Elbryan estaba sentado al fondo del Aullido de Sheila; había desplazado la silla hasta el rincón de forma que tenía cada flanco protegido por una pared. El guardabosque no esperaba tener problemas; no caía bien a la gente de Dundalis, pero jamás se habían mostrado abiertamente hostiles con él. Había elegido aquel sitio simplemente por sus hábitos de trabajo, que le recordaban siempre la necesidad de colocarse en el lugar más favorable para poder defenderse.
Aquella noche la gente hacía mucho ruido y la taberna estaba hasta los topes, pues caía una débil nevada y los aldeanos temían que pudiera intensificarse. Una fuerte ventisca podía efectivamente encerrarlos en sus casas durante una semana.
La bebida corría y las desordenadas conversaciones se referían casi siempre al tiempo, excepto en un rincón de la barra donde un hombre gordo vestido de marrón y varios ciudadanos discutían acerca de un potencial ataque de los trasgos.
—Ya sucedió antes —declaró secamente el hermano Avelyn—. Todo el pueblo fue arrasado y sólo una persona sobrevivió, o quizá ni una.
El monje dio un bufido con la esperanza de que nadie hubiera captado su desliz; debía guardar el secreto de Jill, pues sólo ella —únicamente ella— tenía derecho a revelarlo.
—Pero sucedió después de que los cazadores de Dundalis mataran a un trasgo en los bosques —adujo un hombre llamado Tol Yuganick, que tenía el aspecto de un oso, aunque no parecía tan grande al lado de los ciento treinta kilos de Avelyn—. Y ocurrió hace casi diez años. No es probable que vuelvan los trasgos. No hay motivo.
—Y menos con el Polvoriento de ronda —comentó otro hombre, que se echó a reír y se volvió para lanzar una ojeada al guardabosque, que estaba al otro extremo de la habitación, sentado solo a una mesa en el rincón del fondo. Los otros tres aldeanos corearon sus carcajadas, encantados de hacerlo a costa de Elbryan.
—¿Quién es ese hombre? —quiso saber Avelyn.
—Una oreja muy atenta a tus cuentos catastrofistas —comentó Tol, apurando hasta el fondo su jarra de cerveza, de modo que la barba negra le quedó llena de espuma.
—¿Y no fue Elbryan quien se encargó de aquel oso negro que merodeaba por aquí? —preguntó Belster O’Comely, acercándose a aquel extremo del mostrador y secándolo tan enérgicamente que obligó a dos parroquianos a apartarse—. ¡El oso que precisamente saqueó tu casa, Burgis Gosen!
El hombrecillo llamado Burgis se encogió ante la afirmación.
—¡Bah! —gruñó Tol, mientras una nube de cólera cruzaba sus ordinarias facciones. Al hombretón no le había agradado nunca la amistad de Belster con el extraño Pájaro de la Noche y así lo había declarado a menudo y en voz alta.
Belster se mantenía firme detrás del mostrador. Durante mucho tiempo, el tabernero había guardado en secreto su amistad con Elbryan, sabiendo que podía estar en juego su propia reputación. Pero últimamente Belster había empezado a cambiar. Hacía poco había encargado una silla de montar especialmente diseñada a un talabartero local, y no había ocultado que era para Pájaro de la Noche en pago de un trabajo que el guardabosque le había hecho.
—El oso estaba enfermo y se hubiera muerto igualmente —fanfarroneó Tol Yuganick—. Incluso dudo que Elbryan, nuestro señor protector, haya visto la maldita bestia.
Se produjeron diversos gruñidos y gestos de asentimiento. Belster comprendió que no conseguiría nada de aquella hosca gente, y se limitó a sacudir la cabeza y a ocuparse de su trabajo. Sabía que cualquier referencia al incidente del oso molestaba a Tol, pues el cazador había jurado que lo atraparía él solo… ¡y habría cobrado una sustanciosa recompensa si lo hubiera hecho!
Tampoco el hermano Avelyn prestaba atención al entusiasta auditorio de Tol Yuganick. Observó con renovado interés al hombre del rincón apartado, al que Tol se había referido sarcásticamente como «nuestro señor protector». Pensaba que quizás aquel hombre entendía la verdad del mundo.
—Creo que todos vosotros deberíais estarle agradecidos —observó el monje con aire ausente, pensando en voz alta más que expresando una opinión.
