Mere Abelle, robar semejante tesoro y después andar libre el resto de tus días?

—Hay más…

—¡No hay nada más! —aulló Quintall—. Caíste; ya no somos hermanos. Lo único que te queda es lo más profundo del infierno. ¡Yo conseguiré las piedras!

—Y mi vida —razonó Avelyn sin hacer el más mínimo movimiento.

—Y tu vida —repitió fríamente el hermano Justicia—. La perdiste cuando maese Siherton saltó el muro.

—¡La perdí cuando rehusé aceptar la perversión de la orden! —gritó a su vez Avelyn, procurándose cierto valor con palabras que expresaban absoluta convicción—. Como el hermano Pellimar…

—¡Silencio! —ordenó el hermano Justicia—. Tu vida está perdida, te lo aseguro, y no vale la pena perder el tiempo en explicaciones. Conseguiré las piedras; sin embargo, si me las entregas sin luchar y aceptas el destino que mereces, dejaré libre a la mujer. Te doy mi palabra de honor.

Avelyn soltó un bufido ante aquel discurso.

—¿Acaso tu palabra es tan fiable como la de los padres a los que sirves? —preguntó—. ¿Acaso tu oro no es más que un engaño, un medio para engatusar a los tripulantes de un barco y llevarlos hasta unas aguas en las que se los pueda destruir?

La expresión de Quintall mostró que ni había entendido nada ni le importaba lo más mínimo lo que Avelyn le había dicho. Este comprendió sin género alguno de duda que aquel hombre estaba obsesionado por una sola cosa y que no había manera de hacerlo cambiar de opinión. Sólo le quedaban dos alternativas: entregar las piedras y su propia vida, en la confianza de que Quintall cumpliría su promesa, o luchar.

No confiaba en aquel hombre, en absoluto. Quintall lo mataría después de conseguir las piedras, y después mataría a Jill para que no hubiera testigos. Avelyn estaba totalmente convencido de ello. Sacó la mano del bolsillo y apuntó con el grafito en dirección a Quintall.

—¿Acabarías con la vida de un amigo? —le espetó el hermano Justicia y se echó a reír de nuevo.

—Te perdonaría la vida —replicó Avelyn— a cambio de la mujer.

El hombre continuaba riendo, y esa circunstancia hizo reflexionar a Avelyn. Quintall conocía mejor que nadie la profundidad de los conocimientos de Avelyn sobre las piedras mágicas, y debería haber comprendido que, con aquella pieza de grafito, este podía provocar la descarga de un rayo capaz de dejarlo frito donde estaba. Y, no obstante, Quintall, aquel hombre que se hacía llamar hermano Justicia, aquel mensajero de la corrompida orden de Saint Mere Abelle, no tenía miedo.

Avelyn dejó de pensar en aquel hombre para fijarse en el lugar elegido por Quintall para aquel encuentro. Sintió las emanaciones, el sutil pulso de la magia; y, cuando observó la piedra que tenía en la mano, cuando se dio cuenta de que los poderes del grafito parecían haberse ido lejos, muy lejos, lo comprendió todo.

—Ojo de gato —confirmó Quintall, al ver la expresión de Avelyn—. Poca magia se podrá utilizar en esta cueva, insensato hermano Avelyn.

Avelyn se mordió el labio, mientras buscaba una salida. De regreso en Saint Mere Abelle, cuando él y otros monjes habían tratado de descubrir los poderes del gigantesco cristal de amatista, había visto a maese Siherton crear una mágica zona muerta. Únicamente la magia más poderosa podía funcionar en aquella zona, y aun entonces con poderes sensiblemente disminuidos.

Avelyn podía provocar la descarga de un rayo dentro de aquella cámara, pero eso sólo lograría encolerizar aún más a Quintall.

Quintall tendió la mano.

—Las piedras —dijo con toda calma—, a cambio de la vida de la mujer.

—La mujer no tiene nada que ver en este asunto —declaró Elbryan deslizándose dentro de la cueva y poniéndose junto a Avelyn—. Yo no sé nada de los crímenes del hermano Avelyn, pero tú no has formulado ningún cargo contra la mujer.

La expresión de Quintall se ensombreció de pronto ante la aparición del imponente guardabosque.

—Otra traición —le espetó a Avelyn—. Debería habérmelo esperado, teniendo en cuenta el estilo de Avelyn Desbris.

—No se trata de traición —replicó Elbryan—, sino de justicia.