Un instante después, y todavía con la atención fija en el hombre del otro lado de la sala, Avelyn sintió un fuerte empujón sobre el pecho.
—¡No necesitamos protección! —declaró Tol Yuganick, acercando su contraído rostro de facciones aniñadas a la cara del monje.
Avelyn lo miró largo y tendido, y observó sus facciones retorcidas por una rabia casi maníaca. Entonces echó un vistazo por encima del hombro y vio que Belster sacudía la cabeza con resignación; el tabernero sabía lo que se avecinaba.
Avelyn retrocedió y sacó un frasco de debajo de la capa.
—Pócima para el coraje —susurró a Burgis Gosen, guiñándole el ojo, y bebió un buen trago. Acabó con un «¡Aaah!» de satisfacción y luego se pasó la mano con vigor por la cara al tiempo que guardaba el frasco en el tosco hábito.
Entonces miró sin pestañear a Tol y respondió a la mirada amenazadora del hombre con otra de pura excitación. Tol gruñó y avanzó, pero Avelyn estaba listo para el ataque.
—¡Vaya, vaya! —bramó el monje mientras Tol lo golpeaba en el pecho otra vez. Con un simple gancho de izquierda, Avelyn derribó al hombretón.
Dos compinches de Tol saltaron inmediatamente contra el monje, pero fueron rechazados y la pelea prosiguió.
Detrás del mostrador, Belster sacudió la cabeza y suspiró profundamente, preguntándose cuántos quedarían en pie para ayudarlo a limpiar.
El hermano Justicia sonreía perversamente mientras se acercaba al Aullido de Sheila y oía el barullo de la pelea, que confirmaba que Avelyn estaba dentro. El monje había cambiado el hábito marrón por el atuendo normal de los aldeanos. Se preguntaba si su antiguo amigo Avelyn lo reconocería sin el hábito abellicano, y aquel pensamiento lo llevó a bajarse la capucha de la capa de viaje.
La sorpresa sería mayor.
Los contrincantes superaban a Avelyn por cinco a uno, y esa proporción se debía sólo al hecho de que otros tres hombres combatían en su bando, o al menos contra la pandilla que lo atacaba.
Elbryan, en pie y preparado para intervenir, contemplaba la pelea con curiosidad, sin saber demasiado bien qué pensar del salvaje monje que, luchando de forma magnífica, gritaba «en guardia» y llamaba a la pelea un «ejercicio de preparación». Al guardabosque no le desagradaba que Tol Yuganick y sus amigos recibieran una paliza, siempre que las cosas no fueran demasiado lejos.
Elbryan se permitió sonreír cuando el bruto de Tol se levantó del suelo y atacó al monje con un rugido, pero el enorme fraile dio un paso al lado en el último segundo, le puso la zancadilla y lo hizo tropezar; mientras caía lo remató con un fuerte golpe de antebrazo en la nuca.
—¡Vaya, vaya! —aulló Avelyn con regocijo.
Elbryan se mantenía al margen, imaginando que se trataba de una de aquellas situaciones peligrosas que los aldeanos solucionaban por sí mismos. Aun así tenía preparado a Ala de Halcón, desencordado, pues pensaba que no llegaría la sangre al río una vez que el fraile quedara fuera de combate.
Si es que el monje quedaba fuera de combate, no tardó en corregir Elbryan, porque el robusto monje se movía con la gracia y la precisión de un guerrero entrenado. Hurtaba el cuerpo y daba puñetazos, recibía un golpe y soltaba una carcajada; luego dejaba fuera de combate a su último agresor con un rotundo puñetazo o un certero rodillazo. Derribó a dos hombres a la vez con sus robustos hombros, sin dejar de reír. Una silla se partió sobre su espalda, pero mientras Belster O’Comely gemía con sólo ver el golpe, el monje se limitó a reírse aun más fuerte gritando su habitual «¡Vaya, vaya!».
Apoyado en su palo, Elbryan contemplaba la escena como un espectáculo. Tan pronto como hubo tomado una postura más relajada, fue desafiado, pues un entusiasmado aldeano aprovechó la oportunidad de la pelea general para dar un puñetazo al guardabosque, que le caía antipático.
Elbryan, como quien no quiere la cosa, colocó verticalmente a Ala de Halcón delante del aldeano, y el puñetazo fue a estrellarse contra la dura madera. El agresor gimió cogiéndose la mano dolorida, y Elbryan tiró con fuerza hacia abajo y hacia sí mismo con la mano que agarraba el bastón por la parte superior para que la punta inferior del palo saliera impulsada hacia arriba, directamente entre las piernas del hombre, que soltó un gemido.
Elbryan retrajo el arma y la proyectó firmemente contra el pecho del hombre hasta hacerlo caer por los suelos mientras se agarraba la mano y la ingle. Luego el guardabosque volvió a contemplar la pelea, pensando que el fraile loco no tardaría en cansarse. Si el hombre cometía el más mínimo error, la pandilla de aldeanos lo aplastaría.
Y entonces Elbryan intervendría.
El guardabosque sonrió una vez más cuando Tol se lanzó de nuevo al ataque y fue dejado fuera de combate. Pero la sonrisa de Elbryan se desvaneció al ver en la puerta de la taberna a un recién llegado que se abría paso entre los contendientes. Cuando un hombre se dio la vuelta para golpearlo, el recién llegado lo derribó con tres rotundos y bien colocados golpes, propinados con tal rapidez que el hombre ni siquiera había hecho amago de responder al primero cuando ya lo había alcanzado el tercero.
Incluso sin aquella exhibición de dominio de la lucha, Elbryan supo que no era un simple aldeano. El hombre caminaba con el equilibrio de un guerrero y se abría paso entre la gente con la mirada de un asesino.
No le costó mucho comprender cuál era el blanco del hombre. Mientras él también avanzaba entre los contendientes para cortar el paso al recién llegado, Elbryan se preguntó qué enemigos había podido crearse aquel violento monje.
El puñetazo mortal fue dirigido a la garganta de Avelyn, aunque el monje gordinflón, enzarzado en una pelea con dos hombres, no lo vio venir. El palo de Elbryan lo interceptó a medio camino y lo desvió hacia arriba. El recién llegado, con un equilibrio y un cálculo perfectos, apenas lo notó, y propinó un segundo golpe muy violento con la otra mano.
Elbryan bajó el palo y entonces pinchó con fuerza el antebrazo del hombre.
El hermano Justicia miró a Elbryan y se giró para encararse con él, con la absoluta certeza de que no era un simple aldeano quien había aparecido en ayuda de Avelyn. Un hombre intentó saltar entonces a la espalda del monje; pero, con vertiginosa rapidez, el hermano Justicia le pegó un rotundo codazo en el pecho, luego en el cuello y en la cara, y lo envió lejos dando tumbos. Ninguno de los que habían visto de cerca la defensa deseaba vérselas con el extranjero, y nadie en la taberna —excepto quizá Tol, que estaba aún en el suelo— deseaba luchar con Elbryan. Así que quedaron los dos, Elbryan y el hermano Justicia, cara a cara, como una isla de calma en medio de un mar revuelto, extrañamente aislados del resto de la turba que se zurraba.
El monje dio un salto hacia adelante, simulando dar un puñetazo y, en realidad, pegó una patada hacia la rodilla de Elbryan. Este levantó su palo para detener el esperado puñetazo; pero, aunque parecía que había caído en la trampa, el guardabosque no se había dejado engañar: mientras el hermano Justicia trataba de alcanzarle la rodilla, dio un giro hacia afuera apoyado en su pie más retrasado, de tal forma que su pierna quedó fuera del alcance del ataque del monje.
El hermano Justicia volvió a la carga con fuerza y trató de interrumpir el giro de su enemigo con un golpe que lo alcanzara en la espalda antes de que pudiera completar la vuelta.
Elbryan se detuvo a medio giro y proyectó su palo hacia afuera y hacia atrás. Giró justo por debajo del arma y la lanzó de nuevo con un empujón hacia adelante, forzando a retroceder a su oponente. Después el guardabosque desplegó una frenética actividad, empujando y blandiendo el palo de un lado a otro; luego tiró transversalmente de él y alternó una serie de pesados golpes manejándolo con la derecha o con la izquierda.
El hermano Justicia rechazó todos los ataques; sus brazos se movían vertiginosamente y sus fornidos antebrazos golpeaban contra la madera pulida. Trató de encontrar algún espacio abierto en el ataque del guardabosque, alguna posibilidad de contraatacar una vez más. Pero la ejecución de la ofensiva de Elbryan era perfecta, pues cada golpe seguía al anterior a tal velocidad que impedía cualquier movimiento de respuesta.