—¿Qué pintas tú en este asunto? —contestó el hermano Justicia—. ¿Qué sabes de este extraño, de este fraile loco, que ha aparecido en tu camino pidiéndote ayuda? ¿Te dijo que era un asesino?

—¿Y es una asesina la mujer? —preguntó con calma Elbryan.

—No —repuso Avelyn al ver que el otro vacilaba.

—¿Una ladrona? —inquirió Elbryan.

—¡No! —contestó con determinación Avelyn—. No ha cometido ningún crimen. En cuanto a mí, los confesaré abierta y sinceramente; y, cuando los haya relatado, que alguien que no sea un monje de Saint Mere Abelle me juzgue.

El hermano Justicia entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Naturalmente, no tenía la menor intención de permitir que se celebrara un juicio. Él era el juez, el jurado y el verdugo nombrado por el padre abad.

—Fuiste un insensato al seguir a Avelyn hasta este lugar —le dijo a Elbryan—, pues ahora tu vida está perdida, como la de Avelyn, como la de la mujer.

—¿Más justicia? —comenzó a decir Elbryan, pero su pregunta quedó interrumpida cuando el hermano Justicia se dio la vuelta y apartó a un lado unas parras que ocultaban la entrada a otra cámara. Con un movimiento rápido de muñeca, el monje arrojó algo plateado, y de la cámara interior llegó un quejido ahogado.

—Ve por ella —gritó Elbryan a Avelyn, y el guardabosque dio un salto hacia el monje mientras, con un movimiento giratorio, ponía a Ala de Halcón en posición de ataque.

—No me cogerás por sorpresa esta vez —gruñó el hermano Justicia, agachándose. Intentó quedarse junto a la puerta para impedir que Avelyn llegara junto a la mujer, pero el ataque de Elbryan fue demasiado salvaje, demasiado directo. El guardabosque se lanzó contra él y aceptó recibir un fuerte golpe en el pecho para lograr bajar el hombro y estrellarlo contra el monje. Este retrocedió un paso y se dispuso a resistir en su lugar… hasta que Avelyn se lanzó detrás de Elbryan y el corpachón del monje de ciento cuarenta kilos arrolló a los dos contendientes.

Elbryan recibió tres rápidos puñetazos —dos en el pecho y uno en la cara que casi lo derribó—, antes de lograr interrumpir el ataque y separarse del peligroso monje.

Al mirarlo frente a frente, el guardabosque vaciló, sin saber bien qué hacer con él. El hermano Justicia se puso de lado, alzó lentamente la bien equilibrada pierna, y levantó también los brazos.

Era una daga, pequeña pero peligrosa, arrojada con precisión para alcanzar en la garganta, justo debajo de la mandíbula, a la mujer amordazada y atada. Le había cortado la arteria y la sangre brotaba abundantemente de la herida y formaba ya un charco en torno a la derrumbada figura.

—¡Jill, Jill! ¡Oh, querida Jill! —gimió Avelyn precipitándose hacia ella. Arrancó la daga y puso las manos en la herida intentando en vano detener el flujo de sangre. Sabía que a la joven le quedaba poco tiempo. Ya tenía la piel fría.

Avelyn sacó la hematites y al momento se acordó del escudo antimagia que había erigido Quintall. Pensó en llevarse a Jill de aquel lugar, pero se dio cuenta inmediatamente de que la muchacha habría muerto antes de que la hubiera sacado fuera.

Apretó la hematites con ambas manos, posó estas sobre la herida y, poniendo los labios sobre ellas, rezó con toda su voluntad, con todo su corazón. Si había un Dios allá arriba, si aquellas piedras eran de verdad sagradas, ¡la hematites funcionaría!

La destreza del monje en la lucha era sin duda notable; sus movimientos eran rápidos y gráciles, y su cuerpo mantenía siempre un equilibrio perfecto. Era demasiado rápido para la mayoría de los humanos y los aturdía con fintas ágiles y sinuosas antes de matarlos con golpes como rayos.

Pero, pese a todo su entrenamiento, Quintall no era más rápido que Tuntun o que Belli’mar Juraviel o que cualquier otro de los elfos que habían adiestrado a Elbryan; y, cuando propinó un golpe desde aquella postura de serpiente, pensando romperle la garganta y después saldar su cuenta con Avelyn, la expresión del monje mostró sorpresa al constatar que sus dedos extendidos golpeaban sólo el aire, en tanto que el palo de Elbryan le propinaba un golpe terrible en el codo. Con increíble flexibilidad, tanto física como mental, el monje reaccionó, apartó con el brazo herido el palo para abrir una brecha en la defensa de Elbryan y lanzó con la otra mano un veloz golpe, seguido de una patada que alcanzó al guardabosque en la corva y casi le hizo doblar la pierna. Elbryan contrarrestó soltando el palo por la parte superior y deslizándolo bajo el brazo del monje; luego lo agarró y propinó un barrido bajo para alcanzar la pierna de Quintall.