Pero el guardabosque no consiguió romper la defensa del hábil monje, y muy pronto ni tan sólo pudo mantenerlo a la defensiva.
El frenético ataque se agotó por sí mismo; Elbryan se agachó sosteniendo a Ala de Halcón horizontalmente delante de él. En aquel momento el monje avanzó con fiereza, dispuesto a propinar un golpe cortante sobre el palo como si quisiera partirlo por la mitad.
Elbryan estaba en guardia, pues había previsto el movimiento. Se acercó el palo al pecho mientras el violento golpe del hermano Justicia caía; luego movió a Ala de Halcón sobre el brazo que descendía y lo empujó hacia abajo con todas sus fuerzas. En el mismo movimiento, Elbryan avanzó un paso y lanzó las dos manos y el palo hacia adelante en posición horizontal apuntando debajo del mentón del monje.
El hermano Justicia retrocedió mientras se le echaba encima el malintencionado golpe. Replegó el brazo libre, aprovechando en cierta medida el ímpetu del golpe, y luego le pegó con el canto de la mano y se marcó un tanto.
Los dos se tambalearon cada uno por su lado, Elbryan jadeando para recobrar el aliento y el hermano Justicia intentando dominar el vértigo. Inmediatamente la muchedumbre se apelotonó en torno a ellos, pues en el Aullido de Sheila puñetazos y sillas rotas volaban por doquier.
—¡Vaya, yaya! —resonó el estridente bramido por encima del estruendo general; a Elbryan le quedó claro que el monje gordo lo pasaba en grande.
El guardabosque escuchó el movimiento detrás de él, y advirtió que era un ataque. Con Ala de Halcón extendido, dio un giro para esquivar un pesado gancho, y luego bajó con fuerza y en diagonal la punta superior de su palo, haciendo manar sangre de la cara de Tol Yuganick. Al ver que el hombre quedaba aturdido, Elbryan soltó una mano del arma y lo derribó de un golpe en el mentón. De inmediato el guardabosque miró en torno en busca de aquel recién llegado, de aquel experto luchador, de aquel asesino; se abrió paso a codazos entre los contendientes, deteniendo puñetazos cuando era necesario y derribando de tres rápidos golpes a un aldeano que trató de atacarlo.
Apartándose del peligroso guardabosque, el hermano Justicia cogió un alfiler del cinturón de cuerda de su vestido y lo sostuvo contra su piedra solar. Las piedras solares se usaban como protección, sobre todo contra el poder mágico, pero también contra diferentes venenos. Sin embargo, el poder mágico de la piedra se podía forzar, se podía invertir.
El monje no tardó en avistar al guardabosque, que previsiblemente andaba al acecho cerca de Avelyn. Poco a poco el hermano Justicia se fue acercando, ocultándose tras los cuerpos de los contendientes.
Elbryan lo notó y estaba preparado cuando el mortífero monje se le echó encima. El hermano Justicia se le abalanzó, pero de pronto se desvió y se arrojó contra Avelyn, que con los brazos por encima de su cabeza hacía girar a Burgis Gosen.
Elbryan tuvo que ponerse en movimiento con rapidez, y lanzó bruscamente todo el peso de su cuerpo hacia un lado para cortarle el paso. Notó el minúsculo parpadeo de plata en la mano del recién llegado y se percató de que el hombre llevaba un arma.
Lo agarró por la muñeca y recibió un puñetazo propinado con la otra mano aunque a su vez pudo descargar un golpe con Ala de Halcón. No obstante, el hermano Justicia estaba mejor equilibrado y Elbryan llevó la peor parte. Se dejó caer sobre una rodilla intentando encontrar una postura defensiva pues esperaba un nuevo puñetazo.
Pero este no llegó. Elbryan vio que una sombra le pasaba por delante —Burgis Gosen había salido volando lanzado por Avelyn— y, tan pronto como la confusión se despejó, el recién llegado había desaparecido.
Sólo entonces Elbryan advirtió que tenía una tenue línea roja en la muñeca del brazo con el que había agarrado al asesino: estaba sangrando. Seguramente no era una herida grave, pero parecía arderle con una quemazón muy intensa. El guardabosque no le hizo el menor caso y se apresuró a colocarse junto al monje gordo.