El hermano Justicia dio un salto por encima del barrido, pero se vio obligado a retroceder.

El monje dio una vuelta con una expresión de confianza creciente.

Consiguió lanzar dos puntapiés mientras daba dos pasos rápidos. Elbryan hincó un extremo de Ala de Halcón en el suelo y pegó un potente barrido delante de él, de izquierda a derecha, con lo que desvió el golpe. Avanzó el pie izquierdo continuando el giro, mientras el hermano Justicia afirmaba los pies en el suelo y giraba en sentido contrario. Elbryan desplazó a Ala de Halcón hacia arriba y consiguió propinar un golpe de revés que alcanzó de lleno la parte baja de la espalda del monje, al tiempo que este le propinaba un fuerte codazo.

El guardabosque reaccionó bien; se agachó hacia adelante mientras el otro le propinaba el codazo, y saltó y se balanceó en el palo como si fuera una rama de un árbol. Al posarse otra vez en el suelo se giró al mismo tiempo que el hermano Justicia, y los dos hombres se pusieron a dar vueltas otra vez.

—Te doy otra oportunidad para que te marches —le dijo el monje, ofrecimiento que provocó una sonrisa en su adversario. La expresión autosuficiente del guardabosque espoleó al orgulloso Quintall a lanzarse al ataque. Se frenó ante Elbryan y le propinó un malintencionado golpe por encima de la cabeza.

Ala de Halcón se alzó en un rotundo bloqueo horizontal. Anticipándose a los siguientes movimientos, Elbryan lanzó su mano izquierda hacia abajo aprovechando la fuerza de un cruzado de derecha, y luego se acercó más y coló su pierna derecha tras la izquierda de la del monje, con lo que frustró un amago de patada. El hermano Justicia logró deslizar el brazo izquierdo pese al palo y dirigirlo contra la cara de Elbryan, pero el guardabosque apartó a la vez el palo y el brazo, acercándose aún más al monje, y luego proyectó su frente contra la cara del fraile.

El hermano Justicia se agarró al palo con ambas manos tanto para sostenerse como para impedir un ataque. En aquel preciso momento Elbryan soltó el palo de la mano izquierda y, sin extender el brazo, propinó una serie de golpes cortos y fuertes en la cara del monje.

El monje quedó aturdido, y Elbryan aprovechó sin vacilar aquella ocasión. Agarró el palo de nuevo con fuerza y, acercándose de un tirón, lo empujó hacia afuera tanto como le fue posible y tiró de él otra vez. El hermano Justicia hubiera debido soltarlo, pero seguía luchando para aclarar sus ideas, de modo que el tirón lo precipitó hacia Elbryan, y su cara chocó de nuevo con la frente del guardabosque.

Todavía aturdido y agarrado al palo, el monje advirtió el cambio de ángulo de su adversario, mientras Elbryan se echaba al suelo y, tirando con energía, forzaba al monje a caer sobre sus piernas extendidas. Con ambos pies firmemente plantados en la barriga del hermano Justicia, el guardabosque lo levantó en vilo justo encima de él y lo lanzó por los aires, de forma que fue a estrellarse contra la base de la dura pared de la cueva.

Una rabia profunda permitió al monje recuperarse y olvidarse del dolor. Se dio la vuelta y se puso en pie con rapidez, pero no con suficiente rapidez. Aún no había tenido tiempo de adoptar una correcta posición defensiva cuando Elbryan agarró el palo por la parte inferior con ambas manos y propinó un poderoso barrido que alcanzó al hermano Justicia en un lado de la cara. Impulsado por el golpe, el monje emprendió una mortal carrera que lo precipitó hacia la abertura de la cueva, hacia la luz del día.

Elbryan se apresuró a seguirlo; pero, cuando consiguió salir de la cueva, el monje ya estaba muchas zancadas más allá, corriendo desenfrenadamente. Casi sin pensar, sabiendo únicamente que no podía perder aquella ventaja contra aquel fatal adversario, Elbryan puso la punta de plumas en su arma, dobló el arco y, a toda prisa, le colocó la cuerda. Corrió doce zancadas, en busca del mejor ángulo para ver la cresta de la sierra por donde huía el monje.