Avelyn se aprestó para recibir el ataque moviendo las manos para defenderse. Pero Elbryan no tenía tiempo para aquello.
—No soy un enemigo —exclamó.
Pero, cuando Avelyn le lanzó un puñetazo bramando su habitual «Vaya, vaya», Elbryan se dejó caer sobre una rodilla, pasó el palo por detrás de las piernas del gordinflón y tiró de él. El monje cayó pesadamente al suelo.
Elbryan se le echó encima, más para protegerlo de la multitud enfurecida que por temor a la revancha.
—¡No soy un enemigo! —aulló de nuevo y, agarrando al hombretón por la muñeca, lo levantó de un tirón y lo empujó fuera de la taberna.
La pelea continuó sin ellos; en realidad Avelyn tan sólo había servido de excusa a los aldeanos y a los cazadores de paso para enzarzarse en una fiesta salvaje.
El hermano Avelyn ardía en deseos de preguntar muchas cosas y proferir muchas protestas; pero el guardabosque no le prestaba ninguna atención, concentrado como estaba en escrutar las sombras, temeroso de que el funesto extranjero estuviera al acecho. Al fin llegaron frente a la pared posterior de la casa situada más al norte del pueblo, justo debajo de la ladera poblada de árboles.
—Ejercicios de preparación —explicó Avelyn, y la expresión de su cara indicaba que pretendía continuar la lucha allí afuera, precisamente con aquel «aprendiz».
No obstante, cuando el monje le echó una ojeada a Elbryan, cambió por completo de intención. La cara del joven estaba cubierta de sudor y su respiración se convirtió en jadeos entrecortados. Elbryan alzó la muñeca, miró la herida y se la enseñó al monje por toda explicación.
Avelyn le cogió el brazo y lo mantuvo en alto a la luz de la luna. No era una herida grave; se trataba de un corte muy tenue, demasiado fino para haber sido causado incluso por una daga. Eso solo bastó al monje para indicarle que aquel hombre se encontraba en serio peligro. En efecto, que una herida tan minúscula produjera tanto dolor sólo significaba…
Avelyn revolvió los bolsillos buscando la hematites. Tenía la sospecha de que habían envenenado al joven y comprendió que, cuanto más tardara en ir tras la insidiosa sustancia, más profundamente tendría que unir su espíritu con el de su paciente y más dolor le causaría a él y a sí mismo.
Sin embargo, tan pronto como empezó, el hermano Avelyn averiguó una aterradora peculiaridad. Aquel hombre había sido envenenado, sin duda alguna, pero el veneno no se basaba en sustancia alguna, no derivaba de ninguna planta, hierba o animal virulento. Su origen era mágico; el monje lo sentía intensamente. De cualquier modo, a Avelyn le resultó bastante fácil contrarrestar los efectos con la hematites; Elbryan no tardó en respirar acompasadamente, y desapareció el dolor de la quemadura.
—¿No eres un enemigo? —preguntó Avelyn cuando el joven se hubo recobrado.
—No —repuso el guardabosque—. Pero has de saber, amigo mío, que te procurarás muchos enemigos con esa forma de hablar y esos…
—Ejercicios de preparación —terminó la frase Avelyn con un guiño.
—Eso es —dijo el guardabosque secamente—. Y seguramente prepararán el terreno para encerrarte si continúas peleándote con algunos canallas que rondan por Dundalis.
Avelyn asintió y se encogió de hombros como si no pudiera remediarlo.
—Tu herida se curará —le aseguró al guardabosque y se alejó en la noche oscura en dirección al Aullido de Sheila, donde la pelea iba cesando poco a poco.
Elbryan lo contempló mientras se alejaba; lo tranquilizó un tanto el hecho de que el hombre entrara por la puerta lateral de la posada con la intención, al parecer, de retirarse a su habitación y no volver a la sala común. El guardabosque se daba cuenta de que el robusto monje se encontraba en un serio problema, pues aquel hombre de la aguja envenenada era algo más que un rufián demasiado entusiasta. Elbryan no sabía exactamente qué pintaba él en aquel asunto privado, pero tenía la seguridad de que aquella no era la última vez que se veían él y el robusto monje… y probablemente tampoco el mortífero extraño.