El hermano Justicia apareció a su vista sólo una fracción de segundo, pasando como una exhalación entre dos árboles. La flecha de Elbryan lo alcanzó en la pantorrilla justo debajo de la rodilla; con un aullido de dolor, el monje se cayó de lado y fue ganando velocidad a medida que rodaba por la abrupta pendiente.

Elbryan subió lo necesario para poder ver cómo el monje se estrellaba pesadamente contra unos salientes rocosos y cómo a continuación rebotaba en ellos y caía a plomo unos cinco metros sobre una dura piedra.

Elbryan gimió compasivamente mientras corría para poder tener otra vez al hombre al alcance de la vista. Lo vio a cierta distancia yaciendo entre rocas erosionadas. Le había quedado una pierna debajo del cuerpo, doblada hacia atrás; tenía un brazo cruzado sobre el pecho y el otro le colgaba inerte y descoyuntado, obviamente roto. Jadeando, el hombre rebuscó entre los pliegues de su vestido y sacó algo que Elbryan no pudo distinguir debido a la distancia.

El guardabosque se detuvo al ver que el monje resplandecía súbitamente, envuelto en negruzcas llamas. Elbryan se quedó boquiabierto mientras las facciones del monje se retorcían una y otra vez; su cara se volvió borrosa y pareció desdoblarse, y aquella segunda cara se dilató grotescamente y se liberó de la forma corpórea del hombre. Era su espíritu visible, que escapaba de su carne y de su sangre mortales hacia el objeto que sostenía en la mano.

Surgió un brillante destello, y el monje se quedó inmóvil mientras débiles llamas lamían su cuerpo sin vida.

—Pájaro de la Noche —gritó alguien desde la cueva, y Elbryan, absolutamente impresionado, se apresuró a volver allí.

Volaba veloz por encima del bosque, de los lagos, de las tierras donde la nieve ya había alcanzado un considerable espesor; demasiado deprisa para sus sentidos, demasiado deprisa para que el hombre lo entendiera. El dolor había desaparecido; era muy consciente de ello. Luego llegó hasta las montañas, se deslizó entre los desfiladeros, sobre los picachos, hasta un altiplano que había visto antes y que dominaba un vasto campamento entre los negros brazos de una montaña humeante. Sobrevino entonces una vertiginosa carrera a través de estrechos túneles, que torcían a la izquierda, a la derecha, y seguían abajo y abajo hasta un muro de piedra atravesado por una única hendidura; penetró por aquella hendidura pasando tan cerca de la piedra que su mente aulló de terror.

Y después se encontró en la habitación, entre las columnas, ante el trono de obsidiana.

Quintall se sostenía sobre unas piernas semitransparentes, atrapado entre el mundo mortal y el espiritual. Se sostenía sobre las piernas de un fantasma frente al Dáctilo demoníaco.

Era el final, el final de la esperanza, de cualquier pretensión de piedad. Era la verdad, la verdad que brillaba oscuramente, la realidad de aquello en que se había convertido, el único final posible del camino en el que lo habían puesto los padres abellicanos. Estaba ante el Dáctilo demoníaco. Bestesbulzibar —él conocía su nombre— se erguía ante él en toda su espantosa belleza, en toda su magnificencia.

Quintall, el hermano Justicia, cayó sobre sus fantasmales rodillas ante el Dáctilo, inclinó la cabeza y dijo:

—Dueño y señor.

Elbryan cogió la antorcha, apartó los pámpanos y entró en la cámara interior. Avelyn estaba sentado en el suelo y sostenía en su regazo a la mujer. La herida se había cerrado y la chica estaba fuera de peligro, aunque totalmente exhausta, lo mismo que Avelyn, que se había metido en la hematites y, con la pura y simple fuerza de su voluntad y su fe, había luchado para traspasar la barrera del ojo de gato y abrirse paso hasta el poder mágico curativo.

El monje preguntó por Quintall, pero Elbryan no lo oyó. Avelyn se movió e intentó levantarse, y casi perdió el equilibrio por el esfuerzo, pero Elbryan no lo notó. El guardabosque sólo veía a la mujer, sólo oía su respiración. Sus ojos erraban sobre ella: la espesa mata de cabellos rubios, los ojos azules que brillaban en la apagada luz pese a su debilidad, y sus labios, aquellos labios gruesos y maravillosos, aquellos labios tan suaves.

El joven apenas podía respirar, apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie; todos sus pensamientos, toda su energía se concentraron en una sola palabra, un nombre que no había pronunciado hacía mucho tiempo:

—Pony.